18:32
—Cruz —elige Tomás.
También él se ha rendido al calor; se ha quitado la camiseta de Springsteen y la está usando para secarse el sudor del cuello y del torso desnudo.
Claudia está ardiendo, se derrite, pero no ha llegado al extremo de quitarse el uniforme del bar. Si ya nota el peso viscoso de las miradas de Ferro, solo le falta quedarse en sujetador y bragas para que él se crea que le está ofreciendo un terreno favorable. Por otra parte, el sujetador negro y las mal cosidas bragas blancas —ella nunca pierde el tiempo en conjuntar la ropa interior cuando solo tiene la perspectiva de una asquerosa jornada en el bar que pasar deprisa—, ambos procedentes de las cestas de los grandes almacenes, son lo menos excitante que Claudia puede concebir. Incluso para la cabeza enferma de un tipo como Ferro. Así pues, soporta el calor y maldice el uniforme de pornocamarera, mientras una lija continúa restregándole los nervios. En la nuca y por el cuello abajo.
Cuando Tomás elige, Ferro sonríe como Jack Nicholson representando al Joker. Guiña un ojo a Claudia, lanza la moneda. La sigue con los ojos mientras gira en el aire, roza el techo de acero blanco, cae en la palma. Ferro la encierra en el puño. Abre los dedos. Se burla.
—Cara —exclama—. Trece a cero. Gano yo.
—Está haciendo trampas —lo acusa Claudia.
—No estoy haciendo trampas. Yo lanzo la moneda y cae. Hemos decidido que en las monedas de un euro esta es la cara y esta es la cruz, aunque con las viejas y queridas liras se jugaba mejor, creo yo, de todas formas hemos decidido arbitrariamente que este lado es la cara y este otro lado con el hombrecillo de Miguel Ángel o de Leonardo da Vinci o de quien coño sea, el lado con el hombrecillo de cuatro brazos es la cruz. Establecidas estas reglas esenciales, he ganado trece veces de trece. No hay truco. Puede salir cara o puede salir cruz.
—Pero no siempre cara —objeta Tomás—. Es estadística.
—¿Quieres probar a lanzar tú, jovenzuelo? Toma, mi euro. Que no se te resbale de las manitas sudadas.
—No tengo las manos sudadas. ¿Cara o cruz?
—Cara. Me trae suerte.
Tomás lanza la moneda. Mira cómo sube más arriba de la placa, se para en el ápice de su parábola, llamada por la fuerza de la gravedad, cae en la palma de la mano. Abre los ojos, incrédulo.
—Cara —murmura—. No es posible, de verdad. No es posible.
Ferro se burla.
—Catorce a cero. Tendríamos que empezar a jugar dinero.
—No es posible, de verdad —dice Tomás, devolviendo la moneda a su propietario—. Es estadística. La estadística no es una opinión.
—Escucha, escucha, jovencito, yo de estadística no sé mucho, pero tengo la idea de que las leyes de la estadística están algo equivocadas. Míranos a los tres.
Claudia frunce el ceño.
—No le comprendo.
—Vale, ¿no somos una aberración estadística nosotros tres? ¿Habéis andado por la ciudad esta tarde? No había nadie, absolutamente nadie. Hoy por la tarde habría podido dejar el coche en medio de la calle, tumbarme sobre el asfalto ardiente, echarme una siestecilla al sol, y no habría pasado nadie porque, sencillamente, no había nadie. —Baja el tono, se vuelve tranquilo, persuasivo—. Y, de repente, por sorpresa, aparecemos los tres en este desierto. En el mismo edificio y en el mismo momento. ¿Cuántas veces en vuestra vida os habéis encontrado en el ascensor con dos desconocidos? Con un desconocido es normal, bien, pero ¿con dos? Y ha sucedido justo hoy, con la ciudad vacía, venga, no me parece nada normal. Aquí están actuando las fuerzas primordiales. —Acaricia convencido su moneda—. Por eso digo que podría lanzar mi euro otras cuatrocientas veces, y saldría cara las cuatrocientas veces. Los cálculos de probabilidades andan hoy hechos un lío.
Claudia suelta un «¡Bah!» casi inaudible, hace un gesto con la mano como para apartar un mosquito. Y Tomás, para cambiar de tema, pregunta:
—¿Cuánto llevamos aquí dentro?
Ferro mira el reloj.
—Una hora y media.
Tomás gime imperceptiblemente.
Las seis y media.
Me toca ir a la estación en Vespa, joder. Tendré que dejar la Vespa fuera de la estación, al sol, víctima potencial de cualquier ladrón. Se me parte el corazón solo de pensarlo.
A no ser que salgamos pronto de aquí, ahora mismo. Si el ascensor vuelve a funcionar enseguida, puedo lograrlo, me olvido del jersey, me largo rápido como una bala, y llego a la estación a pie. Como mucho, confío en algún autobús superviviente. A tiempo para coger el tren de las ocho.
Si el ascensor se mueve ya. Ahora, en este momento.
Si salimos pronto de aquí.
Joder.
Joder.
¿Nadie repara esa puta centralita?
¿Cuánto tiempo hace falta para arreglar una avería?
¿Nadie repara esa puta centralita?
Claudia se endereza de repente, se pone de pie, las rodillas le crujen dolorosamente. Se le ha ocurrido una idea absolutamente lógica, absolutamente obvia.
—¿Y si tratáramos de salir por arriba?
Tomás la mira esperanzado.
—¿Dices que se puede? ¿Lo conseguiremos?
—Cómo no —lo corta Ferro, jugando con la moneda de un euro—, ¿tienes un taladro eléctrico para abrir el techo? ¿Un martillo neumático? ¿O es que piensas transformarte en el increíble Hulk ante nuestros ojos desconcertados?
—No, no, tiene razón Claudia, ¡lo he visto hacer en una película de Bruce Willis! Podemos salir por ahí y después trepar por el hueco, con los cables, hasta las puertas de un piso. Podemos abrirlas desde el interior.
Ferro se carcajea, tira de nuevo la moneda.
—Jovenzuelo, tranquilo. Yo ya no soy joven para trepar por los cables como Spiderman.
—¡No hay que trepar por los cables! —insiste Claudia—. Las puertas del piso deben de estar cerquísima. Bastaría subir a lo alto y ponerse de pie sobre la cabina. Podemos abrirlas desde el interior.
—Oye, ¿tú has mirado bien la cabina? Es un cuerpo único, el techo, o como coño se llame, está soldado a las paredes. ¿Cómo piensas abrirlo? ¿Con las manos desnudas?
Claudia clava los ojos en sus ojos.
—Bueno, sinceramente, no intentarlo, al menos, me parece de verdad estúpido. —Tomás asiente frenético para darle la razón—. En vista de que el socorro parece que tarda en llegar, tenemos que ayudarnos nosotros mismos.
Ferro suspira. Devuelve al bolsillo la moneda, que tintinea levemente con la navaja, exclama poco convencido:
—Pues probemos entonces.
Tomás se pone de puntillas, estira los brazos hacia lo alto, al máximo. Sus dedos no alcanzan el techo blanco, ni de lejos.
—Un punto de apoyo —murmura—. No alcanzo. Necesito un punto de apoyo.
Ferro sacude la cabeza, pero ayuda, se dobla un poco hacia delante y une las manos ofreciéndoselas como apoyo para las zapatillas de baloncesto del chico. Tomás se sube a aquella improvisada escalera, trata de equilibrarse, oscila. Se pone de pie. Claudia lo ayuda sosteniéndolo por las caderas.
Tomás toca el acero encima de ellos, aplica las palmas sobre la superficie lisa y comienza a empujar. Ferro jadea, desde abajo:
—Vamos, coño, vamos, que no tengo veinte años, joder. No puedo sujetarte todo el día.
Tomás lo ignora. Está concentrado. Mueve las manos sobre el acero como una araña.
Presiona, suelta, sopesa, calibra. Busca un punto más débil que los otros, con sensibilidad de ladrón. Golpea el techo con un puño, estudia el sonido producido, las vibraciones. Da otro puñetazo unos centímetros más allá.
—Movedme hacia la pared —ordena, completamente estirado.
—Por supuesto, joder —se lamenta Ferro—, ¿qué somos, montacargas?
Pero obedece la petición del muchacho, convertido, de pronto, en el centro de la situación, la esperanza de libertad para todos ellos.
Se mueven unos centímetros hacia el fondo de la cabina, Ferro con las manos bajo las zapatillas de Tomás, Claudia sujetando sus caderas sudadas. El torso desnudo de Tomás se pega a la pared, sus dedos escudriñan la intersección de las caras del paralelepípedo que los aprisiona. Busca una imperfección en la soldadura, un punto débil. No lo encuentra.
La cabina es un cuerpo único.
Inatacable.
Tomás tiembla de frustración. Intenta una última rebelión contra la despiadada firmeza de la jaula, un empujón brutal de abajo hacia arriba. Aprieta las zapatillas contra las manos de Ferro, empuja por pura fuerza, por pura rabia, con los dientes apretados y los ojos cerrados.
Es como quitar el techo a un coche desde dentro, solo con la fuerza de los brazos. El metal vence despiadado a la carne, inevitablemente.
—Joder —resopla—. Nada. Nada de nada de nada.
—Te lo había dicho —salta Ferro. Baja al chico, después se deja caer teatralmente junto a la camisa del rincón.
Durante un tiempo sólo hay silencio, roto por la respiración fatigada de Ferro y de Tomás y por el refunfuñar rabioso de Claudia, que mira el techo sin lograr resignarse. Aquella plancha de metal, aquella sencilla plancha de metal que los retiene, los aprisiona, que congela sus vidas. Una sencilla plancha de metal.
Revisan una vez más los móviles, fijos en aquella interminable búsqueda de red. Al final Ferro sentencia:
—Esto no es un simple apagón.
Claudia lo mira torva.
—¿En qué sentido?
—Que dura demasiado tiempo. Y las alarmas mudas, los móviles inservibles, vamos, afrontemos la realidad. Estamos en medio de una invasión alienígena.
Claudia se burla:
—Claro. Cómo no.
—O un ataque de extremistas islámicos. Algo más refinado que los dos aviones contra las torres, una bomba electromagnética, por ejemplo. Una bomba electromagnética explicaría el apagón, las alarmas mudas, los móviles que no funcionan.
—Me parece improbable —susurra Tomás, con un escalofrío.
Ferro recupera la moneda del bolsillo, juguetea con ella entre los dedos, la estudia con atención.
—En realidad, me debato entre la hipótesis de los extremistas islámicos y la de la invasión alienígena. Cada una de ellas, si lo razonamos, cuenta con indicios a favor e indicios en contra.
—Basta —protesta Claudia—. No es el momento de empezar a aterrorizarnos por turnos.
Ferro la ignora.
—Analicemos, entonces, la hipótesis de los extremistas islámicos. Imaginemos un ataque combinado en dos fases distintas. Primero, la bomba electromagnética, que a las 17:03 paraliza toda la ciudad, o toda Italia, o el mundo occidental entero, no podemos saberlo. El ascensor se para, los móviles se convierten en trozos de plástico y hierro; la alarma, en un botón mudo, ¿de acuerdo? Ok. Y a esta primera fase del ataque sigue la segunda, la bomba bacteriológica. Ahí afuera, chicos, ahí han reventado todos. Nadie nos ha oído gritar, ni siquiera la vieja de los gatos, ni siquiera la parejita de Woodstock, por el sencillo hecho de que estaban todos ocupados en agonizar en el suelo con las manos en la garganta, los teléfonos inservibles y los móviles neutralizados. Nosotros nos hemos salvado porque estamos encerrados aquí dentro, pero si saliésemos afuera, reventaríamos en pocos minutos. Esta hipótesis me parece bastante posible.
—Basta —Claudia se acurruca sobre sí misma—. Son tonterías. Basta. Ya estamos suficientemente nerviosos sin necesidad de inventarnos explicaciones absurdas.
—Yo, en cambio —la ignora Ferro—, estoy más por la teoría de la invasión alienígena. ¿Y sabéis por qué apoyo la teoría de la invasión alienígena? Por la aberración estadística. Esa, precisamente, no sabría explicarla de otro modo. La absurda coincidencia de nosotros tres al mismo tiempo en el portal esperando el ascensor, con el segundo ascensor fuera de servicio, bien, esto no puede atribuirse ni a la bomba electromagnética ni al ataque bacteriológico. Los alienígenas podrían haber usado una onda telepática para concentrar a la población terrestre, para reuniría en manadas, en pequeños grupos. Y ahora están comiendo, en las viviendas, por las calles, sin prisa, mientras nosotros estamos aquí. En el ascensor. A salvo.
—Basta —repite Claudia—. Son estupideces. Solo estupideces. Basta ya.
—¿Quién puede asegurarlo, rica? Ha llegado el Apocalipsis, y nosotros perdemos el tiempo jugando a cara o cruz.
Su mirada se desliza de nuevo por los muslos de Claudia; esta vez, lasciva a más no poder. Después acaricia la moneda de un euro entre el índice y el corazón, dirige la mirada a Tomás.
—¡Eh, jovenzuelo! ¿Jugamos? ¿Cara o cruz?
—No. Ya no tengo ganas.
Ferro se encoge de hombros.
—Como quieras.
Tomás tiene los ojos clavados en el techo, en busca de alguna fragilidad estructural, de un punto débil, como si quisiera atravesarlo con la fuerza de la mente. Ha sentido el acero bajo los dedos, sólido e invencible, como una losa de piedra volcánica. Inamovible, cuerpo único con las paredes.
Se pregunta qué sucedería si golpease siempre en el mismo punto, siempre en el mismo, un puñetazo tras otro, hasta hacerse sangrar las manos. ¿Cedería el acero?, se pregunta.
No razona, no respira. El escaso aire que respira es fuego líquido en sus pobres pulmones.
Se puede enloquecer así. Es una situación inhumana.
Uno puede volverse loco, loco, loco.
Trata de recuperar las fuerzas, está esperando a recuperar las fuerzas. Una vez recuperadas las fuerzas, volverá a colocarse entre las puertas, a beberse el bendito aire que sube por el hueco. Una vez recuperadas las fuerzas. Cuando el calor, la sed y la claustrofobia dejen de resecarlo como lo están haciendo.
Durante casi media hora no habla ninguno, sumido cada uno en su propia forma de esperar. El único sonido es el tintineo de la moneda que Ferro ha vuelto a lanzar al aire, rítmico, obsesivo.
18:45
Claudia se acurruca en su territorio del medio, incómodamente sentada con la cabeza entre las rodillas.
Si no deja de mirarme las piernas, le parto la cara.
Si no para con la moneda de los cojones, le parto la cara.
Si no termina ya con sus historietas de horror, le parto la cara.
¿Qué coño están pensando ahí fuera? ¿Es posible que nadie se haya dado cuenta de nada?
No aguanto más su peste a sudor. Ni su proximidad. Tener que rozarlo a cada movimiento.
No me fío de ese cerdo con patillas. No me fío nada. El chico me parece inofensivo, pero del cerdo ese no me fío un pelo.
Querría un cigarrillo. En cuanto llegue a casa me fumo tres paquetes. Voy a escribir a Bea con tres cigarrillos en la boca. Palabra. Tres. Después dejo de fumar, lo conseguí una vez, lo conseguiré también una segunda.
Pero no ahora.
Ahora tengo todo el derecho del mundo a fumarme tres paquetes seguidos. Todavía debo tener alguno por casa, en el fondo de algún cajón. Los estancos están cerrados, es domingo, 15 de agosto, fuera es un desierto, solo cierres echados, aceras resecas por el sol, asfalto ardiente, ni tiendas, ni personas.
Debo tener todavía alguna cajetilla, en el fondo de algún cajón.
Joder. Me gustaría estirar las piernas.
Joder. Joder.
Claudia está acurrucada en su territorio. La cara entre las rodillas.
18:49
Tomás está otra vez entre las puertas; las mantiene abiertas con las piernas y con la espalda. No aparta los ojos del inviolable techo.
Déjame salir a tiempo. No pido más.
El tren sale dentro de una hora y diez minutos. Si salimos ahora, puedo correr a casa, coger la bolsa de viaje, volar a la estación en Vespa.
¿Y si salimos y es demasiado tarde?
Tengamos en cuenta la posibilidad de perder el tren. Tengámosla en cuenta.
Tengo que llamar a Francesca. Tengo que avisarla.
Ella lo entenderá. Seguro. No pasará nada. En todo caso, cogeremos el siguiente tren. Por mal que vaya. Cogeremos el tren de después. El siguiente. El de después. No cambia nada. No pasa nada.
Tengo calor y frío. Tengo fiebre. Debo de tener fiebre. Me encuentro mal. Estoy ardiendo. Y tengo frío.
Agua. Qué ganas de agua.
Si hubiese llegado a casa cinco minutos antes. O un minuto antes. O un minuto después.
Si no le hubiese abierto el portal a la chica del pelo verde. Estúpida. Podía haber llegado un minuto antes. O un minuto después.
Con esa carita afilada, esa boca minúscula, esos ojos de dibujo animado japonés.
Estúpida. Tengo sed.
Tomás es pequeño y delgado, está entre las puertas. Y las puertas parecen aplastarlo de un mordisco.
18:53
Ferro mira la moneda que abandona sus dedos, vuela en el verde, bella y redonda como el sol, y vuelve a caer a su palma. Cara. Como siempre.
Sonríe.
Ni siquiera él cree en las historias de extremistas islámicos e invasiones alienígenas. No del todo, al menos.
Porque si de verdad estuviese convencido, si de verdad supiera que fuera del hueco del ascensor nada existe excepto montañas de cadáveres exterminados en un ataque bacteriológico, o alienígenas que encierran a la gente en sótanos, sacan a seres humanos que aúllan para chuparles la médula como una langosta, pues bien, si supiese que todos esos escenarios de muerte son reales, no tendría rémoras ni dudas. Desaparecidas las exigencias de la respetabilidad, guardaría otra vez la moneda en el bolsillo y sujetaría con dedos firmes la navaja. Pasaría en un segundo los cuarenta centímetros de espacio existentes entre Tomás y él. Y lo degollaría como a un cabrito.
Disfrutando con la expresión incrédula y satisfecha de aquella carita de los cojones.
Después le arrancaría a Claudia aquel uniforme de puta. Hay que ser de verdad una gran zorra para andar por ahí con un uniforme como aquel, precisamente una de esas grandísimas putas que están deseando que las follen por todos los agujeros, como perras en celo. Se la metería hasta hacerla gritar, a esa gran puta de pelo verde, se la vaciaría en el coño y en el culo y en aquella minúscula boca y en sus pequeñas tetas, a esa gran puta.
Y después de haber vaciado hasta la última gota, bien, la perspectiva de quedarse en el ascensor con la chica, la navaja y el cadáver degollado, solos, con mucho tiempo por delante y una imaginación ilimitada, abriría un montón de escenas interesantes y creativas.
Pero, de momento, Aldo Ferro mantiene el control. Aquel cuerpo de doble cuarentón de Elvis está gobernado todavía por el propietario de tres locales llamados Pink Cadillac, Graceland y Memphis, con un club de fans muy fiel, marido infiel, padre severo pero justo, el Aldo Ferro que se preocupa de mantener los ojos indiscretos fuera del apartamento del piso veinte. Decidido a salir de aquel ascensor perfectamente anónimo y limpio. Es este Aldo Ferro el que tiene el control.
El experto cincelador de caras clavadas al revés, el autor de estupendas snuff movies en la cabaña del bosque, el monstruo tras la máscara roja de Darth Maul, todavía no es más que una débil voz en el fondo de su cabeza. Una voz como el chirrido de una sierra oxidada, una sierra oxidada que se hunde en la corteza de una secuoya en medio de una lluvia de chispas.
Una voz que dice: «No hay nadie ahí fuera, el mundo ha muerto, yo me tiro a esta puta ahora mismo».
Pero la voz de la Máscara Roja está confinada en el fondo de su cerebro, de momento. Mientras tanto, Aldo Ferro, marido infiel, padre severo pero justo, propietario de tres locales de éxito, lanza la moneda al aire color esmeralda. Otra vez.
Y otra.