Sólo cantando podemos vivir.
Pablo Neruda
En la calle del Carmen de Santiago había una casa común y corriente de una planta con verde patio. Pero en 1965 de repente se convirtió en lugar notorio de la capital. Se diría que las corrientes de fresco aire primaveral llenaban esta vieja y espaciosa casa, que dio cobijo a los cantantes rebeldes. Después de estar durante casi tres años junto con su madre en Francia, Angel e Isabel Parra regresaron a la patria y, a diferencia de París, no pudieron encontrar un lugar donde actuar. Al principio alquilaron y luego compraron la casa de la calle del Carmen, donde abrieron la peña «Los Parra». En este café-club folclórico, con pequeño escenario y bajas mesitas al fondo de la sala, se podía escuchar canciones prohibidas, tomar un vaso de tinto y comer la tradicional empanada chilena.
La nueva forma de comunicación de los artistas con el público se hizo popular y se divulgó no sólo en la capital chilena, sino también en las provincias. Hubo casos curiosos. Así, el célebre cantautor Chito Faró, quien rehuía la política como el diablo del agua bendita, instaló su peña allá por Matucana. Pero el autor de famosas tonadas, temiendo que sospechasen sus simpatías por la izquierda, puso anuncios en la prensa: «La única peña de Santiago donde no se admiten melenudos ni se cantan estúpidas canciones de protesta». El repertorio de Chito Faró consistía en melodías tradicionales. Pero la peña «Los Parra» la frecuentaba gente que no sólo quería escuchar a los hijos de Violeta, sino a los cantantes rebeldes. La poderosa y un poco sorda voz de Angel Parra no concordaba con su pequeña estatura y su delgada figura. El dulce rostro de Isabel estaba en plena armonía con su suave voz, que evocaba el puro repique de la campanilla. Los hermanos decidieron reunir en la peña un grupo de cantantes-correligionarios, enamorados de la canción popular.
Escucho el relato de Angel Parra, grabado para mí y enviado de París:
«Después de regresar de Europa me dijeron que había un joven que estaba cantando en otro lugar. Canta bien. Y que lo fuera a escuchar. Este lugar fue “La Chingana”. En tiempos antiguos llamaban chingana a un lugar donde las mujeres cantaban con arpa y guitarra y se bailaba cueca. Pero cerca del cerro Santa Lucía estaba la otra chingana. Era un museo del arte popular de un señor, quien era un ex-bailarín. Al interior del mismo local… se puede subir y ver artesanía de distintos lugares del país y en la noche abajo había un pequeño restaurante y se desarrollaba un espectáculo. Yo fui a verlo. Víctor cantó en “La Chingana”. Lo saludé, y por supuesto, lo felicité por los éxitos artísticos e invité a participar con nosotros en la peña. Hablamos mucho. Claro, él estaba muy ocupado en el teatro, tenía compromiso con “La Chingana”. Pero él estuvo de acuerdo y luego se incorporó a la peña. Era un equipo estable de la peña: Isabel, Víctor Jara, Rolando Alarcón, Patricio Manns y yo…».
Aquí interrumpo a Angel Parra para presentar al lector a dos de esta constelación de talentos.
Rolando Alarcón, ex-maestro, se incorporó a la peña siendo ya famoso cantautor. Sus melodías gozaban de popularidad. Encontró vivo eco en los corazones del pueblo la canción Escuche, general, voy a decir tres palabras, en que se expresa la ferviente protesta de una madre, preocupada por el destino de su hijo soldado. Anteriormente Alarcón dirigió el conjunto Cuncumén. El talento de Alarcón fue en la plenitud de sus energías, pero lo minaba la enfermedad. Murió poco antes del golpe militar fascista. La muerte, tal vez, lo salvó del exilio.
Patricio Manns, después de que los fascistas se adueñaran del poder, vive lejos de su patria: en Suiza. En el extranjero sigue desarrollando su actividad artística, en cuyos orígenes estaba la peña de «Los Parra». Manns empezó a ganarse el pan como artesano y obrero, luego como músico y literato. En la peña apareció ya después de publicada su primera novela. Casi al mismo tiempo compone su famoso ciclo de canciones El sueño latinoamericano, ardiente exhortación a la solidaridad y réplica indignada a la intervención de los EE. UU. en la República Dominicana en 1965. También hacía guiones para el cine. Ya en 1976 una película con su participación dedicada al movimiento de la nueva canción chilena obtuvo el primer premio en el festival internacional de cine en Karlovi Vari.
En 1981 me encontré con Patricio Manns en el Festival internacional de cine «Por el humanismo del arte cinematográfico, por la paz y amistad entre los pueblos», que se celebró en Moscú. Manns formó parte del jurado.
… Hablamos de Chile. Naturalmente, yo estaba profundamente interesado en conversar sobre el período en que Patricio Manns y Víctor Jara cantaban en el mismo escenario. Mi interlocutor se ponía pensativo a veces, entornando los ojos inteligentes, tratando de atravesar con la mirada el grosor del pasado:
«Conocí a Víctor en la peña. Me parecía… Víctor era entonces bastante reservado. Tenía un estilo, una forma de ser un poco ladina, un poco india. Pero en general cuando se lograba pasar esa barrera, Víctor era un gran compañero, un gran camarada.
»Conmigo tenía unas relaciones más o menos difíciles en ciertas ocasiones. No quiero decir con ello que discutiéramos, sino que había una reticencia suya respecto a mi forma de ser y en ocasiones discutimos así sin llegar demasiado lejos.
»Me sorprendía la asombrosa modestia y lo exigente que era Víctor consigo mismo. Ya era un director reconocido. Había compuesto sus primeras canciones y grabado discos con el Cuncumén, pero era el único miembro de la peña que no había grabado un disco solo.
»Yo le propuse llevarlo donde mi productor; durante varios días Víctor se negó y me dijo: “No. Yo no estoy en condiciones de grabar. No tengo repertorio”. Pasó algún tiempo, pero Víctor no cambiaba de parecer. Y le dije: “Puedes grabar un pequeño disco con dos canciones”. Y, finalmente, un día aceptó.
»Fuimos a donde mi productor Camilo y le presenté a Víctor: “Es un nuevo integrante de la peña. Estaría bien que lo escucharas porque tiene cosas buenas que te van a convenir”.
»Víctor tomó su guitarra, cantó dos canciones e inmediatamente fue contratado como el quinto miembro de la peña en el mismo sello. Fue así como Víctor empezó a cantar también, o sea, en discos».
Inesperadamente para el joven cantante, el disco con sus dos canciones fue destacado en el Festival de Viña del Mar entre los mejores del año. La canción La cocinerita era folclórica y para El cigarrito Víctor tomó la letra de un autor anónimo.
En 1966 se edita otro disco de Jara. La canción folclórica La beata de este disco alarmó a los círculos eclesiásticos, que vieron en esa canción una burla del rito de la confesión y una ofensa de los sentimientos de los creyentes. Hasta hubo intentos de poner en duda la procedencia folclórica de la canción. Víctor rechazó los ataques infundados. La beata, anotada por él en la provincia de Concepción, tenía una historia secular.
Víctor creía que en la creación de canciones, por muy diversa que fuese su temática, debe estar presente el sentido del humor propio de los chilenos. Decía: «La beata… creo que representa un auténtico sabor popular, una manera de sentir y de decir auténticamente campesina. No creo que ofenda a nadie porque hemos madurado en el conocimiento de nuestra propia literatura, de nuestra música, de nuestro folclore».
A pesar de que el disco fue prohibido oficialmente. Jara siguió interpretando La beata. En la peña no cabían todos los que deseaban escuchar la canción que había armado «escándalo».
Violeta Parra, rigurosa en sus juicios sobre la música y los intérpretes, reaccionó positivamente a La beata y El cigarrito, diciendo que se alegraba de que Víctor cantara junto con sus hijos.
En la peña «Los Parra» empieza el ascenso de Víctor como cantante. ¡Qué unión artística tan hermosa de aquellos cinco fundadores de la Nueva Canción Chilena! Pasados muchos años Angel Parra me confesó:
«Realmente era un equipo que, yo creo, no se va producir dos veces en este siglo. Porque éramos jóvenes, teníamos gran amistad, porque todo era de una tranquilidad del trato; sin vanidades ni de un lado ni del otro, sin envidia. Y si había un contrato (grabar disco) para uno, este uno llevaba a todo el resto de la gente porque la situación humana, situación que estábamos viviendo era ideal.
»Otros cantantes chilenos pasaron por la peña y tantos extranjeros, conocidos cantantes de América Latina. Pero el equipo estable fuimos Rolando Alarcón, Isabel Parra, Víctor Jara, Patricio Manns y yo. Cada uno se mantuvo con sus posiciones. Cada cual tenía su propia experiencia básica muy buena, la experiencia de formación y el estilo propio de cada uno se ve muy clarito, pero todos entendemos igual los objetivos y tareas del arte. Si cada uno de nosotros componía una canción nueva, la echábamos primero al público en la peña a ver que pasaba… La peña funcionaba el jueves, el viernes y el sábado; a la una o a las dos o más tarde se cerraba. Y después nos quedábamos a discutir. A veces hasta las siete de la mañana discutíamos, hablando, conversando o cantando.
»Ayudábamos también a los jóvenes aficionados. Por ejemplo, estaban los Curacas, que era un grupo permanente de la peña. Llegaron una vez simplemente como admiradores de nosotros y de ahí pasaron a ayudarnos y un día se convirtieron en conjunto y llegaron a grabar seis long play en Chile».
En la peña, que se llenaba hasta el tope, el público solía corear junto con los artistas la canción que le gustaba. Las canciones que se estrenaban allí, se podrían escuchar luego durante las grandes concentraciones y mítines. La prensa reaccionaria decía que la peña era «un nido de agitadores rojos». Los pichones de este nido serían los máximos exponentes del movimiento de la Nueva Canción Chilena.
En el escenario Víctor Jara canta en poncho, auténtica ropa de los campesinos latinoamericanos que les parece a los europeos tan exótica. El pesado poncho que lucían los abuelos y tatarabuelos sustituye al campesino la chaqueta, el abrigo y hasta la manta. Por ejemplo, Víctor recordaba cómo cuando era niño su madre los cubría a sus hermanos y a él con el ancho poncho del padre. Por el color y la forma de tejer el poncho el chileno puede decir sin temor a equivocarse de dónde procede su dueño. Si el poncho es largo como un abrigo y hecho de gruesa lana negra, quiere decir que el hombre vino del sur donde soplan vientos destemplados y llueve a cántaros; en la zona central llevan ponchos con ornamento multicolor; en los montes del norte de Chile los hacen con lana de llama de varios colores. Los entendidos afirman que el colorido de los ponchos recoge toda la paleta de la tierra natal: de los ríos, montañas, valles, pampas y desiertos. Por ejemplo, los indígenas añaden colores vivos para que la vida de quien lo porta sea más alegre. En una palabra, el poncho de por sí es un poema folclórico. Los campesinos chilenos cuando quieren saber en qué está pensando el hombre, le preguntan: «¿Qué escondes bajo tu poncho?».
Con su poncho viajaba Jara por su tierra natal como integrante de la institución artística «Chile ríe y canta», compuesto por destacados representantes de la Nueva Canción Chilena. «Chile ríe y canta» se fundó en 1963 «como un movimiento nacional de difusión folclórica, como una tribuna para el naciente nuevo canto chileno, como instrumento de lucha contra la idiotización colectiva que imponían los medios de comunicación». Dicha institución artística no tenía equipo permanente, sino reunía para cada concierto o gira un grupo especial. Su fundador y director, René Largo Farías, consiguió que en la Radio Minería se inaugurase el programa permanente «Chile ríe y canta» y lo convirtió en el vocero de la canción folclórica. Pero una vez el Banco de Estado suspendió el patrocinio a «Chile ríe y canta» por tener «la insolencia de presentar a un gran actor marxista, Roberto Parada».
Bajo el Gobierno de los democristianos, la Corporación de la Reforma Agraria propuso costear los viajes de los artistas por el país para efectuar labor cultural entre los campesinos. En esta institución estatal había personas sinceramente interesadas en tal actividad. Algunas de ellas, pese a su militancia en el Partido Demócrata Cristiano, criticaban el Gobierno de Frei, exigiendo acelerar y profundizar las transformaciones socioeconómicas en el país.
Bajo la égida de «Chile ríe y canta» actuaban casi todos los creadores del nuevo canto chileno. Con frecuencia en sus viajes por la provincia eran agredidos por bandidos a sueldo.
A René Largo Farías lo conocí en Chile. Gran conocedor y popularizador incansable del folclore, fue uno de mejores locutores de la radio chilena. Luego, después del golpe de Estado, lo encontré en México. René me habló del período en que él desde el escenario anunciaba a Víctor Jara, quien participaba en los conciertos de «Chile ríe y canta».
En 1965 el grupo viajó por el norte del país. El sol despiadado, como blanco globo candente, abrasaba. Pero las noches eran frescas.
Víctor compuso una nueva canción El arado, pero no la interpretó allí mismo en el concierto en la ciudad de Arica. Decidió enseñarla primero a quienes estaba dedicada.
Cuando el grupo llegó a la cooperativa campesina de la Quebrada de los Camarones tuvieron que dar el concierto al aire libre y sin tablado. El sol se ponía y los hombres escuchaban de pie, con los sombreros en las manos. Las mujeres y los niños estaban sentados en el suelo.
… Víctor demoraba en tocar el primer acorde, escudriñando con la mirada los rostros de los presentes:
Aprieto firme mi mano
y hundo el arado en la tierra.
Hace años que llevo en ella
como no estar agotado.
Vuelan mariposas,
Cantan grillos.
La piel se me pone negra
Y el sol brilla, brilla y brilla.
El sudor me hace surcos,
yo hago surcos en la tierra
sin parar.
Los campesinos lo escuchaban impasibles y en silencio sumidos en sus pensamientos. Y sólo cuando saltaron al aire las últimas notas de la canción, empezaron a hablar animadamente. Tal vez eso equivalía a una tempestuosa ovación en una sala de conciertos corriente. El animador del programa anunció que el concierto había terminado, pero la gente no se iba. Entonces Víctor tomó de nuevo la guitarra y volvió a cantar El arado. Tal fue su contestación a esa petición silenciosa, insólita, de repetir la canción. Un viejo campesino se acercó al cantante:
—¿Eres de la tierra?
—Sí, soy hijo de campesino.
—Lo veo por tu canción que es así.
—¿Qué es así?
—Que no has abandonado la tierra.
Víctor no podía soñar con mayor alabanza.
El problema de «la tierra y sus dueños» era muy grave en Chile. Por eso el tema campesino sonaba tan combativo en la creación de los cantantes populares. Angel Parra compone una canción cuya letra se convierte en divisa de los campesinos:
Al pueblo sólo le falta la tierra pa’trabajar:
El pueblo la está sembrando, él tiene que cosechar.
Cuando Rolando Alarcón en un concierto de «Chile ríe y canta» interpretó la ferviente canción-llamamiento Defiendo mi tierra, las autoridades suspendieron la gira del grupo por las provincias. Presionada por los líderes de derecha, la Corporación de la Reforma Agraria dejó de costear los viajes de los artistas por el país. Surgieron dificultades para organizar los conciertos. Entonces, en 1967 «Chile ríe y canta» fundó su propia peña con el mismo nombre.
«El hombre cantó, y hasta hoy este canto persiste en la tradición folclórica de los pueblos, para fortalecerlo frente al mal y las fuerzas contrarias que oprimen su vida —dijo Víctor en una de sus intervenciones—. Cantó para fructificar la cosecha, para estimular sus energías en el trabajo, para beneficiar sus frutos en la caza, para llamar a la lluvia y espantar las tormentas. Los incas usaban el sonido de sus quenas para apaciguar y reunir su rebaño en las soledades andinas. En el llano venezolano los indígenas cantaban en la cosecha del maíz, cantos alusivos a su trabajo, y con la música llevaban el ritmo del cuerpo y de las manos mientras molían la mazorca. En Chile los araucanos reunían al pueblo en el “guillatún” donde todos cantaban por la fertilidad de la tierra. En la actualidad la canción de protesta surge con ímpetu poderoso, vitalizando los valores esenciales del canto. Los pueblos oprimidos… con su canto se rebelan, combaten y denuncian a los culpables de su opresión».
El joven poeta no podía callar cuando veía la injusticia. Su corazón inquieto se hacía eco de los sufrimientos del pueblo. El 11 de marzo de 1966 en la mina de cobre El Salvador abrieron fuego contra los huelguistas. Ocho mineros cayeron asesinados. Los culpables no se escondieron. Vestían el uniforme militar y cumplían órdenes. El dolor y la indignación que se apoderaron de Jara lo impulsaron a dirigirse al soldado a quien mandaron disparar contra los mineros. La orden la dieron los líderes democristianos que prometían al pueblo «la revolución en libertad».
Soldado, no me dispares.
Soldado.
Yo sé que tu mano tiembla,
Soldado.
Quién te puso las medallas,
cuántas vidas te han costado.
Dime si es justo, soldado,
con tanta sangre quién gana.
Si es tan injusto matar
¿por qué matar a tu hermano?
Para Víctor fue un duro golpe la desaparición física de Violeta Parra. Después de que la cantante regresó en 1965 de Europa, la invitaron a dar conciertos en el teatro capitalino Cariola, pero seguía sin tener escenario permanente para sus recitales. Empeñó grandes esfuerzos en conseguir permiso para construir con sus propios medios una sala con bóveda de circo en un arrabal de Santiago: la famosa Carpa de la Reina. La construcción supuso enormes gastos para la cantante, quien después de los conciertos se quedaba «con mucha gloria, pero a veces sin un centavo».
Violeta Parra invita a jóvenes cantantes y conjuntos musicales, tratando de ayudarles, pero al propio tiempo es muy exigente con los principiantes. Su ilusión es convertir la Carpa en teatro de arte folclórico, donde se den cita cantantes, bailarines y narradores de zonas remotas de Chile. Pero todos sus planes se estrellan contra el muro de la indiferencia de las autoridades.
Los grandes diarios y semanarios no publican ni una palabra sobre los conciertos de Violeta Parra ni los anuncios de sus recitales. La cantante comprendía perfectamente que este barrio marginal no estaba unido por transporte público con el centro de la ciudad y que quienes acudían a sus conciertos lo hacían mayoritariamente en carros propios. Pero cada vez que veía numerosos asientos vacíos en la sala, se desesperaba.
La incomprensión que encontraba la cantante, el silencio oficial y su drama personal hicieron que en febrero de 1967, presa de una profunda crisis emocional, Violeta se suicidase. Un mar humano llenó las calles de Santiago acompañando a la cantante a su última morada. En el cortejo iba también el presidente del senado chileno Salvador Allende. Las palabras del «canto del cisne» de Violeta, compuesto poco antes de su muerte, se llenaron de trágico sentido:
Gracias a la vida, que me ha dado tanto…
El féretro de la «Violeta del folclore chileno» lo seguía una pléyade de jóvenes cantantes y músicos y conjuntos folclóricos enteros. Entre ellos iba Víctor Jara.