Yo esperaba. Él esperaba. Ellos esperaban. Todo el mundo esperaba. Tal vez estuviera a punto de dormirme, porque me sobresalté al ver que se abría la portezuela del cupé azul. Reconocí el vestido de Cora. Subió, seguida de una joven alta y delgada, con un traje claro y una catarata de cabellos rubios que se escapaban de su precioso sombrero (de hecho, ¿era realmente precioso? Probablemente no entiendo nada de sombreros). Arranqué muy suavemente. El cupé Dodge se deslizaba cien metros por delante de nosotros, y en el retrovisor vi que el taxi de Andy Sigman se ponía en movimiento. Con razón o sin ella, aquello me dio una sensación de seguridad.
Creo recordar que Gary se despertó en ese mismo instante.
—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Estamos en el mar?
—Todavía no. Vamos a dar un paseo por el campo. ¿Alguna objeción?
—Con tal de que tú sepas dónde vas… —murmuró.
Volvió a dormirse. Lo desperté de un codazo.
—Dime, Gary, ¿y si hicieras trabajar un poco tus meninges en lugar de roncar?
—¡Bah! —exclamó—, es horriblemente sencillo. Derek Petrossian trabajaba con su hermano y el otro tipo con los otros, y los dos buscan las fotos.
—Esta historia de las fotos me pone nervioso.
Por entonces íbamos a buen ritmo, y el Dodge se veía bastante lejos delante de nosotros. Si nos hubiéramos topado con un semáforo en rojo y le hubiera dado por torcer a un lado, lo hubiera perdido inevitablemente.
Torció, pero lo alcancé a tiempo, y la persecución continuó hasta llegar al Foothill Boulevard. Ahora iban más deprisa, pero siempre, claro está, dentro de los límites tolerados por la amable policía de esta ciudad; había encarado hacia San Pinto.
Hice partícipe a Gary de esta constatación. El calor, decididamente, no le sentaba bien. Sí, he olvidado hablaros del calor, un poco entorpecedor, de esta alegre tardecita.
—¿Sabes lo que estamos haciendo? —dije, para recordarle el sentido de la realidad.
—Sí —respondió—. Seguimos a Mary Jackson, que está siendo secuestrada por la chica a la que birlaste el bolso.
—Oh —contesté—, no estás tan atontado como creía. Entre nosotros, te diré que, para ser un secuestro, la muchacha parece estar más bien de acuerdo. Me pregunto qué le habrá contado.
—No es difícil adivinarlo… —gruñó Gary—. Ha debido proponerle una buena orgía romana a la última moda. A juzgar por lo que me contaste de Bérénice Haven, todas estas muñecas parecen bastante dispuestas.
—Sí, puede que tengas razón… —dije—. Porque, a decir verdad, lo único que yo tenía que hacer era dejarme llevar. Pero hablemos de otra cosa, es un recuerdo desagradable.
—Eso sólo dependía de ti —se burló Gary.
Y, pardiez, sé muy bien que tenía razón. Cuanto más nos adentrábamos en el caso, más me maravillaba por el cambio que se había efectuado en mi espíritu. Yo, que deseaba ser casto, iba descubriendo en mí una mentalidad de gran vicioso. Pensé que sería una magnífica idea el alcanzar las dos mujeres e invitarlas a cenar en uno de esos albergues de estilo mexicano que se encuentran a lo largo de la carretera.
Comuniqué mis pensamientos a Gary. Sonrió.
—Creo que sería mejor que empezara a vigilarte un poco —dijo.
Mientras tanto, apreté el acelerador ya que el Dodge azul se hundía en la niebla… Lo de la niebla era un decir, porque la niebla la necesitaba yo en mi cabeza para refrescarme las ideas. El coche se deslizaba solo sobre el camino liso y, realmente, cada vez tenía más ganas de pasarlas y echar un párrafo con ellas.
—Vamos, vamos —dijo Gary, que me vigilaba con el rabillo del ojo—. No tuviste mucho éxito con esa chica. Trata de calmarte un poco… La investigación policial no se te da bien…
—Caray —dije—. En el fondo, no es mala idea. Piénsalo un poco, ellas dos no pueden defenderse contra nosotros y, seguramente, no les vendría mal pasar la velada con dos tipazos como tú y yo. Y de paso, nos enteraremos de muchas cosas.
Lo sentí por Sunday Love. Gary cedió y yo aceleré. Llegué a la altura del cupé azul y lo adelanté, acorralándole contra el borde de la carretera. Cora era la que conducía. Aquella chica tenía muchas agallas. Supongo que me reconoció inmediatamente porque, en lugar de arrimarse al lado de la carretera, frenó en seco, se dejó adelantar y volvió a adelantarme sin pudor. Pero su motor no podía competir con el mío. Volví a ejecutar la maniobra. Esta vez no insistió y nos detuvimos los dos, uno detrás de otro. Pasé la nariz por la ventanilla y por segunda vez hice el numerito del viejo amigo.
—Hola, Cora —dije—. ¿Cómo ha ido, desde esta mañana?
—Bien, Rock —respondió ella—. Te presento a Mary Jackson. Ya la conoces. Estaba en la foto que viste en mi bolso.
Desconfié un poco, después del modo en que me había comportado con ella. Pero todo parecía estar en orden. No escondía ningún revólver en su sujetador, que estaba tan lleno como esta misma mañana.
Andy Sigman y Mike nos adelantaron y los vi detenerse doscientos metros más allá para cambiar una rueda que no lo necesitaba en absoluto.
Continué mi labor de toma de contacto.
—Entonces, Cora —dije—, esa comilona que debíamos hacer juntos… Tiene que ser ahora o nunca… Precisamente, mi amigo Gary Kilian está aquí y podríamos cenar los cuatro. ¿Te parece? La señorita Jackson no tendrá inconveniente.
—Estaremos encantadas —terció Mary Jackson.
Para el gusto de Cora se había adelantado demasiado rápidamente, a juzgar por la mirada fría que le dirigió, pero yo volví al ataque.
—Perfecto; Gary también estará encantado, porque hace dos kilómetros que me presiona para que os dé alcance. Él fue el primero que os reconoció. Ven Cora, tú vendrás conmigo y Gary ocupará tu lugar.
Hice una señal a Gary. Llegó y se presentó. Cinco minutos después, reanudamos la marcha. Yo iba canturreando una melodía mientras seguía al Dodge. Un poco más atrás, Andy y Mike nos seguían a su vez, tras la falsa reparación del falso pinchazo.
—¿Qué buscabas esta mañana? —me preguntó inocentemente Cora—. Me desnudaste por completo.
Jamás había visto una muchacha tan dura. Que no sintiera ningún rencor era casi tan preocupante como si cayera sobre mí a brazo partido.
—Quise aprovecharme de tu inconsciencia —dije—. Soy tan tímido con las chicas que aprovecho siempre su sueño para ver cómo están hechas.
Era más que parcialmente cierto. Después de todo, era sin duda de ese tipo de chicas que hay que golpear para que se vuelvan un poco amables.
—Pues yo no saqué ningún provecho —respondió—. ¿Tal vez podrías explicarme lo que me hiciste… mientras yo soñaba?
—¡Oh!, esas cosas no se dicen —le respondí—. Pero en cuanto tengamos un momento de tranquilidad, espero perfeccionar tu educación. Y hablando de otra cosa, ¿hay algún lugar en particular en el que te gustaría pasar esta velada?
—Hay uno que no está mal…, un poco antes de San Pinto —dijo.
Reprimí un movimiento involuntario y dije:
—De acuerdo.
—Trata de aligerar un poco —prosiguió—. He tenido un día agotador y tengo el estómago por los suelos.
Definitivamente, era un adversario correcto. Tras una hora de camino me detuve frente a un delicioso pequeño restaurante lleno de flores, pintado de blanco y rojo, al lado de la carretera. Había un gran coche aparcado en la entrada de gravilla.
Eso fue todo lo que advertí. Gary se unió a nosotros y, en el momento en que entrábamos, cuatro tipos se nos abalanzaron encima. Más bien debiera decir cuatro gorilas.
Rodé por el suelo de mala manera, porque uno de los cuatro se lanzó contra mis piernas… Ésa fue la más hermosa pelea que he visto nunca en mi vida.
¡Ojalá me hubiera contentado con verla!