LA CANCIÓN FUSILADA

Vine a vivir en este mundo…

Pablo Neruda

En setiembre, después del invierno brumoso y húmedo, a Santiago llega la primavera. El cielo sobre las cumbres nevadas de los Andes, al pie de los cuales se extiende la ciudad, se torna profundo y de un azul deslumbrante. Florece la mimosa. En el follaje fresco del cerezo llamean flores roji-rosadas. En los melocotoneros se abren las blancas inflorescencias como perlas, exhalando un suave aroma.

Pero en setiembre de 1973 en el aire primaveral de Santiago olía a quemado. En las calles ardían hogueras de libros. Con indiferencia de vándalos los nuevos fascistas que jamás leyeron las obras de los grandes pensadores, les prendían fuego. Las cenizas sobrevolaban la ciudad, subiendo a lo alto y posándose luego sobre el fresco verdor de los jardines y parques. Chamuscado por el torbellino de fuego se erguía el Palacio de la Moneda con las paredes carbonizadas y huecos negros en vez de ventanas, mudo testigo de la muerte del presidente Salvador Allende.

… Hacía ya una semana que la junta fascista de Pinochet usurpaba el poder en Chile. Mi carnet de corresponsal de la Televisión y Radio Soviéticas, acreditado ante el Gobierno de la Unidad Popular, ya no era válido. Pero yo permanecía en Santiago. Cuando oscurecía, desde la ventana del apartamento oía el pesado paso de las botas de los soldados, sordas ráfagas de ametralladoras.

Se prohíbe salir a la calle desde el anochecer: se ha implantado el toque de queda. Para estar al tanto de lo que ocurre, miro la televisión. Por todos los canales —y todos están controlados por la junta militar— se transmiten las «hazañas» de los putchistas con el fin de amedrentar a la gente. En la pantalla se ve una redada en la calle, otra en la estación ferroviaria, otra en un barrio obrero, a cual más brutal. Los soldados irrumpen a bayonetas caladas en una fábrica, obligan a los obreros a tenderse en el suelo con manos en la nuca. Al que se mueve le pegan un culatazo. Mozarrones en uniforme verde olivo y casco, obedientes como autómatas, con el pulgar puesto en el disparador, meten a los detenidos en las furgonetas. Se llevan a los desdichados a no se sabe donde. Y alternando estas siniestras escenas suena insoportable la clara melodía del himno chileno:

Puro Chile es tu cielo azulado…

La junta ordenó transmitir el himno a cada rato «para educar a la gente en el espíritu nacional». Una disposición oficial prohibía la palabra «compañero». Pinochet comenzó uno de sus discursos con las siguientes palabras: «Señores obreros…».

… El noticiero iba a concluir cuando el locutor leyó una breve información que hizo el efecto de una bomba: «Murió el conocido cantante folclórico Víctor Jara…». Era mentira. Los fascistas habían asesinado al artista. En la foto que en este momento apareció en la pantalla del televisor Víctor aparentaba ser más joven de sus 35 años. Víctor miraba desde la pantalla, lleno de vida: tupidos cabellos negros, rostro varonil, ojos claros muy abiertos que irradiaban generosidad. Portaba un poncho gris bordeado de rayas oscura y blanca. Y de nuevo con un dolor agudo atravesaron mi corazón las palabras del himno nacional, concluyendo el programa:

Puro Chile es tu cielo azulado…

Era horrible imaginar que Víctor ya no existía. Acudieron a mi memoria, una tras otra, escenas de mis encuentros con el cantante. ¿Cuándo lo vi por última vez?

… Fue en la plaza Bulnes. Sobre el mar humano que llenaba la plaza ondeaban banderas rojas y pancartas. Por tradición, los mítines de la Unidad Popular empezaban con actuaciones de populares cantantes y conjuntos. Y casi en cada concierto participaba Jara, cantando para un auditorio inmenso. Así fue también esta vez.

Víctor subió fácilmente al improvisado escenario: una alta plataforma sobre ruedas al lado de la tribuna. Se quitó el grueso y oscuro poncho, lo plegó y lo puso al borde del escenario. Esbelto, en pullóver fino muy ajustado a la figura, se acercó con paso lento al micrófono, afinando la guitarra.

Estaba tan cerca del escenario que veía el vivo brillo de los radiantes ojos negros de Víctor. Una clara sonrisa iluminaba su rostro moreno. Así sonríen los hombres de alma generosa. Se movía con mucha naturalidad ante miles de personas.

Víctor recorrió con la mirada la plaza y, sin esperar a que cesara el rumor, empezó a cantar. La hermosa voz se extendió sobre la enorme masa humana. Sus dedos rasgueaban ligeros las cuerdas. Cuando inclinaba la cabeza sobre la guitarra, un mechón de pelo ondulado le caía en la frente. A veces dejaba de tocar y extendía los brazos hacia el público como invitándolo: «¡Todos juntos! ¡Canten conmigo!». Y la plaza entera cantaba con su favorito: los albañiles con sus cascos, los jóvenes comunistas de uniforme carmesí, las mujeres con los niños en brazos, los campesinos de los pueblos aledaños con sus aludos sombreros…

De repente Víctor interrumpió la canción, alzó la mano y en seguida la bajó pasando los dedos por las cuerdas de la guitarra: saltaron al aire las notas del himno de la Unidad Popular. Víctor empezó a cantar Venceremos, volviéndose hacia donde la multitud se abría, formando un corredor vivo. Por allí se acercaba un hombre muy conocido de todos: las canas cubrían generosamente su cabeza, pero su andar era ligero y enérgico como el de un joven. Era Don Chicho, así llamaban cariñosamente los chilenos al presidente Salvador Allende. Por primera vez en la historia de Chile, se dirigían al jefe del Estado diciéndole «compañero» y no «señor». Allende repetía con orgullo: «Soy el compañero presidente de los que viven de su trabajo». Al ver a Allende la multitud entonó con unánime impulso el himno de la Unidad Popular. Miles de voces se fundieron en potente coro.

El operador de la radio tras el pupitre móvil, apretando los auriculares, movía la cabeza al son de la canción. El mitin se transmitía en directo por la cadena de las emisoras progresistas del país.

Al subir a la tribuna, Salvador Allende alzó los brazos saludando. En la plaza se hizo el silencio. El presidente inició su discurso con las palabras que solía dirigir a las grandes concentraciones: «¡Trabajadores! ¡Pueblo de Chile!…».

Víctor ya estaba en la plaza, en medio del gentío, escuchando al compañero presidente.

Cuando Salvador Allende concluyó su discurso, me acerqué al cantante, a quien conocía desde hacía tiempo.

—Víctor, acaba de llegar de Moscú un camarógrafo para trabajar en Chile. Queremos filmar un programa especial dedicado a la Nueva Canción Chilena para la Televisión Soviética. ¿Podemos contar con tu ayuda?

—A fines de setiembre posiblemente me vaya al Norte. Con un grupo folclórico. Les invito a acompañarnos. Va a tener una posibilidad magnífica de escuchar cómo canta el pueblo en la pampa salitrera, cuna del movimiento obrero de nuestro país…

A fines de setiembre Víctor ya no vivía. Las canciones también tienen verdugos.

Pero ¿cómo y dónde asesinaron a Víctor Jara? Una información escasa y fragmentaria me llegó justamente antes de partir de Santiago; me lo contaron mis amigos que presenciaron el funeral del gran chileno Pablo Neruda, cuyo corazón dejó de latir, destrozado por los sufrimientos que se abatieron sobre su Patria. Asistió también Joan, viuda de Jara. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y la voz trémula. Joan contó que le ayudaron a rescatar a Víctor entre numerosos cuerpos en la morgue de la ciudad. Tenía el pecho acribillado a balazos y las manos destrozadas. En el hombro un papel pegado con esparachapo: «Cadáver de un desconocido. Recogido en la calle». Joan no tuvo tiempo y no pudo anunciar ampliamente el funeral de Víctor. Aquel mismo día lo enterró en el cementerio al lado de la morgue. Sólo dos hombres siguieron con Joan el féretro de Víctor: un viejo amigo de la familia y un nuevo conocido —joven comunista—, el que le dijo que el cuerpo de su esposo se encontraba en la morgue. Entonces ella no dijo a sus hijas Amanda y Manuela que su padre había muerto. La información oficial sobre la muerte de Jara la dieron por la televisión cuando ya estaba sepultado.

Pero la junta no pudo prohibir a los chilenos que acudieran con su gran y solemne dolor a acompañar a su última morada a Pablo Neruda. Aunque el sangriento golpe tenía atemorizada a la gente, ya se les había pasado el estupor y centenares de chilenos salieron a la calle.

La escena que presencié entonces por la televisión de Santiago se me clavó para siempre en la retina: el cortejo fúnebre se movía silenciosamente entre las filas de bayonetas y metralletas aprestadas. La gente iba hacia el Cementerio General, donde yacían los restos mortales de Víctor Jara. Lo que mostraron por la televisión fueron fragmentos de filmaciones sin sonido. Vi los ojos arrasados de lágrimas de mujeres y hombres, todos en silencio. Pero al día siguiente supe que la gente no estuvo callada. La censura de la junta no podía permitir que todo el país oyera desde la pantalla: «Compañero Pablo Neruda: ¡presente! Compañero Salvador Allende: ¡presente! Compañero Víctor Jara: ¡presente!». Tampoco permitieron que se oyera por la televisión los acordes atronadores de La Internacional, coreada a voz en cuello por la multitud dolorida en los momentos de su despedida del gran poeta. Más tarde, cuando regresé de Chile, vi las secuencias del funeral de Neruda, pero ya con el sonido grabado, hechas por los camarógrafos occidentales y volví a vivir momentos de emoción, tal vez más grande que entonces en Santiago.

Poco después Matilde, la viuda del poeta, trasladó el féretro con los restos de Pablo Neruda a otro pabellón, como en los cementerios chilenos llaman a una maciza pared de nichos. El destino quiso que el poeta de 69 años y el cantante de 35 fueran sepultados en el mismo pabellón.

Pasará el tiempo y en México encontraré a un hombre que pasó con Jara los tres últimos días de la vida del cantante. Lograré encontrar a otros chilenos que vieron al artista preso. Pero eso fue más tarde y entonces lo único que se supo fue que a Víctor lo fusilaron en aquel mismo Estadio Nacional donde cuatro años antes viviera su hora estelar: el triunfo en el Festival de la Nueva Canción Chilena. En setiembre de 1973 la junta convirtió el estadio en un campo de concentración.

Víctor tenía sólo 35 años. Ahora nos mira desde sus retratos y fotos, eternamente joven.

Talento innato surgido del pueblo, en Víctor coincidía felizmente el don de compositor, poeta y cantante. Fue uno de los más brillantes exponentes del movimiento de la Nueva Canción Chilena, integrado por la pléyade de magníficos cantantes y músicos, que convirtieron la canción de aguda temática social en instrumento de lucha política. Víctor Jara y sus correligionarios fueron portavoces de las aspiraciones del pueblo chileno en uno de los más interesantes y dramáticos períodos de su historia. El movimiento de la Nueva Canción Chilena formaba parte de la lucha popular.

A Víctor Jara lo llamaban «la voz cantante de la revolución chilena». Hoy se conoce y se venera su nombre en distintos países. Víctor no tuvo tiempo de realizar muchos de sus planes. Pero sería más justo decir: ¡cuánto hizo para el arte chileno durante su corta vida! Porque el artista dejó a su pueblo no sólo hermosas canciones: era un destacado director teatral. Los espectáculos puestos en escena por Jara enriquecieron el repertorio del teatro chileno, contribuyeron a desarrollar el arte escénico del país.

Estoy profundamente agradecido al destino por haberme brindado la feliz ocasión de conocer a este extraordinario y magnífico cantante chileno.

Cuando hablaba amistosamente con Víctor y escuchaba sus canciones yo sabía que tarde o temprano escribiría sobre «el cantor de las barricadas de Chile». Pero no podía suponer que lo haría después de su muerte…

No fue fácil el camino hacia este libro. Cuando regresé de Chile a mi patria, volví a leer mis apuntes de periodista, recortes de periódicos y revistas. Por enésima vez escuché los discos y grabaciones de mis conversaciones con el cantante. ¡Cuántas cosas nos hacen revivir la música, la canción, la voz emocionada!… Pero eso no bastaba: llegué a Chile después del triunfo del poder democrático y conocí a Víctor sólo los dos últimos años de su vida.

Entonces emprendí las búsquedas. Buscaba a los testigos oculares, amigos y correligionarios del cantante exiliados de Chile. El destino los diseminó por toda la geografía mundial. Estuve en Argentina, en México, en Cuba, donde viven no pocos chilenos, íntimos amigos de Víctor. Además Jara visitó esos países dando conciertos. Allí lo recuerdan y lo aman.

Encontré a artistas chilenos emigrados en Francia, Suecia, Checoslovaquia, RDA, Cuba y les escribí cartas. Me contestaron contando sus memorias sobre el amigo.

Logré mantener correspondencia con Joan, viuda del cantante, que después del golpe en Chile emigró con sus hijas Amanda y Manuela a Londres.

Muchas cosas interesantes me contaron quienes tuvieron la suerte de conocer a Jara en la Unión Soviética.

Pasaron años antes de reunir, grano a grano, copioso material sobre Víctor. Así nació este libro.

Naturalmente, no logré describir todas las páginas de la vida y la obra de Jara con igual plenitud y no era ese mi propósito. Simplemente quería hablarles de Víctor tal como lo vi y conocí y cómo lo recuerdan sus amigos y correligionarios.