Seis meses después

Claudia y Tomás están uno al lado del otro en el centro del estudio, apiñados entre los cómicos, el tragasables, los cantantes de tiempos pasados, los adiestradores de gusanos, el reparto entero del culebrón italiano Esperando un día de sol, todos bajo los focos.

El programa familiar del domingo por la tarde acaba de dejar paso a los anuncios. El que todo lo puede aprovecha para que le retoquen el maquillaje; un cantante con peluquín, para abordar a una de las hermosas actrices de la telenovela.

Claudia lleva todavía el disfraz de Lara Croft; apenas veinte minutos antes ha debido prestarse a un penoso número con los cómicos. Tomás lleva la camiseta con el logo de Blackout, la gorra de Blackout, la sudadera con capucha de Blackout. Entre el público hay veinte o treinta adolescentes vestidos exactamente como él, jovencitas que gritan, que muestran pancartas con su nombre rodeado de corazoncitos. Entre bambalinas, Wilmo y Walter se están comiendo, por algún motivo, al director de producción. En ese momento son tan importantes que podrían incluso comerse a Dios y a los arcángeles en persona.

El lanzamiento mediático de Blackout ha sido perfecto e impactante.

A principios de septiembre, cuando los italianos vuelven en masa de las vacaciones, telediarios y periódicos se habían pasado unos a otros la increíble noticia: en la noche del 15 de agosto, dos pobres chicos se quedaron encerrados en un ascensor con un maníaco homicida. Por una imprevista coincidencia, una telecámara registró todo lo sucedido en el interior. La grabación integral, en fase de montaje, se emitiría dentro de poco como documento excepcional. En episodios, dada la duración.

La carrera del maníaco, con pelos y señales, había sido el aperitivo dado al público.

Los vídeos encontrados en el apartamento de la planta veinte habían esclarecido toda una serie de misteriosas desapariciones, y las horribles hazañas de Aldo Ferro y su cómplice, Gianfabio Brandauer, un conocido dentista muerto poco tiempo atrás. La investigación había conducido a una cabaña en el bosque, a un deshecho humano sin cerebro atado a una silla, a un congelador repleto de horribles restos. A los espectadores, obviamente, no se les había ahorrado nada.

El suegro de Ferro había reaccionado vistiéndose con el uniforme de gala y ahorcándose por la vergüenza. La mujer del maníaco había desaparecido, quién sabe dónde, con el hijo, para huir del asedio de los periodistas.

Gracias a aquella astuta campaña mediática, a las pocas y contradictorias noticias filtradas, el primer episodio de Blackout había estado precedido por un clima de espasmódica expectación. Wilmo y Walter no habían anticipado nada de lo que se iba a emitir, pero se habían mostrado absolutamente pródigos en detalles cuando habían tenido que ilustrar la génesis de aquel documento crudo pero extraordinario.

Todo había nacido de una inocente cámara oculta sobre el comportamiento de los italianos en el ascensor, habían dicho, sobre cómo se finge buscar las llaves, sobre las conversaciones meteorológicas entre un piso y otro, un programa con blandas pretensiones sociológicas. El inicio de la grabación estaba previsto para septiembre, pero las telecámaras habían sido montadas el 15 de agosto para aprovechar el éxodo veraniego y trabajar con tranquilidad.

Después, con las telecámaras montadas, se produjo el apagón.

Una broma del azar.

La casualidad había querido que el ascensor se averiase con tres personas dentro. Y la misma casualidad había querido que las telecámaras, de alimentación independiente, se pusieran en marcha automáticamente a causa del cortocircuito. Y que registraran con imagen fija, de forma completamente fortuita, lo que había sucedido en el interior.

Por la mañana, Wilmo y Walter notaron un inexplicable consumo de energía. Cuando acudieron a controlar, descubrieron lo sucedido y liberaron a Claudia y a Tomás. La explicación sobre el cómo tenía bastantes lagunas pero, por otra parte, ¿no mostraban las imágenes a Wilmo entrando el primero en el ascensor? ¿A Wilmo socorriendo a Claudia y a Tomás?

En esta reconstrucción, siendo sinceros, había tantos agujeros como para hundir un camión cisterna. Pero, por otra parte, ¿no eran los italianos el pueblo que había convertido en millonarios a los magos de las cadenas privadas? ¿No se habían tragado los italianos cincuenta años de colosales trolas, de aviones que explotan espontáneamente en vuelo, de proyectiles desviados por escombros mágicos y cosas de ese tipo?

Si se habían tragado todo eso, convencidos, además, de ser listos, listísimos, los más listos de todos, ¿por qué no se iban a tragar la historieta de las telecámaras sensibles? Y por otra parte, el informe de los técnicos había confirmado la reconstrucción de Wilmo y Walter.

Si bien el informe, por supuesto, había sido muy falseado. Orquestado, como siempre, por las canónicas llamadas de El que todo lo puede.

Pero todo esto, el pueblo italiano no lo sabía.

Se lo había tragado todo, apreciando incluso su sabor.

Y así, preparado el terreno y alimentada la expectación, Italia entera se acomodó en masa frente al primer episodio de Blackout. Por fin.

Al día siguiente, en las oficinas, en el autobús, en la escuela, no se hablaba de otra cosa.

¡Tomás, el tierno adolescente adorado por mamás, abuelas y jovencitas!

¡Claudia, aparentemente frágil, pero dura e inflexible como un ninja!

¡Ferro, aparentemente respetable y excéntrico, en realidad, un terrible maníaco homicida!

¿Qué les habría sucedido a esos dos pobres chicos encerrados en el ascensor? ¿Durante cuánto tiempo habría logrado Ferro controlar sus instintos depredadores?

Toda la península se había contagiado de la fiebre de Blackout, en un delirio colectivo a todos los niveles.

Las opiniones de unos pocos, unos escépticos aislados —sobre el extraño funcionamiento de las puertas, por ejemplo, o sobre la curiosa coincidencia de tres móviles fuera de cobertura—, fueron tachadas de conspiración paranoica, de veleidades esnob de intelectuales ansiosos por destacar sobre la masa.

El momento del suspense final del quinto episodio —Aldo Ferro acuchilla a Tomás y se gira amenazador hacia Claudia, ¡un instante antes de los créditos finales!— había paralizado a toda la nación.

Cuando Wilmo y Walter tuvieron en sus manos los índices de audiencia del sexto episodio, el episodio de la muerte de Aldo Ferro, no pudieron articular palabra. Se miraron con los ojos brillantes, temblorosos, emocionados.

El que todo lo consigue, en carne y hueso, había felicitado a su hijo y a su genial socio. Trayendo, teatralmente, una botella de Crystal y tres vasos.

En ese momento, Wilmo y Walter comprendieron que lo habían logrado.

Mientras el programa hipnotizaba a todo el país, se atendía a Tomás y a Claudia en una clínica privada por cuenta de la cadena de televisión. Aislados, anónimos y protegidos: hasta el último episodio de Blackout, nadie debía conocer el destino de los dos jóvenes del ascensor. Se había hecho una excepción con Francesca y Bea, a las que se había admitido en la clínica tras haber firmado una avalancha de acuerdos de confidencialidad.

Francesca entró en la clínica con un brazo roto y un ojo morado.

Una caída por la escalera.

Dijeron.

La cadena contrató a un escuadrón de abogados preparados para defender a Claudia de la acusación de homicidio, en el caso de que alguien pusiese en duda la hipótesis de la defensa propia. Después se mandó destruir las cintas de las entrevistas a los vecinos, y se acalló a esos mismos vecinos con sustanciosos cheques.

Inmediatamente después del último y triunfal episodio de Blackout, el aislamiento terminó. Y por fin, en la programación familiar de la tarde del domingo, se presentó al mundo a los héroes del ascensor.

Tomás y Claudia aparecieron ante los focos entre un auténtico delirio popular. Gente enloquecida, gritos, chicas con enormes pancartas. Flashes de los fotógrafos, músicas repetitivas, sus nombres pronunciados a gritos hasta el infinito. Se miraron, se asustaron, se desenfocaron.

La cadena había organizado incluso un falso encuentro en directo: Tomás y Francesca habían fingido volver a abrazarse por primera vez tras la historia del ascensor, mamás y abuelas habían empapado de lágrimas los pañuelos frente a aquella puesta en escena, estudiada hasta el mínimo detalle. El que todo lo puede, escurridizo, hizo gala de su mejor tono paternal. Puso sus manos sobre los hombros de Tomás y de Francesca, y les dijo:

—Chicos, sé que antes de esta desagradable historia del ascensor estabais planeando casaros, pero hacedme caso, no tengáis prisa, sois jóvenes, pensad primero en terminar vuestros estudios y después hacéis lo que queráis, ¿de acuerdo?

El público se había puesto en pie a aplaudir.

La cadena no había organizado nada semejante para Claudia. Su historia de amor con Bea, en fin, no era la más adecuada para el tono familiar del domingo por la tarde.

Los directivos de la cadena le habían propuesto a Claudia que se presentase con un novio falso, quizá alternativo y antiglobalización, antes de cambiar de opinión y decidir lanzarla como la Chica Mala, la chica de acero que aterroriza a cualquier tipo de hombre. A Claudia, la idea no le desagradaba. Al menos se había evitado aquella payasada del novio falso.

El encuentro con Bea en la clínica había sido breve y embarazoso. Claudia no había sido capaz de decirle nada, absolutamente nada. El ascensor la había engullido, escupido y remodelado y la nueva Claudia ya no sentía nada en común con los afectos de su vida anterior.

Había hablado largo y tendido de ello con su nuevo terapeuta, en las sesiones del martes, pagadas por la cadena.

Las cuñas publicitarias están a punto de terminar. Acaban de emitir una telepromoción del resucitado Giampi Supermaxihéroe, recuperado por expresa petición de Tomás.

Durante los primeros días, los héroes de Blackout podrían haber pedido lo que se les antojase. Si Tomás hubiese querido formar parte de U2, bien, El que todo lo puede habría preparado un discursito persuasivo para convencer a Bono y a The Edge de lanzar una nueva formación de cinco miembros, con doble guitarrista.

Tomás se había aprovechado de aquel poder absoluto para hacer feliz a su Francesca. El supermaxihéroe había llorado de felicidad por aquella compasiva limosna, lo había abrazado con lágrimas en los ojos repitiendo: «Muchacho, muchacho» sin dejar de estrecharlo ni por un instante.

Claudia y Tomás habían sido el gancho del programa durante cuatro o cinco semanas, pero a la larga, no es posible continuar explicando eternamente cómo se ha vencido a Aldo Ferro con una llave de judo, o cómo se le revienta el tímpano a un asesino en serie con la llave del trastero. Poco a poco, el interés alrededor de ellos dos se disolvía y el cómico pelmazo, la exhibición de piernas, los escritores de cotilleos, habían reconquistado, domingo a domingo, los espacios perdidos.

El papel de Claudia y Tomás se había reducido, simplemente, a aparecer, mientras que la cadena trataba de dirigirlos hacia nuevos caminos. Para Claudia ya estaba listo el papel de espía sexy en una serie televisiva, plagio descarado de Nikita. Para Tomás, un programa musical de audiencia insultantemente joven.

Mientras tanto, hacían bulto entre el tragasables, el adiestrador de gusanos, los cómicos y el reparto del culebrón.

—¿Es tu chica aquella de la primera fila? —susurra Claudia.

—Sí —responde Tomás—, Francesca.

Claudia hace una mueca de un modo que, curiosamente, recuerda al gesto de Aldo Ferro.

—¿Conoce tu chica la historia de la secuencia eliminada?

Tomás la mira perplejo.

—¿Qué secuencia eliminada?

—¡Ah! —dice ella lentamente—, no sabes la última. En Internet corren rumores de que los productores de Blackout han eliminado una secuencia de sexo. Sobre la duodécima hora.

—¿Qué secuencia de sexo? —se sobresalta él, sin permitir que le oiga el adiestrador de gusanos.

—Entre nosotros dos —dice ella, aún con su mueca—. En la práctica, casi parece que te hubiera violado. Dicen que los productores la han eliminado porque tú eres menor de edad, pero ahora la secuencia eliminada se ha convertido en una de las leyendas urbanas más afianzadas en la Red.

Tomás se ruboriza, balbucea:

—No, no es verdad, eso no ha sucedido jamás.

—Te habría gustado —se burla Claudia; acto seguido, afortunadamente, termina la publicidad. El que todo lo puede acaba de terminar de retocarse el maquillaje y llama al orden a sus tropas.

Tomás ya no habla a gusto con Claudia. Hablar con Claudia le inquieta terriblemente.

Claudia, que mira fijamente al vacío, que se mueve de forma mecánica, con una media sonrisa lejana, indescifrable.

La orquesta toca un popurrí de viejos éxitos. Todo el reparto del programa canta a gritos, una mezcla en la que «La Bamba» desemboca por sorpresa en «Voglio andare a vivere in campagna» y posteriormente, en «Azzurro», sin solución de continuidad.

Claudia y Tomás están en el centro del remolino circense, engullidos por las luces, por el público que agita las manos, por el ritmo de la orquesta, y delante de las telecámaras todo se mueve velozmente, tan veloz que no hay modo de parar el remolino, simplemente no se puede.

Así, cuando la orquesta comienza «Brazil», Tomás apoya sus manos sobre los hombros de Claudia. Claudia, sobre los del tragasables que tiene delante.

Y moviendo las caderas al ritmo, se unen al trenecito.