Octava hora

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El miedo a los espacios cerrados. El miedo a los desconocidos. El miedo a no respirar. Y después, al fin, el último miedo. La oscuridad.

Diez minutos después de la medianoche, los hilos tendidos hasta el alma inevitablemente se rompen. Con un estallido violento y fragoroso.

—No puedo más —grita histérica Claudia, poniéndose en pie de repente—. No puedo más. No puedo más. No hay aire. Me ahogo. Me ahogo.

Se tambalea. Mira a Tomás tirado de lado, un deshecho que juega con las llaves de casa en un rincón de la cabina.

—Échame una mano —le suplica con ojos de loca—. Abramos las puertas. Abramos las puertas. Ya no tengo fuerzas, sola no lo consigo. Esto es inhumano. No se puede soportar algo así.

(La niña arañaba los ladrillos arrodillada, rascaba con sus uñitas).

(Yo no tengo miedo de nada, pero esto es un poco demasiado).

Tomás se levanta, mudo. La ayuda a abrir las puertas, sin decir una palabra. Después vuelve a sentarse.

Ferro los sigue desde el fondo de la cabina. Los mira con sus ojos amarillos, acuosos. Está rumiando de un modo extraño, tuerce el labio inferior de manera desagradable, como para sacar agua y alimento de sus propias glándulas salivares.

Claudia se sienta entre las puertas, sobre el carril de deslizamiento. Hace fuerza hacia atrás con la espalda y hacia delante con las rodillas, saca la cabeza ocho centímetros de la cabina, respira el aire de cripta estancado en el hueco, ese poco aire que significa la diferencia entre apagarse o permanecer vivos. Vale la pena soportar la potencia del acero en los huesos, el acero en la carne; vale la pena para respirar aquel poco aire muerto y escaso.

Ferro no dice nada, no hace nada. Solo la observa, la observa mientras se acomoda entre las puertas, con los ojos amarillos en la luz verde.

Después deja de rumiar y abre la boca. Su voz retumba en la cabina como la de un demente.

—Eres muy lista haciéndote la útil —articula con fatiga, moviendo la lengua como una viejísima máquina de coser—. Sí, sí, eres muy lista haciéndote la útil. Para mí que podrías ser aún más útil.

—Escuche —ruge Claudia, reanimada por el aire nuevo—. Si va a decir alguna estupidez incómoda… Va a derrochar aliento y consumir oxígeno. Háganos un favor. Olvídese.

Ferro se carcajea catarroso, tose un par de veces.

—Pero qué bien hablas, qué lista eres, «estupidez incómoda», «consumir oxígeno», pero qué fina, qué bien hablas, no, en serio, ¿sabes cómo podrías ser más útil, creo yo? —Tose de nuevo—. Podrías mover esa delicada manita arriba y abajo sobre la miserable colita del chico con el piercing, arriba y abajo, ¿sabes?, y, a la vez, podrías poner esa elegante boquita rosa entre mis piernas, con cuidado de no plantarme una rodilla sobre mi pobre tobillo, si es posible. ¿Qué dices, señorita? ¿Te interesa la propuesta?

Tomás no da señales de haber oído. Sigue jugando ausente con sus llaves. Claudia mira a Ferro a los ojos con todo el desprecio del que es capaz, lúcida y revitalizada por aquel poco de aire en los pulmones.

—Escucha —exclama, superando las últimas barreras formales—, precisamente a eso me refería cuando he hablado de derrochar aliento. Si tienes que decir gilipolleces de ese estilo, imbécil, arriba y abajo con la mano háztelo tú solo que a lo mejor te calma. Y córrete contra las paredes, por favor.

Se da la vuelta otra vez.

Ferro se burla como un malo de película de serie B. Se rasca la áspera barbilla.

—Oh, muy lista, muy lista, señorita —entona—. Lista, muy lista, señorita, ¿por qué no te lavas la boca con jabón, lista señorita? ¿Por qué no te lavas la boca con jabón y después escupes todo, lista señorita? ¿Eh? ¿Por qué?

Claudia lo mira alarmada.

Está perdiendo la cabeza. Se le está yendo totalmente la cabeza.

A continuación, Ferro se pone en pie con todo el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo. Se desabrocha los pantalones.

—¿Qué coño está haciendo? —salta Claudia—. ¿Qué coño quiere hacer?

Ferro ve su expresión asustada, se burla.

—Relájate, señorita. Estoy orinando. Estoy vaciando el depósito. Estoy meando. A veces me pasa. Relájate.

Y descarga un chorro violento de orina contra el panel de acero que golpea el metal con un sonido similar al del temporal en la ventana.

Ah, perfecto, ya no se respiraba por el mal olor. Solo nos faltaba esto, pero bien, estupendo.

Busca de nuevo apoyo en Tomás, pero Tomás está hipnotizado por el baile de las llaves entre los dedos. Busca los ojos de Tomás y encuentra, en cambio, los de Ferro, que se abrocha los pantalones.

Y se ha girado hacia ella.

—¿Estás mirando? —amenaza en voz baja.

—No estaba mirando.

—Estabas mirando. Te gustaba.

—No es…

Antes de que Claudia complete la frase, las luces se apagan.

—¡La oscuridad! —grita la niña que arañaba los ladrillos—. ¡La oscuridad! ¡Se han apagado las luces! ¡Tengo miedo! ¡Yo no tengo miedo de nada, pero esto es un poco demasiado!

Después, Claudia recupera el control, los ojos tratan de habituarse a la oscuridad.

¡Calma! Las luces se apagaron antes, cuando se paró el ascensor. Quizá estemos a punto de movernos. ¡Sí! ¡Quizá las luces se han apagado porque vamos aponernos en marcha!

¡Eh, quítate de las puertas, chica! Si vamos a ponernos en marcha, se cerrarán como una tenaza.

Quítate de ahí antes de que las hojas de acero te trituren como a una nuez.

Claudia está a punto de apartarse de los carriles deslizantes y echarse a un lado.

Pero antes de que pueda hacerlo, se encuentra con ochenta kilos de carne sudada encima.

Cuando se apagan, en la mente de Aldo Ferro ha saltado un interruptor. Y la última membrana entre él y la Máscara Roja se ha disuelto como el azúcar.

Ha avanzado en la oscuridad, apoyándose en el pie bueno.

Y se ha tirado a ciegas sobre la chica del pelo verde.

—¡Tomás! —grita Claudia, cuando Ferro la aplasta con todo el peso de su cuerpo—. ¡Tomás! ¡Ayuda!

Después le falta el aire para gritar más.

Tiene ochenta kilos de peso sobre los pulmones.

No hay espacio para escapar.

No hay espacio para mover los brazos.

No hay espacio para mover las piernas.

Las puertas todavía presionan en sus hombros y rodillas.

Detrás de su cabeza, un muro de cemento.

En la oscuridad hay manos que se mueven frenéticas. Manos que se defienden. Que tocan. Que bloquean las puertas.

«Era inevitable —grita la niña para sí misma—. Era inevitable, inevitable, inevitable, inevitable».

—¿Por qué has dicho que el ascensor se había movido? —escupe Ferro a un centímetro de su cara—. ¿Por qué, eh, puta asquerosa? ¿Por qué me has ilusionado? ¿Eh? ¿Por qué has dicho que el ascensor se había movido? ¿Por qué? ¿Por qué?

Ferro ya no tiene nada del ridículo doble de Elvis que entró en el ascensor a las cinco de aquella tarde. Escondida en la oscuridad, su cara ya no es ni siquiera su cara. Es una máscara de mueca extraña, con ojos profundos y negros como pozos del infierno.

Claudia respira una peste de sudor, de miedo rancio, de aliento de un muerto que le golpea la cara. En sus orejas late rítmico un convulso jadeo de buey.

Después, la mano derecha de Ferro se mete como una garra por debajo del uniforme de la camarera.

«¡No!».

La mano coge un trozo de tela, la desgarra como si fuese papel de seda.

¡No!

Después se desliza hacia arriba, por el muslo izquierdo de Claudia.

Las rodillas de Ferro le sujetan brutalmente las piernas.

¡No es justo! ¡No puedo defenderme! ¡No tengo espacio para defenderme! ¡Estoy bloqueada por ambos lados! ¡No es justo! ¡No es justo!

Estoy impotente. Completamente impotente.

No tiene puntos de apoyo.

No puede hacer fuerza, no puede hacer presa.

La presión de las puertas y el peso de Ferro están aplastando sus pobres huesos como palillos. Su baba asquerosa se le cuela por el cuello.

—¡Tomás! —jadea, con el último soplo de aliento—. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Después, de pronto, la libertad.

Desde que oyó el repique del teléfono, Tomás se ha aislado de la realidad. Se ha convertido en un huésped de su propio cuerpo, pensando en Francesca, sola y decepcionada en la estación, demasiado doloroso de soportar.

Y entonces se ha abstraído en el movimiento lento e hipnótico de las llaves. Se ha encerrado como un huevo dentro de su cáscara, a salvo del calor, de la sed, de la sensación de gasolina en los pulmones. Ha dejado que su cuerpo exista mecánicamente. Cuando se han apagado las luces de la cabina, casi ni se ha percatado.

El grito de auxilio de Claudia, solo eso, lo devuelve finalmente a la realidad.

Comprende enseguida lo que está sucediendo, consciente de pronto. Estaba seguro de que sucedería, en realidad. Lo sabía desde que entró en el ascensor. Desde que cruzó una mirada con los ojos de depredador de Aldo Ferro.

Actúa por instinto. Se pone en pie en la cabina negra como la tinta, sigue el sonido de la voz de Ferro que grita algo contra Claudia.

Da un paso en la oscuridad, él que en la vida ha dado ni un puñetazo. Aprieta los dedos alrededor de la llave del trastero, esa grande y pesada.

Y golpea a ciegas, en dirección de la voz.

Ferro está degustando su triunfo.

Siente la tela que se rasga como el papel. La piel caliente de la chica bajo sus dedos. El olor del miedo en su nariz.

Ya no te haces tanto la dura, ¿eh, zorra? Ya no te haces tanto la dura ahora que estás en el lugar que te corresponde.

Le separa las piernas con las rodillas, sin esfuerzo. Está a punto de demostrar quién manda, está a punto de demostrárselo, a esa puta.

De repente, le explota el mundo en la cabeza.

Algo inesperado y rapidísimo lo ha golpeado, lo ha golpeado sobre la oreja izquierda. Lo ha golpeado tan fuerte que algo que estaba destinado a estar fuera ahora parece, sin embargo, estar dentro. Ahí donde no debería estar, nunca.

Gimiendo por el dolor, se echa hacia atrás con las manos sobre la oreja. Una tormenta se está formando dentro de su cabeza, grita y resopla como el viento de la escollera dentro de una caracola.

El chaval.

Ha sido el chaval.

¿Con que me ha atacado?

Me ha roto el tímpano, ese maricón de los cajones.

Culpa de los espacios pequeños.

El depredador no está hecho para moverse en espacios pequeños.

No importa.

Yo lo mato.

Lo descuartizo como a un cabritillo.

Tomás siente el impacto de la llave sobre algo, quizá un hueso, quizá el cráneo, no lo sabe. Después, Ferro se echa hacia atrás, rozándolo con su cuerpo sudado. Glugluteando como un pavo a medio metro de él.

Tomás se queda inmóvil.

¿Qué hago ahora?

¿Lo golpeo de nuevo?

Ni siquiera lo veo.

¿Qué hago ahora?

Un sonido en la oscuridad, a pocos centímetros de distancia.

Como el chasquido de una navaja.

Claudia está conmocionada.

La oscuridad imprevista, el peso de Ferro sobre ella

(¡quería violarme! Me habría violado aquí, ¡en medio de las puertas!, ¡está loco!)

se han afinado algunas barreras en su cerebro. La único que consigue pensar es: «Las puertas, las puertas, tengo que tener las puertas abiertas, no puedo volver a entrar en la cabina, debo respirar, solo respirar, tengo que mantener las puertas abiertas. No, no, pero qué puertas, tengo que ayudar a Tomás, salir de estas puertas de mierda, debemos atacarlo los dos, agredirlo, ahora me aparto de las puertas, ahora me aparto de las puertas».

Entonces suena algo, en la oscuridad.

¿Cuándo ha sido la última vez que has escuchado ese sonido?

¿Cuándo era pequeña e iba a pescar con su padre? ¿Es posible?

De golpe, lo entiende.

Una navaja, una navaja, una navaja.

Ferro tiene una navaja, una navaja, una navaja.

Ferro lanza el primer golpe a ciegas, en la oscuridad, la tormenta que se retumba feroz en su oído. Falla el blanco. La hoja de metal choca contra el acero de la cabina, saltando chispas con un sonido chirriante de metal contra metal.

Ferro rechina los dientes.

El segundo golpe será el bueno.

Tomás siente algo que le roza la cabeza, un silbido en el aire. Sin pensarlo, deja caer las llaves, pone los brazos por delante, encuentra a ciegas las muñecas de Ferro. Oprime todo lo que puede.

Escucha a Ferro gruñir y blasfemar, a diez centímetros apenas de su cara.

Dios mío.

Estoy luchando con él.

Es mucho más fuerte que yo.

Es mucho más grande que yo.

No lo veo pero está aquí, justo aquí, delante de mí.

Ferro podría liberarse de mil maneras de la débil opresión que ejerce Tomás, incluso con todo el peso del cuerpo apoyado en un solo tobillo y un huracán soplando en su tímpano roto. Elige su preferido.

Localiza la respiración del chico en la oscuridad. Tensa los músculos del cuello, le rompe la nariz de un cabezazo. Añadiendo dolor al dolor, por las vibraciones del impacto sobre el tímpano herido.

Mejor.

El dolor produce rabia.

La rabia produce odio.

Y el odio es el combustible que arde, en el corazón oscuro de la Máscara Roja.

Cuando nota que se parte el hueso en el centro de su rostro, Tomás emite un alarido estremecedor. Sus dedos sueltan las muñecas de Ferro, sus manos se unen para proteger la nariz rota.

Se tambalea hacia atrás, en la oscuridad.

Ahora está indefenso.

«Un solo golpe —comienza a saborear la Máscara Roja—, un sólo golpe en la yugular, seco, preciso. De oreja a oreja».

Prepara el cuerpo para golpear, no hay espacio para moverse, joder, no hay espacio en ese estúpido ascensor. Instintivamente cambia el peso del cuerpo al pie derecho.

Una ráfaga de dolor.

Desde el pie.

Desde el pie derecho.

Insoportable. Dolor sobre dolor.

«¡Aaaaaargh!», gruñe la cosa que había entrado en aquel ascensor como Aldo Ferro. Lanza un navajazo a ciegas, desequilibrado.

Demasiado cerca, de cualquier modo, como para errar el blanco.

Tomás grita en la oscuridad.

La hoja ha encontrado la carne.

La primera sangre pertenece al jefe de la manada, de dientes robustos y afilados. El macho joven se tambalea y cae hacia atrás, al fondo de la madriguera. La hembra asiste nerviosa a la lucha.

La Máscara Roja acoge el dolor. El dolor lleva al odio, y el odio alimenta al fuego.

El próximo golpe, el próximo golpe va directo al corazón.

Tomás desaparece.

No queda ninguna huella del adolescente tímido y educado, del joven enamorado en fuga hacia el norte de Europa. Cuando la hoja corta la carne entre el cuello y el hombro, Tomás escapa aterrorizado a cualquier lugar acogedor y seguro en algún rincón de su cerebro. Se deja caer, cede su lugar al más puro instinto.

¿Qué está pasando? Está oscuro. No veo nada.

¿De quién son estos gritos? ¿Quién ha dado a quién?

Debo apartarme de las puertas.

Debo apartarme de las puertas.

¿Por qué no responden?

¿Y mis músculos?

¿Y mis nervios?

Después, una débil luz ilumina la escena.

Y muestra a Claudia aquello que, por nada en el mundo, habría querido ver.

Aldo Ferro busca el Zippo en el bolsillo. Tranquilo, triunfante.

En equilibrio sobre el pie izquierdo y la punta del derecho.

Alumbra el interior del ascensor con la llama. Disfruta del escenario de la victoria.

Y las salpicaduras de sangre sobre las paredes de acero.

Claudia mira a Ferro, en pie, delante de ella, despectivo a la luz de la llama.

Como los condenados del libro de su abuelo, el Infierno, el de las ilustraciones. Las tumbas iluminadas por las llamas eternas, las tonalidades ocres, las luces que destellan como el reflejo de una chimenea.

Delante de Ferro, Tomás está tirado en el suelo como una marioneta con los hilos cortados. Tiene sangre en la cara, el hombro y el pecho. Los ojos, extraviados. La respiración, jadeante.

Está en el Infierno, Claudia. En el Infierno.

Ferro se echa hacia delante. Apoya la rodilla derecha sobre el suelo para descansar el tobillo, vigila a Claudia por el rabillo del ojo. Que no intente nada raro.

Se acerca a Tomás, el chaval que lo ha herido con su ridícula llave.

No ha acertado en la yugular por pocos centímetros. Por culpa de la oscuridad y del dolor en el tobillo, él no habría fallado jamás de los jamases el blanco, a no ser por la oscuridad y por el dolor en el tobillo. Lo habría rajado como a un cerdo, con un simple giro de muñeca.

«Pero, bueno —piensa—. Tengo tiempo para remediarlo».

Acaricia la nuez del cuello de Tomás con la punta de la navaja.

La bola de acero en el esternón de Claudia comienza a exhalar un aire helado. Sus nervios parecen congelarse, hacerse uno con el acero que la rodea.

Está fría como la nieve, ahora. No se mueve. Espera.

Ferro está a punto de hundir la hoja en la carne, pero se detiene.

Se le ha ocurrido una idea mejor.

Podría dejarlo vivir un poco más, al chico del piercing.

Y hacerlo jugar con la chica de pelo verde.

Después de haberle bajado a la chica los humos de listilla, esa actitud de yo soy una mujer emancipada y a mí no me dan miedo los hombres, podría obligarla a practicar unos jueguecitos muy interesantes con su amiguito. Divertirse mirándolos.

Está decidido.

Retira la navaja del cuello de Tomás, se burla y se gira hacia Claudia.

Con el Zippo en una mano, y la navaja en la otra.

Humillada por el Puerco del bar.

Humillada por el loco de la calle.

Humillada por el hombre en el bus.

Casi violada por el hombre sudado.

Ha respirado cieno.

Y ha bebido de una chocolatina.

Ha superado el límite de la resistencia humana, y ahora Claudia ya no puede más.

La bola de metal se expande con un chasquido. Colapsa su caja torácica, sus nervios, sus músculos. Cada una de sus células se hace de acero, la espalda de acero sobre puertas de acero, las piernas de acero sujetando puertas de acero.

Sus músculos se contraen, cuando el monstruo se sitúa de pie ante ella. Echándole su aliento de ácido fénico.

—Buenos días, princesa —jadea Ferro, a pocos centímetros de ella. Se sujeta apoyando un codo en el panel izquierdo de la puerta, el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo, el derecho toca el suelo sólo con la punta. Juguetea con la navaja entre los dedos de la mano derecha.

—No he traído flores y bombones, perdóname. Además, es la noche del domingo 15 de agosto, los cines están cerrados y nos llevará un rato encontrar un restaurante a la luz de las velas. Espero que me perdones por saltarnos algunos preliminares del romance.

—Espera.

—Si mientras tanto quieres quitarte de esas jodidas puertas, podría ser más cómodo para los dos. Pero si te excitan las cosas de acero, vale, ningún problema, he visto cosas peores, algunas de las guarras que me he tirado se hacían colgar del techo, como cuartos de buey, por lo que, si te quieres quedar ahí en medio, yo no tengo un jodido problema. Hay menos espacio. Te dolerá más. Eso es todo.

—Espera.

—¿O eres una de esas que sólo se lo pasa bien si trabajo un poquito con la navaja? Absolutamente ningún problema. Dime por dónde quieres que empiece, y yo empiezo.

—No, quiero decir… —y Claudia baja la voz— que no hay necesidad de hacerse daño. Si coopero, quizá, la cosa pueda ser mucho más agradable para los dos.

Y apoya la mano derecha sobre la hebilla del cinturón de Ferro, justo bajo el vientre desnudo y sudado. Acaricia suavemente la hebilla, sujetando las puertas con los hombros y las rodillas.

Ferro mira complacido los dedos finos, inesperadamente solícitos. Ríe a medias:

—Bien, bien, buena chica. Eres un corderito, lo eres. ¿Por qué no me repites lo que me has dicho antes, zorrilla? ¿Por qué no me repites esas dulces palabras? Espera, a ver si recuerdo, imbécil, arriba y abajo con la mano háztelo tú solo, córrete contra la pared, ¿eh? ¿Por qué no las repites, con esa pequeña boquita tuya? Venga. Que yo las oiga. Que luego tengo yo una cosa para que oigas tú.

(¡Eso! Ya he fastidiado todo otra vez. El Dentista nunca habría dicho esta frase descontrolada y vulgar. Él era un experto en hablar, yo no he aprendido, joder).

Claudia lo mira a los ojos fijamente, mientras acaricia la hebilla del cinturón.

—Si quieres que me quite de la puerta —dice, persuasiva—, me quito de la puerta.

Después oprime la hebilla entre los dedos.

Y tira hacia sí.

Con toda la fuerza que le permite el brazo.

«Utiliza el peso de tu adversario en su contra», decía el maestro de judo. Antes de aparecer por sorpresa cuando ella se duchaba para ofrecerse a enjabonarle la espalda.

La pierna derecha de Claudia se dispara como un muelle, rígida y tensa.

Golpea el tobillo izquierdo de Ferro.

Levanta del suelo el pie que sostiene el peso de su cuerpo.

Mientras, tira con el brazo derecho. Con toda la fuerza de la que dispone.

«¿Uh?», gime la garganta de Ferro, cuando siente la tierra desaparecer bajo sus pies.

Se inclina hacia delante, como un árbol talado, víctima del antiguo mecanismo de una palanca perfecta.

Después, Claudia se desliza fuera de las puertas.

Acurrucándose todo lo que puede.

Todo se desarrolla en una fracción de segundo.

Ferro agita las manos en el aire, perdiendo el equilibrio hacia delante.

Claudia se encoge sobre su tripa, lejos de los carriles de deslizamiento.

Las puertas de acero, sin el cuerpo de la chica oponiendo resistencia, se cierran como un cepo.

A ambos lados de la cabeza de Aldo Ferro.

Un sonido retumba en la cabina.

El horrible ¡crac! de un melón maduro, que revienta contra el asfalto al caer del séptimo piso de un edificio.

Aficionado. Estúpido aficionado.

Era el Dentista el experto. Era él, el hombre de acción. Tú has sido siempre la copia, el imitador. Él no se habría dejado liar por una chica. Tú has dejado que te joda una chica. Ni siquiera en una película de serie Z a uno le jode una chica.

El estúpido tobillo. Todo es culpa del estúpido tobillo.

Y del tímpano roto.

Te has dejado liar por una chica y por un niñato con un piercing. El Dentista no habría hecho nunca semejante ridículo.

Levántate, ahora. Levántate, cambia el peso al pie izquierdo. Tú tienes la navaja. Ellos no. Levántate. Basta de jueguecitos. Hazlos pedazos, a los dos.

¡Espera!

¿Qué sucede? ¿El ascensor? ¿El ascensor se mueve? ¿Está bajando?

No entiendo. ¿Es el ascensor que está bajando o soy yo que me he licuado y me estoy derramando por el vano del ascensor como si fuera petróleo?

Mira, mira, hemos bajado hasta, el décimo piso, mira quién está aquí, en el décimo piso, está Sonja, la camarera de Lecce, vive aquí, imagínate. Estaba convencido de que vivía en ese apartamento con los pósters de Ligabue y la cama de una plaza y media; no me había ni dado cuenta de que el apartamento estuviese en este edificio, imagínate.

¿Alex? ¿En el noveno piso está Alex?

Creía que lo había dejado en la cabaña, a Alex. Se ha arrastrado hasta aquí, atado a la silla. Hábil. Ha sido muy hábil. Nada fácil, es llegar hasta aquí atado a la silla. Con la cara clavada al revés. Ha sido hábil de verdad.

El Dentista, lo que hay que ver, está el Dentista, en el octavo piso. Creía que había muerto, el Dentista. Creía que había muerto y, sin embargo, está en el octavo piso.

Y el que está atado a la silla no es Alex. Es el Camello.

Eh, eh, ni se ha dado cuenta de que lo han vaciado, el Camello. Ya no tiene ni brazos ni pies. Espera a que se vea el reflejo en el espejo.

Mi hijo, recién nacido. No tenía nada de gordo, recién nacido. Era guapo al nacer, mi hijo. Quién sabe cómo se ha puesto así de gordo.

¿Gloria? ¿Me estoy casando con Gloria?

¿No me había ya casado una vez con Gloria? Y ella insistía en casarse por la Iglesia, que su padre era muy tradicional y, sin embargo, nos estamos casando en la sexta planta. A saber qué dice su padre de que nos casemos en el sexto piso del edificio.

Este ascensor está bajando demasiado rápido. Demasiado, demasiado rápido. Está por ver que no se hayan roto los cables, mierda, mierda, vamos a estrellarnos en el suelo, es el colmo. ¿Quién es ese chaval que la emprende a patadas con las farolas de la calle? ¿Soy yo?

¿La cocina de mi abuela? ¿Por qué la mesa está tan alta? ¿Por qué todo me parece tan grande?

Nooo, joder, claro, lo sabía, se han roto los cables. Hemos pasado ya la planta baja, ahora caemos hacia el sótano.

Está oscuro, en el sótano. Está todo oscuro. No se ve nada. ¿Estamos parados? ¿Nos hemos parado?

¿De quiénes son esas voces? Conozco esas voces.

¿Qué están diciendo? ¿Que me esperaban?

¿Quiénes sois?

Tengo miedo.

Vosotros, en la oscuridad. ¿Quiénes sois?

¿Quiénes sois? Os conozco.

Tengo miedo.

Y fuera del ascensor parado, fuera del edificio blanco de veinte plantas, fuera de la ciudad que comienza finalmente a respirar el aire fresco de la noche, en la cabaña en medio del bosque, Alex mira el mundo a través de la que una vez fuera su boca. Esperando que vuelva la Máscara Roja.

Desde que se ha vuelto loco, dos horas antes, ya no teme el filo de la navaja. Espera tranquilo, mira la luz de las estrellas por detrás de las cortinas clavadas a las ventanas, y aguarda.

Desde hace dos horas, las pociones del Dentista han dejado de hacer efecto. Y Alex, eliminado del juego de contrapesos de los analgésicos y los calmantes, ha tomado conciencia de lo que le ha sucedido. Física y psicológicamente.

La conciencia de haber sido reducido a muñeco viviente y la oleada de dolor inhumano han destrozado sus nervios, en una llamarada furiosa. Como una bombilla que quema, ha sido su último pensamiento consciente. Ni más ni menos que una bombilla que quema. Algunas sinapsis especialmente buenas han abdicado y se han despedido del mundo. Y Alex, simple y justamente, ha enloquecido por completo.

Ahora está esperando al hombre de la máscara roja.

Había prometido castrarlo, con su cuchillo, muchas horas antes. Se acuerda bien, Alex, recuerda aquellas palabras amortiguadas entre los vapores de los calmantes y los analgésicos. Solo que el hombre de la máscara roja no vuelve.

Y desde hace unos minutos se oyen ruidos raros, en la planta de arriba. Como un animal que se revuelca y se abre camino en un mundo de objetos que no conoce y no entiende.

«Un jabalí —dice una vocecita perdida en la masa informe que es la mente de Alex—, a lo mejor ha entrado un jabalí, y dentro de poco encontrará el modo de bajar a la planta de abajo».

«¿Cómo coño ha entrado un jabalí por la ventana del piso de arriba? —pregunta otra vocecilla—. ¿Tú lo sabes? ¿Yo lo sé? Yo no lo sé. ¿Tú lo sabes? ¿Prefieres ser devorado por un jabalí o descuartizado pedacito a pedacito por la Máscara Roja? Elige tú. Esta es la carta, aquí está la reina, aquí está la reina, ¿dónde está la reina?».

De vez en cuando, el rompecabezas de la razón vuelve a recomponerse, por oleadas, detrás de aquella cara clavada al contrario. Y otra vocecilla dice: «A lo mejor no hay ningún animal revolcándose en la planta de arriba, a lo mejor es sólo el clavo que tienes en la frente, el de la derecha, no el de la izquierda, el de la derecha está clavado más profundo. Tal vez ese ruido que oyes no es más que el clavo, el clavo que cruje contra tu cráneo».

Entonces, en esos momentos de racionalidad a rachas, Alex piensa en balancearse en la silla hasta caer de bruces. Y después, una vez caído de bruces, darse cabezazos contra las baldosas del suelo para, así, clavarse los clavos hasta el fondo. Y ponerle fin. Antes del jabalí. Antes del hombre con la máscara roja.

Pero, por más que lo intenta, Alex no consigue mover la silla. Ni un milímetro siquiera.

El momento de lucidez se disuelve como el vapor. Se eleva en pequeñas nubes más allá de la lamparilla, más allá de la cabaña, más allá, lejos.

Y Alex espera en el centro de la habitación, de nuevo, por suerte, completamente loco.

En el desierto que es la plaza de la estación de Parma, una chica de nombre Francesca ha dejado de llorar, consumidas las lágrimas de los ojos.

Ahora está esperando un autobús nocturno que quizá no llegue nunca. Tiene una maleta a su lado, y no para de repetirse: «¿Por qué? ¿Por qué me has hecho algo así? ¿Por qué? ¿Por qué?».

Cuando todos los pasajeros bajaron del tren de las 20:54 y de Tomás no se veía ni rastro, no perdió la esperanza. Lo llamó al móvil, que encontró apagado, vale; llamó a casa y no respondió nadie, vale; pero no había perdido la esperanza.

Tomás podía haber perdido el tren. Podía tener el móvil sin batería. Podían haber vuelto, sin previo aviso, sus padres. Había mil explicaciones posibles para su ausencia.

Esperó al segundo tren que llegaba desde Bolonia, esperanzada.

Pero Tomás tampoco llegó en el segundo tren.

Ni en el tercero.

Ni en el cuarto.

Francesca controlaba constantemente el móvil, esperando una llamada perdida, un mensaje, una señal, una explicación. Había llamado a Tomás mil veces y mil veces había oído cómo le respondían: «El número al que llama no se encuentra disponible en este momento».

Y los trenes pasaron uno detrás de otro. Y la estación comenzó a poblarse de caras horribles, ebrias de calor, borrachos vagando en una noche húmeda.

A media noche se resignó.

Arrastró la maleta fuera de la estación, sollozando, maldiciendo al cabrón de Tomás.

¿Por qué? ¿Por qué me has ilusionado? ¿Por qué me has hecho algo tan horrible? ¿Por qué?

Ahora está esperando un autobús nocturno, media hora después de la medianoche del domingo 15 de agosto. En el desierto de la ciudad, entre zombis arrastrados y camellos escondidos en las sombras.

Suspira, al final. Abandona la parada del autobús, empuja la maleta más allá de la plaza de la estación, hacia el puente sobre el río, menguado por el calor, la Parma cruda y seca. Volverá a casa a pie. Encima esto, le toca.

Reza para llegar antes que sus padres. Tiene que llegar antes que sus padres.

Antes de que su padre y su madre encuentren la nota sobre la mesa.

Antes de que vuelvan a casa furiosos porque les acaban de negar el préstamo en el que tanto confiaban, y encuentren la nota en la que dice: «Me voy de casa, no me busquéis, estaré bien».

Francesca lo sabe, está segura: si su padre lee la nota, ya medio desequilibrado de por sí, el primer impulso que tendrá será el de estrangular salvajemente a la hija. Y si en aquel momento la hija entra por la puerta, bien, no hay duda. El supermaxihéroe la coge y la estrangula en la entrada de casa.

Por eso Francesca acelera el paso, cuanto puede. La maleta es pesada, golpea ruidosamente contra la acera, retumba como un petardo en el silencio de la noche.

Pasa el puente repitiéndose a sí misma: «Cabrón. Cabrón. Cabrón». Y después se pone rígida.

Oye un ruido de pasos a sus espaldas.

Francesca gira un poco la cabeza, un hormigueo asustado en la nuca.

Hay un hombre detrás de ella. Camina lentamente, las brasas de un cigarrillo brillan en la oscuridad.

El corazón de Francesca late desbocado. Acelera todavía más el paso, aprieta la mano sobre el móvil. ¿Cuál es el número de la policía? ¿Hay algún bar abierto, algún lugar en el que guarecerse? La ciudad parece el resultado de un invierno nuclear, luces apagadas, puertas cerradas, cierres echados. No pasa un coche, ni siquiera un borracho en bicicleta, nadie que pueda ayudarla en caso de necesidad.

Existe solo ese ruido doble bajo las estrellas. La maleta arrastrada con esfuerzo sobre la acera, y los pasos lentos y constantes del desconocido al fondo de la calle.

Mierda. Mierda. Mierda. Si el tío se acerca, dejo la maleta y corro como el viento. Siempre he sido lenta corriendo. Mierda. En las competiciones de carreras de los campamentos de la escuela llego siempre de las últimas, con las gordas. Solo me faltaba esto. Todo por culpa de ese cabrón.

Te odio Tomás.

Te odio.

Deberíamos haber cruzado ya la frontera a esta hora. Y, sin embargo, estoy aquí, en el desierto, arrastrando una maleta, mirando las brasas del cigarrillo de un desconocido a mi espalda.

Te odio. Juro que te odio.

Cien metros y el sonido de los pasos del desconocido es sustituido por el chirrido de un portal que se abre. Francesca gira de nuevo la cabeza. El desconocido está entrando tranquilamente en su casa.

Francesca respira de nuevo. Relaja la mano que aferra el móvil y continúa su lenta e interminable marcha. A medio camino, ve pasar ante sí el autobús nocturno.

Ni siquiera se enfada. Ya no tiene fuerzas.

Su casa, aquí está.

Se había hecho la ilusión de poder volar lejos de aquella casa, Francesca. Y, sin embargo, ha vuelto a poner los pies en la tierra, en una brutal caída.

Antes de entrar hace un último intento. Llama por última vez al móvil de Tomás, repite con los ojos cerrados: «Responde, responde, responde, responde, cabrón, te odio, te odio, te odio».

Pero el número al que llama, para no variar, no se encuentra disponible.

Y entonces, Francesca suspira, arrastra la maleta por las escaleras, y se dirige hacia su destino.

Haz que mis padres no hayan vuelto todavía. Haz que no hayan vuelto todavía, porfavorporfavorporfavorporfavor. Llega al descansillo. Busca las llaves.

Y en ese momento escucha las voces al otro lado de la puerta. Su padre y su madre.

Que ya han llegado. Y están gritando en su casa, en el corazón de la noche.

Deja la maleta en el descansillo y se sienta sobre el último peldaño, abrazándose las rodillas.

Volver a casa, no tiene el valor. No sabe qué hacer. No sabe adónde ir.

Y entonces se queda ahí, incluso cuando se apaga la luz de la escalera. Se queda a oscuras, sin saber qué hacer o adónde ir, escuchando los terribles gritos detrás de la puerta.

En el desierto de Marruecos, al sur de Erfoud, Bea se encuentra entre las dunas contemplando las estrellas.

En las primeras semanas de trabajo conseguía comunicarse con Claudia, al menos una vez al día. Se decían cosas cursis en aquellas primeras semanas de lejanía, cosas, de hecho, autoirónicas, del tipo si miramos las dos la misma estrella en el mismo momento sabremos que estamos pensando la una en la otra. Cosas así, bah.

Pero Bea ya no tiene tiempo para los correos electrónicos o las llamadas de teléfono, ahora que las sesiones de grabación se han hecho realmente duras. El director la está exprimiendo de todas las formas posibles, él, el maestro de espada, el jefe de publicidad, los caballos, la están masacrando física y psicológicamente. Los camellos, sobre todo.

Mira el cielo, busca su estrella, suya y de Claudia, pero por mucho que se esfuerce, no consigue encontrarla. Las constelaciones parecen diferentes y ajenas, en medio de las dunas. Todo parece distinto, en medio de las dunas.

Mira las caravanas a lo lejos, hacia la línea del horizonte.

«Mejor irse a dormir —se dice— que mañana será una locura. Todas aquellas escenas sobre los camellos, los malditos camellos, con esa cosa asquerosa que escupen. Bestias de mierda».

Se sacude con las manos la arena de los pantalones de tela ligera.

Se sube al coche.

Y conduce lentamente sobre la arena, bajo el cielo estrellado.

A dos horas de avión del desierto de Marruecos, en la periferia de la ciudad cocida por el sol de aquel largo día, Claudia está respirando como fuelle en hiperventilación. El corazón le bate tan fuerte que parece que se le quiera salir del pecho, aplastada por el cuerpo, ahora inmóvil, de Aldo Ferro. El Zippo ha salido volando de la mano inerte. De nuevo la oscuridad.

Lentamente, tragando saliva ácida, se desliza bajo aquella masa de carne fría y muerta. En la cabina el olor es ahora insoportable.

Claudia busca el Zippo, estira la mano a trompicones sobre el caucho de círculos. Toca cosas viscosas, líquidas, blandas, flácidas,

(no quiero saber qué estoy tocando. No quiero saber qué estoy tocando. No quiero saber qué estoy tocando)

el filo de la navaja, de la que se aparta rápidamente.

Justo cuando se ha convencido de que el Zippo se ha caído por el hueco, lo encuentra. En un charco de líquido asqueroso, fluido y denso.

Lo recoge con los dedos temblando violentamente. La recorren escalofríos devastadores que provocan descargas eléctricas por todo el cuerpo.

Enciende la llama. Ilumina la cabina.

Ferro se encuentra en una posición ridícula y poco natural. Parece que ha metido la cabeza en una figura de cartón, de esas que tienen un agujero ovalado en el que meter la cabeza para sacar una foto graciosa, con la cara sobre el cuerpo de un vaquero o de un culturista.

Solo que tiene los brazos flácidos junto al cuerpo. Las rodillas, a ras del suelo.

Y la cabeza aplastada entre las puertas.

Con la sangre goteando sobre el carril de deslizamiento como un grifo mal cerrado.

—¿Está muerto? —dice con voz ronca Tomás.

Claudia se gira. El chico está inmóvil al fondo del ascensor. La observa con los ojos acuosos y la mirada perdida.

—Sí —responde ella, después se derrumba, agotada por la tensión, por la peste a excrementos, a sangre, a sudor. Vomita entre la camisa country doblada y la bota derecha de Ferro, la que se había quitado tras el accidente en el tobillo. Vomita chocolate, café, jugos gástricos, temblando por las violentas convulsiones, el uniforme desgarrado sobre el muslo izquierdo. La bola de metal que la ha hecho fuerte y decidida ha vuelto al universo extraño del que provenía.

Al final, Claudia se recupera. Se limpia la boca con la camisa de Ferro, recoge del suelo la camiseta de Bruce Springsteen, la rasga en tres tiras con la mano libre y con los dientes. Intenta mantenerse lúcida, no pensar que en cada movimiento está rozando un cadáver con la cabeza destrozada, que no puede evitar tocar con las piernas desnudas. Se esfuerza por no pensarlo, se arrodilla delante de Tomás, y le cubre de cualquier forma la herida con aquellas vendas improvisadas. La tela negra, fina, se empapa enseguida de sangre.

Intenta rasgar los faldones de la camisa de Ferro con las manos, sin conseguirlo. Y entonces recoge la navaja del suelo y comienza a cortar, en silencio. Mientras, Tomás la observa con una sonrisa triste.

Claudia se esfuerza por ignorar el olor de todas aquellas cosas que deberían estar dentro y que, por el contrario, están fuera, sangre, jugos gástricos, excrementos. Todo lo que debería estar dentro y, por el contrario, está fuera, y ella que querría estar fuera, está, en cambio, encerrada, todavía e inevitablemente dentro, quién sabe hasta cuándo, todavía.

—Debes aguantar consciente —está diciendo la voz de Claudia desde algún rincón del universo—. Debes mantenerte consciente, mantenerte consciente, consciente, consciente.

Su voz es suave miel, se desliza hacia abajo por los canales auditivos y rebota en el cráneo y baja vibrando hasta la garganta, pero el hombro está herido y quema y duele; entonces, Tomás orienta la vibración hacia territorios más seguros, la conduce y la dirige como una astronave que flota en el espacio vacío entre los márgenes, hay que prestar mucha atención a los espacios vacíos entre los márgenes, se dice Tomás, hay que estar muy atento porque en los espacios vacíos entre los márgenes viven las abejas sin forma, las abejas sin forma en la configuración conocida como Mark V tienen una potencia sonora impresionante, una compactación metálica capaz de cortar el cuello de un hombre como un cuchillo, hay que estar atentos, muy atentos, a las abejas sin forma.

—No te desmayes de nuevo —repite Claudia—. Sigue agarrado a la realidad, debes aferrarte a la realidad, dime algo, háblame, ¿cómo se llama tu padre?

En la oscuridad en el interior de la cabeza de Tomás se abre una nueva pequeña boca que ríe, habla masticando clavos y pedacitos de botella: «Podré al menos acordarme de cómo se llama mi padre —gesticula la pequeña boca en el interior de la cabeza—. Podré al menos acordarme de todas estas cosas, yo, yo tenía otras cosas que hacer, he luchado contra el monstruo y el monstruo ha muerto, pero cuando su cabeza se ha separado del cuerpo, su sangre envenenada me ha puesto negro y denso, y ahora estoy muriendo también yo, lo que no me parece para nada justo, yo a esta hora tenía que estar ya en Ámsterdam, y ya que os concedo estar todavía aquí, algunas horas en este ascensor, podríais tener al menos la decencia de no hacerme sangrar tanto, eso al menos».

—¿Cómo se llama tu padre? —repite Claudia—. Tomás, Tomás, agárrate a la realidad, mantente consciente, no me dejes sola, Tomás, ¿cómo se llama tu padre? Dime cómo se llama tu padre.

La pequeña boca en la cabeza de Tomás responde: «No me acuerdo de cómo se llama mi padre», y lo dice muy alto porque el sonido sale por la boca más grande que está sobre la cara de Tomás por encima del navajazo y Claudia oye, porque dice:

—¿Qué quiere decir que no te acuerdas?

Y la pequeña boca repite:

—No me acuerdo, no me acuerdo.

Y Claudia:

—¿Y tu madre? ¿Cómo se llama tu madre?

Y la pequeña boca responde:

—No me acuerdo, no me acuerdo, no me acuerdo, déjame en paz, yo estoy bien aquí.