Evidentemente, Cora Leatherford me había indicado este lugar porque allí era donde tenía cita con los hombres de su banda, a quienes (sin ninguna duda) debía hacer entrega de Mary Jackson, la joven que acababa de secuestrar. Pero lo que no acababa de entender era cómo podían estar advertidos de nuestra llegada y echársenos encima en cuanto entramos. Pensé todo aquello de un modo difuso, pero rápido, porque tenía el cuello de uno de los cuatro tipos entre mis muslos mientras apretaba al segundo con las manos… Debía de ser su cuello lo que estaba apretando, porque crujió entre mis dedos. Gary, a quien veía a ráfagas, parecía defenderse bien. Reuní mis fuerzas y apreté más fuerte, con las manos y con las piernas. El tipo a quien sujetaba la garganta dejó de repente de castigar mis costillas a puñetazos y se quedó fláccido. Lo empujé delicadamente a un lado y agarré las greñas del otro, tirando hacia arriba. Comenzó a chillar como un gato montés, se contorsionó como una anguila y consiguió desprenderse. Se echó hacia atrás y tomó impulso para lanzarse sobre mí. Me disponía a «recibirle» cuando me estamparon un jarrón de diez kilos sobre el cráneo. Floté durante unos instantes. Mi segundo asaltante aprovechó para darme un puñetazo en la cara y, a juzgar por la suavidad del contacto, el puño debía de haber sido tallado en un bloque de sílex. Lo recibí en el ojo derecho y le largué mi pie izquierdo al bajo vientre. Se dobló en dos y volví a ver la vida color de rosa. ¿Quién me había lanzado el florero? Me di la vuelta y me encontré con Cora.
—¡Oh! —le dije—, está muy feo atacar a tu propio prometido por la espalda.
Se rió con sorna. En ese momento, me agarró por detrás uno de los agresores de Gary. Gary estaba bastante maltrecho. Acostado sobre su espalda, sonreía como un alelado, con la mirada en el techo. Me dejé ir hacia atrás, hice el puente y, enderezándome de golpe, conseguí hacer pasar al tipo por encima de mi cabeza. Se estrelló contra el suelo con un ruido sordo. Estallé en carcajadas, pero un segundo florero de al menos cincuenta kilos se desplomó sobre mi cabeza y caí sobre mis rodillas, al lado del tipo a quien había hecho saltar por el aire. No ofrecía un aspecto muy agradable de ver; tenía la cara hecha puré y el brazo derecho completamente torcido hacia atrás. Gary gimió en su rincón y su primer asaltante, un gordo con gabardina clara y sombrero gris, se inclinó sobre él. Gary se dejó vencer más fácilmente de lo que yo pensaba… Esperé un nuevo ataque de Cora Leatherford, con una rabia de mil demonios, porque tenía tal dolor de cabeza que no podía mover ni una pierna ni un brazo. Mi último instante de satisfacción consistió en ver que los dos pies de Gary se disparaban y llegaban justo al maxilar del caballero de la gabardina, que escupió tres docenas de dientes y se desplomó renegando como un carretero.
Gary se levantó. Su desvanecimiento había sido evidentemente fingido. Pero todo iba demasiado aprisa y no acaba de comprender qué sucedía. Me arrodillé (todavía medio alelado) ante mi última víctima y sentí que Cora saltaba a horcajadas sobre mi espalda y me machacaba el occipucio con un pisapapeles chino de bronce. 1, 2, 3, 4, ¡bum! Me quedé grogui con un soberbio y musical gruñido.