Quinta hora

21:05

Un sonido penetra en el verde, lejano pero claramente perceptible.

Un sonido que proviene de uno de los pisos. El repique de un teléfono.

La cuchilla del verdugo.

—Ahí está —gime Tomás, con la cabeza entre las rodillas.

Sabe de sobra de dónde procede esa llamada telefónica. De la estación de Parma. Pasando por el piso quince.

—Con un ligero retraso —se burla Ferro—. Tu novia te ha concedido diez minutos de margen.

—¡Ya está bien! —salta Claudia.

Ferro chasquea los dedos.

—¡Coño! Se me acaba de ocurrir la teoría de la guerra bacteriológica.

El teléfono suena otra vez. Ferro se frota el pie.

—Podría reformular la teoría. Una guerra bacteriológica localizada. Primero han tomado Bolonia. Esta noche, Parma. Mañana, el mundo.

Tomás se tapa los oídos para no oírlo.

—Tranquilo —intenta consolarlo Claudia—. Tranquilo. Volverá a llamar. Volverá a llamar, ya lo verás. Volverá a llamar en cuanto salgamos de aquí. La llamarás tú cuando salgamos.

Acaba de tomarse el contenido del segundo Pocket Coffee, pero no ha notado ningún beneficio. El líquido denso y pastoso le ha secado aún más la boca. Está cada vez peor.

—No sabes de qué estás hablando. Mi vida se ha terminado. No tienes la menor idea de qué coño estás hablando. Cállate, por favor. Por favor.

Tercer repique.

Tomás cierra los ojos.

—Necesito un cigarrillo —grita de pronto Ferro—. Me voy a volver loco si no fumo. No os mováis. Me abro las puertas yo solo, que querría conservar sano al menos un pie. O fumo aquí dentro.

—Aquí dentro no hay aire —protesta Claudia.

Ferro la ignora. Busca el cigarrillo; luego, el Zippo. No hace ni siquiera ademán de abrir las puertas.

—Por favor —suplica Claudia al quinto repique—. No respiramos. No se respira aquí dentro. No respiramos. Ninguno de los tres.

Ferro aparta la mirada, molesto. Se lleva el cigarrillo a la boca. Lo enciende.

Claudia se pone de pie, va a las puertas. Busca la ayuda de Tomás, pero Tomás está en el abismo.

Y, entonces, trata de abrirlas sola, con todas las fuerzas que le quedan en el cuerpo. Solo unos centímetros. Un poco de oxígeno. Solo un poco.

Ferro expele el humo, canturrea «Mystery Train» con voz de ogro.

El teléfono repica por última vez, después el silencio vuelve a reinar.