Intermedio: Wilmo y Walter

Como la Tierra atrae a la Luna y a su vez la Luna ejerce su influencia sobre espíritus y mareas, Wilmo y Walter habían comenzado a orbitar el uno alrededor del otro.

Wilmo era el volcán, el cerebro en constante ebullición, un hombre con más ideas de las que es posible realizar.

Walter, en fin, Walter no tenía ideas, no era brillante, no era inteligente. Pero era hijo de El que todo lo puede. Y con eso bastaba.

Cuando se conocieron, Walter se presentó con nombre y apellidos. Y su apellido, inevitablemente, se asociaba al de un rostro televisivo muy bien conocido por todos los italianos, la eminencia que desde hacía treinta años manipulaba asuntos televisivos y no solamente televisivos, El que todo lo puede.

Al oír aquel apellido, Wilmo no pudo evitar la broma. Consciente de que Walter, probablemente, escuchaba la misma broma todos los días de su vida.

Así es que, sonriendo, le había preguntado: «¿No serás por casualidad pariente de…?».

Walter, con un candor insospechado, respondió alegremente: «Claro, es mi padre».

Y Wilmo abrió los ojos como platos.

En su cabeza veía abrirse una puerta tras otra hacia el futuro. Horizontes ilimitados sobre escenarios de gloria.

Tenía la posibilidad de convertirse en amigo —más que amigo, en un hermano, en un elemento simbiótico— del hijo de El que todo lo puede. El hombre que desde hacía treinta años tuteaba a los políticos, que rivalizaban por una invitación a su programa. El hombre que con solo una llamada de teléfono podía hundir una carrera o, al contrario, hacerla despegar definitivamente.

Intentó no exteriorizar demasiado su felicidad, cuando estrechó la mano de aquella puerta hacia el infinito, diciendo con mucha calma: «Encantado, Wilmo Chiodi».

Walter era un muchachote inquieto, con las mejillas rojas y una mata de pelo siempre despeinada.

—¡Yo quiero seguir mi camino sin tener que tirar nunca de mi apellido! —repetía siempre—. ¡Antes que pedirle ayuda a mi padre me voy a descargar cajas de fruta! ¡Yo soy un tío creativo, tengo que triunfar sólo con mis fuerzas!

Wilmo oía aquellas rimbombantes declaraciones y sonreía, pensando: «Sí, sí, claro, cómo no».

Continuaba implicando en sus proyectos a aquel muchachote buenazo, pero sin una brizna de intuición que no fuera el lavado de cara de cosas hechas y rehechas. Era un experto en tratarlo como si estuviera al mismo nivel, en hacer que se sintiera la mitad de un dúo. Cuando le exponía sus ideas para un cortometraje o para una peliculilla de aficionados, la aportación de Walter se reducía a la admiración: Sí, sí, estupendo, estupendo. Sin embargo, hábilmente, Wilmo seguía llamándolo nuestro cortometraje, nuestro proyecto, solicitando continuamente su participación; Walter soltaba un par de gilipolleces de desánimo que Wilmo recibía como simples palabras, sin ni siquiera imaginar la posibilidad de tomarlas en consideración. Con el proyecto terminado, Wilmo se congratulaba, diciendo: «Hemos estado bien, ¿eh, socio? Hemos hecho un buen trabajo, ¿eh, socio?».

Ingenuo como era, Walter ni siquiera notaba que suyo, en aquel proyecto, no quedaban más que migajas.

Durante todos los años de universidad fueron como siameses, Wilmo y Walter. Se habían licenciado brillantemente —la mediocre tesis de Walter había generado entusiasmos injustificados, y muy sospechosos, en la sede del debate— y apenas licenciados habían decidido aventurarse en el proceloso mar del espectáculo.

Wilmo soñaba con triunfar en el cine, pero sabía también ser realista y pragmático hasta los huesos. Era demasiado importante poder contar con la amistad de Walter, con el apoyo del manipulador que actuaba en las sombras, que abría todas las puertas a su hijo. No aprovechar esa vía preferente habría sido como autolesionarse.

Así que tomó la decisión: se iba a labrar un nombre como autor televisivo, plantando sólidas raíces en el mundillo. Una vez asentado, en el momento justo, daría el gran salto.

Wilmo era el cerebro. Walter, la llave.

Inmediatamente después, acorde con el maravilloso mundo de los elfos y las hadas buenas que habitaban la mente de Walter, algún pez gordo de la televisión contactó con ellos. Dijo que había visto por casualidad sus cortometrajes semiclandestinos, que apreciaba su fuerza visionaria, y que quería conocer, sin falta, a aquellos dos jóvenes y sorprendentes autores. Walter le repitió a Wilmo toda esta sarta de gilipolleces palabra por palabra, entusiasta, ingenuo y convencido.

Sin pensar que, quizá, su padre podía haber hecho un par de llamadas.

Sin pensar que, casualmente, el susodicho pez gordo trabajaba para la cadena de la que su padre era director.

Sin sospechar nada.

Detrás de su sonrisa de santo, Wilmo sabía perfectamente todas estas cosas. No le importaba. Por fin, sus ideas estaban adoptando una forma concreta.

Viajaron a Milán para ir a aquella entrevista-farsa, Walter repitiendo como un disco rayado: «Mi padre ni siquiera lo sabe, imagínate qué sorpresa si me lo encuentro por los pasillos, él no sabe nada». Y Wilmo pensaba: «Sí, claro, imaginémoslo».

Durante ese viaje en coche, Wilmo elaboró la idea para un programa —nuestro programa, obviamente— que le quería proponer a la cadena. Se lo expuso minuciosamente a Walter, y la contribución de Walter fue la habitual: «Sí, sí, ¡maravilloso!», y el título del programa. Cacofónico. Horrendo.

De la entrevista-farsa, Walter salió estúpidamente entusiasmado.

—¿Has visto cómo le ha impactado nuestro proyecto? —gorjeaba.

Como si fuera normal que dos recién licenciados de Audiovisuales sin referencias fuesen llamados simplemente por dos cortos clandestinos para exponer un arriesgadísmo proyecto, y encima se lo aprobasen, así, sobre la marcha.

Normal.

Claro.

Si se es hijo de El que todo lo puede.

En cualquier caso, el proyecto salió adelante. Con el horrible título de Comprobación amistosa, treinta y cinco episodios de veinte minutos, las once de la noche como favorable franja horaria.

La idea de Wilmo era sencilla, genial y económica.

Walter y un par de técnicos de sonido se colocaban en la terraza de un edificio de la periferia de Milán, una terraza concretamente situada sobre un semáforo. Wilmo estaba en el coche con el motor encendido, medio escondido en una callejuela lateral.

En cuanto aparecía un coche solitario, Wilmo salía de la callejuela lateral y chocaba con el coche parado en el semáforo en rojo. Cuando el propietario del coche salía del vehículo, Wilmo se enfrentaba a él con increíble desvergüenza sosteniendo su razón. Lo que sucedía a continuación, lo grababa Walter desde la terraza.

Desde el punto de vista sociológico, la idea se había demostrado acertada e interesante. Las víctimas, inconscientes, reaccionaban la mayoría de las veces con gritos e improperios, blasfemias y llamadas exaltadas a la policía, antes de la revelación final. Con la cámara que asomaba desde la terraza, el apretón de manos de Wilmo, la garantía de resarcimiento de los daños.

Wilmo, por su parte, se reveló habilísimo para su cometido. Su expresión a lo Buster Keaton en algunas situaciones al borde del encontronazo físico se convirtió en uno de los puntos fuertes del programa.

Se había tragado, impasible, retahílas de insultos, llantos de señoras histéricas, incluso el cabezazo en plena frente de un energúmeno fuera de control, en el sexto episodio. Les había mostrado la cicatriz a todos, orgulloso, como una medalla recibida en el campo de batalla.

Después, en el noveno episodio, se produjo el desastre.

La historia del joven abogado.

La mañana del desastre había comenzado como todas las mañanas. Walter y los técnicos se habían colocado, como siempre, en la terraza, mientras que Wilmo se encontraba en el coche con el motor encendido, esperando a su víctima.

El semáforo se había puesto en rojo, justo en el momento en el que aparecía un Volvo negro al final de la calle. Wilmo había tenido tiempo para fijarse en una chica del otro lado de la ventanilla, en el asiento del copiloto, había soltado el freno y el coche había echado a andar. Directo hacia la matrícula del Volvo que se había detenido en el semáforo.

Su técnica estaba ya consolidada: un frenazo imprevisto, el sonido de los neumáticos para crear escena, y después, ¡crash!, metal contra metal, los faros destrozados. Salió del coche con la habitual cara de estuco, dispuesto a culpar al otro conductor.

Solo que, del Volvo negro, bajó un loco.

El loco era un treintañero distinguido, bien vestido, el pelo corto, la perilla cuidada, la camisa negra de sastrería. Con las pupilas dilatadas, las venas del cuello hinchadas, la voz de desequilibrado.

Empezó a chillar, a insultarlo, a acusarlo de haberle destrozado el Volvo. Antes de que Wilmo pudiera hablar, ya lo tenía agarrado por el cuello.

Wilmo no cedió a la tentación de descubrir el juego enseguida. A fin de cuentas, el episodio más visto de Comprobación amistosa había sido el del cabezazo en plena frente, y si su público quería ver correr un poco de sangre, pues bien, por su programa, por su sueño, Wilmo estaba dispuesto a sacrificarse.

Y entonces continuó negando la evidencia, con una cara dura inimaginable. Acertó a decir —mientras el loco le oprimía el cuello—: «Cálmese, fírmeme el parte amistoso y responsabilícese del accidente».

El loco no quiso saber más. Le lanzó una avalancha de amenazas, amenazas en las que sacaba a colación a unos cuantos amigos influyentes capaces de aplastar a Wilmo con una sola llamada de teléfono; amigos poderosos dispuestos a correr en su auxilio. Completamente loco de rabia, fuera de control, llegó a citar a esos amigos suyos con nombre y apellido.

Wilmo tuvo justo el tiempo de advertir que, quizá, las cosas se estaban poniendo feas. Que, quizá, era mejor dejar las cosas ahí.

A continuación, una descarga de puñetazos en el estómago le había dejado sin aliento y sin pensamientos.

Del resto, Wilmo se enteró después. Walter y los técnicos se habían lanzado desde la terraza, gritando: «¡Es una cámara oculta! ¡Es una cámara oculta!».

Imprevisiblemente, el loco se enfadó todavía más. Gritó que le entregasen la cinta, que parasen de grabar, mientras que la chica en el Volvo se cubría la cara, y Wilmo escupía grumos de sangre sobre el asfalto.

En el hospital, Walter le explicó —con la cara blanca— todo lo que sabía.

El loco era un joven y prolífico abogado, hijo de un político en ascenso. Con amistades muy arriba, pero de verdad muy, muy arriba. Tan arriba como para poder contar de verdad con los nombres que le había gritado a la cara a Wilmo, sin saber que lo estaban grabando.

Sobre quién pudiera ser la chica del coche, nadie se había atrevido siquiera a imaginarlo.

La red protectora del padre de Walter, en este caso, funcionó sólo en parte. Wilmo y Walter habían revuelto un lodazal demasiado turbio para ellos, el mismo lodazal del que, desde hacía treinta años, se alimentaba El que todo lo puede.

Comprobación amistosa desapareció de la programación al octavo episodio, oficialmente por razones de baja audiencia. Wilmo y Walter no protestaron. No pusieron ninguna objeción.

Se habían dado cuenta de que, en realidad, habían sido afortunados.

Muy, muy afortunados.

Si bien la red protectora no había salvado el programa, por lo menos los hizo aterrizar sobre terreno blando. El padre de Walter se quitó la máscara ante el hijo —una finísima máscara de papel— y le dictó brutalmente las condiciones para volver a trabajar. Walter le dio las gracias, y después se fue al hospital a explicarle todo a Wilmo.

«Mi padre dice que tenemos una segunda oportunidad —le explicó—, pero que tenemos que volver al ruedo con algo realmente fuerte. Algo insuperable. Que calle a todos con los índices de audiencia, necesitamos cifras inalcanzables para restregárselas a todos por la cara». Miró suplicante a Wilmo con su habitual expresión de chico bueno, absolutamente incapaz de elaborar una idea brillante.

«¿Qué hacemos Wilmo? ¿Qué nos inventamos?», susurró de un modo que significaba «Estoy en tus manos».

Y entonces Wilmo cerró los ojos.

Comenzó a pensar.

En algo fuerte.

Fortísimo.