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No se hablan. Tienen los paladares ásperos; las lenguas, secas. No despilfarran palabras.
Claudia respira despacio, en simbiosis con la bola de acero que late en su esternón.
Lo único que consigue pensar es: «Quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir salir salir salir salir salir
»salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero salir quiero».
Ferro está oyendo la voz de un muerto, en su rincón del ascensor.
—No quiero problemas, chicos —dice la voz del muerto.
Ferro se burla, sin que le oigan.
La voz pertenece al Camello, el primer huésped de la cabaña del bosque. El Camello estaba atado a la silla con una cadena en torno al pecho y a los muslos. Frente a él estaba el Dentista, con los brazos cruzados. Ferro estaba un poco apartado.
El Camello había tenido la pésima idea de elegir como zona de operaciones la plaza situada delante del local de Ferro, el primer local, Graceland. El Pink Cadillac y el Memphis estaban todavía por llegar.
Ferro había tratado de convencerlo por las buenas y por las malas de que cambiara de zona, de que se trasladara unos cientos de metros, solo unos cientos de metros. Incluso había contratado vigilantes, pero todo había resultado inútil; el Camello había continuado con su trapicheo y con aquella actitud suya arrogante, insolente, odiosa.
—Pues entonces —le dijo un día el Dentista—, si la ley no se ocupa de ayudarte, me ocuparé yo.
Y el Camello estaba allí delante de ellos, en la cabaña, encadenado y perfectamente lúcido. Repetía:
—No quiero problemas, muchachos, no quiero problemas.
Había comprendido que se encontraba en una situación sin salida, sí, pero no se había dado cuenta hasta qué punto sin salida. Las pociones mágicas del Dentista estaban cumpliendo su efecto, el Camello estaba lúcido, pero insensible desde el cuello hacia abajo. Aquel pobre idiota creía que aún podía negociar, que podía arreglárselas de alguna manera. Prometió trasladarse, no molestar a nadie, incluso más, había añadido que podría trabajar para ellos, mantener limpia su zona. Gracias a él, decía, nadie trapichearía frente al Graceland.
Ferro oía su voz incrédulo, con los ojos asombrados y el estómago revuelto. «Pero ¿no se da cuenta? —se repetía inquieto—. ¿No se ha dado cuenta de nada? ¿Es posible?».
En aquellas situaciones, el Dentista se divertía una barbaridad. Mofándose, le dijo:
—Ahora sí que estás dispuesto a negociar, ya no eres tan arrogante, ¿eh? Casi podríamos pensar en dejarte libre… ¿Qué dices a eso, socio?
Ferro asintió mecánicamente mientras el Camello repetía:
—Sí, sí, no quiero problemas, muchachos, dejad que me vaya. Hablaré bien de vosotros, lo juro por mi honor.
Y hablaba, hablaba, seguía hablando, y Ferro no conseguía apartar los ojos del cubo en el suelo de madera, junto a la silla.
El cubo que contenía los brazos del Camello.
Sus pies, cortados por los tobillos.
Y buena parte de sus intestinos.
El Camello, insensible desde el cuello, repetía lúcido:
—No quiero problemas, muchachos, no quiero problemas.
—¿Quieres salir de aquí? —concluyó triunfalmente el Dentista—. Muy bien, podemos hablarlo, somos personas razonables.
Una surrealista sombra de esperanza se dibujó en el rostro del Camello.
—Pero —continuó el Dentista— antes de salir de aquí tienes que ponerte presentable.
A continuación se dirigió a Ferro, le dijo:
—Tráele el espejo. —Y añadió—: El grande.
Ferro llevó el espejo, el grande, frente a la silla del Camello.
Muchos años después, Ferro paladea de nuevo el sabor del metal bajo la lengua.
Nota la máscara roja presionando sobre su cara, presionando para salir.
Revive el subidón de adrenalina.
Los ojos del Camello.
Cuando vio su imagen reflejada.
«Revivir el subidón de adrenalina», dice la Máscara Roja. «Pronto». «Muy pronto».