El sol iluminó el primer encuentro entre Claudia y Bea, pero era un sol de pega. El frío atacaba a traición en el cogote en aquel otoño que ya parecía invierno.
El microbús de los extras llegó al plató de la plaza de Santo Stefano poco después de la hora de la comida. Claudia se bajó alegre y sonriente, con sus gigantescas gafas de sol años setenta, su bufanda freak, la chaqueta vintage comprada en Piazzola junto a los vaqueros rojos de bajos descosidos. En aquella época, Ricky y ella hacían de extras en todas las películas en que conseguían meterse. Cien papeles por pasar la tarde fingiendo conversar en el fondo de una escena, ya ves, para pagar el alquiler del piso de estudiante; cien papeles venían muy bien.
Pasearon por la escalinata de una discoteca en marzo, en una película sobre la vida de un famoso dibujante de cómics. En mayo, fingieron beber cerveza en la barra de un pub, en una película destartalada y pretenciosa de ambientación estudiantil. En junio, repitieron guisantes y zanahorias una docena de veces a golpe de claqueta, en el conjunto de extras que formaba el cortejo de una boda.
En aquella tarde de helado otoño, se limitaban a estar entre el público de una carrera de Fórmula 1 años treinta. Cien papeles ganados con gritos y aplausos al paso de los bólidos, parte del alquiler pagado sin esfuerzo de aquel piso de la calle Fondazza que Claudia y Ricky compartían con tres individuos bastante despreciables.
Se habían puesto en fila para el maquillaje y el vestuario, ella bromeaba y sonreía, ajena a que estaba destinada a mudarse un día, más adelante, a un edificio de veinte pisos, y a quedarse encerrada en un ascensor entre los pisos once y doce. No podía presagiar ninguno de aquellos acontecimientos allí, en el adoquinado de la plaza de Santo Stefano.
Mientras estaban en fila para el maquillaje y el vestuario, Ricky gritó: «¡Ahí está!», con voz rota por la emoción. Claudia fingió tomarle el pulso y se burlaba. «¡Qué no me muera aquí!», dijo riendo.
El protagonista de la ficción había aparecido, vestido ya de piloto, en el centro de la plaza para discutir la escena con el director. Ricky se lo comía con los ojos desde lejos. Había hecho de todo para meterse en aquel rodaje y coincidir con el actor de perfil aristocrático. «Me basta con verme en el rinconcito más pequeño de la pantalla en una escena en la que aparezca él», le había dicho a Claudia con aire soñador en el microbús.
Ricky era el compañero de piso de Claudia, su mejor amigo. La primera persona que conoció al llegar a Bolonia, la única tabla de salvación en aquel refugio de estudiantes psicópatas enquistado en la calle Fondazza. Se habían apoyado uno a otro innumerables veces, en aquellos primeros años de exámenes y amores tormentosos. Ricky, con propensión a enamorarse de algunos pseudoartistas capullos, incurable, inexorablemente capullos. Claudia, incapaz de calcular el justo peso de los acontecimientos, con propensión a enamorarse perdida y locamente por un beso, un solo beso, tal vez alcohólico, en medio de una fiesta.
Una noche, Claudia se sintió a un paso del abismo, deshecha en lágrimas, humillada hasta los huesos. Ricky la consoló durante horas y horas, después la miró desde los pies de la cama, la contempló con ojos serenos y soltó una frase absurda como:
—Escucha, sé que ahora te sientes inútil y violada, pero si te sirve para sentirte mejor, recuerda que si alguna vez quieres darle sentido a tu vida convirtiéndote en madre, pues bien, que sepas que en ese caso me sentiré orgulloso de donarte mi semen.
Y tras esta frase absurda, se produjo un silencio profundo y solemne.
Claudia lo miró con los ojos hinchados. Lo contempló incrédula durante unos segundos y después empezó a reírse sin poder parar, repitiendo continuamente:
—Me sentiré orgulloso de donarte mi semen, ¡nooo! ¿De dónde te has sacado eso? ¿De dónde te has sacado eso?
Y de algún modo, gracias a Ricky y a aquella estrafalaria salida suya de fanático de Will & Grace, también aquella tormenta pasó.
Estaban juntos aquella tarde, como siempre, esperando para el maquillaje y el vestuario. Claudia salió de la fila con un abriguito marrón, un par de zapatos de cartón, un sombrerito sobre el absurdo peinado de princesa Leila; Ricky, con un chaleco, bigotes postizos y sombrero de fieltro. Al principio evitaron mirarse para no soltar la carcajada.
Había balas de paja alineadas para delimitar la pista delante de las Siete Iglesias. Los extras se habían dispuesto detrás de las balas de paja, listos para aplaudir al paso de los coches. Rodaron la escena, gritaron y aplaudieron. Después la rodaron otra vez, y otra vez, y después hubo problemas con el sol y las luces y las tomas se pararon durante media hora. Claudia se encendió un cigarrillo y comenzó a lamentarse del frío, porque el aire helado se le metía por debajo del abrigo y tenía los muslos como dos bloques de hielo. Entonces, Ricky, con ancha sonrisa, le dijo: «Ya he pensado en eso». Abrió su mochila y le lanzó un par de calentadores.
—Póntelos —le dijo—, además, las balas de paja te tapan de la cintura hacia abajo, nadie los verá.
Claudia se puso ambas manos sobre el pecho, inclinó la cabeza y pestañeó exageradamente, como diciendo: «Mi héroe, ¿cómo podré agradecértelo?».
Y así, mientras los técnicos resolvían el problema de las luces, en la plaza de Santo Stefano corrieron rumores sobre la chica de los calentadores debajo del abrigo. Hubo chistes y elogios, ella respondió con gracia, fingiendo actitudes seductoras mostrando sus muslos con los calentadores. Después, Ricky vio a Bea en maquillaje.
—Espera, voy a saludar a esa chica —le dijo a Claudia—. La conocí en el rodaje de aquella película espantosa, aquella del enfermo del psicopático.
Claudia se tapó la nariz con disgusto al recordar la película del enfermo del psicopático.
Ricky corrió contento a ver a Bea. Ella le reconoció enseguida, le besó en las mejillas, le tiró en broma de los bigotes postizos.
Bea tenía un pequeño papel en aquella ficción sobre la Fórmula 1. Era la vulgar y aburrida esposa del protagonista, pronto apartada en favor de una misteriosa y bellísima heredera, apasionada de los motores.
Claudia los estudió de lejos, mordisqueando una barrita de chocolate rellena de crema de avellanas para recuperar energías. Bea era una potencial candidata a miss Irlanda, pensó. Pelirroja. Ojos verdes. Pecas.
La observó a distancia perdida en sus pensamientos y, de pronto, Ricky se la había puesto delante exclamando: «¡Te presento a Bea!».
Claudia pestañeó un par de veces limpiándose la mano pringosa de chocolate en el traje de escena. Se había presentado a la potencial miss Irlanda y la potencial miss Irlanda había gritado: «¡La chica de los calentadores!»; Ricky se partía con su carcajada de ganso acatarrado.
Se conocieron así, en medio de la plaza iluminada por un sol helado. Bea maquillada de mujer vulgar y aburrida, Claudia con los calentadores bajo el abriguito. Con una barrita de chocolate rellena de crema en la mano, a la sombra de las Siete Iglesias de Santo Stefano.
Al atardecer terminaron las tomas, pero no aquella jornada. Si aquella tarde habían surgido amistades y conocidos, era un pecado dejarlos desaparecer como había desaparecido el atractivo actor protagonista después de la última claqueta.
Claudia y Ricky arrastraron a Bea y a un pequeño grupo de extras a una vieja hostería, comieron, bebieron, rieron; después, algunos volvieron a casa, pero un grupito se subió a los coches para, de una forma u otra, continuar con la juerga. Se fueron al barrio de Primo Maggio, en las puertas de la ciudad, donde decían que había un pub con lectura de cartas gratis. Tras la lectura gratuita de cartas, bien entrada la noche, el grupo se había reducido.
Solo quedaban seis que no querían irse a dormir, seis con un solo coche. Claudia, Ricky, Bea, dos extras que parecían Stan y Ollie, uno gordo con bigotes, el otro flaco con aire bobalicón, y otro tipo que había estado con ellos toda la tarde sin decir una palabra. Nadie sabía si era un extra, un maquillador o un transeúnte que no sabía cómo trasnochar. En noches como aquella, hay cosas que no tienen importancia.
Se quedaron un rato charlando fuera del pub y valorando los posibles destinos, discotecas, cervecerías; entonces, Bea chascó los dedos.
—¡Os llevo a la casa embrujada! —exclamó—. ¡Os llevo a la casa embrujada!
La idea fue acogida con un entusiasmo sin precedentes. Nadie pidió detalles, todos estaban ya demasiado borrachos para hacer preguntas. Se montaron los seis en el coche de Bea, Claudia del brazo de Ricky, y detrás, junto a Stan y Ollie, el intruso mudo.
Bea condujo fuera de la zona industrial, giró en una pequeña estación de la periferia, desembocó en una tortuosa carretera por el campo. Recorrieron algunos kilómetros entre campos hasta que, de pronto, se vieron en tierra de nadie.
El alumbrado público había desaparecido después de una curva, sustituido por un muro de tinieblas. La luz amarilla sustituida por una fina neblina que engullía el asfalto.
—Os voy a enseñar una cosa increíble —dijo Bea, con los ojos excitados.
Avanzó un centenar de metros entre la neblina color crema y, después de otra curva, el coche reapareció en el mundo. De nuevo había luces amarillas, aire limpio, línea blanca en el asfalto.
Dio la vuelta con un giro brusco, las ruedas posteriores rechinaron en el borde de un campo. Y se adentró otra vez en la oscuridad y la niebla.
—Adivinad dónde está la casa embrujada —rio burlona.
Claudia y Ricky se intercambiaron una rápida mirada, él le susurró al oído:
—¡Es encantadora pero está más loca que una cabra!
Claudia asintió con un gesto de la cabeza, de acuerdo en ambas cosas. Después, Bea se acercó hasta casi rozar un muro a los dos lados de una enorme verja.
—¡Es aquí! —dijo, bajando la voz. Había enfocado los faros hacia la verja.
Detrás, entre la niebla y los campos, en medio de los árboles, aparecía una villa abandonada. Bajaron del coche para ver la villa con las caras metidas entre los barrotes de la verja. Bea empezó a hablar. La niebla subía y formaba pequeñas gotas bajo la chaqueta de Claudia.
—Esta es la casa embrujada —susurró Bea—. Fue construida sobre los restos de una villa. Destruida por un incendio.
—Ya lo había oído —rio Claudia—, Sam Raimi, ¿no? —Pero Bea la ignoró.
—El propietario de la primera villa, ¿sabéis?, se encontró una noche a su mujer y a su hermano en el pajar, en actitudes comprometidas, ya me entendéis. No le vieron ni oyeron. Cogió un fusil, regresó al pajar y disparó a su hermano entre las piernas. A continuación, mientras su mujer gritaba empapada en la sangre de su amante, le disparó entre las piernas también a ella. Los arrastró a la casa, ensangrentados y medio muertos, los ató juntos en el suelo del salón, cara contra cara, herida contra herida. Después subió al primer piso, cerró con llave la habitación donde dormían los niños. Prendió fuego a la villa. Y, por último, regresó al salón, se sirvió una copa y esperó a la muerte.
Claudia estaba a punto de añadir algo, pero se le había apagado en la garganta. Había algo magnético en aquella casa. Algo hipnótico y atrayente como los ojos de una cobra.
Miró una vez más entre las rejas.
Había un ramo de rosas al pie de la verja. Un ramo de rosas tirado entre la maleza.
Y la luz de la luna, filtrada por la niebla, dibujaba extrañas sombras sobre la entrada de la casa. No simples sombras de árboles. Parecían formar una gran cruz negra.
Bea continuó con su relato, como una guía turística en una excursión al horror.
—La segunda villa la mandó construir, sobre las cenizas de la anterior, un rico terrateniente. Él y su mujer vinieron a vivir aquí a comienzos de siglo y en esta casa nació la niña.
Hizo una pausa efectista. A la espera de que alguien, por ejemplo Ricky, preguntase:
—¿Qué niña?
—La niña que veía el futuro —respondió guasona. Miró a su público, uno a uno, a Claudia, a Ricky, a Stan y a Ollie y al desconocido—. Que preveía los acontecimientos que sucedían puntualmente pocos días después. Que recitaba poesías en griego y latín, sin haber estudiado jamás ni griego ni latín. Que juraba y perjuraba que había un niño bajo su cama, que había hablado con él, que había hecho amistad con aquel niño.
—Ya —bromeó de nuevo Claudia—. Nicole Kidman, ¿no? Los otros.
Nadie se rio. La idea de reír, el solo concepto de reír parecía totalmente ajeno a aquel lugar, a aquella casa. Bea siguió contando, precisa y cuidadosa como una guía turística.
—Ya comprenderéis, para una familia beata y supersticiosa de principio de siglo, ciertos hechos sobrenaturales no podían ser más que obra del demonio. Y por eso, el padre la enterró viva. La emparedó en su habitación.
—¡Joder! —exclamó Stan u Ollie, uno de los dos.
Bea señaló una ventana, la más iluminada por la luz de la luna.
—Esa era la habitación de la niña —dijo—. El padre clavó tablones de madera para impedirle saltar abajo, pero ahora ya no están los tablones. Ella está muerta ahí, detrás del muro, a pocos centímetros de distancia de sus padres. Pero, dentro de la casa, todavía se puede oírla llorar o pedirle ayuda. Hay quien jura que la ha visto jugando a la pelota en los pasillos oscuros. ¿Entramos?
Y miró a todos a los ojos, escrutando las reacciones ante aquella propuesta a quemarropa.
Claudia notó que se le ablandaban las rodillas. No lo demostró. Pragmática, fingió estudiar la verja y el muro en torno a la villa.
—Las tapias son demasiado altas —observó—. ¿Cómo vamos a entrar? ¿Volando?
Ricky y los otros le dieron la razón, visiblemente aliviados. Bea se rio.
—De hecho, no se entra por la puerta principal. Hay un conducto de desagüe en el muro, allí, ¿veis aquella abertura en el muro, aquella redonda? No llueve desde hace dos semanas, así es que el conducto estará seco. ¿Entonces? ¿Vamos?
Ricky ponía los ojos en blanco.
—¿Tenemos que entrar en la casa pasando por ahí?
—Son apenas treinta metros. Nos arrastramos por el conducto, salimos a los sótanos de la villa y allí hay una escalera que lleva a los pisos superiores. Sólo hay que estar atentos porque la madera está medio podrida. Tengo una linterna eléctrica en el coche, ¿vamos?
—¿A los sótanos? —resopló Stan u Ollie.
—¿Una escalera de madera podrida? —repitió cual eco Ricky. El mudo, como siempre, no dijo nada.
Bea sacudió la cabeza.
—¡Bah! Ya sabía yo que os ibais a cagar de miedo. —Miró a Claudia—. Al menos tú ¿vienes?
Claudia oyó una voz que le salía de la boca, una voz idéntica a la suya, que respondía autónomamente:
—Por supuesto que voy.
—Estate atenta —susurró Ricky a su espalda. Claudia le devolvió un gesto tranquilizador, mientras seguía en el conducto a Bea y al haz de luz de la linterna.
Se había doblado hacia delante para entrar en el pasadizo del muro, casi a cuatro patas. Unos cuantos metros y el mundo exterior había sido tragado por la niebla.
Ricky, Stan y Ollie, el mudo, el coche. No había nada más, nada excepto el ruido al fondo del túnel y el olor a agua estancada, hojas putrefactas y roedores en descomposición que desagradaba a su nariz.
—¿Miedo? —provocaba Bea.
—No tengo miedo de nada —respondió ella, representando el papel del chico estúpido en las películas de miedo. El que entra en la casa abandonada para provocar la admiración de la chica y no mostrarse cobarde, y dos minutos después muere brutalmente decapitado por la bruja sarcástica.
Se arrastraron por el túnel durante toda una era geológica, y al fin Bea susurró: «Aquí está», iluminando con la linterna las paredes del sótano.
Tiempo atrás, Claudia había ido al estreno de The Blair Witch Project. Fue con Ricky y habían acordado taparse los ojos en las escenas excesivamente terroríficas. En realidad, durante casi toda la película fue innecesario; se comieron sus palomitas tamaño gigante, con los pies apoyados en el respaldo de las butacas de la fila anterior, riendo ruidosamente en algunos momentos de comicidad involuntaria de la película. Bastante aburridos, siguieron con la cámara subjetiva el vagabundeo de los niños perdidos en el bosque. Hasta que, en los últimos cinco minutos, los supervivientes entraron en la casa embrujada. Entonces, y sólo entonces, Claudia sintió algún escalofrío.
No la habían asustado los bosques, los espacios abiertos, la oscuridad entre las ramas. No se había contagiado en absoluto de la angustia de los personajes perdidos en los bosques. Pero, inevitablemente, se había dejado atrapar por el arquetipo de la maldita casa. Por el lugar acogedor y familiar por definición, por el vientre materno, por el lugar designado para protegerte del mundo exterior, que, de pronto, sin piedad, te mata.
Y entonces, sin comunicárselo a Ricky, miró los cinco últimos minutos de la película con los párpados entrecerrados. Compartiendo así solo en parte el terror de la protagonista, empeñada hasta el final en filmar los escalones de piedra, las habitaciones abandonadas, los grafitis en las paredes desconchadas. El amigo con la cara vuelta hacia la pared, en la última escena, la oscuridad final.
La videocámara sobre el frío suelo.
En el momento de entrar en una verdadera casa embrujada, Claudia se dejó llevar por el terror de la misma manera. Entrecerró los ojos, vislumbrando por una rendija la espalda de Bea y el haz de luz de la linterna, y se esforzó por no ver nada de lo que estaban atravesando. Eso hizo en el sótano, en la escalera de madera de escalones que crujían, y después por el salón. Sobre todo, en el salón.
Intuyó por el rabillo del ojo la espantosa amplitud de aquel lugar. Tal vez había sido reconstruido sobre las cenizas del salón originario, pensó. Aquel en el que un hombre había esperado a las llamas sentado en el sofá, junto a su hermano y a su mujer atados y ensangrentados en el suelo, ignorando los gritos de los niños que ardían en el piso superior.
Había un olor diferente en aquel salón. Cinamomo y cera hervida, mezclados. Demasiado intenso. Podía haber cosas malignas y hambrientas al acecho en los rincones más lejanos, en la oscuridad. Mejor no mirar, concentrarse en la espalda de Bea, en la luz de la linterna. Y no mirar absolutamente nada.
Bea cruzó el salón a grandes pasos. Después dijo, con total naturalidad:
—¡Ah!, no te lo había dicho. En la villa se celebran, de vez en cuando, misas negras.
«Gracias —pensó Claudia—, ahora me siento mejor. De verdad, mucho mejor. Gracias por haberme tranquilizado».
Antes incluso de responder, Bea se había dirigido veloz hacia la escalinata de piedra. Claudia la siguió por los escalones húmedos y fríos, subieron al piso de arriba, desembocando en un largo pasillo desnudo. El haz de luz recorrió las jambas de las puertas corroídas por la carcoma, los restos de habitaciones en las que en otra época vivió alguien, en busca de un detalle especial. Bea sonrió de modo siniestro.
Iluminó la puerta condenada.
—Esta era la habitación de la niña —sonrió triunfante, los ojos le brillaban. Dirigió el haz de luz hacia abajo, descubriendo un agujero en el muro. Un boquete de un metro de diámetro, como la huella de un ariete.
Mientras seguía a Bea por el boquete, Claudia tuvo un pensamiento. En el fragor borrascoso de las sienes, provocado por el latido violento de su corazón.
Oh, aclarémonos.
Yo no tengo miedo de nada.
No tengo miedo de nada.
Sin embargo.
Oigo algo.
Que recuerda vagamente el llanto de una niña.
O una pelota que rebota.
Yo muero aquí.
Yo no tengo miedo de nada.
Pero esto.
Objetivamente.
Es un poco demasiado.
Si asoma un ratón.
Aunque sea sólo un ratón.
Desaparezco a la velocidad del rayo.
Y no paro hasta llegar a Kansas.
La habitación estaba alumbrada por una opaca luz amarillo azulada. La luna iluminaba las paredes desconchadas por una enorme brecha en el tejado, rasgando el velo de la niebla. Bea indicó la brecha con un gesto de la cabeza.
—¿Ves? Cuando hay luna llena la luz da en la ventana. Desde fuera se tiene la impresión de que la luz de la habitación está encendida. Sugerente, ¿eh?
—Bastante —comentó Claudia, moviéndose entre escombros, hojas y cosas extrañas bajo los pies, como paja húmeda y blanda. Se acercó a la ventana, trató de descubrir a Ricky del otro lado de la verja, pero no logró distinguir nada entre las siluetas altas y oscuras de los árboles enormes en la niebla.
—Mira —la llamó Bea, apuntando la linterna hacia la puerta condenada.
Claudia buscó alguna cosa especial en el círculo iluminado, solo vio ladrillos rojos.
Levantó los ojos hacia Bea.
—¿Y qué es exactamente lo que tengo que buscar?
—Los surcos.
Y le indicó unos signos verticales sobre los ladrillos, paralelos, apenas visibles. Mostró los dientes blancos a la luz de la luna en una mueca sádica.
—Las uñas de la niña. Que trataba de salir. Excavando un pasadizo con las manos desnudas.
Claudia abrió los ojos de par en par.
Ante el desesperado intento de supervivencia de una niña que arañó la piedra hasta destrozarse la carne. Casi podía verla, sola en aquella habitación, sin comida, sin agua, sin voz, tras haber gritado días enteros, tras haber llamado inútilmente a sus padres. De rodillas en el suelo.
Pero Claudia, bueno, Claudia era la mujer que no tenía miedo de nada. Y disimuló todo el horror, y dijo con voz firme:
—¿Es ahora cuando sale el fantasma?
Bea la miró atónita.
—¿Qué fantasma?
—El fantasma de la niña, venga, he visto cientos de ésos en las películas de miedo. Las dos cretinas que han entrado en la casa embrujada se encuentran frente al fantasma de la niña, toda blanca, con los dedos consumidos hasta el hueso.
Bea se rio.
—Tú no eres nada normal.
—Espera, espera, no he terminado. El fantasma corta el cuello a una de las dos cretinas, a ti, probablemente; la otra huye por toda la casa, tropieza en la escalera podrida, corre entre esqueletos y telarañas, y al final se encuentra delante de la puerta condenada. En ese momento se da la vuelta, da un gran grito en primer plano y el fantasma también se va.
—¿Sabes? Me estás asustando un poco. Solo un poco.
—Era mi intención. ¿Les hacemos una broma a los otros?
—¿Qué broma?
—Salimos saltando por las ramas de los árboles como Tarzán, trepamos por el muro y aparecemos a su espalda gritando como locas. ¿Vale?
Bea se rio.
—Si lo hacemos, el gordinflón se muere del susto.
—Mejor. Así estamos más anchos en el coche.
Y de este modo siguieron un buen rato, antes de salir de la villa embrujada.
Todo con tal de no pensar en aquellos arañazos en la pared. En pequeñas uñas que trataban de abrirse un paso imposible.
Imposible
(como perforar el acero con las manos, salir del ascensor con la fuerza de los brazos)
imaginar el frío de un alma aprisionada entre cuatro paredes, sin ninguna esperanza de huir, con la vida absorbida, despacio, despacio, como
(dentro de un ascensor parado entre los pisos once y doce)
en un remolino, y Claudia pestañea, cierra los ojos, los abre, y de golpe ya no está en la villa embrujada junto a Bea, a la que había conocido pocas horas antes. Está de nuevo en el ascensor, entre cuatro paredes de metal, con dos hombres que consumen su precioso oxígeno.
Rechina los dientes tan fuerte que saca a Tomás de su sopor. El muchacho levanta la cabeza un momento, inquieto por aquel fastidioso sonido, después vuelve a aislarse en su mundo.
Claudia trata de rebobinar la cinta.
Vuelve a ver la plaza amplia y espaciosa, el sol, el aire puro, se siente bien, se siente libre. Pero la cinta se rebobina hasta el final, hasta una niña tan en el límite de la vida como para descarnarse los dedos en los ladrillos.
Y entonces sale de la película. Se concentra en la placa de la capacidad y la carga máximas, en las rodillas dobladas en posición forzada que gritan de agonía, en la falda demasiado corta del vestido.
Todo con tal de apartar la idea de sí misma arrodillada delante de las puertas de la cabina. Loca de miedo, arañando el cemento sólido del hueco del ascensor.