LA FUERZA DE CANCIÓN

… Con canción insecticida

Levantando en el alba mi tintero…

Pablo Neruda

… Puerto Montt es una villa y puerto al sur de Chile, con terminal ferroviario. Más allá, hasta el cabo de Hornos, a lo largo del litoral del Pacífico las islas e isletas, los estrechos y fiordos forman un peculiar laberinto.

En Puerto Montt a Víctor le gustaba vagar por el barrio Angelmo, lugar de cita de los pintores chilenos, donde la naturaleza misma se ha esmerado para crear un aliciente tan atractivo: casitas de colores claros con tejado rojo, diseminadas en las verdes colinas alrededor de una bahía sosegada, llena de goletas, barcos y veleros de pescadores. Pero el principal atractivo de Angelmo es el bullicioso mercado con sus famosas «hileras oceánicas» donde los productos del mar ofrecen un fuerte contraste de color: verdes y redondos peces erizo y ostras frescas en conchas planas, cangrejos y calamares; moluscos disecados ensartados en palitos o hilos formando singulares collares; montones de pescado fresco y ahumado, manojos de gruesas algas secas para la sopa.

Así pues, Víctor dedicó su canción a Puerto Montt, pero en ella no se trataba de la hermosa villa empinada en las colinas verdes.

… El 10 de marzo de 1969, en el periódico El Siglo Víctor leyó la siguiente noticia: «Sangrienta masacre en Puerto Montt. 8 muertos, 60 heridos». El socialista Salvador Allende, presidente del Senado, y la comunista Julieta Campuzano, también miembro del Senado, salieron urgentemente para el lugar de los trágicos sucesos. Al regresar, ambos intervinieron en la sesión extraordinaria del Senado, censurando al Gobierno democristiano y al principal culpable de la masacre, el ministro del interior Pérez Zujović. Aunque Jara no presenció los sucesos en el lejano puerto, tenía una noción muy exacta de lo ocurrido allí.

Cerca de cien familias sin hogar, desesperadas porque la municipalidad se había negado a concederles parcelas para construir casas, ocuparon un solar de los arrabales de Puerto Montt que pertenecía a la acaudalada familia de los Irigoin. De la noche a la mañana en el solar aparecieron casuchas hechas de tablas y chapas de madera y hojalata. Al siguiente día se presentaron patrullas de policía, vieron un «poblado callampa» y se fueron sin decir una palabra. Los pobres habitantes los despidieron en tenso silencio presintiendo algo malo. Entonces tomaron la decisión: «No nos moveremos de aquí, aunque nos echen por la fuerza».

El 9 de marzo, cuando la fría luz del alba iluminó los montes, en la población callampa irrumpieron los carabineros haciendo sonar las improvisadas señales de alarma, puestas por los habitantes de las casuchas. Las latas sujetas de alambres resonaron estruendosamente. La gente, despertada por el ruido, salió de sus chozas, que los carabineros empezaron a derribar a culatazos. Parte de los hombres, formando cadena, intentó detener a los carabineros. Restallaron las sordas detonaciones de las granadas de gas lacrimógeno. Ahogándose en las nubes de gas venenosa, la gente respondió a pedradas. Pero ¿qué podían hacer hombres inermes contra la soldadesca embrutecida? Los oficiales dieron orden de abrir fuego de metralleta. Al abrigo del fuego, los carabineros avanzaban lentamente hacia el centro del poblado, rociando las chozas con gasolina y prendiéndoles fuego. La gente enloquecida se agitaba entre las llamas, se oía llanto de niños, gritos de las mujeres y gemidos de los heridos. «Era un infierno»… —contaban los testigos del suceso en la prensa.

… Como toque a rebato nació la melodía dramática y tensa y la letra enérgica e incisiva de la canción Puerto Montt, oh, Puerto Montt. El cantante se dirigía al principal culpable de la tragedia, al señor Pérez Zujović:

Muy bien, voy a preguntar,

por ti, por ti, por aquél,

por ti, que quedaste solo

y el que murió sin saber,

murió sin saber por qué

le acribillaban el pecho

luchando por el derecho

de un suelo para vivir.

¡Ay, que ser más infeliz

el que mandó disparar,

sabiendo como evitar

una matanza tan vil!

Puerto Montt, oh, Puerto Montt,

Puerto Montt, oh, Puerto Montt.

Usted debe responder,

Señor Pérez Zujović,

¿por qué al pueblo indefenso

contestaron con fusil?

Señor Pérez, su conciencia

la enterró en un ataúd

y no limpiará sus manos

toda la lluvia del sur…

Jara no tiene otra canción que naciera con tanta rapidez. La interpretó ya durante primeros mítines de protesta y manifestaciones contra la matanza de familias sin hogar. Poco después Víctor grabó esta canción en un disco en la Discoteca del Cantar Popular.

Eran años en que el descontento se extendía a círculos cada vez más vastos de la juventud chilena. Después de las sangrientas represalias en Puerto Montt se rebelaron muchos dirigentes y activistas de la organización juvenil del Partido Demócrata Cristiano gobernante. La efervescencia cundió hasta en el colegio elitario de Saint George, donde estudiaba el hijo de Pérez Zujović. A Víctor lo invitaron a actuar allí, advirtiéndole: «Debe estar preparado para cualquier cosa. Allí tiene no pocos enemigos…». La víspera esos «enemigos» trataron de amedrentar a Víctor, amenazándole claramente que «no respondían de las consecuencias, si se osaba trasponer el umbral del colegio».

El cantante aceptó el desafío y decidió librar el combate con su canción en la sala donde habría también señoritos, hijos de los culpables de la sangrienta masacre en Puerto Montt.

… Jara subió al escenario. Afinando la guitarra, observaba tranquilamente las caras de los jóvenes que llenaron a tope la espaciosa sala. Los ojos de unos reflejaban franca hostilidad, los de otros curiosidad o simpatía. La sala escuchó tranquilamente las canciones folclóricas. Pero en cuanto se puso a interpretar canciones de protesta se caldeó el ambiente. Empezaron los murmullos, el pataleo y los gritos iracundos. Entonces Víctor decidió dar un paso arriesgado. Alzó la cabeza, rasgueó la guitarra y empezó a cantar: «Puerto Montt, oh, Puerto Montt…».

La sala prorrumpió en gritos, ruidos y silbidos. Alguien gritó con rabia: «¡Basta de sembrar odio!» y al instante unos jovenzuelos enfurecidos empezaron a arrojar a Jara monedas, plumas, piedras… Algunos intentaron subir al escenario. Los jóvenes admiradores del cantante lo rodearon y acompañaron hasta la salida, mientras que en la sala proseguía el alboroto.

Varios días después el periódico El Mercurio informó acerca de la reacción de la Asociación de Padres del St. George’s College que había arremetido contra los profesores del colegio por tolerar la presencia de un «agitador comunista» que había ido al colegio «lavar el cerebro» a sus hijos.

Al cantante lo amenazaban con represalias.

—El incidente no le asustó —recordaba Joan—, enfrentó resueltamente a sus agresores. La violencia de los reaccionarios le produjo una reacción de firmeza, de conciencia de lo que la canción podía hacer.

… La canción social y política evoluciona como una poderosa corriente nacional en la música. Como una fuente de agua fresca, se abrió paso entre las melodías «neofolcloristas» y extranjeras que invadían el país.

Los continuadores de Violeta Parra formaban ya un grupo bastante numeroso, lo que permitió celebrar en 1969 el primer festival de la nueva canción chilena. En vísperas del festival apareció el nombre de la Nueva Canción Chilena. Como lo anunciaban los cantantes y compositores, esta corriente se basa en ritmos folclóricos y para el acompañamiento musical utilizan ante todo instrumentos populares como el queno, el charango, el bombo y la guitarra… El contenido de las canciones debe ser claro, preciso y reflejar la vida real del país, la lucha contra la injusticia social y la colonización espiritual. Jara decía que la Nueva Canción, como la llamaron, surgió como una necesidad de los campesinos, de la clase obrera y del estudiantado. No era una creación de intelectuales ni fruto de discusiones de los artistas. Debía aparecer, porque el pueblo la necesitaba y estalló como un trueno…

Al igual que el frondoso árbol en el que crecen nuevas y nuevas ramas, la tendencia democrática en la música iba vigorizándose a medida que cundía el auge revolucionario en el país. Según René Largo Farías, «las condiciones políticas exigían banderas cantadas».

En el movimiento de la Nueva Canción Chilena se destacan los compositores profesionales, «gente del Conservatorio» como Sergio Ortega, Gustavo Becerra y Luis Advis. Célebres autores de obras sinfónicas y de cámara, de piezas para piano ponen sus miras en los instrumentos populares, introducen elementos del folclore en sus composiciones originales. Su participación enriqueció el contenido musical del movimiento de la Nueva Canción Chilena.

Sin embargo, la médula de este movimiento la componían los cantores populares que, gracias a su talento innato, pudieron alcanzar un alto nivel de maestría. En la mayoría de los casos profesaban el principio «triúnico», siendo autores de la letra y de la música e intérpretes de sus canciones.

Los conjuntos folclóricos que se inscribían en el cauce del movimiento de la Nueva Canción Chilena, no se oponían a la música docta. Las obras más populares del repertorio de Quilapayún eran canciones-panfletos y cantatas que el propio conjunto consideraba como un peculiar puente entre la música culta y la popular.

El movimiento de la Nueva Canción Chilena no estaba aislado de América Latina y del resto del mundo. Desde Cuba llegaba la voz de Carlos Puebla, bardo de la isla revolucionaria, desde Argentina y Uruguay, la de Daniel Viglietti y Atahualpa Yupanqui, cultivadores del tema social. Según afirma Sergio Ortega, en su obra ejercieron gran influencia las canciones de Hans Eisler y Ernst Bush y las creaciones de autores soviéticos. En el repertorio del grupo Quilapayún encontramos canciones cubanas y soviéticas, la música de la revolución mexicana y canciones de los combatientes de la resistencia italiana.

Un grupo de colaboradores demócratas del Departamento de Cultura e Información de la Universidad Católica de Santiago promovió la iniciativa del primer Festival de la Nueva Canción Chilena. Los estudiantes que se pronunciaban por la democratización de este centro docente, apoyaron su idea. La administración de la Universidad, que coqueteaba con los jóvenes, no puso obstáculos a la celebración del festival. El jurado lo componían destacadas personalidades, pocas de las cuales eran de izquierda. Para participar en este insólito concurso fueron seleccionados los doce mejores cantautores, y entre ellos, Víctor Jara, Premio Disco de Plata sello Odeón.

Además el jurado invitó a esa fiesta musical a intérpretes «tradicionales». Jara consiguió que en el festival lo acompañara el grupo Quilapayún. Víctor cifraba grandes esperanzas en su participación; ante todo, se trataba de «romper el muro del silencio» levantado en torno al conjunto por la radio y la televisión.

Cada uno de los doce cantautores debía presentar en el festival una obra nueva y estrenarla. Víctor compuso una canción de título un tanto extraño para él, pero que convenía muy bien para el concurso patrocinado por la Universidad Católica: Plegaria a un labrador.

Al principio Víctor pensaba que el mejor acompañamiento de su canción serían las quenas. Pero después de discutir con los integrantes de Quilapayún, decidió que lo acompañaría la guitarra. La quena es un instrumento de los indígenas quechua y aymara que viven en los montes del norte de Chile, mientras que los labradores habitan principalmente en los valles y desde antaño prefieren la guitarra.

Los integrantes del grupo Quilapayún recuerdan:

«Víctor y Joan tenían en su casa un montón de instrumentos colgados en las paredes, procedentes de distintos puntos: de la India, de África, de América Latina, de Europa, de Chile… Cada vez que pasábamos por un momento de tensión… por ejemplo, cuando teníamos que enfrentar un gran programa importante, nos juntábamos y empezábamos a tocar esos instrumentos para darnos seguridad. Entonces llamamos esta ceremonia —ya después se convirtió en una especie de ceremonia— Invocación a los Dioses. Tocábamos estos tambores, maracas, montones de instrumentos muy sonoros, muy rítmicos y a veces, cuando nos entusiasmábamos mucho, salíamos al patio, organizábamos bailes con Joan, salíamos incluso a la calle tocando y los vecinos nos miraban extrañados. Y recordamos muy bien que justamente una de las más memorables “invocaciones a los Dioses” fue antes del festival, o sea, la tarde en que íbamos a presentarnos en el festival —el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena— organizamos una tremenda invocación a los Dioses. Entonces íbamos al Estadio Chile protegidos por las divinidades musicales guardadas en esos instrumentos musicales, pero al festival nos dirigimos con guitarras…».

Yo tenía muchos deseos de entrevistar a alguien que hubiera estado en el festival. El Estadio Chile, donde se celebró aquella Gesta musical, da cabida a cinco mil espectadores. Habría sido un milagro al cabo de tantos años y además fuera de Chile encontrar por lo menos a uno de los afortunados que asistieron al festival. Pero tuve suerte.

A Moscú llegaron mis viejos amigos, los periodistas Guillermo Ravest y Ligeia Valladares, que salieron de Chile por una embajada extranjera. Asistieron al festival y escucharon como Víctor Jara interpretó por primera vez su Plegaria a un labrador.

Completando y corrigiendo uno a otro, contaron sus impresiones del festival que recordaban muy bien entre otras cosas porque asistieron a él junto con la vieja Victoria, madre de Guillermo, que en aquel entonces estaba de visita en casa de su hijo. Desde que enviudó Victoria vivía sola en el pueblo de Llolleo, en el litoral del Pacífico. Por nada del mundo quería separarse de su jardincito acariciado por la brisa del mar. Pero no podía estar tranquila, porque sabía que Guillermo y Ligeia eran comunistas. Cuando rezaba en la iglesia, pedía que Dios los protegiera. De joven a Victoria le gustaba mucho cantar y Guillermo y Ligeia le propusieron ir juntos al festival.

—No —respondió ella—. ¡Qué canciones nuevas! Son cosas políticas…

Pero Ligeia supo convencer a Victoria, diciendo que el festival lo había organizado la Universidad Católica.

Por primera vez en su vida la anciana estuvo en una sala tan grande. Los focos del techo y las paredes la deslumbraban. El público llenaba el patio de butacas, las graderías laterales e interiores, los pasillos. Victoria se fijó que en la sala había muchos jóvenes. Cuando empezó el concierto, se apagaron las luces dejando iluminado solamente el escenario donde sonaban melodías, a cual más hermosa.

Guillermo y Ligeia se volvían de cuando en cuando a mirar a su madre. Al principio se sentía emocionada, miraba el escenario o la sala, pero luego escuchaba sin moverse.

Víctor salió al escenario luciendo un poncho oscuro. Lo siguieron con paso enérgico los jóvenes barbudos del grupo Quilapayún, también en ponchos negros. La voz de Víctor sonaba leve, inspirada y con pasión. Las recias voces de los barbudos lo acompañaban en dúo, en trío o el conjunto entero. Víctor no se equivocó: el grupo Quilapayún acentuó la fuerza de expresión de la Plegaria a un labrador. La melodía era sincera, profunda y llena de sentimiento.

La letra de la Plegaria a un labrador plantea problemas terrenales. No es casual que Víctor se dirija al campesino. Era un período de tensa lucha por darle la tierra. Pero, al propio tiempo, la Plegaria a un labrador era un mensaje del cantante a todos los trabajadores, a todos los católicos honestos en vísperas de las elecciones presidenciales de 1970, cuando en el pueblo aumentaba la seguridad en sus fuerzas, cuando nacía la esperanza de un futuro mejor.

Levántate

y mira la montaña

de donde viene

el viento, el sol y el agua.

Tú que manejas el curso de los ríos,

Tú que sembraste el vuelo de tu alma.

Levántate

y mírate las manos,

para crecer estréchala a tu hermano,

juntos iremos

unidos en la sangre.

Hoy es el tiempo que puede ser mañana.

Líbranos de aquél que nos domina

en la miseria.

Tráenos tu reino de justicia

e igualdad.

Sopla como el viento

la flor de la quebrada.

Limpia como el fuego

el cañón de mi fusil,

Hágase por fin tu voluntad aquí en la tierra,

tráenos tu fuerza y tu valor al combatir.

Sopla como el viento

la flor de la quebrada.

Limpia como el fuego

el cañón de mi fusil.

Levántate y mírate las manos

para crecer estréchala a tu hermano,

juntos iremos unidos en la sangre

ahora y en la hora de nuestra muerte.

Amén.

Cuando cesaron los últimos acordes, el tenso silencio de la sala estalló en gritos de admiración y aplausos. Junto con todos se levantó también Victoria. Era algo que no se podía imaginar: la canción se llamaba Plegaria y Víctor la terminó con un largo «amén». El coro del grupo Quilapayún parecía un canto religioso, pero respiraba ira y llamada. El propio Jara decía de la canción, compuesta expresamente para el festival, lo siguiente: «En la Plegaria a un labrador ubico el rezo con la llamada, conozco la mística de mi pueblo y sé que gran parte de él es demasiado apegado a creencias religiosas, es por eso que hago esta combinación que es una bella forma de darse a entender por estos compañeros».

En el entreacto Guillermo y Ligeia se acercaron a Víctor. Victoria miraba con curiosidad al cantante.

—Víctor, te presento a doña Victoria, mamá de Guillermo.

—Oh, la mamá de Guillermo —dijo Víctor estrechándole la mano—. Me alegro de verla a usted en el festival, doña Victoria. Qué bueno es que usted quiera escuchar nuestras canciones. Tanto tiempo conozco a Guillermo y Ligeia y ahora a usted. ¿Qué le parecieron nuestras canciones?

—Las he escuchado con mucho gusto. Son muy humanas —respondió doña Victoria—. Me gustó mucho su Plegaria.

Víctor la abrazó emocionado:

—Gracias, doña Victoria, por su buena opinión.

—A usted lo había oído por radio —dijo de pronto doña Victoria—, pero no esperaba verlo así.

—Me sentiré feliz si mis canciones las aceptan no solamente los jóvenes. Le deseo mucha salud, doña Victoria.

Víctor se despidió de los amigos. A solas con Guillermo y Ligeia, doña Victoria dijo:

—Es muy raro que un artista con esa fama, con ese éxito que obtuvo sea tan sencillo, tan amable.

—Esto es habitual en él, mamá… —respondió Guillermo. Doña Victoria se alegró de verdad cuando el locutor anunció:

—El jurado ha preferido repartir el Primer Premio entre la Plegaria de Víctor Jara y La Chilenera de Richard Rojas[6]

Ni en las competiciones deportivas más apasionadas en el estadio reinó tal entusiasmo. Junto con todos, alzando los brazos, aplaudió doña Victoria y sus ojos brillaban como en su juventud.

Víctor sonreía desde el escenario, respondiendo con leve reverencia a los aplausos, sacó las manos del poncho levantando el diploma de ganador que le acababan de entregar. A su lado estaba Richard Rojas que también alzó los brazos, saludando al público sin disimular su alegría. Los ganadores se dieron un apretón de manos. Los dos buscaban temas para sus canciones en la vida del pueblo trabajador y se inspiraban en la música folclórica. Los dos eran correligionarios en la vida y en el arte.

Víctor tenía razón. Gracias a él Quilapayún obtuvo la posibilidad de aparecer en la pantalla de TV. Carlos Quesada, integrante del grupo Quilapayún, decía que la magnífica canción de Víctor era tan alta en el plano artístico que el jurado, aunque formado principalmente por gente de derechas, se vio obligado a otorgarle el primer premio y eso daba derecho a intervenir en el concierto final que se transmitía por TV desde el estadio de Santiago. La canción tuvo un éxito insólito. Fue un verdadero triunfo de Víctor.

Cierta vez, anticipando la interpretación de la Plegaria a un labrador, Víctor Jara dijo: «El Primer Festival de la Nueva Canción Chilena fue un impacto dentro de nuestra lucha contra la música comercial y el silencio. El festival tuvo un gran éxito y a los señores de la prensa, de la radio y de la TV no les quedó otro remedio que hablar de él. Además era noticia, porque estábamos dentro de la Universidad Católica. A veces, por mostrar su máscara de libertad y democracia, a la reacción le sale el tiro por la culata».

Sin embargo, al cabo de tres años de trabajo conjunto, las relaciones entre Jara y Quilapayún empeoraron. En este tiempo Víctor hizo mucho para el grupo, para su formación, pero últimamente las discusiones entre ellos no daban los frutos apetecidos. Con frecuencia Jara regresaba a casa enojado. Surgían enconados conflictos. Eduardo Carrasco, fundador y director de Quilapayún, insistía en que Jara cantara a coro con el conjunto y pasara a integrarlo. Víctor admiraba la obra y el magnífico canto coral de Quilapayún. Pero nadie podía obligarlo a vivir y trabajar como no le gustaba. Víctor rechazó esa nueva forma de colaboración y abandonó el grupo. Sabía que su verdadera vocación era ser cantautor.