Trabajando como corresponsal del diario El siglo de Santiago de Chile en la URSS, conocí al autor de este libro. Leonardo Kósichev integraba el equipo de periodistas y comentaristas de Radio Moscú en sus emisiones para América Latina. Su interés por los detalles de los acontecimientos provenientes del continente, nos acercó e hizo nacer relaciones de proyección bastante insólita, porque se desarrolló fuera de lo común y también en escenarios muy distintos. Un día caminamos juntos por entre las casas amarillas de dos pisos de la animada calle Piátnitskaya en Moscú y algunos años después ambos en un escenario inmenso, lleno de banderas y luces, asistíamos a una concentración de miles de trabajadores en Santiago donde, ante los micrófonos, cantaba Víctor Jara, Rolando Alarcón, Angel e Isabel Parra, el conjunto Inti-Illimani y desde el cual hablaría el Presidente de Chile, Salvador Allende. Él, en su calidad de corresponsal de Radio Moscú y la TV soviética en Chile y yo en mi calidad de periodista también y, en parte, de organizador de las transmisiones de ese acto para el país. Siempre en Santiago y tras una conversación en una oficina, suspendida por alguna urgencia que me hizo salir, dejamos acordada con Leonardo una reunión de trabajo para el martes de la semana siguiente. Era viernes 7 de setiembre. Nos juntaríamos en las propias oficinas de la radio Luis Emilio Recabarren, emisora de la Central Única de Trabajadores de la cual era yo su Director. Pero esa cita no se efectuó. La mañana anotada en las libretas de ambos, amaneció conmocionada por el vuelo rasante de los aviones de guerra sobre los edificios del centro de Santiago, con la marina de guerra desembarcando en el puerto de Valparaíso, con las industrias repletas de obreros dispuestos a defender lo conquistado. Humo, incendios, cohetes sobre el palacio de La Moneda abatiendo al Gobierno Popular y la democracia en Chile. Era el 11 de septiembre de 1973. Como otros corresponsales extranjeros y ciudadanos de los países socialistas pasó por la prisión antes de poder evacuarse con la riqueza de los materiales captados y la urgencia de activar la máxima solidaridad internacional para el pueblo chileno que estaba siendo masacrado en los estadios convertidos en campos de concentración. Nos volvimos a encontrar algunos años después, nuevamente en la capital soviética, otra vez en los estudios de Radio Moscú en sus emisiones para América Latina. Como antes pudimos comentar el detalle de aquel gran acontecimiento del cono sur del continente. Pero, la conversación acordada para el 11 de setiembre de 1973 y en la cual trazaríamos planes de colaboración informativa y cultural entre Radio Moscú y la Radio Luis Emilio Recabarren, sigue pendiente. La emisora de los trabajadores chilenos fue también bombardeada, todos sus trabajadores detenidos…
Un día me pidió detalles sobre el último encuentro sostenido con Víctor Jara. El artista había estado en la Radio Recabarren el sábado 8 con la grabación recién hecha del Himno de los Trabajadores de la Construcción. Pronto saldría el disco. Pero mientras tanto, nosotros podríamos difundir esa grabación en cinta magnética que nos había dejado. Luego, con Víctor, nos encontramos en el Estadio Chile. Este encuentro le interesaba mucho a Leonardo. Porque sobre lo sucedido en los horrendos días aquéllos, había confusión, diferentes versiones sobre un mismo acontecimiento; y del Estadio Chile con los cadáveres, los prisioneros trasladados al Estadio Nacional y después a campos de concentración surgieron también los fantasmas y las leyendas. Circularon relatos partidos de no se sabe la boca de quién y decían: ¡Víctor tomó la guitarra y ante todos los prisioneros cantó! Allí mismo cayó acribillado a balazos. ¿Y qué cantó? También la lista de canciones era inacabable. ¡Tantas como compuso, o tantas como conocía! Sí, el valor de Víctor Jara, proyectó su imagen y su persona. El cariño que el pueblo sentía por él difundió agigantadas sus hazañas. Que las hubo, e inmensas. Antes y después del golpe. Antes y durante el Gobierno del presidente Allende. Como militante y como miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas de Chile. Cada uno de los siete mil prisioneros del Estadio Chile partió de allí con la pena de no haber podido hacer algo para ayudar a Víctor —y los que cayeron con él— y se llevó su propia versión del encuentro con el cantor. Un preso sacó del recinto escondida en sus ropas una hojita de papel de cuaderno en la cual Jara escribió su último poema. La música se fue con él y quedó en sus manos ensangrentadas. En el Estadio Chile compartieron el terror y sufrieron golpes y obscenidades de los fascistas miles de trabajadores, funcionarios estatales, maestros, todos los pedagogos y estudiantes de la Universidad Técnica del Estado. Entre ellos venía Víctor.
Leonardo Kósichev conversó con muchos chilenos sobre el mismo tema. Y luego sobre otro tema relacionado con Víctor. Asistí a algunas de esas entrevistas. Supe de la correspondencia sostenida con otros exiliados chilenos de América Latina, Europa, de otras ciudades de la URSS, de su búsqueda de unos trabajadores soviéticos quienes, en 1961, encaramados en las ramas de un árbol en Yalta, viendo un concierto para el que no pudieron conseguir entradas, tendieron sus manos a un muchacho chileno que tampoco pudo conseguir entrada y le dieron espacio junto a ellos entre las hojas. ¿Quiénes eran esos trabajadores? ¿Dónde estaban? Fascinante investigación de un detalle de la gira realizada por muchas ciudades soviéticas, por varios países europeos y muchas semanas, por un conjunto foclórico chileno, Cuncumén, en el cual cantaba y bailaba Víctor Jara.
Siguió la huella del cantor por otros países y sobre todo por la extensa y delgada geografía chilena. Había alcanzado a conocerlo en Santiago y quedó pendiente un viaje de ambos al norte grande. Lo entrevistó en la «peña de los Parra» donde cantaba canciones picarescas, temas de amor, y, por supuesto, sus agudos ritmos políticos. Asistió a sus conciertos y a aquellos magníficos recitales al aire libre, bajo antorchas, reflectores y estribillos antimperialistas coreados por cientos de miles de gargantas en las concentraciones populares. Eran grandes espacios donde su personalidad resaltaba, parecía crecer su figura, estirarse hacia arriba, ensanchar los hombros y aumentar el volumen de su voz para dominar multitudes. No se trataba del público preparado para oír determinado repertorio en una sala de conciertos con fin y principio, techo y luces. No. Era bajo los árboles donde cantaba para los campesinos, ahora dueños de la tierra y aprendiendo a administrar, de los obreros aprendiendo también a administrar la gran minería del cobre nacionalizado, los bancos y la industria textil y metalúrgica también nacionalizada.
Lo que a muchos de nosotros nos parecía indispensable y bella crónica agitativa de ese estupendo juglar, era algo de raíces más profundas, de tan seria estructura y contenido como en el momento de su creación y estreno ante esas muchedumbres esperanzadas de poder lograr la consolidación de su revolución.
No todos apreciaron desde el primer momento la trascendencia artística de Víctor Jara, incluidos sus enemigos de la extrema derecha chilena atacándolo furiosos, incluso físicamente. Actuaba en un momento de efervescencia y entre muchos otros: Violeta Farra, Patricio Manns, Isabel y Angel Parra, etc. Integró varios conjuntos. Actuó y dirigió teatro. Estallaban huelgas tremendas en las fábricas, salvajemente reprimidas por la policía y el ejército. El Che escribía con sangre su gesta en Bolivia, y Fidel se enfrentaba encabezando a su pueblo con el imperialismo norteamericano, nada menos. Las fuerzas de izquierda avanzaban en el continente y los vietnamitas derrotaban al poderoso ejército de los Estados Unidos en Indochina. En Puerto Montt, una toma de terrenos de gente sin casa, terminaba en una masacre. ¿Cómo no verlo? ¿Cómo no denunciarlo? ¡Nacían conjuntos musicales y nuevos creadores! Teatros obreros y estudiantiles, de campesinos. Era posible en Chile conquistar la presidencia por la vía electoral. Era posible, conteniendo el presagio del golpe de Estado. Víctor, su guitarra, la gente de su población, eran la misma inquietud y esperanza. Cuando ganó la izquierda el 4 de setiembre de 1970, se produjo un espectáculo irrepetible en Chile. De norte a sur, en las grandes y pequeñas ciudades, las casas más pobres, los barrios miserables, se embanderaron. Nadie lo ordenó, ni lo propuso. Los más pobres se sintieron plenamente interpretados por el Gobierno recién conquistado, y su manera de rendirle homenaje, de festejarlo y defenderlo, fue clavando un palo en el tejado y en su punta una bandera. El Chile de los pobres —mayoría en el país— amaneció embanderado el 5 de setiembre. Esos pobres componían el público de las concentraciones, de las marchas, de quienes quedaron atrapados en las fábricas el día del golpe y quienes después llenaron el Estadio Chile, el Estadio Nacional, los campos de concentración.
Y durante el Gobierno de Allende, para todos hubo más actividades que durante la campaña presidencial. Había que cantar y había que cargar sacos de trigo en las estaciones ferroviarias, quedarse a la defensiva en los edificios de la Universidad Técnica del Estado cuando la situación era amenazante, como esa noche del 10 de setiembre de 1973.
Cuando Leonardo llegó a Chile parecía haber llevado ya previsto el conocimiento directo de la obra de Víctor Jara, de la nueva canción chilena, las discusiones en su torno, las teorizaciones. Y al romperse el itinerario de la toma de contacto en un ambiente tenso y revuelto, al producirse el corte brusco del ritmo de vida del país, al salir de Chile no abandonó el objetivo. Parece haberlo definido con mayor nitidez y, sacándole incluso partido a la nueva situación, le dio la forma y el carácter alcanzado. Entonces, durante diez años, dedicó gran parte de sus energías a recomponer el personaje. El ser humano físico destruido por cuchillos y balas de la dictadura. Se trataba además de configurar su mundo espiritual interno, completar su visión con la de otras personas, creadores también, amigos, familiares, conocidos. Quienes de una u otra manera aportaran «detalles», detalles complementarios y posibles de encajar al lado del otro detalle aportado por otro antes. La única manera era recurrir a los recuerdos, estimularlos, fijarlos, concentrarlos. Sumar matices y compararlos con los propios recuerdos. Volver otra vez al mismo momento con la misma persona: ¿Puede precisar más? Así fueron naciendo los distintos bocetos configuradores del perfil final, de chilenos y de soviéticos. Descubrió las únicas pinturas hechas en la URSS cuando Víctor Jara vino de joven cantando y bailando en un conjunto folclórico, y en Siberia a una abnegada investigadora del mismo personaje. Esa traductora de Novosibirsk, Ida Savínskaya, refinada por su profesión, compartió sus riquezas con Leonardo, porque para eso las reunió. Para compartirlas.
Tuve la suerte de conocerla, fina y suave, de voz dulce. Integraba una delegación de chilenos llegados a Novosibirsk para tomar parte en una semana de solidaridad internacional. La solidaridad con Chile no estaba ajena. Hubo una concentración en Akademgórod que duró muchas horas y en la cual miles y miles de estudiantes soviéticos cantaban, aplaudían, repudiaban a los opresores de pueblos como el chileno y quemaban ahorcado un muñeco representando a Pinochet. Al día siguiente, visitamos la redacción del diario del Komsomol cuya oficina principal, la del redactor jefe, estaba repleta de gente, habían traído sillas y las colocaron en los espacios vacíos. Luego de una exposición sobre la situación chilena, respondimos preguntas. Del fondo de la sala una figura menuda preguntó sobre Víctor Jara. «Ud. compañero —me dijo— lo vio poco antes de morir. Cuéntenos, por favor de Víctor Jara». Era ella: Ida.
La recomposición del hombre queda destinada, en este libro, al propio lector. Leonardo no nos entrega la receta acabada, sino todos los elementos necesarios para que cada uno lo geste en su mente. Ahí tenemos los elementos. El cantante agitador enarbolando afilados versos de condena a los «indefinidos», seres necesarios, indispensables, pero cuando actúen. Tendiendo la mano estremecida de cariño a los amigos de todo el territorio, de todo el continente, de todo el mundo. Los que nos ayudan. Y pidiendo ayuda para quienes la necesitaban más que nosotros en ese momento: ¡Vietnam! ¡Cuba! Compone y canta tiernos poemas de amor. Dirige teatro. Aprende canciones de otros compositores. Se familiariza con las de Carlos Puebla, crónicas de la Sierra Maestra y el Escambray. Viaja a pie y en autobús por pueblos perdidos y miserables. Cuando campesinos sedientos de tierra se apoderan del latifundio, Víctor llega con las canciones tan necesarias como el chuzo y la pala. Toda esa campaña de movilización popular previa al triunfo de Allende, es una partícula entre cientos de miles de creadores populares. Son más de cien mil los pintores murales de las Brigadas Ramona Parra, Elmo Catalán y otras. Decenas de teatros con sus dramaturgos y sus escenógrafos actúan desde camiones. Difícil contabilizar la cantidad de conjuntos, orquestas, guitarristas, y grupos de baile. Pero muchas veces, participando como locutor en una concentración, en un festival, anuncié a Víctor Jara, a Héctor Pávez, el conjunto Millaray, Gabriela Pizarro. Otras veces, en alguna radio donde trabajé o los entrevisté, o los anuncié. O debí escribir sobre ellos en el diario. Era el auge del movimiento popular y revolucionario. Renacían las canciones de Atahualpa Yupanqui y era ya una figura respetada y admirada en Chile Violeta Parra. El movimiento popular chileno combatía abriéndose paso por un camino bien definido hacia la presidencia, para, una vez conquistada esa parte del poder, extenderse a las demás. Era preciso crecer más para lograrlo. Pero, frustrado el objetivo, viviendo el paréntesis del fascismo, hay que volver a trazar otra vez el camino al poder. De los que cayeron con nuestra revolución, nos queda su obra. Tal es el caso de Víctor.
El año 1970 nunca estuvieron tan cerca del pueblo los artistas chilenos. Eran indispensables. Una guitarra ponía música a la noche en vela de los obreros controlando la industria en huelga, y con una guitarra es fácil viajar de un punto a otro. En tales ocasiones nos topamos, viajamos, volvimos, conversamos, nos reímos. Grabamos propaganda. Y si antes del triunfo los artistas —todos— eran indispensables, después del triunfo, eran imprescindibles. Por eso coincidimos más veces. En dos actos, por ejemplo, para Pablo Neruda. Uno en 1969 cuando Neruda cumplía 65 años y hubo un espectáculo artístico de masas en el teatro Cappolicán de Santiago. Me tocó anunciar a Víctor Jara que dedicó unas décimas a Neruda. En 1972, al regresar Neruda de Europa nos correspondió coincidir en un trabajo común. El poeta había sido embajador de Chile en Francia y había recibido el premio Nobel de Literatura. Víctor Jara y el director del ballet de la Universidad de Chile, Patricio Bunster, crearon y montaron la coreografía para un espectáculo sobre la vida y obra de Neruda. Se hizo en el Estadio Nacional.
El terremoto síquico provocado por el golpe, los carcelazos, destierro, nos hacen volver una y otra vez al reexamen de acontecimientos vividos en ese momento cumbre de la historia chilena, el de los mil días de Allende. Pasan bajo observación crítica grandes acontecimientos y también sus detalles. El tiempo, sin embargo, no lo deja todo en pie, sólo lo más grande y nítido, lo de más fuertes cimientos. Víctor figura entre los hombres que crecen. Su obra, filtrada del momento convulso en que fue creada, ante multitudes enfervorizadas como cartel indispensable y legítimo para golpear al enemigo con el ánimo entregado al amigo, pasado el tiempo, se ha puesto a caminar sola. Y como llevando tras sí al hombre.
Por el carácter de las entrevistas y la personalidad de los entrevistados, Leonardo, nos devuelve al hombre que ha sido desfigurado a veces por la leyenda. Ésta no es malo que exista. Al contrario. Pero es mejor que junto a ella pueda disponerse del elemento histórico reconstruido con la mayor precisión posible. Mantenemos el símbolo. Pero lo vemos de cerca, pudiendo contemplarlo desde muchos ángulos diferentes. Esto es, la profundidad de la imagen. Los chilenos, disponen de este capital valioso para soñar y trabajar por el futuro.
Existe la creencia, sobre todo en el campo chileno, de que si prendes una velita en el lugar donde perdió la vida una persona en forma violenta, y le agregas unas flores, el alma del «finado», el «animita» te concederá protección y favores, bienaventuranza. Los jóvenes enamorados dejan cientos de hojas de cuaderno con recados en la tumba de Pablo Neruda en Santiago y en las vallas de su casa en Isla Negra. Porque Neruda cantó al amor. ¡Por eso su «animita» protege amores puros, los de los adolescentes! Eso lo saben las muchachas y los jóvenes. Por eso acuden a él cuando lo necesitan. Lo mismo sucede con la tumba de Víctor Jara en el cementerio general de Santiago, y en el Estadio Chile donde todo indica fue asesinado. Igual que cada pared donde hubo fusilamientos, puede ser el lugar donde cayó Víctor. Por eso hay velitas encendidas para que su «animita» ayude a almas jóvenes en apuros. En Lonquén, donde nació, dicen haber oído su guitarra de noche, en la soledad y el silencio. ¿O su guitarra es consuelo para los campesinos enterrados vivos en los hornos apagados de la vieja mina de cal del mismo Lonquén? ¡Para toda esa gente Víctor cantó en el Estadio Chile!
Los testigos cuentan cómo y en qué condiciones lo vieron. Pero nadie vio el todo. Ahí se afirma la leyenda. Hay incluso una película filmada en Francia donde se reconstruyó así el final de Víctor. Pero, los fríos hechos, están aquí. Y así, como está aquí, es como lo vamos a necesitar más adelante, al avanzar otra vez el pueblo de Chile a ocupar el lugar que le corresponde en la vida política, social y económica del país. Nos lo dibujan detalle a detalle conocidos y amigos suyos reunidos pacientemente por Leonardo para modelar sus rasgos fundamentales. Una persona complementa antecedentes de los que carece la anterior, otro, testigo en un lugar y un día determinado aclara confusiones. La prensa escribió y escribe mucho sobre Víctor Jara. La de derecha lo atacó violentamente, calumnió y falseó antecedentes de su vida. Y ahora más que antes. Esto es grave, pues en Chile no hay prensa libre que pueda levantar la voz de la verdad. He aquí otro mérito de este libro que si no ahora mismo, muy pronto podrá ingresar a las manos del lector chileno, que va a necesitar su objetividad.
Por otra parte no lo podemos leer como una obra aislada en el medio artístico y cultural soviético. Es resultado de un movimiento inmensamente grande, cuya magnitud hemos podido vislumbrar conmovidos durante nuestra estancia de varios años en la URSS. La traductora de Novosibirsk, empezó a estudiar y recopilar la obra de Víctor Jara después del golpe de 1973. Primero estudió el idioma castellano que no era su especialidad y luego inició el establecimiento de vínculos postales con medio mundo. Además, los chilenos que mejor material le proporcionaron son aquéllos del exilio, desparramados por 40 países. Es tarea inmensa, escribir, intercambiar informaciones, partituras, fotografías, reunir tal cantidad y calidad de material como seguramente no hay en otra parte. He oído conjuntos con el nombre de Víctor Jara en muchos de los idiomas de los pueblos de la URSS. Festivales de proyección internacional con su nombre como el que año a año tiene lugar en Moscú y otras ciudades. Brigadas de Trabajo Voluntario, como la de los estudiantes de Leningrado. Está formada por jóvenes de muchos países y todos los años, desde la caída del Gobierno Popular parte cada verano a trabajar a la agricultura o la industria. El fruto de su trabajo lo dedica a la solidaridad con Chile. He dejado recuerdos en decenas de libros para visitas en los Clubes de la Amistad Internacional que lo recuerdan en Tashkent, Volgogrado, Leningrado, Kiev, Moscú y he contado de su vida en muchos encuentros con la juventud en distintas ciudades. He escrito en muchos diarios artículos sobre él. Pero cada vez descubro que debo investigar más de su vida, porque los públicos ante los cuales he hablado de Víctor Jara, ya saben mucho de él. Incluso cantan sus canciones, cosa que yo no hago. Por eso se reactualizan en mí los momentos más duros en la vida de Víctor. Los de su infancia sin juguetes, ni casa fija, ni conocidos siquiera a veces. Y haberse proyectado desde allí, venciendo dificultades cada vez más grandes para realizarse en la vida como creador y revolucionario, orgulloso de su vida y su pueblo, firme en sus convicciones, leal a su origen.
Para el muchacho pobre en Chile es muy difícil acceder a la cultura, más aún si el pobre vive en el campo. En ambos casos, es preciso primero conseguir el pan y después el techo. Lo elemental. Buscando lo primero y lo segundo, Víctor llegó muy niño con su mamá a la capital. En Santiago, se instalaron juntos en uno de esos barrios de grandes casas de adobes, muy viejas, oscuras, con muchas piezas y una o varias familias en cada cuarto. Muchas de esas construcciones se cayeron de viejas, y otras fueron demolidas. Sus miles de habitantes se organizaron y con los chiquillos, los perros y el gato, se apoderaron de terrenos cercanos a la capital, y levantaron improvisados ranchos en una madrugada. Muchas veces fueron sacados por la policía, otras veces resistieron con tanto vigor que conquistaron la tierra y el lugar para el rancho. A una de esas «poblaciones», hileras de cubos de tablas con techo de cartón alquitranado, sin agua, ni alcantarillado, ni luz eléctrica, llegaron Víctor y su madre. Esas poblaciones consolidadas, fueron obteniendo conquistas. Y obtuvieron pavimento para las calles, cemento para el policlínico y a veces, hasta una escuela. Pero si al muchacho aquél la guitarra le resultó fácil y las cuerdas parecían hablar con sus dedos, el mismo camino indicado por sus condiciones, les planteaba problemas muy agudos y de difícil solución. Porque no se puede perder jamás de vista el pan y el techo que al muchacho es difícil ganar y en cantidades siempre insuficientes. Sin embargo, se hace tiempo para los libros, para relaciones enriquecedoras en lo artístico y lo político, entender el mundo y elevarse para mirarlo e interpretarlo para cambiarlo. Siendo un director teatral conocido y respetado, del que habla la prensa, un compositor y cantante escuchado por la radio y la TV, con discos y fotografías en los diarios, un joven al que le solicitan autógrafos las muchachas liceanas, vuelve a menudo a su población, al origen, acompañado en muchas ocasiones por su esposa —la bailarina inglesa de ballet y sus hijas— para entonar canciones junto a los viejos amigos y los jóvenes que, como él, un día quieren seguir su mismo camino.
Leonardo conoció también esa parte de Chile, habitualmente no visitada por el extranjero quien se conforma con los paisajes bellos, las extensas playas, las excursiones a la cordillera y las grandes ciudades en su cara exportable. Entró a esos cinturones de miseria, característicos —por otra parte— para todo el continente. Las «poblaciones callampa» de Chile, «villas miseria» de Argentina, «favellas» de Brasil. En su medio, era más claro el lenguaje de Víctor y más largo el camino recorrido hasta la fama.
Con su mundo a cuestas aparece Víctor en el libro de Leonardo, su población, y su Lonquén. Y algo mucho más vasto. Un buen trozo de la historia de Chile. Todo el momento previo al triunfo de la Unidad Popular y, sobre todo, los mil días de Allende: la revolución chilena, que, como toda revolución auténtica, trae sus propias expresiones artísticas. Frustrada y cortada en su desarrollo por la contrarrevolución, ese pasado, se convirtió en meta para el pueblo chileno. El triunfo del año 1970 demostró a los trabajadores que era posible el acceso al poder. Lo podemos advertir en los mil detalles integrantes de los testimonios y los diversos aspectos o ángulos desde los cuales miramos la riquísima personalidad de Víctor Jara.
Muchos chilenos encontraron su segundo hogar en la URSS después del golpe militar de 1973: huérfanos y viudas en primer lugar, también hombres y mujeres salidos de los campos de concentración y cárceles de la dictadura. A cada uno se le ayudó a reencontrar su camino trabajando, estudiando, adquiriendo un oficio o profesión. Gente de la ciudad y del campo. A medida que pueden regresar, lo hacen enriquecidos con los conocimientos y las amistades adquiridas, con los paisajes y forma de organización de la vida en la Unión Soviética. Tal es una de las expresiones concretas de la solidaridad soviética hacia el pueblo chileno. Pero hay muchas más. Están las novedosas y variadas versiones escénicas de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta de Pablo Neruda y la reedición de sus obras en diversos idiomas de la URSS, las películas de ficción y documentales en torno a Chile, los programas de TV y de radio, la música chilena, la edición de obras de escritores y poetas chilenos en tiradas muy altas, los festivales artísticos, el contingente permanente de jóvenes chilenos cursando estudios superiores en universidades soviéticas para ayudar a la edificación del futuro Chile. El libro de Leonardo Kósichev se integra a este movimiento enriqueciéndolo con su propio argumento a la lucha del pueblo chileno un momento histórico importante, los hombres y mujeres que allí participaron, y la manera que lo cantaron. Tal vez allí tengamos parte de los cimientos de ese Chile por el cual se combate hoy y hacia el cual encendemos solidaridad fraterna.
ROLANDO CARRASCO M.,
Medalla de Oro Julius Fučik de la Organización Internacional de Periodistas, Premio V. Vorovski de la Unión de Periodistas de la URSS.