Engañados como ratas

Cuando recobré el conocimiento —un cuarto de hora más tarde—, el decorado (que aún no he tenido tiempo de describiros) seguía siendo el mismo. Había una hermosa alfombra india en el suelo, con algunas manchas rojo oscuro, porque, quien más, quien menos, todos habíamos sangrado. Los muebles, con acabados de cobre, debían de ser de caoba, pero no puedo garantizarlo. También había unas estrambóticas ventanitas con grandes cortinas. Y yo estaba adosado a la pared, atado como un salchichón. Apenas podía mover la cabeza y me dolía todo el cuerpo. Vi a Gary a mi lado, con la nariz tocándole el pecho; parecía agotado. Enfrente, los otros cuatro actores de esta amable pelea se curaban mutuamente con gestos algo blandengues. Había uno que parecía totalmente asqueado de la vida: aquél a quien había apretado el cuello. Otros dos le daban cachetes y sacudían sus brazos, pero se movía tanto como una almohada. El hombre de la gabardina tampoco tenía buen aspecto: se tapaba la cara con un pañuelo completamente enrojecido y cuando cerraba la boca se veían los dientes que le quedaban, o mejor dicho, se veía que ya no le quedaba ninguno. En cuanto al color de sus ojos, que se habían agrandado hasta la mitad de sus mejillas, recordaba el de las berenjenas, aunque en un tono más vivo. Los otros dos, el gordo del traje azul que se había ocupado de mí (y a quien yo había hecho pasar por encima de mi cabeza) y el moreno y rechoncho con unos hombros en forma de chimenea gótica, se palpaban para comprobar qué era lo que tenían roto, lo cual les arrancó algunos gemidos muy divertidos. No estaba descontento del resultado de la operación, aunque me sentía tan molido como si me hubiera arrollado una segadora-trilladora. En cuanto a Gary, seguía sin manifestar ninguna de sus impresiones. Allí estaba también Cora Leatherford, fresca como una rosa, sentada a horcajadas en una silla, y Mary Jackson, que parecía algo sorprendida. Yo ya sabía que las mujeres adoran ver pelear a los hombres, aunque no sea por ellas. Mary Jackson se empolvó, como si hubiera sido ella la que acababa de pelear.

—Tienes una extraña manera de dar las gracias a las personas que te invitan a cenar —dije.

—¿Y tú? ¿Cómo tratas a las personas que llevas en tu coche? —respondió, devolviéndome la pelota.

Rió.

—Desde luego, tengo bien claro que no eres mi tipo en absoluto… —comentó.

Intenté hacerla enfadar, porque su sonrisa empezaba a sacarme de quicio.

—Oh, ya conozco tus gustos —dije—. Te gusta verlos en el depósito de cadáveres con manchas azules sobre la asquerosa jeta, tal como acabarán todos estos pájaros.

Apunté con el mentón a los cuatro monos lisiados que se afanaban por la habitación, muertos o vivos, y mi reflexión no pareció ponerlos de buen humor. En cuanto a Cora, la alusión que había hecho a su amado le hizo apretar el morro y lanzarme una mirada sombría.

—Wolf Petrossian no era tan tonto como tú, Rock Bailey —dijo—. Lo mataron por sorpresa, haciéndole tragar algo, pero nunca hubiera sido tan imbécil como para lanzarse en la boca del lobo como has hecho tú…

—Sin embargo, fue lo suficientemente imbécil como para tragar la asquerosa droga y reventar en una cabina telefónica —dije.

—A propósito de cabinas, hay una historia de fotos que tendrás que explicarnos inmediatamente —agregó ella.

—¿A quién? ¿A ti? ¿A estos caballeros? —señalé a los cuatro—. ¿O a alguien más?

Los mencionados «caballeros» no parecían encantados con nuestra conversación, y el rechoncho se me acercó. Antes de que tuviera tiempo de esquivarle, me aplastó la nariz de un puñetazo y mi cabeza chocó duramente contra la pared.

Cora debió de darse cuenta de que todo esto hacía muy mal efecto. Me preguntaba qué explicaciones iba a darle a Mary Jackson. Decididamente, las chicas que reclutaba para las experiencias del señor X no tenían muchas manías. Incluso debían de ser algo marranas. Esto explicaría por qué los padres de Bérénice Haven y Cynthia Spotlight (las dos primeras desaparecidas) no denunciaron los hechos, y por qué la familia de Mary Jackson tampoco denunciaría el caso. Los padres no habían visto las fotos y debían de suponer que sólo se trataba de fugas banales.

Mientras yo me hacía todas estas reflexiones, Cora abroncó al rechoncho, que, gruñendo, volvió a su puesto. Luego hubo un ruido y dos hombres irrumpieron en la habitación. Nos echaron una ojeada a Gary y a mí, y se rieron, miraron a los otros y dejaron de reír. Con lo cual, me di cuenta de que eran refuerzos, pero del campo contrario.

Cora se levantó.

—Coged a estos dos tipos —dijo, señalándonos— y llevadlos donde ya sabéis. Ven, Mary —añadió.

Los dos hombres se nos acercaron. Uno de ellos era de talla mediana, bien vestido y con aspecto ingenuo. Al otro… lo reconocí: era el enfermero gordo que me hizo sufrir el tratamiento (en el que no podía pensar sin añorar a Bérénice Haven) al que fui sometido la primera noche de esta aventura.

El gordo cortó las cuerdas que me sujetaban las piernas.

—Arriba —dijo—. ¡Toma, pero si es nuestro amiguito! ¿Qué? ¿Visitando a los amigos?

—Exactamente —dije yo—. Un paseo sentimental hasta el lugar de nuestra primera cita.

Se rió con una gran risotada. Ya había advertido su carácter jovial.

—¿Siempre tan maricón? —preguntó—. ¿Rechazaste a Cora y por eso te ha dejado en ese estado?

—¡Qué va! —dije—. Si hubieras llegado un cuarto de hora antes nos habrías encontrado uno encima de otro.

Era estrictamente cierto, pero lo que me olvidé de decir es que yo estaba debajo y ella hacía el amor con un pisapapeles. Mientras tanto, yo ya había logrado ponerme en pie, pero me hormigueaban las piernas y tuve que agarrarme a él para no caer. Su acólito intentó salvar a Gary, pero el pobre no quería moverse. No tenía ganas de nada. Exhaló un gemido y se quedó inmóvil. Mary Jackson lo miró con interés y Cora se le acercó. Antes de que yo tuviera tiempo de hacer algo, ella levantó el pie y le martilleó la tibia con sus puntiagudos tacones. Gary dio un brinco y aulló. Mary Jackson parecía cada vez más interesada por la escena, y la vi pasar la punta de su lengua rosada sobre sus brillantes labios. Esta chica debía gozar cortando los dedos de la gente con cuchillas de afeitar. Gary ya había salido de su sopor y, sin parar de aullar, rodó sobre un costado para escapar de Cora. Se quiso agarrar a la pared, sus uñas rechinaron. En un supremo esfuerzo, consiguió ponerse en pie. Cora Leatherford se divertía, pero ya no se divirtió tanto cuando el puño de Gary la alcanzó con fuerza en el pecho derecho. Entonces le tocó a ella chillar y saltar, sujetándose el pecho con las dos manos.

Los dos hombres se nos llevaron. Atravesamos de nuevo el patio de gravilla. El enorme coche que había visto antes seguía aparcado en el mismo lugar y el mío esperaba también afuera, detrás del Dodge de Cora. Subimos en el coche grande. Por lo visto, nuestros guardianes tenían la intención de dejar que Cora se las apañara sola, porque en cuanto subimos, el jovial volvió a entrar en el restaurante y regresó acompañado únicamente de Mary Jackson. Dándole empujones, intenté colocar a Gary lo más cómodamente posible. Mary Jackson se sentó a mi lado y arrancamos. El más pequeño conducía y el gordo nos vigilaba por el retrovisor.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—Ya lo has adivinado —respondió—. Vamos a casa de un señor muy amable que ofrece habitaciones a las damas y otras a los caballeros y les suministra el mobiliario y todo lo necesario.

Se interrumpió para conectar un botón y llamar por radio. Probablemente, tenían instalado un emisor-receptor en el coche, del tipo walkie-talkie, como los del ejército. Comprendí por qué los cuatro tipos nos esperaban en el restaurante; Cora debía de estar conectada en su onda y ellos habían escuchado nuestra conversación desde el momento en que habíamos subido al coche.

Sentí que Mary Jackson, pegada contra mi cuerpo, empezaba a moverse. Yo tenía las manos atadas y no podía moverme, pero adiviné que era su mano la que palpaba mis muslos y eso no me gustó. Todas mis ansias, todos mis deseos habían sufrido un notable bajón desde que Cora me había acariciado el cráneo con sus contundentes obras de arte.

—No estás mal —dijo Mary Jackson a bocajarro—. Después de arreglarte un poco la cara, hasta estarás presentable. ¿Por qué te has dejado pegar por estos cuatro brutos?

—Si tu amiga Cora no me hubiera atacado a traición, te aseguro que no hubiera ocurrido lo mismo.

Mary Jackson rió con dulzura. Tenía bonitos cabellos rubios y un perfume leve pero insinuante.

—No comprendo nada de lo que sucede —confesó—. Cora había prometido llevarme a pasar el fin de semana en la propiedad de uno de sus amigos.

—¿Quién es?

—Markus Schutz…, el doctor Markus Schutz. Parece que recibe mucho. Cuando salimos nos encontramos contigo y con tu amigo… ¿Cómo se llama tu amigo?

Me esforcé en responder con calma. Su mano seguía acariciándome los muslos de un modo inconsciente.

—Se llama Kilian. Gary Kilian —dije.

No había razón para contarle mentiras.

Esta Mary Jackson era una ninfómana. No se la puede calificar de otra manera. Cuando por fin dejó mis piernas tranquilas, fue para arrellanarse en el asiento y rodear mi cuello con sus brazos. ¡Maldita sea! Estaba escrito que siempre se meterían conmigo cuando no pudiera defenderme.

Tenía la cabeza como un tambor, estaba cubierto de cardenales, debía de estar espantoso. Tenía las manos atadas, y esta histérica como si nada, divirtiéndose haciéndome caricias merovingias en la zona del gran cigomático, en un coche que nos llevaba a casa de Markus Schutz, el doctor Schutz. Un señor que se dedica al secuestro de personas para obligarlas a acostarse unas con otras. Y que tenía en su casa salas de operaciones donde debía de hacer fotos… Unas fotos como las que yo había visto hacía poco y para la recuperación de las cuales se habían matado ya media docena de tíos.

Mary se volvió hacia mí, me atrajo hacia ella —haciéndome un daño atroz— y me besó. Su boca era fresca y dulce, con seguridad había tomado lecciones de un verdadero experto. Me sentía aturdido y me hubiese gustado mucho que aquello durara. La verdad, ya duraba desde hacía mucho rato. Cerré los ojos y me dejé hacer… Las mujeres…, qué bello invento… Seguro que el gordo nos vigilaba por el retrovisor, pero me traía sin cuidado. Mary Jackson se desprendió y dejó escapar un dulce suspiro.

—Quisiera instalarme entre vosotros dos —dijo—. Estoy incómoda en este rincón.

—Como quieras —respondí.

No me sentía especialmente contento de tener las manos atadas, ya que en aquel momento preciso hubiera sabido exactamente dónde colocarlas. Ella se levantó y pasó sobre mí, mientras yo me corría hacia la derecha. Sólo llevaba un vestido ligero y sentí su cuerpo firme contra el mío… Me preparé a reanudar el contacto, pero la condenada se volvió hacia Gary, tomó entre sus manos la cabeza de mi amigo y le administró la misma droga que a mí. Me daba igual, puesto que se trataba de mi viejo Gary, pero aquello me disminuía frente a ella en todos los sentidos, propio y figurado. Aproveché para mirar un poco el paisaje. Delante de mí, el gordo, medio vuelto hacia nosotros, se lo pasaba en grande. Me miró con sarcasmo y volvió a manipular los botones de la radio y a conversar en voz baja con sus interlocutores invisibles… No podían estar muy lejos, porque ya sabía que la potencia de estos emisores es bastante débil. El paisaje era siempre el mismo, quemado bajo el sol que comenzaba a ponerse en el horizonte, con plantas esmirriadas y hermosas flores de vez en cuando. Había algún que otro esqueleto de camello esparcido por ahí, recuerdo de una caravana. Mary Jackson dejó a Gary y volvió a la carga por mi lado.

—¿Qué? —le dije con un gruñido—, ¿no tienes bastante?

—Déjame elegir… —dijo sin el menor reparo—. Bien mirado, creo que te prefiero a ti.

¡Vaya una! ¡Era una entendida en la materia! Era una vulgar lisonja, desde luego…, pero de todas maneras me halagaba… Esta vez puso aún más ardor… que ya es decir.

—Si cortaras mis cuerdas —conseguí decirle—, al menos no tendría la impresión de ser un inútil.

—Qué más quisiera yo —dijo—, pero no tengo nada para hacerlo… No perdamos el tiempo, así estamos bien.

Gary, que se había reanimado, volvió a caer en un completo embotamiento. Supuse que los besos de Mary le habían dado el golpe de gracia. Pegada a mi mejilla vi una ola de cabellos ondulados y brillantes y su oreja delicada; mis ojos se perdieron en la sombra de su cuello redondo y tierno. Un dulce calor comenzó a invadirme y ya ni siquiera guardaba el menor rencor a los dos hombres que nos conducían a casa del doctor Schutz… ¿Sabría al fin quién era ese doctor Schutz?

Me lo pregunté, pero vagamente, porque no me sentía en absoluto en condiciones de reflexionar sobre esos problemas policiales. El coche aminoró su marcha, torció a la derecha por un atajo y volvió a lanzarse a fondo. El movimiento me pegó contra Mary. Sentí un vago remordimiento al pensar en Sunday Love… El firme busto de Mary se aplastó contra el mío y sentí que respiraba más de prisa. El coche daba tumbos a causa de los baches. Volvió a aminorar la marcha, torció por segunda vez, ahora hacia la izquierda, recorrió doscientos metros y se detuvo de golpe.

A través de los rubios cabellos de Mary entreví un alto muro de ladrillos.

Los dos hombres se apearon. Escuché un taco, el chirrido de los frenos de otro coche, y vi derrumbarse al gordo bajo el impacto de una masa leonada, lanzada como un bólido, mientras el otro se desplomaba de un puñetazo… Reconocí entonces el trabajo de Mike Bokanski y su gran perro Noonoo… y la bondadosa jeta de Andy Sigman me sonrió, socarrona.