—¿Tomás? —susurra Claudia en la oscuridad, la cabeza limpia y lisa como una piedra de río.
—¿Mmm?
—¿Con quién tenías que encontrarte en la estación de Parma? ¿Con quién te habías citado en la estación de Parma?
—Con nadie. No tenía que encontrarme con nadie en la estación de Parma.
—¿Qué coño dices? Claro que tenías que encontrarte con alguien en la estación de Parma. Decías que tu vida estaba a punto de cambiar, que todo dependía de ese encuentro en la estación de Parma. Que debías ver a una persona en la estación de Parma, a las veinte horas y cincuenta y cuatro minutos, lo recuerdo perfectamente habías hablado de las veinte horas y cincuenta y cuatro minutos, estoy segura. ¿A quién tenías que ver a las veinte horas y cincuenta y cuatro minutos en la estación de Parma?
—A nadie. No conozco a nadie en Parma.
Claudia sacude la cabeza.
—Vale. Convéncete de que no conoces a nadie en la estación de Parma. Mueve si quieres la lengua como si fuera un pedazo de carne muerta, cuéntate a ti mismo, si quieres, todas esas bonitas historietas. Cuéntame una historia a mí también. Cuéntame una historia para pasar el tiempo, que aquí dentro el tiempo no pasa, antes de que vengan a rescatarnos podrías contarme una historia, podrías, me parece.
—No me sé ninguna historia.
—¡CUÉNTAME UNA HISTORIA! ¡INVÉNTATELA!
Tomás escupe un grumo de sangre. Traga.
—Te cuento la historia de la princesa Mycomandrya. Es una historia muy, muy, muy bonita. Escucha. —Tose, se aclara la voz—. Había una vez un caballero con armadura. Estaba buscando a la princesa Mycomandrya porque un mago la había secuestrado para casarse con ella y convertirla en la reina de los sapos. El caballero la buscaba para liberarla y casarse con ella, se supone. Esto la historia no lo dice. Pero podemos deducirlo.
Tomás respira a fondo, con un sordo ronquido.
—El mago había escondido a la princesa Mycomandrya en una cueva profundísima. Sólo un túnel excavado en la piedra llevaba hasta la cueva.
—¿Es la misma historia que la del gusano en la montaña?
—No. Este es otro túnel. Escucha. El caballero con su armadura entró en el túnel. Comenzó a arrastrarse sobre la tripa, agarrándose con los dedos, aferrándose a la piedra con las uñas.
—¿La armadura no tenía guantes? ¿Por qué tenía que agarrarse a la roca con las uñas si llevaba los guantes de metal?
—No podía agarrarse a la roca con aquellos toscos dedos de metal. Y así se arrastró por el túnel oscuro durante días y días, con la sed incendiándole la garganta. El caballero sabía que le habría bastado tener agua. Si hubiese tenido agua, habría estado bien, habría salido del túnel, habría llegado a la cueva.
—¿Y encontró el agua?
—No. Oyó un sonido aterrador, como un desprendimiento, y el túnel se cerró a sus espaldas. El caballero continuó avanzando de todas formas, hasta el estrechamiento.
—¿Qué estrechamiento?
—Un poco más adelante. Un estrechamiento en el túnel. Un pequeño estrangulamiento. Pocos centímetros. Suficiente para impedirle seguir adelante, apenas un pliegue de roca sólida. Sin la armadura, habría podido pasar.
—Entonces se quitó la armadura.
—Lo intentó, pero no tenía espacio para mover los brazos. Se giró, se contorsionó, se esforzó y luchó con esa jaula de metal, pero por mucho que probase y volviese a probar no existía una posibilidad en el mundo de que pudiera quitarse la armadura. Ninguna. Exactamente ninguna.
Un escalofrío en forma de tarántula se encarama por la nuca de Claudia. Recorre lenta la espina dorsal, juega con sus cabellos verdes.
—¿Y entonces?
—Intentó arrancarse la armadura con los dedos reducidos a muñones. Después intentó excavar la piedra con los dientes. No podía creer que estuviese sepultado vivo por pocos centímetros, tan pocos centímetros, no podía creerlo. Excavó con los dientes hasta consumirse las encías. Al final, su mente se hundió en el profundísimo pozo de la locura.
—Es horrible. Una historia horrible.
—Dicen que está todavía ahí abajo. Que se le puede oír gritar desde el corazón de la tierra, en las noches silenciosas y sin viento.
—Es horrible. Horrible. HORRIBLE.
La voz de Claudia es chillona como la de una bruja.
—¿Por qué me la has contado? ¿Eh? ¿POR QUÉ ME LA HAS CONTADO?
Clava las uñas en las mejillas de Tomás, las hunde en la carne, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar. Empuja su cabeza contra la pared de acero a sus espaldas.
Tomás no reacciona. Está hipnotizado por el rechinar de los dientes en la oscuridad.