Novena hora

Claudia está de rodillas en los pocos centímetros que tiene a su disposición. Ha arrancado otra tira del uniforme para usarla como venda, pero la sangre sigue brotando, mierda, sigue saliendo y ella no sabe qué hacer. Tiene miedo de que Tomás muera desangrado, no sabe cómo impedirlo. Le da pavor quedarse sola en esa tumba de plástico y hierro, sola entre dos cadáveres. Tiene miedo de volverse loca, ahí en el ascensor.

Roza el cadáver de Ferro en cada movimiento. No puede evitar el roce de la carne muerta.

El olor dentro del ascensor es insoportable. El aire, fétido, penetra en el cerebro como pequeñas agujas. Muchas pequeñas agujas.

Claudia cierra los ojos, aprieta los párpados con todas sus fuerzas.

Tomás alterna momentos de inconsciencia con momentos de seminconsciencia. Cuando habla es en tono ronco, quebrado y doliente.

—¿Claudia?

—Calla. Estoy intentando dormir.

—Este no es un apagón normal. Un apagón normal no dura tanto.

—¿Qué quieres decir?

—Que tenía razón Ferro. Ha sucedido algo, ahí fuera. Han muerto todos. Todos. No queda nada ahí fuera.

—¡Espera! —grita Claudia—. ¡Se está moviendo!

—No se está moviendo.

—¡Claro que se está moviendo! ¿No lo notas? El ascensor. Está bajando. ¿No lo notas? ¡Está bajando!

—No está bajando.

—¡Claro que está bajando, idiota! ¡Se mueve! ¡Estamos salvados! ¡Estamos salvados!

Permanecen en silencio, atentos a cualquier vibración. Claudia se queda en tensión, como un puma, durante veinte interminables minutos.

Después se rinde, se deja caer al suelo sin fuerzas.