ELIGIENDO EL CAMINO

Viví entre muchos que vivieron…

Pablo Neruda

Lonquén, donde Víctor pasó la mayor parte de su infancia, está a una hora y media de viaje en automóvil de Santiago. La carretera va cubierta por el follaje cincelado de los eucaliptos o flanqueada por frondosos álamos. A veces, al lado de la carretera, en medio del campo se yergue el esqueleto de algún cacto, que en primavera se ilumina con los faroles rojos de grandes flores. Por la autopista, pegados al asfalto, se deslizan resplandecientes turismos, pasan veloces camiones con amenazador bramido. Pegados al reborde de la carretera rechinan las carretas, arrastradas por calmosas caballerías, y los campesinos encaramados en lo alto contemplan silenciosos este mundo extraño y siempre apurado. Cuando se sale de la carretera principal para ir a Lonquén, las carretas se adueñan del camino.

Al parecer, el pueblo no está lejos de la capital, pero da la sensación de hallarse en otro planeta. Rodeadas de verdes colinas, viñedos, maizales y huertos se ven dispersas casuchas campesinas de adobes. La tierra y la riqueza aquí son hereditarias y la pobreza también. Pero además las familias campesinas se transmiten de generación en generación antiguos bailes y canciones.

El cantante recordaba a su padre: pasó toda su vida labrando una tierra que no le pertenecía. Junto con su familia Manuel Jara iba de pueblo en pueblo. Víctor nació en la provincia de Ñuble, famosa por sus ricas tradiciones folclóricas. El niño tenía cinco años cuando la familia se mudó a Lonquén, más cerca de Santiago. Pero en cualquier parte al peón Manuel le acechaba el mismo destino: trabajar de sol a sol por un pedazo de tierra árida.

Al pequeño Víctor le gustaba mirar como su padre araba, entonando largas y tristes canciones. Pero sus «lecciones de música» se acabaron temprano. Manuel, desesperado por la vida llena de privaciones, se fue en busca de fortuna a otro lugar y abandonó a la familia.

Toda la carga de sacar adelante a los seis hijos cayó sobre los frágiles hombros de la madre, que durante años usaba el mismo vestido, remendándolo y zurciéndolo con tal de que sus hijos fuesen vestidos dignamente. Amanda sabía leer y escribir. Soñaba con que Víctor terminara una carrera. Listo y despierto, Víctor demostraba ser muy capaz en sus estudios en la escuela rural.

Por dura que fuera su vida de campesina, Amanda nunca dejó de cantar y en su casa la guitarra siempre estaba colgada en el sitio de honor. La madre cantaba mientras cocinaba, lavaba o trabajaba en el campo. Era lo que en Chile llaman una «cantora». En el pueblo la apreciaban por su voz cristalina y la invitaban a todas las fiestas campesinas, lo mismo si se trataba de una alegre boda que de la triste ceremonia de un velorio para llorar con melancólicas canciones la muerte de algún «angelito»: un recién nacido. En estas salidas la acompañaba siempre su hijo que parecía un gitanillo, agarrado al halda vieja y desteñida por el sol de la madre. Víctor escuchaba con atención como cantaba su madre y trataba de imitarla. A veces Amanda corregía a su pequeño, reprochándole por ser «poco entonao».

Una gran diversión para Víctor era asistir a la «ramada», lugar de congregaciones tradicionales en el campo chileno, donde se celebran las Fiestas patrias[1]. La «ramada» se hace igual en todas partes: plantan unos postes sobre los cuales tienden un cobertizo de ramaje que preserva del sol, y el «teatro verde» rural está listo. La ramada se llenaba hasta los topes de mujeres y hombres endomingados —la mitad lucían ponchos— que esperaban con impaciencia el comienzo de la fiesta.

Las mejores cantoras iniciaban los festejos. Víctor escuchaba emocionado, muchas canciones ya se las había oído a su madre. Amanda se sorprendía siempre de cómo corresponden al carácter del campesino chileno prudente y cachazado y, al propio tiempo, apasionado, capaz de estallar en cualquier momento como un volcán. La madre le contó a Víctor una antigua tradición chilena: en las fiestas campesinas cantan las mujeres, o sea, las cantoras, y los hombres deben lucirse bailando con su dama la cueca, «la reina de la ramada».

La cueca en Chile es tan popular como la samba en Brasil o el tango en Argentina. La bailan en pareja y parece que el tierno y apasionado poema de amor nace en el torbellino fogoso de su melodía. En el campo chileno todo el mundo baila la cueca, y en la ciudad es un elemento imprescindible de las bodas y de otras fiestas. Por algo los chilenos dicen: «Bailemos cueca aunque tiemble».

La cueca es capaz de expresar los más finos matices de los sentimientos humanos. Sus melodías y textos son alegres o tristes, líricos o amargos y las variantes de la letra que en la mayoría de los casos es de autores anónimos son incontables. Porque con la cueca el chileno expresa su actitud frente a todos los problemas cotidianos.

Víctor aprendió a bailar la cueca siendo niño todavía, se sabía de memoria la letra de muchas de ellas. Crecía en medio de la canción popular, como crece una flor en medio del campo.

Siguió fiel a su afición a las canciones y danzas campesinas cuando se trasladó con su familia a Santiago, donde a cada rato sonaban las canciones extranjeras en boga. En Santiago la familia vivía en una casa de madera con el suelo de tierra en el arrabal obrero de Los Nogales. Amanda, incansable, aceptaba cualquier trabajo. Su mayor ilusión era que Víctor fuera contable y lo consiguió: Víctor ingresó en una escuela de comercio. Pero extenuada por las privaciones y fatigas, Amanda murió de un ataque al corazón y Víctor se vio obligado a abandonar los estudios.

La madre era la única que lo defendía y sin ella el mundo le pareció extraño y terrible. Educado en una familia católica, Víctor buscó consuelo en la religión. Empezó a frecuentar la iglesia. El sacerdote se fijó de él y le aconsejó que ingresara en el seminario de San Bernardo. Pero la vida entre los religiosos no agradó a Víctor. Lo único que le interesaba allí y a lo que se dedicaba con devoción era el canto coral.

Al cabo de dos años abandonó el seminario, convencido de que había equivocado la carrera. Tenía que ir al servicio militar y pasó un año en el regimiento de San Bernardo. Pero el servicio castrense tampoco era su vocación: se sintió feliz al abandonar el cuartel donde reinaba el espíritu prusiano y donde a los soldados los trataban como a seres de segunda.

Un día, deambulando por Santiago, Víctor leyó el anuncio de que admitían en el coro de la Universidad y decidió probar suerte. Por algo en el seminario alababan su voz. Lo escucharon y dijeron: «Tiene buena voz. Está admitido». El conjunto, al frente del cual estaba el conocido director Mario Baeza, interpretaba oratorios de Händel y corales de Bach. Allí Víctor se inició en la docta música clásica.

El conjunto daba conciertos en el Teatro Municipal y una vez Víctor vio allí una pantomima. El espectáculo le fascinó hasta tal punto que inesperadamente para sí mismo ofreció sus servicios a la compañía. La prueba fue un éxito y Jara se convirtió en actor mimo. Aunque su actuación en los espectáculos de pantomima no impidió que siguiera pasando hambre, se sentía feliz.

El coro de la Universidad y el Teatro de pantomima abrieron ante el talentoso joven las puertas del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile[2].

Pero además de alegría el estudiante y actor pasó por penalidades. Después de hacer servicio militar, Víctor fue a cobijarse a casa de su hermana mayor María, cuya familia vivía en mucha miseria. Pero el esposo de María no podía perdonar a Víctor de que abandonara sus estudios en el seminario. Había rechazado la carrera de sacerdote que le prometía un futuro acomodado y ¿para qué? «Le escondíamos a mi cuñado —que era obrero— que yo estaba estudiando teatro. Pero cuando lo supo armó un escándalo en la casa, así es que yo me fui para que mi hermana no sufriera —recordaba Víctor—. No tenía donde irme, pero me fui. Al principio me escondía en la Escuela y dormía ahí, pero al final estaba tan mal que hablé con el director y me consiguieron una beca. Con eso yo podía pagar una pieza. Y comía queso “caritas” y pan. Cuando a mi amigo Nelson Villagra le llegaba una encomienda del Sur, comíamos como locos».

Quedan pocos de los que compartieron con Víctor sus años estudiantiles. Uno de ellos es el famoso actor chileno Nelson Villagra.

La juventud nos regala con la amistad desinteresada, nos da la alegría y la felicidad y deja colores brillantes en el alma para toda la vida. Víctor y Nelson supieron conservar su amistad a través de los años.

Los estudiantes de la Escuela de Teatro solían poner atinados apodos unos a otros. Y nadie se ofendía. Cada uno lo tomaba como algo normal. A Víctor Jara, un muchacho moreno del arrabal obrero de Santiago, sus compañeros de estudios lo llamaban el Negro. A Nelson Villagra, que vino a estudiar de actor de un pueblo de la provincia de Ñuble, lo apodaron el Huaso. (Antaño los indígenas decían así a los colonos blancos que araban la tierra con caballo. Con el tiempo los colonos fueron mezclándose con los aborígenes. Daban el nombre de «huaso» a los descendientes mestizos que tenían su tierra y su caballo y más tarde empezaron a llamar así al campesino chileno en general). Hasta los últimos días de la vida de Víctor los amigos se saludaban como en sus años estudiantiles:

—¡Buenas, Huaso!

—¡Hola, Negro!

No tuve ocasión de conocer a Nelson Villagra en Chile. Recuerdo a ese actor como protagonista de la famosa película El Chacal de Nahueltoro, que vi por televisión. Este filme del director de cine Miguel Littín sobre el trágico destino del campesino chileno situó al Huaso entre los mejores actores de Chile.

Después del golpe militar Nelson Villagra abandonó su patria y se fue a vivir a La Habana. Ahora trabaja en películas cubanas y mexicanas.

Lamentablemente, durante mi viaje a Cuba tampoco pude ver a Villagra, puesto que en aquel momento estaba filmando una película fuera de La Habana. Ya desde Moscú escribí una carta a Nelson Villagra y recibí la respuesta desde Montreal (Canadá). Fue después de que a petición de Joan Turner escribiera y publicara sus memorias sobre los años estudiantiles del Negro en la revista cubana Casa de las Américas. Nelson Villagra hizo expresamente para mí varias aclaraciones y comentarios de su publicación. «Me alegro —escribió— que mis recuerdos de Víctor le hayan servido para su trabajo. Me alegro por Víctor, por lo que él fue y hoy representa».

Ninguna descripción, por muy lograda que sea, podrá sustituir la memoria del corazón, especialmente si se trata del corazón de un amigo íntimo. Por eso creo que se me perdonará las largas citas de las memorias del Huaso:

«En el año 1956 él (Víctor) ingresó a la Escuela de Teatro. Yo estaba en el segundo año… Nos acercaron tres cosas en el primer momento: la soledad, la guitarra y la pobreza de estudiantes…

»Comenzamos a compartir con Víctor nuestros ratos libres y lo poco que entre los dos podíamos reunir: unos cuantos centavos para el bus y para el cine. Felizmente, para el Teatro siempre nos conseguíamos entrada libre…

»Lo que desde un comienzo aprecié en Víctor y me atrajo fue su modestia y una risa enorme que poseía…

»Yo vivía en una pensión muy modesta en un barrio popular de Santiago en donde también residían obreros del calzado, del aseo municipal, a más de alguien sin profesión u oficio conocido, y entre otros un pianista, hombre mayor y solterón, que tocaba en un bar de mala muerte…

»La dueña de la pensión era una mujer suficientemente generosa como para no anotar en mi cuenta el plato de comida que de tarde en tarde compartíamos allí con Víctor. Desgraciadamente la comida era muy deficiente, y preferíamos con Víctor hacer uso de nuestros escasos fondos y comprar cualquier cosa en una rotisería y comérnosla en algún parque público. Nuestro “menú” preferido consistía en pan negro, un par de quesillos y un litro de leche. Nuestro “restaurante al aire libre” era, entre otros, el Cerro Santa Lucía, paseo público ubicado en el corazón de Santiago…

»Así las cosas, acordamos que en las próximas vacaciones nos iríamos en busca de “la vitalidad perdida en la ciudad”, en busca de la “autenticidad del hombre agrario”.

»Víctor me propuso que mientras esperábamos las vacaciones deberíamos conseguir prestadas un par de guitarras y él me enseñaría a tocar (yo sólo sabía un par de rasgueos), y aún podríamos darnos a la tarea de formar un dúo musical que en los veranos haría investigación folclórica a la vez que observaciones para nuestros intereses teatrales. La segunda idea la aprobé con interés, sin embargo acepté también la primera aunque sin mucho convencimiento. Conseguimos las guitarras, una de las cuales recuerdo que pertenecía a una amiga común de aquellos años, hoy mi compañera. Tardes enteras de ensayo toca que toca, encerrados en el cuarto de la pensión, Víctor con actitud disciplinada y acuciosa, yo simulando interés…

»Pero por sobre todo discusión, mucha discusión apasionada, típica de gentes en plena formación.

»…Luego de unas diez o doce horas de viaje en un carro de tercera clase arribamos a la ciudad de Chillán, habiéndonos comido tan sólo los dos huevos duros y el par de sandwiches que nos había regalado doña Hortensia.

»Aquella misma noche “el Negro” conoció a mis familiares, quienes quedaron encantados de la risa fácil del santiaguino, y más aún de las canciones que éste interpretó. Una de esas canciones llamó especialmente la atención de mis padres: se titulaba El huacho José y era una canción triste, melodramática, que contaba las desdichas de un trabajador agrícola que no había conocido a sus padres; no obstante, él se sentía hijo de las aves, de los bosques, etc. Dicha canción se convertiría en una especie de hit durante aquel verano, y puede decirse que le sirvió a Víctor de “carta de presentación” en aquella comarca, y sin duda fue el “ábrete sésamo” para el corazón de las gentes sencillas que conocieron a Víctor.

»Víctor… pronto aprendió a dominar el caballo, y no faltaba el buen amigo que le prestara el suyo.

»Víctor había elegido conscientemente establecer sus relaciones de amistad con los trabajadores de esa comarca y no con los patrones.

»En fin, aquel año, terminadas las vacaciones, regresamos a la Escuela de Teatro en Santiago. La comunidad de nuestro mundo se había ampliado, y por ello mismo nuestras discusiones resultaban vehementes. Y luego la autenticidad folclórica de ésta o aquella canción que había recopilado Víctor, en fin, y nuestros amigos nos concedieron una autoridad desmedida en torno al “conocimiento” que Víctor y yo teníamos del “alma popular”.

»Respecto de las nuevas canciones, efectivamente Víctor había recopilado varias con el propósito de utilizarlas en nuestro dúo musical, pero franca y amigablemente discutimos el problema del dúo y acordamos que éste no continuaría, por la sencilla razón de que a mí no me interesaba. De modo que Víctor continuó ensayando como solista en el cuarto de mi pensión y yo de vez en cuando, a manera de humorada, lo acompañaba en alguna canción».

Las siguientes vacaciones los amigos volvieron a El Carmen. Entonces tuvo lugar aquella conversación tan memorable para Nelson. Cuando la cosecha fue recogida, Víctor ayudó a los hospitalarios dueños a llevar los sacos de trigo a la ciudad. A mitad del camino, junto a la carretera, había un pueblito llamado Quinquina. Allí existía un bochinche donde los viajeros gustaban parar para refrescarse con una jarra de cerveza o un vaso de tinto.

Desde el año anterior los amigos habían pasado por Quinquina un sinfín de veces, pero sólo ahora el Negro, parándose en el umbral dijo:

—¿Sabes, Huaso, que yo nací aquí? Mis padres eran inquilinos en un fundo. Luego, cuando yo tenía cinco años, mis viejos se trasladaron a otra hacienda cerca de Santiago.

Nelson le preguntó extrañado:

—Pero, Negro, ¿cómo no lo habías dicho antes?

—Huaso, cuando uno es pobre de verdad, no le gusta hablar de sus pobrezas. Me duele recordar a mi madre durante estos años, trabajando como una bestia.

Los ojos de Nelson entristecieron y agachó la cabeza. Víctor agregó molesto:

—Ya, huevón, deja esa cara para el escenario.

Y los amigos continuaron el viaje.

En mi carta a Nelson le pregunté: «¿Encontró Víctor la casa donde nació?». He aquí la respuesta: «El lugar que Víctor me señalara como su hogar de infancia sólo mostraba en aquel momento viejos álamos verdes (árboles típicos de la zona), y un valle azul, sí, azul, porque en el verano por aquellos parajes florece la “yerba azul”, que invade los campos y por tanto el paisaje».

Fue una empresa difícil encontrar a quienes recordaran a su padre Manuel Jara y su madre Amanda Martínez. ¡Cuántos infelices inquilinos pasaron por estos parajes!…

Al principio Víctor eludía contar su vida a sus condiscípulos. Un dolor invisible ardía en su alma y no quería compartirlo con nadie. Después de la muerte de la madre la familia de Víctor se deshizo, y él quedó solo y desamparado. No tenía hogar ni donde nació ni donde vivió después. Generalmente Víctor no era de los que gustan hablar de sus penas. Pero de vez en cuando desahogaba su alma en compañía de un amigo. Aquella vez durante las vacaciones tuvo momentos de plena sinceridad que se grabaron para siempre en el alma de Nelson.

Quisiera completar los recuerdos de Nelson Villagra sobre los años de estudio conjunto con Víctor con relatos de los profesores de la Escuela de Teatro. ¿Qué estudiante era Jara?

Isidora Aguirre, conocida autora dramática chilena, laureada del premio nacional, me refirió cómo le presentaron a Víctor la primera vez. Fue después de que aceptara la invitación de impartir el curso «Teatro de Chile». Un día en el pasillo la retuvo Pedro de la Barra, fundador del teatro de la Universidad Chilena, y le dijo en voz baja:

—…Este joven con su carita sonriente es mi alumno Víctor Jara. Será también tu alumno. Tiene mucho talento y es muy pobre. Este muchacho vive en un cuarto de pensión y se incendió la casa donde él vive. Se quemó la ropa, todo, hasta sus libros. Así que tenemos que ayudarlo…

Por regla general, para los exámenes Isidora Aguirre proponía a los estudiantes que preparasen los temas que más les gustasen. Cuando el año docente terminaba, se acercaron a ella, un tanto turbados, Víctor Jara y Nelson Villagra. Isidora ya sabía que después del veraneo en la provincia de Ñuble, los amigos se sentían fuertemente impresionados por el campo. Hasta cuando leían a Esquilo y Eurípedes, los muchachos con una buena dosis de humor comparaban a los personajes de las tragedias con los campesinos a quienes conocieron durante las vacaciones. Estos paralelos eran muy graciosos y rebosaban de turbulenta fantasía. En las obras de los autores antiguos los amigos sabían encontrar réplicas que parafraseaban con arreglo a la vida de los campesinos chilenos. Y cuando Víctor y Nelson leían piezas dramáticas dedicadas al campo chileno, siempre buscaban los prototipos de sus personajes entre los campesinos conocidos de la provincia de Ñuble.

Interrumpiéndose uno a otro y disculpándose, decían a Isidora Aguirre:

—Nosotros vamos a dar el examen con una obra suya que nos gusta mucho… Los tres Pascuales. No crea que nosotros queremos rendir el examen sobre esta obra para que nos ponga buena nota. Es porque nosotros somos campesinos y nos gusta mucho la obra, cuyo contenido es la vida real, si hacemos una comparación…

Isidora Aguirre no se arrepintió de haberles dado su permiso. El examen se convirtió en una enconada discusión con los jóvenes en torno al tema chileno en el arte y los problemas campesinos del país.

—¿Qué nota les puso usted? —pregunté a Isidora.

—No recuerdo exactamente. Yo ponía siete (máximo) en pocas ocasiones. Pero en este caso sacaron bien el examen. Estuvieron muy contentos, yo también. Yo vi que ellos tenían realmente interés por el teatro chileno.

Roberto Parada, célebre actor dramático chileno, antiguo profesor de la Escuela de Teatro, me escribió sobre Víctor-estudiante en una carta:

«Yo podría limitarme a hacer un recuerdo cordial del joven que llegó a nuestra escuela… A mí, campesino de pura cepa, no me fue difícil constatar que el recién llegado era uno de los míos, hijo puro del campo chileno. Moreno, no demasiado alto, pero ancho de espaldas y lleno de fuerzas y de gran simpatía… El mayor recuerdo que tenemos de él es haberlo visto tomar la guitarra en alguna fiesta interna de nuestro grupo y oírlo cantar con su hermosa voz algunas de las viejas canciones tradicionales de nuestra zona central de Chile.

»Ese campesino que llegaba a una Escuela universitaria de Arte habría de recorrer todo el camino de conocimiento partiendo casi del cero; pero su afán de estudio y su capacidad de trabajo lo hicieron superar todas sus deficiencias iniciales. Paso a paso cumplió las múltiples exigencias de la Escuela y a poco andar se distinguió en la especialidad que había de tomar: dirección teatral. Así empezó su carrera gloriosa de cantor y creador que hoy el mundo entero admira. Estuvimos presentes en sus principios y lo recordamos con devoción y con cariño…».

Una grabación de magnetófono conserva el relato de Víctor sobre cómo decidió ingresar en la Juventud Comunista:

«Cuando yo estudiaba en el teatro fui a una concentración… una manifestación en la calle y escuché el discurso. Era un dirigente trabajador. Hablaba de Lenin y yo quedé con mucha inquietud. Unos días después pasé por un lugar donde decía “La Juventud Comunista”. Vi una foto grande de un rostro y decía Lenin. Y yo hacía preguntas. Y me dijeron que si tenía un interés, que ingresara a una célula e ingresé en la Juventud Comunista de Chile».

Jara se siente impulsado por los tempestuosos acontecimientos que atravesaba el país. En aquel entonces en el campo de concentración de Pisagua al norte de Chile se encontraban presos destacados comunistas y líderes sindicales. Como escribiera Pablo Neruda, vivían en el «calcáreo infierno por defender la dignidad del hombre». Este lugar, abandonado de Dios y de los hombres después del boom salitrero, era peor que un presidio. Pisagua estaba enclavada entre montes intransitables, el árido desierto y el Pacífico infinito. Sobre la cabeza brillaba el tórrido cielo sin una nubecilla y por la tierra soplaban abrasadores torbellinos de arena. Los presos se sentían enterrados en vida.

Ante la presión de los trabajadores el gobierno se vio obligado a cerrar el campo de concentración de Pisagua. Y en agosto de 1958 fue abolida la ley de defensa de la democracia, que el pueblo llamaba «ley maldita». Después de diez años de persecuciones y represalias el Partido Comunista conquistó el derecho a la actividad legal.

El Frente de Acción Popular —cuyo núcleo lo componían comunistas y socialistas— proclamó a Salvador Allende su candidato a la presidencia. La situación en el país cambió bruscamente. En las elecciones de setiembre de 1958 Salvador Allende se convirtió en un temible rival de los pretendientes burgueses. Estuvo a punto de salir elegido. Jorge Alessandri, candidato de la reacción, le sacó sólo 30 000 votos de ventaja. Los resultados de estos comicios presagiaban el futuro triunfo popular.

En el ambiente acalorado de las manifestaciones y los mítines callejeros sonaba la canción popular. Víctor Jara se sentía cada vez más atraído por ella. La célebre folclorista Violeta Parra abría a la canción popular el camino hacia el gran auditorio. No cesaban discusiones en torno a su nombre. Víctor escuchaba embelesado las melodías de Violeta. Violeta Parra ejerció gran influencia sobre el principiante cantor y pronto llegaron a ser amigos. Víctor recordaba con ternura a Violeta, su maestra espiritual en el arte. Cuando rasgueaba las cuerdas, repetía con frecuencia esta frase de Violeta: «Mi guitarra trabajadora».