La luz roja y gris del amanecer tiñe una Transit azul oscuro, aparcada con dos ruedas en la calzada y dos sobre la acera a la sombra todavía incierta del edificio.
Dentro de la Transit, Walter se agita como un electrón enloquecido. Wilmo, al contrario, fuma delante del monitor, impasible, calmado.
—Somos dos criminales —balbucea de forma inconexa Walter, con los ojos rojos y hundidos—. Dos criminales es lo que somos. Nos creíamos artistas, pero no somos artistas, somos dos criminales, dos criminales, somos.
—Estate tranquilo.
—¿Que me esté tranquilo? ¿Cómo que me esté tranquilo? Pero ¿te das cuenta? ¡Que de aquí vamos a la cárcel, coño! Terminamos en la cárcel, joder, joder, pero ¿te das cuenta? ¡Terminamos en la cárcel!
—Estate tranquilo —repite Wilmo, exhalando el humo—. No terminamos en la cárcel. Basta con hacer las cosas bien, darle un poquito la vuelta a la verdad. Si hacemos las cosas bien, salimos de toda esta historia inocentes y limpios como lirios.
Vuelve a observar a Claudia que parlotea sola en el centro del monitor.
Iluminada por los infrarrojos que cortan la oscuridad.
Consciente de que no podía equivocarse, de jugarse el futuro con ese nuevo programa, Wilmo había planificado todo hasta los mínimos detalles.
Tras las habituales dos llamadas telefónicas de El que todo lo puede, la cadena había ofrecido total apoyo logístico y técnico. El fingido equipo de mantenimiento había instalado en el ascensor las microcámaras ocultas, los mandos a distancia, desconectado la alarma, el dispositivo para neutralizar los móviles. Más algunos hallazgos destinados a avivar el juego, como las puertas modificadas.
Cuando todo estuvo listo, la pelota pasó de las manos de Walter a las de Wilmo.
Habían colgado el cartel de «Fuera de servicio» delante del segundo ascensor, para guiar a los inconscientes participantes a la localización ya preparada. Después se habían instalado en la cabina de control improvisada en el interior de la Transit.
Y habían esperado a que dos personas entrasen juntas en el ascensor. Dos personas de sexo opuesto, con suerte. Cualquier giro picante habría sido muy apreciado por la audiencia.
Habían elegido el domingo del 15 de agosto para que hubiera el menor movimiento posible en el edificio y poder trabajar con tranquilidad. Si bien es verdad que al esperar a dos personas en un desierto se corría el riesgo de que las dos personas no llegaran nunca. Durante las primeras horas de la tarde, las telecámaras de la entrada habían enfocado solo a una vieja que salía del garaje secándose el sudor con un pañuelo, subía sola en el ascensor y después desaparecía. Nadie más.
Existía el riesgo de que las cosas se alargaran bastante. En ese caso, de todos modos, Wilmo y Walter estaban dispuestos a vivir acampados en la Transit.
Aunque hubieran necesitado una semana o un mes, no habrían dejado escapar aquella última oportunidad. Habrían hecho cualquier cosa.
Después, a eso de las cinco de la tarde, la telecámara de la entrada había encuadrado al chaval del piercing. Que abría la puerta a la chica del pelo verde.
Por primera vez en su vida, Wilmo se había sorprendido rezando. Con los dedos entrelazados y los dientes apretados había implorado: «Venga, venga, entrad en el ascensor juntos, no seáis tímidos. Hace demasiado calor para subir por la escalera, entrad en el ascensor juntos, no seáis tímidos, venga, coño, VENGA».
Cuando apareció el tercer hombre, bueno, Wilmo no daba crédito a sus ojos. Una increíble broma del azar. Un merecido golpe de suerte, al fin, después del desastre de Comprobación amistosa.
Al verlos entrar en el ascensor a los tres juntos, Wilmo y Walter se abrazaron gritando de alegría.
La idea era dejar que el juego se desarrollase durante unas horas, grabar todo, montar el material y sacar una decena de episodios. Esperando que, mientras tanto, sucediese algo dentro del ascensor, algo interesante, algo sorprendente. Necesitaban números insuperables para aquel programa. Insuperables.
Si algún inquilino del edificio intentaba entrar a su casa, Wilmo salía corriendo de la Transit y lo interceptaba en el portal. Se presentaba como director televisivo, le pedía que por favor no usase el ascensor porque —aquí bajaba el tono, indicando la cabina de control— en el edificio se estaba grabando con cámara oculta. Después les regalaba a los anónimos vecinos del edificio el cuarto de hora de fama entrevistándolos. ¿Conocían a la chica del pelo verde? ¿O al muchacho del piercing? ¿O al doble de Elvis con las enormes patillas?
Que esos tres personajes todavía no lo sabían, pero estaban a punto de convertirse en los divos de un nuevo reality show titulado provisionalmente Blackout.
En todo momento, Wilmo había jugado con sus inconscientes protagonistas. Usando las puertas modificadas, las luces apagadas a distancia, los pequeños, ilusorios movimientos del ascensor. Igual que hacía de pequeño, cuando encerraba lagartijas en el frasco de la mayonesa y después se divertía metiéndolo en el congelador, lanzándolo al aire, posándolo sobre la lavadora, esperando a que las largartijas se volvieran locas por el ruido y las vibraciones.
Una vez grabado suficiente material, Wilmo y Walter liberarían a las tres lagartijas prisioneras y aplacarían una probable reacción histérica con un sustanciosísimo cheque ofrecido por la cadena. Además de, por supuesto, la posibilidad de convertirse en rostros conocidos de la televisión.
Pero esos planes cuidadosamente elaborados se habían derretido como un polo al sol, poco después de medianoche.
Con el horrendo ¡crac! de un cráneo que se partía entre las puertas de acero.
Cuando Ferro murió entre las puertas de acero, Walter enloqueció.
—¡Paremos todo! —empezó a gritar—. ¡Paremos todo! ¡Saquémoslos! ¡Saquémoslos de ahí!
—Espera —lo frenó Wilmo, incapaz de despegar los ojos del monitor. Estaba viendo una escena horrible, un hombre con la cabeza entre las puertas, un chico herido que sangraba, algo horrible.
Pero veía también los números de una audiencia estelar.
Números insuperables.
El éxito.
Así había controlado a Walter.
Y el juego había continuado.
—Terminaremos en la cárcel —repite Walter, con los ojos húmedos, retorciéndose las manos—. Yo lo dije, cortemos aquí, lo dije, saquémoslos, ha sido un accidente, no es culpa nuestra, no podíamos saberlo, no podíamos imaginar que el tío tuviese una navaja. Nos habríamos salvado, si lo hubiéramos cortado inmediatamente. Podríamos habernos librado de alguna manera, antes.
Wilmo no lo escucha, no lo ha hecho nunca. Está mirando las brasas del cigarrillo. Pensando en el modo de salir triunfalmente de aquella situación.
Un farol extremo en la última mano.
—Razonemos —dice con voz grave, hablando más consigo mismo que con su teórico socio—. ¿Por qué ese tío tenía una navaja en el bolsillo? ¿Por qué se comportaba como un maníaco homicida, al final? ¿Es posible que haya algo en la trastienda que sea potencialmente interesante?
—No lo sé, Wilmo, no lo sé, me trae al fresco si el tío era un tipo normal o si se follaba a los gatitos, no me importa. Nosotros lo hemos visto morir sin hacer nada, hemos dejado que el chaval sangrase durante horas y no hemos hecho nada, Dios mío, Wilmo, esta vez no nos libramos, no nos libramos, esta vez.
Wilmo apaga el cigarrillo, se pone de pie. Mira fijamente a Walter a los ojos.
—Sí que salimos de esta —dice—. Escucha. Escúchame bien.
Walter se pasa las manos por el pelo. Tiembla.
—Te escucho.
—Bien. Si nosotros decimos la verdad. Si confesamos que estábamos aquí en la cabina de control, con nuestros monitores, mirando al imbécil que se moría y al chaval que sangraba. Que hemos visto todo esto, y hemos decidido igualmente dejarlos ahí dentro, y seguir grabando. Bien, si confesamos todo esto, estamos jodidos. No saldremos de ningún modo. Podríamos librarnos de la muerte del tío con la navaja diciendo que ha sucedido todo muy deprisa, que no hemos sido capaces de intervenir, vale. Pero por el chaval, por muy bien que nos vaya, se trata de omisión de socorro. No nos libramos. —Baja la voz—. Si decimos la verdad exacta. Naturalmente.
Walter está colgado de sus palabras. Lo mira con esperanza como un ahogado.
—Dime que tienes un plan para salir de este lío, Wilmo. Te lo ruego. Dímelo. Te lo ruego.
—Claro que tengo un plan. —Le pone una mano sobre el hombro, casi paternal—. Escúchame bien. Esto es lo que diremos.
Y habla durante un cuarto de hora, mientras que la sombra del edificio se hace cada vez más fuerte y oscura alrededor de la Transit.