Tanto fue así que, dos horas más tarde, Gary poseía una lista de Mary Jackson con sólo cinco nombres. Durante ese rato, yo había reforzado mi salud gracias a la comida y me sentía mucho mejor. Yo mismo cogí la lista y comencé a trazar planos, porque las cinco chicas no vivían precisamente por la misma zona.
Veinte minutos más tarde, corríamos por las calles de la ciudad en busca de la que nos interesaba. Yo no tenía muchas esperanzas, pero nunca se sabe…, después de todo, probablemente nuestra Mary tenía teléfono y Gary no era tan tonto como parecía.
Liquidadas las dos primeras, llegamos ante el edificio donde se suponía que vivía la tercera y Gary bajó del coche. Lo seguí, porque si íbamos los dos juntos se hacía menos engorroso.
Llamó a la puerta. Pasó un minuto y luego la puerta se abrió. Miré a Gary y desvié rápidamente la mirada.
—¿La señorita Mary Jackson? —preguntó con su más simpática sonrisa.
La mujer que teníamos delante poseía unos cabellos de color zanahoria y un labio leporino que la hacía sonreír con todos sus dientes.
—Soy yo… —aseguró.
No sé qué bicho le picó a Gary.
—Entonces no somos nosotros… —respondió amablemente.
Cuando llegué al final de la escalera, unos siete escalones antes que él, aún se oía cómo nos abroncaba a ambos. Subí al coche un poco desalentado. Sólo quedaban las Mary Jackson de Figueroa Terrace y de Maplewood Avenue. Me dirigí en primer lugar hacia la segunda dirección, porque Figueroa, que me costó Dios y ayuda encontrar en el plano, estaba en el quinto pino.
En ruta hacia Maplewood. Se trataba de un bonito edificio que se encontraba en la dirección señalada. Vuelta a empezar. Acababa de cerrar la portezuela cuando me detuve en el acto y puse una mano sobre el brazo de Gary. A diez metros de mí, vi a Cora Leatherford entrando en la casa. Delante de mi coche había un cupé Dodge azul celeste.
—¡Quédate ahí! —le dije a Gary—. Es ella.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—Así no podemos seguirla…
—¿Cómo? ¿Seguirla?
—Escucha —le dije—. Volverá a salir. Ha venido a buscar a Mary Jackson…
—¿Pero quién?
—Pues Cora —le dije—. La mujer a la que le quité el bolso. Acaba de entrar ahí. Seguro que ésta es la casa de Mary Jackson y que pronto saldrán juntas. Voy a llamar a Andy Sigman.
—Rocky, explícate, por favor —dijo—. Desde que te dieron ese golpe en la cabeza creo que hay algo que no te funciona bien del todo.
—Veamos, Gary… ¿Te acuerdas de un tal Andy Sigman que me recogió en la carretera de San Pinto? Se puso a mi disposición en caso de problemas. Ese tipo me inspira confianza. Voy a llamar porque la historia de esta mañana es la que no me inspira confianza. Será mejor contar con algún refuerzo. No sé dónde vamos a ir a parar, pero es indudable que esos granujillas que han hecho lo que hemos visto en las fotografías no son muy recomendables, te lo repito.
—¿Crees que van a llevar a la muchacha al mismo sitio donde te llevaron a ti? —preguntó Gary.
—Me parece obvio. Y prefiero que seamos muchos a seguirla.
—Bonito detective… —comentó Gary, moviendo la cabeza—. No me parece muy astuto poner a muchas personas tras el asunto.
—Tanto se me da… No quiero ser astuto, quiero evitar quedarme a solas con las muchachas. Me crea complejos.
—Haz como quieras —dijo Gary—. A fin de cuentas, es asunto tuyo.
Toda esta charla había sido muy rápida, y muy pronto me encontré en una cabina llamando a Sigman.
Estaba en su casa…, parecía encantado… Me reconoció de inmediato.
—Te necesito —dije—. Con tu taxi. Pero deberías venir con un cliente de confianza. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Creo que sí —respondió—. Tengo a alguien para proponerte. Mi sobrino. Un muchacho muy amable, callado y fuerte como un caballo. Ha estado en la Marina.
—¿Cómo se llama?
—Mike Bokanski; respondo de él como de mí mismo.
—O.K. —dije—. Acudid volando. ¿Sabes dónde está Maplewood Avenue? Deteneos en el 230.
—En diez minutos estaré allí —respondió. Su voz vibraba de excitación.
—Venid a toda pastilla —dije—, no sé hasta cuándo estarán aquí. Pueden marcharse en cualquier momento.
No pidió más explicaciones y colgó.
Llegó ocho minutos más tarde y, por suerte, nadie había salido aún de la casa. Me acerqué y le estreché la mano. En el asiento trasero había un tipo fornido, bronceado, de rasgos enérgicos, con ojos penetrantes, que destacaban en su cara tranquila.
—Mike… —dijo Andy—, mi sobrino.
—Hola —dijo Mike.
—Entonces —dije—, ¿vais a trabajar con nosotros? Es muy sencillo. No tendréis más que seguirnos cuando arranquemos. No demasiado cerca, pero lo suficiente para no perdernos.
—De acuerdo —respondió Andy—, de acuerdo.
Mike Bokanski dio una palmada en el lomo a alguien a quien yo no había visto todavía. Era un perrazo con un aspecto tan plácido como su dueño, un soberbio alano leonado.
—Noonoo… —explicó Mike Bokanski señalando al animal, que me hizo una enorme sonrisa perruna.
—Todo irá sobre ruedas —dije—. Aunque nos perdáis, él nos encontrará en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Seguro! —dijo Mike Bokanski.
De nuevo le dio a su perro una afectuosa palmada capaz de derrumbar a un buey, con la que el animal pareció completamente encantado. Los dejé para dirigirme al coche donde Gary me esperaba. ¡Vaya!, se había dormido. Tuve cuidado de no despertarle y me instalé a su lado.