20:17
—¿Galletas? —gruñe Ferro. Su voz es baja y gorgoteante como un puñado de piedras en el tambor de una lavadora.
—No tengo otra cosa —tose Claudia. Ha dividido en tres su ración de galletas. Ferro rechina los dientes ruidosamente.
—Si no hay otra cosa, disfrutemos de esta exquisitez para el paladar —dice.
Tiene el rostro sombrío. Lanza miradas convulsas a Claudia, después a Tomás, después a las paredes del ascensor. Mueve la cabeza por fases como un Terminator, aprisiona su galleta como una araña la mosca, prueba su consistencia entre los dedos.
—Casi se ha deshecho —se lamenta—, está medio deshecha. Joder.
Claudia encoje los hombros.
—Calor —dice solamente. Economiza las palabras. La garganta parece de cartón por lo seca que la siente, hablar duele, respirar es una agonía.
Ferro parte en dos la galleta, se lleva una mitad a la boca, mastica despacio, con los ojos perdidos en el verde. Después manda a la mierda el racionamiento de comida y se mete en la boca todo. Engulle veloz, gesticulando, con las manos sucias y pegajosas.
—¿Tomás? —dice de nuevo Claudia—. Tengo galletas. ¿Quieres una?
Tomás no responde. Está acurrucado en el fondo de la cabina y no ha dicho palabra desde hace veinte minutos. Tiene los ojos cerrados como si estuviese durmiendo, a veces lo recorren escalofríos convulsos y violentos.
—Tomás —repite Claudia. Estira una mano para tocarle el hombro, el chico se encoje, gime:
—No quiero nada. No quiero absolutamente nada.
—Deja que muera de hambre —ladra Ferro—. Si no quiere comer, deja que se muera de hambre.
Claudia lo ignora, para no verse obligada a insultarlo. Se está volviendo loca de ganas de fumar, de beber, de estirar las piernas. Mastica lentamente.
Te dará un poco de energía, pero empeorará la sed, lo sabes, ¿no?
Has ganado un poco de energía, que el calor y la espera y la inmovilidad te están quitando como una pila descargada, pero dentro de poco la sed te hará enloquecer. Todavía no sabes lo que significa de verdad tener sed, niña. Terminarás de verdad por beberte tu orina y estarás contenta, lo sabes, ¿verdad?
Vuelve a meter en la mochila la galleta rechazada por Tomás, que es mejor guardarla en previsión de momentos todavía peores, e inesperadamente toca algo en el fondo. Algo pequeño, liso y olvidado.
Se sobresalta. Mira a Ferro, pero Ferro no la está mirando. Come en silencio, con los ojos bajos como un león en la sabana. No repara en ella.
Entonces, Claudia abre la mochila peruana, solo un poco, lo suficiente para mirar dentro. Ha tocado un paquete de Pocket Coffee.
Un paquete que no recordaba llevar en la mochila.
«¡El concierto de los Subsónica!», se ilumina Claudia. El concierto de los Subsónica a principios del verano, el local a reventar, un calor de morirse. Los cuerpos sudados restregándose unos con otros. Y la sed a mitad del concierto mientras cantaba a grito pelado todos los estribillos, alimentada por un calor de horno en aquella maraña de carne bajo el escenario. Una sombra, desde luego, comparada con la verdadera sed, la que está viviendo en el ascensor parado hace tres horas y cuarto, aunque aparentemente sea, al mismo tiempo, insoportable. El bar estaba del lado opuesto del local, llegar hasta él significaba abandonar el puesto trabajosamente conquistado, abrirse camino entre el gentío, darse codazos en la barra, regresar, pasar entre la muchedumbre con la cerveza en la mano, intentar reconquistar el puesto, con el vaso de plástico lleno hasta el borde para hacer más lenta la empresa. Veinte minutos de concierto perdidos. Como mínimo.
Entonces tuvo una idea. Se metió en la boca un Pocket Coffee tras otro, chupando como una abeja el café encerrado en el envoltorio de chocolate. En todo caso era líquido.
Con ese miserable paliativo llegó al final del concierto, a la merecida cerveza, sin verse obligada a lamer su propio sudor o a mendigar una gota de agua a los vecinos.
A años luz de aquel momento despreocupado, Claudia tiene una mano hundida en la mochila peruana. Se asegura de que no la observan, mientras sopesa al tacto el contenido exacto del paquete.
Cuatro Pocket Coffee supervivientes. Cuatro.
Medio derretidos por el calor a juzgar por la consistencia. «Es increíble —piensa—, han sobrevivido a este infierno».
Claudia aplasta entre dos dedos la parte abierta del paquete, saca un chocolate medio fundido pero todavía lleno del líquido precioso. Lo desenvuelve con paciencia, sin sacarlo de la mochila. El chocolate está pegajoso y blando.
Ferro no mira. Es el momento.
Se lleva el Pocket Coffee a la boca, rápida como un rayo. Lo muerde. Cierra los ojos. Y entra en el paraíso.
Gotas de café.
Líquido.
Como una cascada en su boca reseca.
El líquido se extiende por el áspero paladar, por la lengua de cemento, por el interior de las mejillas como cuero. Reanimando cada punto que toca, bienhechor.
Para Claudia, es el momento más bonito desde que entró en el ascensor.
Cuando el café se ha terminado, gota a gota Claudia se traga el chocolate medio fundido. Quedan otros tres chocolates llenos de líquido en el paquete, tres reservas vitales. Deben seguir en el fondo de la mochila, bien escondidos. Son suyos y solo suyos.
Ahora que ha recuperado energías, Claudia puede afrontar la situación. Mira a Tomás, acurrucado como un trapo contra las puertas.
—¿Tomás? —murmura de manera dulce, capaz otra vez de articular las palabras—. ¿Tomás? ¿Estás bien?
—No —se queja el muchacho, sin girarse—. No estoy bien. No estoy nada bien. —Tose—. Tengo sed. Me muero de sed. He perdido el tren, el tren ya ha salido y yo estoy todavía en este jodido ascensor. Es imprescindible que haga una llamada, y este puto móvil sigue diciéndome que está buscando la red. Creo que tengo fiebre. No estoy bien. No estoy nada bien.
—Bueno, ¿por qué no lloras, niño? —lo provoca Ferro, con los ojos llenos de finas telas de araña rojas—. ¿Por qué no pataleas? A lo mejor la hadita buena te rescata. ¿Qué dices, niño? Patalea, venga. Diviértenos. Patalea.
—Basta —le reprocha Claudia.
—Basta, y un huevo —se encolerizó Ferro, poniéndose en pie.
Claudia se envara. Se pega a la pared.
Dios. Dios, está loco. Mírale los ojos. Está loco. Está loco.
Al verla asustada, Ferro se burla gangoso. Levanta las manos.
—Oh, oh, niña, tranquila. No te voy a violar aquí dentro. Ni siquiera hay espacio. —Ríe a carcajadas de su ocurrencia—. Pero, joder, tengo que fumar. Si no fumo, me vuelvo malo, ya no respondo de mí. No queréis ver a Aldo Ferro volviéndose malo, ¿verdad?
—Aquí no hay aire —susurra Claudia, buscando el apoyo de Tomás con el rabillo del ojo. No lo encuentra. Tomás no está, está en otra parte—. También yo querría fumar, solo que aquí dentro no hay nada de aire.
—Ya lo sé, niña, ya lo sé, también yo respiro, ¿qué te crees, que tengo branquias? Así es que seré bueno, respetaré las zonas de no fumadores e iré a fumarme un cigarrillo fuera. Mantenedme las puertas abiertas.
Estira la pierna, toca a Tomás con la punta de la bota.
—Eh, niño, ¿me has oído? Tengo que ir a fumar fuera. Sed buenos vosotros dos, sujetadme las puertas abiertas. Si no, me vuelvo malo.
Claudia se levanta mecánicamente, aprieta los dientes. Las rodillas anquilosadas gritan de dolor.
Por un instante ha tenido miedo, verdadero miedo.
No es Claudia alguien que se asuste fácilmente, pero cuando miró a Ferro a los ojos sintió un miedo atroz. Cuando vio aquellos dos pozos negros, dos pozos negros con la nada detrás.
En ese momento experimentó una sensación horrible. Ya no estaba en un ascensor con dos desconocidos, un chico inofensivo y fiable y un hombre desagradable, desagradable pero no más peligroso que el cretino que te obstruye y grita en medio de la calle, pretende tener razón, y no quiere firmar ninguna declaración. Cuando vio aquellos dos pozos negros, cuando oyó gruñir aquella voz de ogro, se sintió en un limbo sin reglas, en un limbo donde todo puede suceder. Con un joven aliado infinitamente más débil que el viejo enemigo. Tuvo miedo. Y obedeció.
Tomás, de nuevo, emerge un poco de su triste universo, un universo hecho de trenes en los andenes, de chicas en intrépida espera en la estación, de teléfonos inservibles. Se levanta sudando, araña las paredes de la parte opuesta a Claudia. Su piel resbala sobre el sudor de Ferro en los paneles de acero.
Abren las puertas.
Claudia tiene abierta la de la izquierda. Tomás, la de la derecha.
—Gracias chicos —dice otra vez Ferro—. Sed buenos, que después tío Aldo será generoso con la paga.
Arrima la cabeza al hueco del ascensor, de pie sobre el carril de deslizamiento. Se asoma a los ocho centímetros de que dispone, busca en el bolsillo la cajetilla; después, el Zippo. Saca el cigarrillo del paquete, con un meticuloso ritual. Enciende el cigarrillo, aspira voluptuosamente, y deja que el humo se pierda en el hueco.
Claudia y Tomás tienen que aplastarse contra las paredes, y estirarse lo más posible dentro de la cabina y tensar los brazos para mantener sujetas las puertas, en una posición incómoda y poco natural. Clavan los pies en el caucho de círculos como dos esclavos que dejan paso a su señor.
Claudia aprieta los dientes. Es increíble la presión que ejercen aquellas absurdas puertas de muelles, la insistencia con la que tratan de reunirse. No son puertas de muelles, piensa, son magnéticas, magnetizadas, parecen.
Tomás está concentrado en un esfuerzo simétrico del otro lado, con el aire ausente, los brazos tensos. Entre ellos, el doble de Elvis fuma tranquilo, con el torso desnudo bordando anillos de humo en el hueco del ascensor. Deja caer la ceniza por los once pisos, como si estuviese en el balcón de su casa. Claudia y Tomás se ven obligados a servirle, con los brazos estirados como los de Míster Fantastic.
«Como si no estuviésemos ya bastante machacados por el calor, la sed, la claustrofobia, no, tenemos además que luchar contra las puertas que se deslizan entre los dedos, todo para permitir a este gilipollas sudado que fume con calma», piensa, rabiosa, Claudia.
Lo odia. Soportaría toda aquella tortura, la inmovilidad, la espera, si su único compañero de desventura fuese Tomás.
Pero aquel hombre horrible, con sus miasmas de sudor fétido, con sus remolinos de pelo en la espalda y en los hombros, con todo el asco que tiene oculto detrás de la fachada de gente bien falsamente agitanado, todo eso le dan ganas de morder y arañar. La lima en la nuca late como si quisiera crecer, como si quisiese ramificarse entre los huesos.
Mira a Tomás, colocado en la puerta a la derecha del monstruo. Mira a Tomás, y ve solo un saco de carne vacía. Ve los músculos que presionan, los pies clavados en el suelo de caucho; pero su mente y sus ojos están muy lejos del ataúd de luz verde y acero inoxidable. Su mente está en algún andén tras un tren, un tren que corre hacia una chica que espera. Convencida de que en el tren que entra hay una persona, que llega para llevársela como el caballero de los cuentos de hadas. Una persona que llega para salvarle la vida. La persona que está con el torso desnudo en un ascensor, doblado hacia delante, pegado a las paredes, con las manos aferradas al extremo de una puerta, una plancha de metal que trata de prevalecer sobre sus pobres músculos torturados.
Y de pronto, mientras Ferro borda el enésimo anillo de humo, la mente de Tomás se separa un poco en exceso del cuerpo. Los dedos sudados resbalan en el acero, las zapatillas de baloncesto se deslizan hacia el interior, el cuerpo se desequilibra, los brazos ceden.
Los ojos del muchacho vuelven a animarse cuando ya es demasiado tarde. La puerta de acero se suelta como una cuchilla sobre el carril de deslizamiento.
Ferro apenas tiene tiempo de saltar atrás. El panel de metal choca violento contra su pie derecho. Ferro suelta un grito. Tira el cigarrillo, salta atrás con una contorsión cómica y dramática al mismo tiempo.
Claudia deja la puerta, que se une a su gemela con estrépito metálico. El cigarrillo traza un arco en el verde, cae bajo el panel de botones.
—Lo siento, lo siento —balbucea Tomás, recién aterrizado de un mundo remoto como para asumir las culpas de un cuerpo no suyo—, no lo he hecho aposta, lo juro; no lo he hecho aposta.
Ferro se deja caer en el fondo de la cabina, blasfema, se sujeta el pie.
—¡Maldito cabrón! —ladra—. ¡Maldito cabrón! Lo has hecho aposta, pedazo de cabrón, maricón de mierda; lo has hecho aposta, hijo de puta, hijo de puta.
Se quita la bota, se toca el pie, suelta otro grito. Ni siquiera consigue tocarse el tobillo.
Dentro de poco estará hinchado como un pez globo. Coño.
¿Cómo voy a arreglármelas para conducir el coche cuando salgamos de aquí?
¿Cómo hago para volver a la cabaña con un pie inútil?
Mierda.
Mierda.
Mierda.
—¡Me has roto el pie! —gruñe—. ¡Me has roto el pie, cojones, maldito cabrón!
Mete la mano en el bolsillo donde tiene la navaja, con los ojos rebosantes de odio. Siente un dolor agudo en el tobillo. Aprieta los dientes.
—Lo siento —gime Tomás—. Lo siento. No lo he hecho aposta. La puerta pesa. Tengo los dedos sudados.
—No puede haberse roto el pie —interviene Claudia—. Tendrá una contusión. Como mucho se hinchará un poco.
—Sí, sí, encima defiéndelo, encima defiéndelo, yo estoy cojo y tú lo defiendes, encima, lista. ¿Por qué no se la chupas delante de mí?, así al menos me distraigo, joder, joder, qué maaal, joder. —Y sigue mirándose el pie como si quisiera cortárselo—. Me las vas a pagar, me las vas a pagar, maricón, hijo de puta.
(Aprieta la navaja con los dedos. Ceden los márgenes. Los muros se hunden. Estalla el mundo. Manchas escarlata, detrás de los párpados).
Claudia aplasta el cigarrillo todavía encendido con el zapato. La lima continúa desgastando su espina dorsal.
Va a hablar, pero nota algo. Algo bello e inesperado.
Tomás está todavía lloriqueando histérico.
—No ha sido culpa mía, lo juro, lo juro; no lo he hecho aposta. —Claudia lo hace callar.
—¡Se ha movido! ¿Lo habéis notado? ¡Se ha movido!
Tomás y Ferro escuchan a la vez. Sus expresiones cambian al instante.
—¿Qué? —exclama Ferro—. ¿Qué se ha movido?
—¡El ascensor! ¡El ascensor! ¡Se ha movido! ¡Lo he notado! ¡Se ha movido!
Ferro se pone de pie, en equilibrio sobre el pie izquierdo y el talón derecho. Da un puñetazo contra la pared, grita:
—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí, hijos de puta! ¿Hay alguien? ¡Estamos aquí!
Se echa hacia delante tratando de no descargar el peso del cuerpo en el tobillo dolorido. Roza a Tomás y a Claudia, levanta gotas de sudor al contacto de las carnes. Se agarra al panel de botones, presiona seis veces el botón de alarma, grita:
—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí, hijos de puta! ¡Estamos aquí!
Presiona la oreja contra la pared. Tomás vuelve a abrir las puertas fatigosamente, por pura adrenalina. Los labios en tensión y los dientes apretados.
Las abre sólo unos centímetros. Observa la pared del hueco.
—No se está moviendo —gime. Ferro lo hace callar, con el ceño fruncido. Mira a Claudia, esperanzado—. ¿Se ha movido? ¿Estás segura de que se ha movido?
Ella espera una eternidad antes de responder.
—Quizá. Creo que sí. Me pareció…
Durante unos minutos se quedan los tres inmóviles, en silencio, en el verde. Después, Tomás se resigna, se deja caer debajo del panel de los botones.
—Se había movido —asegura Claudia, con los ojos húmedos—. Se había movido.
Ferro vuelve a sentarse, se da masaje en el pie desnudo. Suelta entre dientes extrañas blasfemias inarticuladas.
—Se había movido. —Llora Claudia—. Se había movido.
Al final, también ella calla.
20:50
Cae la arena en la clepsidra, canta insistente la voz de araña en la cabeza de Tomás, cae la arena en la clepsidra, cuánta arena queda en la clepsidra, oooh, mira, qué poca.
Cállate.
Oooh, mira qué poca arena en la clepsidra, qué poca arena, piensa en Francesca, ya ha salido de casa, ya está en la estación, cuenta los minutos; Francesca, con su maleta y su relojito y su cabecita contenta, dándole vueltas feliz durante la espera, pobre Francesca.
Cállate.
Oooh, qué poco falta, qué poco falta, cuatro minutos, piensa en el momento en que el tren se pare en el andén, estará inquieta y preciosa, con el estómago encogido y el corazón desbocado, buscando su rostro entre tantos, pobre niña desilusionada.
Cállate. Hijo de puta.
¿Qué hará, mi pobre Francesca, cuando el tren se vaya y el andén se quede vacío y no haya ni rastro de ti? Cogerá el teléfono, claro. Llamará a tu móvil. ¿Y qué pensará al oír una voz grabada que repite: «El número seleccionado no está disponible»? ¿Qué pensará de ti?
Marcará el número de tu casa, con una tormenta en el pecho y un lago en los ojos. ¿Cuántas veces lo dejará sonar antes de resignarse?
¿Diez veces?
¿Veinte veces?
¿Cuántas veces lo dejará sonar?
—¡Eh, niño! Ven aquí.
Tomás abre los ojos, vuelve a la realidad. Ferro lo mira a través del verde.
Tiene los ojos con cercos oscuros, muy hundidos. Son extraños aquellos ojos con la luz esmeralda. Parecen amarillos.
—Acércate, niño —susurra Ferro, como si no estuvieran a cuarenta centímetros el uno del otro. Tomás mira de refilón a Claudia, que está ahora apoyada en las puertas. Está acodada sobre su mochila peruana. Parece dormir—. No te voy a hacer nada, niño. Quiero hablar contigo.
Tomás se acerca renuente. Ferro mira fugazmente a Claudia, también él, después habla lentamente, muy despacio.
—Hagamos un pacto, niño. Yo soy un hombre razonable, ¿sabes? Tal vez me haya dado un arrebato como a todos, me duele el tobillo, tengo sed, puede darme un arrebato como a todos, pero después razono. Soy capaz de razonar. Al principio, cuando me soltaste la puerta en el pie, te habría estrangulado con estas manos…
—No lo he hecho adrede, ha sido…
—Ya, ya, déjame hablar, déjame hablar. Quiero decirte que no la he tomado contigo, ya sé que no lo has hecho aposta, ha sido un accidente, es cierto. En estas situaciones, los hombres tenemos que estar unidos, las mujeres tratan siempre de meterse en medio, para dividirnos; en cambio, los hombres tienen que estar unidos, ¿tengo razón?
Tomás asiente sin comprender. Ferro sonríe enseñando los dientes.
—Bien, chico. ¿Ves como soy una persona razonable? ¿Qué no te guardo rencor? —Señala a Claudia con un movimiento de la cabeza—. No como esa loca del pelo verde. Se ve al momento que esa es una auténtica tocapelotas, que se hace la dura, que nos da por el culo, nos dice que el ascensor se ha movido, nos crea ilusiones, la gilipollas, se hace mucho la dura y quizá hace ya cuatro horas que está húmeda, porque las mujeres se empapan con la tensión, ¿lo sabes? A lo mejor lleva cuatro horas haciéndose la estirada, y, en realidad, está húmeda y no hace más que pensar: «Pero estos dos por qué no sacan el pájaro y me follan como se debe y como conviene, ¿qué son estos dos?, ¿impotentes?, que me ven medio desnuda y no hacen nada de lo que sería lógico y natural hacer». ¿Sabes lo que vamos a hacer, chico? Dime si no te parece bien, ahora nos bajamos los pantalones, la despertamos, y cuando abra los ojos, lo primero que verá serán nuestras vergas empalmadas, ¿qué dices?, ¿no te parece que se excitará como un animal? Yo creo que sí, entonces, qué dices, ¿lo hacemos?
Tomás traga saliva. Ocho zarpas de sudor helado trepan por su espalda.
—Tengo novia —balbucea.
Ferro agita la mano como para espantar una mosca.
—Qué importa, qué importa, yo estoy casado, ¿qué te crees? He dicho un montón de mentiras, se hace así con las chicas, se dicen un montón de mentiras, yo estoy casado y tengo un hijo, ves, qué importa. ¿Tú crees que a la puta le importa que yo tenga mujer e hijo? Mira cómo va vestida, ¿no te parece que tiene unas ganas locas de polla, una que viste así? Con esa cara de mosquita muerta, ¿sabes lo que te digo? Esta es una que no se limita a metérsela en la boca y tragarse hasta la última gota, no; mira, oye la voz de la experiencia, que yo experiencia tengo para regalar, chico, esa es una de las que te la trabajan con la lengua y mientras tanto te miran con esos ojazos de par en par, que quieren verte bien cuando disfrutas, conozco a estas, con esas ganas ilimitadas de polla que tienen, entonces, ¿qué dices, de acuerdo?
Tomás tiene los nervios desatados. Es consciente de cada uno de sus nervios, los siente tensos bajo la piel delgada como la seda.
—No me parece —musita al fin.
(¿Para qué coño pierdes el tiempo en hablar con este crío idiota? ¡Saca la navaja! ¡Clávasela en el cuello! ¡Directa a la garganta!)
(No. No puedo. Se descubriría todo. El apartamento. La cabaña. Todo. Tengo que estar tranquilo, razonar. Tengo que estar tranquilo, razonar).
Ferro sacude la cabeza, se ríe. Farfulla algo.
Y vuelve a darse masajes en el pie, concentrado solo en la inflamación del tobillo.
«¿Qué son esos susurros? —se dice Claudia en el duermevela, encerrada en un caparazón de semiconsciencia misericordiosa—. ¿De qué están hablando? ¿Qué susurran? ¿Hablan de mí?».
Dentro del caparazón, la lima en la nuca se ha convertido en una bola de acero.
La bola de acero late como un sol negro detrás del cuello.
Dentro del caparazón, Claudia trata inútilmente de visualizar la cara de Bea.
Se concentra, rebusca en los reservados esponjosos de la memoria, extrae vagas impresiones de ojos, nariz, boca; intenta encajarlas en un rostro.
Pero los detalles, todos los detalles se escapan.
No recuerda más que un maniquí con un óvalo blanco en el lugar de la cabeza. Se vuelve a ver paseando por las callejuelas del gueto con un maniquí sin rostro, yendo al cine con un maniquí sin rostro, despertándose en una mañana de lluvia junto a un maniquí sin rostro. No recuerda su cara. Ya no recuerda su cara.
Excepto.
Quizá.
¡Eso!
Hay una imagen que emerge del tejido esponjoso, aquí está, Bea, sus pecas, su pelo rojo, sus dientes perfectos, ¡Bea! El recuerdo de aquella noche de invierno, la primera nevada del año, Claudia y Bea entrando en el edificio de veinte pisos, están alegres, tienen el pelo mojado y chorreando, entran en el ascensor
(en el ascensor)
Bea lleva en la mano la bolsa del videoclub, dentro La última noche de Boris Grushenko y la clásica Annie Hall, Claudia sostiene las cajas de las pizzas, se queja porque los cartones de las pizzas queman y rezuman aceite, se ríen porque el calor que sale de las cajas se está condensando en el techo blanco del ascensor
(aquel ascensor)
y Bea usa la mano libre para pulsar el botón, y las puertas eléctricas se cierran
(aquellas puertas)
como siempre, el ascensor sube, se detiene en el piso, las puertas eléctricas se abren, Claudia y Bea salen de la cabina
(aquella cabina)
y en cuanto ponen el pie en el descansillo, los rasgos de Bea se disuelven, Bea es otra vez un maniquí con un óvalo vacío en lugar de la cara, un maniquí que lleva en la mano la bolsa del videoclub, dentro La última noche de Boris Grushenko y la clásica Annie Hall, y en ese momento la verdadera Claudia se echa a llorar, la bola de acero se mueve hacia el esternón y comienza a latir y cuando las lágrimas se salen de los párpados y el latido es demasiado intenso en las costillas, Claudia se despierta.
Arrancada del mundo blanco y rosa, otra vez en el mundo de color esmeralda.
Mira el ascensor donde el calor se había condensado en el acero, donde se había reído con Bea, lo mira y ve a Ferro que se masajea el pie desnudo, Tomás que juega desesperado con las llaves, las paredes cercanas, cercanísimas.
Intenta volver a su caparazón, pero volver al caparazón es imposible.
Y entonces se resigna a esperar.
Y se aferra a una línea tranquilizadora de pensamientos. Albi del Falco Nembo Kid, seiscientos cincuenta y un números.
Desde el número quinientos veintinueve pasa a llamarse Supermán Nembo Kid. Desde el número quinientos setenta y cinco pasa a llamarse Supermán Mondadori.
Superalbo Nembo Kid, ochenta y cinco números. Desde el número sesenta y dos se convierte en Batman Nembo Kid.
Supermán Williams, primera serie, dieciséis números.
Supermán Williams, segunda serie, once números.
Colección Super, veintiséis números.
Supermán Cenisio…
Llega hasta Supermán TP de la Play Press. Después rebobina el hilo. Vuelve a empezar desde el principio.