Ven, amigo.
lucha conmigo…
Pablo Neruda
El 10 de setiembre de 1973 recibí una invitación para la exposición «Por la vida. Contra el fascismo», que debía inaugurarse al día siguiente en la Universidad Técnica. Allí tenía que intervenir Salvador Allende e iba a cantar Víctor Jara.
La víspera vi el enorme afiche de la exposición. Una madre amamantaba a su criatura y la sombra de ambos estaba bañada en sangre. Era un llamamiento silencioso, pero muy expresivo, a defender la vida contra el fascismo. Víctor se proponía organizar un viaje de propaganda por el país para alertar al pueblo. La exposición antifascista de la Universidad Técnica tenía que marcar el comienzo de esta acción.
Pero el 11 de setiembre la exposición no se inauguró. Salvador Allende hizo aquel día su último llamamiento al pueblo y no en el Foro Griego de la Universidad, sino en el palacio de La Moneda, rodeado por los putchistas.
Los putchistas se apoderaron de todas las fuerzas armadas. Después de la dimisión forzosa de los generales, correligionarios de Carlos Prats, que encabezaban el ejército de tierra, fueron destituidos de sus cargos el almirante Raúl Montero, comandante de la Marina de Guerra, y José María Sepúlveda, director general del cuerpo de carabineros, que no quería sumarse a los putchistas. En las fuerzas armadas se efectuó una limpia de arriba abajo. Los fascistas lograron convertir a muchos oficiales en ciegos instrumentos del complot, convenciéndolos en la necesidad de oponerse a la amenaza de exterminio de los cuadros de mando que, como ellos afirmaban, tramaba la Unidad Popular.
El nuevo comandante en jefe, general Pinochet, que en vísperas había jurado fidelidad al presidente Allende, encabezó el golpe. Fascista encubierto con la máscara de constitucionalista, Pinochet dio orden de asediar el palacio de La Moneda.
En estas condiciones Allende no se creyó con derecho a llamar al pueblo inerme a la lucha. Quería evitar un derramamiento inútil de sangre, pero decidió aceptar desigual combate en La Moneda. Sabía que con un puñado de los defensores del palacio no podría alcanzar la victoria militar. Pero el presidente estaba convencido de que el combate que libraría defendiendo el mandato del pueblo, sería una victoria moral y política de la Unidad Popular. No quería ver derrotada la bandera de la revolución, sino dejarla bien alta. El mandatario del pueblo prefirió morir arma en mano antes que capitular frente a los putchistas, estaba seguro que su muerte no sería estéril.
Jamás olvidaré la firmeza con que hablaba Allende por los micrófonos de la emisora comunista Magallanes. Su voz sonaba sobre el estruendo de las explosiones:
—Ante los hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.
Hice girar la manecilla de la radio portátil. Después de los ataques aéreos las emisoras democráticas fueron callando una tras otra. Pero Magallanes seguía resistiendo. Los putchistas no pudieron interrumpir el último discurso de Salvador Allende. Luego escuché la voz familiar del locutor, que dijo: «En cualquier momento nos pueden interrumpir, pero seguiremos aquí hasta el final». En medio de los cañonazos salió al aire la canción de Sergio Ortega El pueblo unido, interpretada por Quilapayún. Los que se encontraban en la emisora corearon el estribillo:
Y ahora el pueblo
que se alza en la lucha
con voz de gigante
gritando: ¡adelante!
¡El pueblo unido
jamás será vencido!
Quienes estaban junto al micrófono sabían que los enemigos abrirían fuego contra ellos. Mi radio emitió un chasquido y una detonación ahogó las voces de los cantantes.
Traté en vano de comunicar por teléfono con Radio Magallanes cuando cesó de transmitir. Mientras tanto, en el centro de Santiago se levantaba una nube de humo. Los aviones de los putchistas estaban bombardeando el palacio presidencial.
Víctor estuvo en la Universidad, pero no cantó desde el escenario, paseaba con la guitarra entre los estudiantes tratando de animarlos. En torno al edificio el aire se estremecía de las ráfagas de ametralladora.
Ahora voy a ceder la palabra a los testigos de los últimos días de Víctor Jara. El día del golpe lo vio Cecilia Coll, dirigente de la sección artística del Departamento de cultura e información de la Universidad Técnica. La entrevisté en Moscú.
Cecilia Coll: «Víctor alcanzó a llegar a la Universidad cuando los militares golpistas ocupaban las posiciones claves en la capital. Pero la situación todavía era confusa. Víctor pasó por mi oficina y preguntó:
»—¿Qué hacemos?
»—Vamos a esperar.
»—¿Qué debo hacer?
»—Quedarte aquí. Animar con tus canciones a los estudiantes, académicos y trabajadores.
»En espera del posible ataque fue decidido: trasladar a los estudiantes y otros trabajadores de la Universidad a la Escuela de Artes y Oficios. Era un edificio con paredes más resistentes.
»Como si fuera ahora veo el rostro de Víctor: llama por teléfono de mi oficina a su esposa Joan.
»—Debo quedarme aquí un tiempo. No os preocupéis. Esperad. Volveré sin falta.
»Víctor siempre fue un hombre del deber. Y lo siguió siendo en esta peligrosa situación.
»Después sufrí mucho por su muerte. Me sentí de algún modo culpable ante él. No podía perdonarme el no haberlo mandado entonces a su casa. Debí hacerlo. Aunque más tarde los soldados ya emplazaban ametralladoras pesadas en los techos de los edificios cerca de la Universidad, pero hasta el toque de queda todavía era posible salir. Sin embargo, yo pensaba: en la calle lo pueden identificar y matar…».
Por la noche la Universidad fue rodeada por soldados en carros blindados. Toda la noche estuvieron preparándose para el ataque como si tuvieran delante una fortaleza militar. Después del intenso cañoneo, los soldados irrumpieron en el edificio y emprendieron a culatazos con los estudiantes. El camarógrafo Hugo Araya, que había venido a filmar la inauguración de la exposición, se situó con su cámara frente a los «vencedores» triunfantes. Y casi al instante un balazo lo mató A Víctor junto con otros estudiantes lo obligaron a tenderse en el suelo boca abajo.
—Al que se mueva le vuelo la cabeza —gritaban los oficiales.
Durante varias horas los soldados pisoteaban con sus botas a la gente tendida, sin dejar que se levantasen hasta que llegó la orden de trasladar a los «prisioneros» de la Universidad Técnica al Estadio Chile que, al igual que el Nacional, recibía a los primeros cautivos.
… Poco después del golpe contrarrevolucionario fascista en Chile la prensa del mundo entero publicó la última foto de Salvador Allende. En esta secuencia histórica el «compañero presidente» en el palacio cercado por los putchistas parece un soldado ante el combate, la cabeza tocada con un casco y empuñando la metralleta en la diestra. El rostro del presidente, al igual que los de los valientes defensores de La Moneda que lo acompañan, tiene una grave expresión. Salvador Allende murió en su puesto, con las armas en la mano.
Me interesé por el hombre que aparecía en la foto al lado de Allende. Conversando con los chilenos me enteré que se trataba del médico particular de Salvador Allende, un tal Danilo Bartulín (nieto de emigrados yugoslavos, de donde proviene su nombre y apellido eslavos). El 11 de setiembre de 1973 Bartulín fue testigo de las últimas horas de vida del presidente en el edificio de La Moneda, presa de las llamas.
Por inverosímil que parezca, Danilo se salvó por milagro y emigró de Chile. Me entrevisté con él en México, donde estuve en 1976 por artes del periodismo. Danilo Bartulín me habló del último combate del «compañero presidente». La conversación ya concluía cuando supe una noticia inesperada. Danilo Bartulín pasó junto con Víctor Jara los últimos días de vida del cantante en el Estadio Chile.
La entrevista terminó ya entrada la noche. Danilo hablaba pausadamente, con esfuerzo. Lo escuchaba sintiendo que un dolor inextinguible me oprimía el corazón. Reproduzco el relato de Danilo Bartulín grabado en magnetófono.
«Cuando me detuvieron, me llevaron al Estadio Chile. Fue por la tarde del 12 de setiembre. Allí ya había muchos prisioneros. Junto con otros presos nos ordenaron ponernos en fila con las manos en la nuca. De repente un oficial me reconoció:
»—Es el médico de Salvador Allende.
»El comandante Manrique, un fascista empedernido, se acercó a mí, desabrochó la funda, sacó la pistola y apuntándome a la cabeza, dijo:
»—Ha llegado tu hora.
»Y dirigiéndose a los soldados, ordenó:
»—Sepárenlo de los demás y déjenmelo a mí.
»Me apartaron del grupo y me dieron un empujón que me tiró por tierra. Vi a un grupo de jóvenes que los soldados iban arreando, apuntándolos con metralletas. Al comandante le dijeron:
»—Son de la Universidad Técnica.
»Los pusieron en fila también. Manrique recorrió la fila y señaló con el dedo a un preso:
»—A ése me lo dejan a mí también.
»No quería dar crédito a mis ojos. Se trataba de Víctor Jara. Varios soldados se animaron: “Aquí está el cantante Jara…”. Pero el oficial les cortó:
»—Este señor quiere pasar por otro. Es un líder extremista.
»Esa calificación era suficiente para justificar el asesinato.
»Poco después a Víctor y a mí nos separaron de otros prisioneros y nos metieron en un pasillo frío. Estuvieron pegándonos desde las siete de la tarde hasta las tres de la madrugada. Nos encontrábamos tumbados en el suelo sin poder movernos. Estábamos aislados de otros presos políticos. A eso de las tres de la madrugada vino un teniente que me invitó a sentarme. Empezó a preguntarme sobre Allende y me tendió un cigarrillo. Fumé. Mientras tanto, Víctor seguía tendido en el suelo. Le entregué la mitad del cigarrillo, puesto que el teniente no quiso dar otro a Víctor.
»Casi tres días estuvimos juntos Víctor y yo en el Estadio Chile. A nosotros casi no nos daban de comer. Engañábamos el hambre con agua. Víctor tenía la cara llena de cardenales y un ojo cerrado por la hinchazón.
»Conversamos mucho en ese tiempo, Víctor me habló de su familia, de su mujer y sus hijas a quienes quería mucho, de sus espectáculos en el teatro y de las nuevas canciones que soñaba hacer… En el mismo estadio donde nos tenían presos, a Víctor le habían aplaudido cuando ganó el concurso de la Nueva Canción Chilena en el festival.
»Víctor se mostraba pesimista respecto a su destino. Pensaba que no saldría de allí. Traté de animarlo. Aunque presentía su próxima muerte, seguía siendo el de siempre. Se portaba con valor, con dignidad, no pedía gracia a sus torturadores…».
Aquí interrumpo la grabación de mi conversación con Danilo Bartulín para completarla con los testimonios de otros ex-prisioneros del Estadio Chile, a quienes también entrevisté.
Rolando Carrasco, ex-director de la radio sindical Luis Emilio Recabarren:
«Dos veces vi a Víctor en el Estadio Chile. Fueron unos encuentros breves. El 13 o 14 de setiembre, por lo visto, por la mañana, pasé cerca del pasillo donde tenían a prisioneros aislados. Allí estaba Víctor Jara, sentado en una silla de madera, extenuado, con rastros de azotes en la frente y las mejillas. Se sonrió al verme. Nos saludamos. Al día siguiente pasé de nuevo por allí y otra vez nuestras miradas se cruzaron. Nos saludamos. Al igual que el día anterior, su rostro se iluminó con una sonrisa que me reconfortó el alma. ¡Llevaba ya tanto tiempo en este maldito pasillo! De vez en cuando los guardias venían por él y se lo llevaban a no sé donde.
»Ahora era difícil imaginar que todavía el 10 de setiembre estuviéramos bromeando alegremente en la emisora. En los estudios Víctor y yo escuchamos la grabación de su nueva canción Marcha de los constructores. El disco tenía que salir pronto. Jara quería que la emisora de la Central Única de Trabajadores fuera la primera en transmitir esta marcha, compuesta a petición de los obreros de la construcción. El 11 de setiembre nuestra emisora fue saqueada por los golpistas por negarse a obedecer a la junta fascista. Al ver a Jara en el estadio, pensé con amargura que seguramente aquella última grabación de Víctor habría sido destruida y el disco no saldría… Víctor estaba reservado y callado, mientras que en mi memoria sonaba la voz del cantante…».
A veces los verdugos dejaban en paz a Víctor Jara y Danilo Bartulín, porque tenían demasiado «trabajo» en el estadio. Después de torturarlo, parecía que se habían olvidado del artista. Fue el propio Víctor que pasó o casualmente lo enviaron con otros prisioneros. He aquí lo que me contó Carlos Orellana, ex-colaborador del Departamento de cultura e información de la Universidad Técnica, que fue detenido junto con Jara:
«Por dentro el Estadio cubierto Chile estaba iluminado constantemente por los reflectores y no tardamos en perder la noción del día y la noche. Víctor estuvo algún tiempo con nosotros, pero no recuerdo cuando lo sacaron de nuestro grupo. No sé si fue al día siguiente o al tercero de nuestra estancia allí.
»Normalmente en el estadio anunciaban por los altavoces el apellido del prisionero ordenándole presentarse en tal o cual lugar. Pero a Jara lo vino a buscar un soldado. En este momento Víctor estaba sentado entre Borís Navia, jurista de la Universidad, y yo. El soldado se acercó silenciosamente y sin pronunciar una palabra tocó el hombro de Víctor haciéndole señas para que lo siguiera. Tanto yo, como otros prisioneros teníamos la impresión de que los militares no querían decir en voz alta que a Jara se lo llevaban a alguna parte… Cuando el cantante se levantó —seguramente, no pensaba volver sano y salvo— tuvo tiempo de sacar del bolsillo una hoja arrugada de papel y se la dio furtivamente a Borís Navia. Era el poema Estadio Chile, compuesto por Víctor.
»Más tarde, ya en el Estadio Nacional durante los primeros interrogatorios, entre las cosas de Borís Navia, encontraron este papel con el poema. Lo escondía en un calcetín. El poema denunciaba el fascismo y la dictadura. Los militares creyeron que su autor era Borís y lo apalearon sin piedad. Le quitaron el poema. Pero con ayuda de los compañeros Borís pudo hacer varias copias a mano del poema. Una de las copias fue a parar a manos de Ernesto Araneda, destacado comunista y ex-senador, que también estaba preso. No sé cómo logró salvar el poema y enviarlo fuera. Después de la muerte del cantante el partido editó en la clandestinidad este poema, que fue rápidamente divulgado y se hizo famoso…
»Por última vez vi a Víctor en el Estadio Chile unas horas después de que se lo llevara el soldado. Hubo momento cuando se podía moverse más o menos libre por las graderías. Se me acercó un estudiante de la Universidad. Había visto a Víctor en un pasillo y en algún momento Víctor le insinuó que quería hablar conmigo. Cuando me acerqué al pasillo, Jara pidió al guardia que lo acompañara al baño. Me dirigí allá también. Allí pudimos intercambiar varias frases. Por el rostro ensangrentado de Víctor comprendí que lo torturaban cruelmente. Pero no me llamó para quejarse o pedir algo para él personalmente. A Víctor le pareció sospechoso un “prisionero”, también de la Universidad Técnica que deambulaba por el estadio sin temor, charlaba y hasta bromeaba con los militares. Todo eso parecía muy extraño. Víctor pensó —y tenía razón— que se trataba de un soplón, infiltrado expresamente. Jara creía su deber advertirnos a nosotros, profesores, colaboradores y estudiantes de la Universidad Técnica. En aquellas terribles condiciones Víctor pensaba en sus compañeros. Después de este encuentro no lo volví a ver…».
Mas volvamos a la grabación de mi entrevista con Danilo Bartulín.
«El estadio, que daba cabida a cinco mil personas, estaba repleto. Para dominar a los prisioneros, por la noche los cegaban con potentes reflectores. Ametralladoras pesadas sobre trípodes apuntaban a las graderías llenas de gente para amedrentar a los prisioneros.
»Pronto empezaron a trasladar urgentemente a los prisioneros al Estadio Nacional donde a los militares les era más fácil controlar la situación. En el último grupo formado para ir al Nacional estábamos Víctor y yo. En total éramos unas cincuenta personas. De pronto apareció el comandante Manrique, recorrió la fila y ordenó a salir a Víctor Jara, Litre Quiroga, conocido jurista y comunista, y a mí.
»—Llévenlos abajo —dijo.
»Yo sabía que “abajo” nos esperaba la muerte. Allí tenían habilitada una cámara, en lo que había sido guardarropía y varios baños. Muchos de nuestros compañeros fueron llevados allí, pero nadie volvió. Una vez me condujeron al interrogatorio y, al pasar, vi un montón de cadáveres, de cuerpos masacrados y desmembrados. Luego sacaban los cadáveres en camiones y los dejaban tirados en la calle.
»“Abajo” nos metieron a Víctor y a mí en un mismo baño. En el baño vecino estaba Litre Quiroga. Víctor y yo comprendimos que no teníamos salvación: éramos los últimos prisioneros del Estadio Chile. Pero inesperadamente se dio la orden que yo saliera. Víctor y yo nos despedimos en silencio, con una sola mirada. Me llevaron a un camión blindado con el motor en marcha, me metieron dentro y cerraron la puerta. El camión estaba lleno de prisioneros. Así fui a parar al Estadio Nacional. Sólo estando allí comprendí por qué no me habían dejado con Víctor en la cámara de condenados a muerte. Al verme entre los recién llegados, un coronel de carabineros dijo:
»—Es él. Tiene que decirnos todo lo que sepa de Allende.
»Empezaron constantes interrogatorios y torturas. Quierían que hiciera ciertas “confesiones” para desacreditar la vida y la personalidad del presidente popular. Tres veces me hicieron pasar por simulacros de fusilamiento…
»Luego supe que el cuerpo de Víctor había sido descubierto cerca del cementerio Metropolitano y el cadáver de Litre Quiroga, en una calle de Santiago. Naturalmente, los militares mataron aquella misma noche a los dos prisioneros que quedaban en el Estadio Chile y luego arrojaron sus cuerpos en la ciudad para que pareciera que habían muerto en un tiroteo callejero…».
Danilo Bartulín concluyó su relato y recordé que estando todavía yo en Santiago los secuaces de la junta divulgaron la versión de que el cantante había atacado con metralleta a una patrulla militar y ésta, defendiéndose, lo mató.
Pero la única arma de Víctor era la guitarra. A Danilo Bartulín lo torturaron para sonsacarle los datos secretos que podía saber el médico particular del presidente. Pero ¿qué «secretos» podía saber el cantante?… A Víctor lo torturaron y asesinaron porque odiaban sus canciones. ¿Fue una orden que partió desde arriba o una decisión de los militares que juzgaban y masacraban en el Estadio Chile?
Tal vez el tiempo responda a estas preguntas y mencione por sus nombres a los asesinos.
Los primeros meses que siguieron al golpe, en Chile y en el extranjero circularon distintas versiones acerca de las circunstancias de la muerte del cantante. La más divulgada fue la siguiente: Víctor, extenuado por las torturas y el hambre, juntó sus últimas fuerzas y lanzó un desafío a sus verdugos, cuando comprendió que la muerte era inevitable. Cantó ante los prisioneros que llenaban las graderías del estadio. Según una versión, cantó el himno de la Unidad Popular Venceremos, según otra, fue su propia canción El hombre es un creador, la tercera dice que se trataba de La Internacional.
La trágica muerte del artista a los 35 años, en las mazmorras fascistas, no sólo estremeció el mundo, sino engendró leyendas. La gente quería saber más detalles sobre el cantante de las «barricadas rojas de Chile», quería conocer cómo murió. Pero los primeros meses y hasta años después del golpe no había fuentes fidedignas en que apoyarse. No había testigos oculares de la muerte del cantante. Mientras tanto, la junta borraba las huellas de sus crímenes. Y quienes lograron salir de Chile, basaban sus relatos acerca de los últimos días y horas de Jara en los rumores populares. Era muy difícil distinguir dónde terminaba la verdad y empezaba la leyenda. El nombre de Víctor lo envolvían mitos superfluos. Ya de por sí, sin esas leyendas, la breve vida de Víctor Jara dejó una estela inconfundible en el arte chileno, en la historia de la lucha de los chilenos por una vida nueva. Con su muerte el cantante confirmó su profunda fidelidad a la causa del pueblo.
Pasaron los años, muchos presos políticos salieron en libertad y emigraron. No recuerdan que Víctor Jara cantara ante los prisioneros en las graderías. Tampoco confirmaron este episodio Danilo Bartulín, Rolando Carrasco y Carlos Orellana, quienes pasaron por el infierno del estadio convertido en campo de concentración. Rolando Carrasco me dijo: «El ambiente en el Estadio Chile impedía el canto. Tal desafío habría provocado a los militares a una masacre como si se hubiera tratado de un motín».
Según cuentan los testigos, la actitud de Víctor Jara en el Estadio Chile fue moderada, serena y, al propio tiempo, valiente. Así, de los hechos y sucesos reales surge la verdad, sencilla, pero no menos fuerte que la leyenda.
Mientras trabajé en el libro, establecí contacto con el cantante chileno Osvaldo Rodríguez, que vivía en Checoslovaquia. Cuando Víctor Jara salía de gira al extranjero, Osvaldo Rodríguez lo sustituía en la peña «Los Parra». Es interesante el fragmento de una carta que me envió Osvaldo:
«En París, en 1974, me llamó Helvio Soto, cineasta chileno, quería que yo hiciese el papel de Víctor Jara en una película que preparaba y que se llamaría más tarde Llueve sobre Santiago. No pude cumplir con su pedido, en aquellos primeros años de exilio costaba muchísimo trasladarse de un país a otro. Pasó un año y en una de mis pasadas por París volví a encontrar a Helvio, se trataba entonces de doblar la voz de Víctor en el filme, no había chileno que lo hiciera. Entonces sí que pude ayudarle y allí quedó grabada mi voz cantando Venceremos en esa escena en que Víctor es sacado del estadio.
»Fue extraño sentir mi voz saliendo de la garganta de ese actor que representaba a Víctor. Hoy sabemos que la historia no es como se cuenta en el filme… Pero la leyenda es la leyenda, y por lo demás, el cineasta puede y debe permitirse licencias que están completamente fuera de la realidad, a veces, pero que contribuyen a formar el cuerpo dramático de la obra».
Como vemos, Osvaldo Rodríguez trató también de restablecer el verdadero cuadro de la muerte de Víctor Jara, que no coincidía con la versión cinematográfica.
Mas, a pesar de todo, creo que la leyenda puede tener orígenes reales. ¿Acaso podemos excluir la posibilidad de que Víctor cantara a la cara de sus verdugos que le apuntaban con metralletas cuando quedaron a solas con el cantante en el sótano del estadio?… Tal vez algún soldado oyera la canción revolucionaria rota por la descarga. Por ahora no se conoce ni un solo testigo de la muerte de Jara.
Víctor nunca humilló la frente ante los todopoderosos, la inclinaba sólo sobre su guitarra. Vivió, amó y trabajó cantando. Y murió cantando dejándonos el dramático y elevado testimonio de lo que sufrió: el poema Estadio Chile. Un hombre que salió en libertad logró sacar una copia del poema. Las hojas de un cuaderno escolar contienen los versos llenos de valor y lealtad.
¿Y México, Cuba y el mundo?
¡Que griten esta ignominia!
Somos diez mil manos menos
que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?
La sangre del compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente.
¡Canto, que mal me sales
cuando tengo que cantar espanto!
Espanto como el que vivo
como el que muero, espanto.
De verme entre tanto y tantos
momentos del infinito
en que el silencio y el grito
son las metas de este canto.
Lo que veo nunca vi,
lo que he sentido y lo que siento
hará brotar el momento…
El poema quedó inconcluso. Víctor no tuvo tiempo de terminarlo.
¿Qué sucedió después del golpe con los amigos de Jara del movimiento Nueva Canción Chilena?
Patricio Manns me dijo que al producirse el golpe, pasó a la clandestinidad, pues se desencadenó la represión contra los artistas. Los fascistas destruyeron la peña «Los Parra». Unos pocos amigos sabían donde se había escondido Patricio Manns huyendo de los sabuesos fascistas. Un amigo le dijo al artista que habían fusilado a Víctor Jara, y aconsejó a Manns que abandonara Chile.
Esta noticia le causó estupor. Aquel mismo día, repuesto del primer impacto que le produjera esta novedad, compuso la canción Muerte y resurrección de Víctor Jara. Confesó más tarde: «La escribí con bastante rabia…».
Destacados representantes de la Nueva Canción Chilena, al igual que Patricio Manns, huyendo de las persecuciones se refugiaron en embajadas extranjeras y luego se expatriaron. Pero la policía pinochetista prendió a Angel Parra.
La junta no podía permitir que uno de los barrios obreros de Santiago llevase el nombre de Violeta Parra, mentora de la Nueva Canción Chilena, y por un decreto especial lo suprimió.
Se cerraron la Discoteca del Canto Popular y la peña «Chile ríe y canta». Quién sabe la suerte que habrían corrido los grupos Quilapayún e Inti-Illimani, si no hubieran estado de gira por Europa los días del golpe.
Tras devastar el Departamento de cultura e información de la Universidad Técnica, la junta lo disolvió. La mayor parte de los artistas, profesores y estudiantes fueron expulsados del Conservatorio, del teatro y de la Escuela de Teatro de la Universidad.
Por milagro, la junta no tocó al cantante Héctor Pávez, compañero de Víctor Jara. Héctor no pudo contener las lágrimas al enterarse de la muerte de Víctor. Estaba profundamente preocupado por la detención de Angel Parra. Entonces Héctor se decidió a un acto de desesperación: encabezó la delegación de artistas que intentó aclarar ante las autoridades militares sus perspectivas y el destino de sus colegas detenidos.
René Largo Farías, dirigente de la peña «Chile ríe y canta» que después del golpe se exilió en México, me enseñó las cartas que Héctor Pávez le envió más tarde de París. En una de ellas Héctor habla de aquella misión suya:
«Nos recibió el coronel Ewing con un séquito de oficialitos jóvenes, suboficiales armados hasta los dientes, escribanos, grabadoras… Estábamos frente a frente a los asesinos. Era una tarea dura, pero había que cumplirla. Nos dijeron que si Angel era inocente como blanca paloma volaría. Y a mí se me revolvía el estómago, porque ya conocíamos las torturas que había sufrido Angel en el Estadio Nacional. Nos advirtieron que iban a ser muy duros, que revisarían con lupa nuestras actitudes, nuestras canciones, que nada de flauta ni quena, ni charango porque eran instrumentos con la canción social…».
Poco después los fascistas recluyeron a Angel Parra en el campo de concentración Chacabuco en medio del desierto del norte, atravesado por canteras salitreras abandonadas. Los amigos del partido aconsejaron a Héctor Pávez que emigrara.