Eran Andy y Mike, que nos habían seguido para rescatarnos. Andy Sigman abrió la portezuela, sacó un cuchillo de su bolsillo y cortó mis ataduras. Mary Jackson, que seguía a mi lado, no se movió. Parecía no importarle lo más mínimo todo el asunto. Me bajé del coche dando un gemido. La sangre volvía a circular por mis venas y esto me causaba un dolor de mil demonios. Mike, a golpes de cachiporra, alineó cuidadosamente a mis dos secuestradores uno al lado del otro, dormidos para un buen rato, porque había rematado el trabajo del alano mediante algunos toques mágicos de su machacacráneos. Di las gracias a Andy de todo corazón; nos había sacado de un buen atolladero. Luego, intentó reanimar a Gary Kilian, a quien ya había liberado de sus ataduras. Mike Bokanski me saludó, y su perro también. Mike acababa de asestarle uno de esos palmetazos afectuosos que tanto parecían satisfacer a ambos.
—No deberíamos permanecer aquí mucho tiempo más —dijo Mike, señalándome el muro de ladrillos frente al que nuestro taxi se había detenido—. Los tipos de esta casa deben estar enterados de vuestra llegada y, si nos quedamos, los tendremos encima de un momento a otro.
—Tienes razón —dije—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Ahora que hemos descubierto la guarida de estos pájaros, no vamos a marcharnos sin descubrir qué sucede ahí dentro.
Sentí el brazo de Mary Jackson alrededor de mi cuello. Había bajado del coche y tuve la impresión de que tan sólo deseaba proseguir lo que habíamos comenzado allí dentro.
—Hay que sacar estos cacharros de aquí y esconderlos —dijo Mike—. Luego haremos nuestras pesquisas en la casa.
—Gary no está en condiciones de actuar —dije—. Y deberíamos ser al menos dos para aventurarnos por ahí dentro.
Quedamos en que Mike Bokanski entraría conmigo. Realmente no era un compañero desdeñable. Sobre todo si su perro formaba parte de la comitiva.
Pero ¿qué íbamos a hacer entonces con Mary Jackson? Continuaba apretándose contra mí y besándome sin parar, pero ahora que estábamos de pie resultaba mucho menos comprometido porque apenas me llegaba al hombro. Mis brazos estaban ya desentumecidos y, como llevaba encima demasiados chichones y cardenales para reparar en ellos, me sentí casi en forma. El pobre Gary, en cambio, parecía haber sido utilizado como saco de entrenamiento por una docena de boxeadores. Se le habían puesto los ojos de un bonito color negro acharolado y estaba cubierto de sangre (suya o de otros). Cojeaba, resoplaba con asco y masticaba en el vacío antes de hablar. Probablemente se contaba los dientes con la lengua.
—Bueno —me dijo—. ¿Estás contento con tu idea? ¡Una bonita cena la que hemos tenido…! ¡Oh, sí…! ¿Dónde están nuestras parejas?
—Seguramente llegarán de un momento a otro.
Andy rió. Mike sonrió.
—También fuimos a ver qué había pasado en el hotel… —dijo Mike—. Estaban ya bastante apañados, pero ahora no abrirán el pico hasta dentro de dos meses largos, seguro… ¿Había una mujercita también?
—Sí —dije—, una chica encantadora… ¿La conoces, Mary? Tu amiga Cora…
—Oh, a ésa —dijo Mike—. Noonoo le rasgó un poco el vestido y, a menos que se fabrique otro con las cortinas, no creo que pueda pasearse hoy sin que la encierren…
—Pero alertará a los otros —dije—. ¿Vas a decirme que te limitaste a desnudarla (o a hacerla desnudar por Noonoo)?
Mike Bokanski se ruborizó.
—No hay peligro —dijo—, está en lugar seguro.
Y agregó, no pudiendo contener las carcajadas:
—¡Está en el maletero del taxi!
Me tranquilicé. Durante todo ese tiempo, Andy Sigman había estado dando masajes en los brazos y en el torso a Gary, que se sacudió y rugió (débilmente):
—¡Al ataque!
—Eso es —dije—. Tú súbete a este coche —señalé al que nos había traído a Gary, Mary Jackson y a mí— y sigue a Andy. Hay que esconder los vehículos si no queremos que nos descubran. Entretanto, Mike y yo daremos una vuelta por el tinglado. Mientras, tú haz una llamada a Nick Defato. Supongo que encontrarás algún bar por el camino.
—¡Ya está bien de bares por hoy! —dijo—. ¡Tú y tus malditos lugares tranquilos!
—Bueno —respondí—, no nos estarán «esperando» en todos los bares. Informa a Nick Defato del lugar donde estamos y vuelve con Andy a buscarnos en cuanto hayáis escondido los coches. ¡No dejéis olvidada a Cora Leatherford en el maletero!
—Si por mí fuera —gruñó Gary—, puede quedarse ahí hasta el fin de sus días, y espero que sea pronto.
—De acuerdo —dije—. También te llevarás a nuestra amiguita Mary Jackson y tratarás de ocuparte de ella.
—¡Oh! —dijo Mary que nos escuchaba con atención—. ¿Yo voy con él? ¡Qué maravilla…! ¿Me invitarás a cenar?
—Daos prisa —añadí.
Se instalaron y Andy arrancó.
—Estaremos de vuelta dentro de una media hora más o menos —dijo.
—Vale. Tomaos el tiempo necesario.
Gary se sentó trabajosamente en el volante y Mary Jackson se apretó contra él… Esperemos que no le haga salirse de la carretera… ¡Qué tía!
Me volví hacia Mike Bokanski.
—Ahora nos toca a nosotros… —dije—. Debemos entrar en la fortaleza.
Estábamos allí, los dos, frente a un muro que debía de medir dos metros y medio de altura. Veíamos las cimas de los grandes árboles. Caía la noche y comenzaba a hacer fresco, ya que San Pinto está a ochocientos metros de altitud (y no estábamos lejos de San Pinto).
Lo primero que debíamos hacer era apartarnos de la carretera. Los dos hombres que nos habían conducido hasta allí se habían detenido frente al muro. Pero debía de haber alguna verja en ese parque. Y en la verja, una puerta. Cuanto más pensaba en ello, más extraordinario me parecía que la carretera terminara en el muro. Comenté mi extrañeza a Mike.
—Es probable que haya una entrada —dijo—. Pero debe de estar camuflada.
—Iremos bordeandopropiedad —dije—. ¿A la derecha o a la izquierda?
Nos dirigimos hacia la derecha y, de pronto, Noonoo gruñó y empezó a correr hacia una casucha que no habíamos visto, detrás de los árboles. Al mirar hacia el suelo, vimos huellas de neumáticos que conducían hacia allí, pero el suelo era duro y pedregoso y apenas se distinguían.
Llegamos al caserón, que era una especie de hangar. Estaba en muy mal estado. Era viejo y en ruinas, y bastante grande.
—¡Cuidado! —dije—. Puede que haya alguien.
—Tenemos a Noonoo —respondió Mike.
La casucha estaba a treinta metros del muro de ladrillos. Intenté abrir la puerta. Evidentemente, estaba cerrada. Una mirada alrededor. Nada. Mike miró la cerradura, rió y apoyó el hombro contra los dos batientes. Luego, con toda su fuerza, se abalanzó contra la puerta y profirió un taco gordo. Debió de hacerse mucho daño y la puerta no se movió ni un centímetro.
—Es menos vieja de lo que parece —masculló, frotándose el hombro.
—Intentemos con la cerradura —dije.
—He traído algunas herramientas —respondió. Sacó de su bolsillo una barra de hierro delgada y curvada. En cuanto la introdujo en la cerradura, dio un brinco de cinco metros, cayó de culo y se frotó furiosamente la mano.
—¡Canallas! ¡Guarros! ¡Cafres! ¡Cochinos! ¡Cabrones! —gritó.
No paraba de renegar, y yo me revolcaba de risa. Siempre resulta gracioso ver a un tipo hacerse sacudir por una descarga eléctrica. Es inofensivo, pero el susto no te lo quita nadie.
—Muy interesante —dije—. Si la cerradura está electrificada significa que hay algo detrás de la puerta.
—Bien, bien —asintió Mike—. Muy interesante. Apasionante, si quieres. Pero no hemos adelantado nada.
Lo agarré por la muñeca… Había oído algo.
—¡No te muevas! Escondámonos…
La casucha estaba rodeada de arbustos bastante altos. De un brinco, nos protegimos tras ellos. Mike cogió a su perro por el collar y lo aplastó contra el suelo.
Desde el interior del hangar llegó hasta nosotros el ruido de un motor (como el motor de un ascensor). Luego escuché un chasquido sordo como el de una cerradura de caja de caudales. La puerta se abrió con un chirrido. Desde mi puesto no podía ver bien. Alargué el cuello para echar una mirada por la sombría abertura. En ese momento surgió un coche como una tromba, torció bruscamente a la derecha y se largó entre los árboles por un sendero apenas distinguible, que probablemente desembocaba en la carretera.
La puerta comenzó a cerrarse con lentitud. Sin mediar palabra, Mike y yo nos abalanzamos hacia ella. Entramos. El suelo descendía en una pendiente bastante pronunciada. Oímos un portazo a nuestras espaldas. Avanzamos algunos metros por un pasadizo subterráneo débilmente iluminado y, de pronto, me detuve. Encima de nosotros, unos pesados paneles se pusieron en funcionamiento y cerraron estruendosamente la entrada del pasadizo. Me agaché para no chocar con el primero y bajé rápidamente un poco más para poder mantenerme en pie sin encorvarme.
Mike se había pegado contra la pared. Me reuní con él sin ruido.
—Así es como pasan por el muro —me dijo.
—Ya lo veo… —contesté—. ¿Pero cómo podrán encontrarnos Andy y Gary?
—Oh, ya veremos…
—Es extraño que no haya guardianes.
—Eso —dijo Mike, con aire sombrío—, no lo comprendo. Se diría que todo es automático.
—Aun así… —dije—. Debería haber guardianes.
—No. Noonoo los hubiera detectado.
Echamos a andar. El pasadizo seguía hundiéndose en la tierra. Llegamos por fin a un plano horizontal. El perro se envaró, gruñó y se echó hacia atrás.
—Chitón —susurró Mike.
No es necesario aclarar que no habíamos hecho ruido y que avanzábamos pegados a la pared como lagartos. Había olvidado un poco todos los golpes recibidos en el restaurante, pero de pronto los recordé. Me dolía todo el cuerpo y no me sentía demasiado dispuesto para otro encontronazo. Menos mal que la presencia de Mike me tranquilizaba un poco.
El perro se había quedado mudo. Mike me susurró:
—Quédate aquí. Voy a ver qué pasa.
—Te sigo…
—No.
Había algo en su voz que me incitó a obedecerle.
Era bastante fácil disimularse en ese pasadizo. Las paredes estaban apuntaladas como las de una galería de una mina y cada tantos metros sobresalía un grueso poste de madera; era posible avanzar de uno a otro poste sin correr el riesgo de hacerse ver. Mike me tendió algo y se alejó, seguido de Noonoo, pegado a sus talones. Miré lo que me había dado. Una cachiporra como la que él había usado antes, simpática herramienta que proporciona un sentimiento de independencia y de confort. Mis ojos comenzaban a habituarse a la penumbra que reinaba en ese subterráneo, pero Mike avanzaba tan furtivamente que tuve problemas para no perderle de vista. Y de pronto, me sobresalté y mis dedos agarraron la madera de los postes. Restalló un disparo, luego otro. Sonó un aullido y acabó en borboteo. Olvidé todas las consignas de Mike y salté hacia adelante. Ya no se oía ningún ruido. Me reuní con Mike. Estaba arrodillado ante un hombre tumbado de espaldas. Había un revólver junto a la mano del hombre y un poco de sangre en la manga de Mike.
Levantó la cabeza y sonrió.
—Ya tiene su merecido.
—¿Te ha disparado?
—Un rasguño. Noonoo le ha roto la muñeca.
—¿Muerto?
—No —dijo Mike—. Sólo lo he atontado un poco.
En la pared había una puerta. Daba a un cuartito cavado en la tierra y revestido con hormigón. En la mesa había un aparato de transmisión del tipo telespeaker. Si estaba conectado, la gente del otro extremo debía de haber escuchado los disparos y se nos iban a echar encima de un momento a otro. Mike se levantó y arrastró al hombre hasta la habitación. Puse un dedo sobre mis labios y señalé el aparato. Asintió.
Tendimos al hombre bajo la mesa y corté el hilo del aparato. No era muy prudente, pero tanto daba…
Sin tomar la menor precaución, nos largamos hasta el final del pasadizo subterráneo y emergimos al aire libre. Allí estaba la carretera bordeada de árboles. La propiedad debía de ser inmensa. Avanzamos a lo largo del camino al abrigo de los enormes troncos. Noonoo se deslizaba delante de nosotros. Ya casi era de noche y su pelo nos ayudaba a no perderlo de vista. De pronto, el perro se detuvo, con todos los músculos en tensión, y yo me eché contra Mike que también se había parado en seco.
Delante de nosotros se extendía un claro. A derecha e izquierda divisé dos construcciones sobre pilares: probablemente unas torres de control.
Todo estaba desierto y silencioso, pero debían de estar vigilando. El alano había sin duda husmeado la presencia de alguien.
¿Qué hacer?
Mike me empujó bruscamente hacia atrás, llamó a su perro con un leve silbido y se pegó al suelo. Le imité. Vi que buscaba en su bolsillo. Su brazo describió un arco y luego se llevó las manos a los oídos.
La granada explotó exactamente bajo la torre de la derecha. Hubo un estrépito enorme y la construcción se estrelló contra el suelo. Escuchamos gritos y maldiciones. El faro de la otra torre se iluminó y barrió las tinieblas. Nos lanzamos hacia esa torre y, con rapidez, nos escondimos debajo. Allí el foco no podía descubrirnos. Se escuchó el tableteo de una ametralladora y las balas destrozando las hojas.
—Cuidado —susurró Mike—. Esto se pone al rojo vivo.
El tipo que se encontraba en la torre de control volada intentaba salir de los escombros. A juzgar por lo que se oía parecía haberse lastimado un poco al caer. Pero a unos sucios egoístas como nosotros, aquello nos tenía sin cuidado.
Mike hundió por segunda vez la mano en su impermeable y, como ya sabía lo que iba a sacar, me sentí ligeramente molesto y me tapé los oídos.
—Voy a arriesgarme —murmuró.
Se secó la frente. De repente, hubo un ajetreo infernal sobre nuestras cabezas y todo el espacio se iluminó. En todos los árboles se encendieron luces eléctricas.
Mike no perdió ni un segundo. Se separó un metro y lanzó la granada hacia arriba. Luego me arrastró a toda velocidad. Aún pude escuchar el ruido de la granada al golpear el suelo de la torre y la voz del guardián que chillaba:
—¡Allí están…! ¡Fuego a discreción!
Pobre hombre…, mucho hubiera debido gritar si quería hacerse oír en medio del estruendo de la segunda explosión.
Empecé a preguntarme si Mike Bokanski no se extralimitaba un poco en sus funciones de policía aficionado.
Naturalmente, los tíos de la torre dejaron de ocuparse de nosotros y hubiéramos podido continuar perfectamente nuestro paseo por el centro de la alameda. Pero seguimos deslizándonos al abrigo de los árboles.
—Espero que el ruido les hará acudir a todos —me sopló Mike al oído entre dos zancadas—. Mientras tanto podremos averiguar qué sucede.
—Sí, esperémoslo —dije.
Tenía ganas de ver cómo acababa esta maldita carrera, porque no me divertía engancharme los pies con zarzas, baches y raíces cada dos metros, en plena oscuridad, sin saber hacia dónde iba. Mike Bokanski iba totalmente despreocupado y lo arrollaba todo como si fuera un tanque. Pensé que debía de llevar al menos una buena docena de granadas encima y esto me dio miedo pero, pensándolo bien, sabía utilizarlas y se le veía responsable. A pesar de todo, me sentí inquieto pensando que Gary debía telefonear a la policía… Estábamos metidos en un buen lío.
Bien mirado, más valía buscar el lado bueno de las cosas, y desde hacía algunos meses no hacía el suficiente ejercicio. En dos o tres días había recuperado mi buena forma. Mis músculos me obedecían con fidelidad y estaba tan entrenado a recibir golpes en la cabeza que el efecto de los últimos ya casi había desaparecido. Sólo quedaba la hinchazón. De pronto, oí al perro de Mike, que se había detenido y gruñía, y choqué contra su propietario, que debió detenerse en el mismo segundo. Aquel perro era innegablemente un detector de peligros perfectamente regulado.
—Ya hemos llegado —murmuró Mike.
Frente a nosotros había un gran edificio blanco, cubierto de una terraza, que parecía un cubo de mampostería con unas pocas ventanas.
Nos mantuvimos al acecho durante algunos instantes. Parecía imposible que las personas que vivían allí no hubieran oído las explosiones. Pero todo permanecía en calma.
—Vamos —dije a Mike.
—Espera —contestó.
Miré. Una ventana acababa de iluminarse. Pasó una sombra y todo volvió a oscurecerse. Muy bien. Ya sabíamos a qué atenernos. Había gente. Después de todo, quizás eran algo duros de oído.
—¿Cómo nos las arreglaremos para entrar ahí?
Se lo pregunté a Mike y él movió la cabeza, dubitativo.
—Podríamos tocar el timbre —propuso con la mayor seriedad.
Quedaban una decena de metros por recorrer para alcanzar la casa. En casos así lo mejor era actuar con naturalidad. Mike avanzó, resueltamente, con las manos en los bolsillos. Sonreí al pensar en sus bolsillos.
Nada. Aquello empezaba a ponerme cada vez más nervioso.
Mike llegó al muro de la casa y yo, que me había quedado atrás, me di cuenta de que lo que había tomado por un basamento era un lindero de arbustos de California, perfectamente recortados a la altura de un hombre. No quise parecer un rajado y avancé tras él.
El perro me había precedido y me sentí más tranquilo al constatar que no manifestaba ningún signo de inquietud. Me deslicé detrás de los arbustos.
Mike ya no estaba.
Palpé el muro. Nada. Era compacto, continuo y duro. Di un paso hacia delante. Percibí un ligero olor a desinfectante que parecía proceder de la base del muro. Vi que, efectivamente, había un tragaluz por el que podían pasar la cabeza, el cuerpo y los pies. Preferí adoptar el orden inverso y aterricé al lado de Mike.
—No es posible. No hay nadie aquí dentro.
—Había guardianes en la puerta y en las torres —respondió con lógica—. Estarán ahí para guardar algo, ¿no?
—A no ser que estén allí para hacer creer que hay algo que guardar —dije con una lógica evidente, rascándome el sacro, que me picaba, con la punta de la uña.
—Vamos a ver —dijo Mike—. Sabemos que hay por lo menos un tipo en este lugar, el que vimos pasar como una sombra por la ventana.
—Prefiero esperar a verlo para creerlo… —contesté.
En ese mismo momento, quedamos cegados por la luz de una potente linterna eléctrica. Mike se quedó donde estaba y levantó las manos. Hice lo mismo. Estábamos fritos. Mike silbó para que su perro se echara a sus pies; era más seguro para él.