Primera hora

17:03

«Cuando sucede es cómico y sorprendente —repite una vocecita en las sienes de Claudia—. Cuando se rompe la película y de repente el público dice “¡Oh!”, y no hay más tramas ni subtramas ni argumento ni personajes sino solo una pantalla negra, por sorpresa, en medio de un diálogo.

»Cuando sucede es cómico y sorprendente —repite la vocecita en las sienes de Claudia—. Cuando una tijera afilada corta el curso de una vida, cuando un “¡Oh!” de puro estupor marca el punto sin retorno de un flujo lógico y coherente de termómetros en las axilas, vacunas, aparatos en los dientes, fiestas con las persianas echadas, ginecólogos, apendicitis, y cuando es el tiempo de las tijeras, de nada te sirve mirar a derecha e izquierda antes de cruzar, bañarte dos horas después de comer, evitar las callejuelas oscuras, porque las tijeras cortan igualmente, cuando es la hora de las tijeras.

»¿Recuerdas la Nochebuena? —susurra la vocecita en sus sienes—. ¿Recuerdas que estabas sentada al lado de Bea, en el asiento del pasajero, y acababais de salir de la pizzería alegres por el vino, bajo una lluvia fría y dura? ¿Y que el coche tardaba en arrancar, pero al fin arrancó, resoplando y crujiendo en el hielo de finales de diciembre? Y enfilasteis la circunvalación, tú con tus guantes freak, la bufanda de lana cruda, la boina con el símbolo de Supermán, y por la calle no había nadie, absolutamente nadie, lo recuerdas, ¿no?

»Y encendisteis la radio, sonaba una vieja canción de los Skiantos, y comenzasteis a imitar la voz de Freak Antoni en perfecta sincronía, enfilasteis la circunvalación cantando “Soy un rebelde, mamá, vete a la cama, no te quedes despierta en la habitación”, superasteis la curva a mitad de la rampa, una línea de asfalto en medio de los campos y los matorrales, en un barrio periférico. Os disteis cuenta del humo nada más salir de la curva. Dos columnas de humo en medio del aguanieve. Dos columnas que ascendían, en la oscuridad.

»¿Recuerdas lo que pensaste al ver aquellas columnas de humo, Claudia? Maleza incendiada, pensaste, hierbajos que arden en los campos, eso pensaste.

»Después distinguiste dos siluetas en la oscuridad, bajo la lluvia.

»Y el humo, lo comprendiste en una fracción de segundo, no salía de los campos o del asfalto. El humo salía de aquellas dos cosas negras en medio de la rampa desierta. Dos masas oscuras delante de vosotras.

»Otra fracción de segundo y distinguiste claramente aquellas cosas negras. Eran dos automóviles cortados por la mitad, sin faros, sin capó, con las luces hechas añicos. Invisibles en la oscuridad.

»Entonces comprendisteis, Bea y tú.

»Las dos carcasas humeantes os cerraban el paso, obstruían ambos carriles.

»Os estabais precipitando a ochenta por hora, sobre el asfalto mojado, contra una barrera de láminas de acero ennegrecidas por el fuego. Sin espacio para pasar por el medio. A los lados, un guardarraíl y un salto de diez metros sobre los campos.

»Entonces exhalaste un “¡Oh!” de estupor, cuando comprendiste que no había ni un hueco por donde meterse y evitar el impacto. Cuando el fluir normal de una jornada marcada por acontecimientos lógicos y consecuentes queda cortado por un par de tijeras, como dos carcasas invisibles en la rampa de una avenida de circunvalación. O un ascensor que se bloquea entre los pisos once y doce.

»Bea pisó el freno con todas sus fuerzas, ¿te acuerdas? Los brazos rígidos en el volante.

»No habías cerrado los ojos, no todavía. Estabas aturdida por el lamento desgarrador de los neumáticos sobre el infierno de chapa, cristales y espejos. Cuando Bea intentó un último volantazo, cuando se atravesó para evitar el impacto frontal, entonces, en ese momento, cerraste los ojos. Un instante antes de aquel sordo ¡Crash! contra la carcasa.

»Después —¿te acuerdas?— abriste los ojos.

»Vuestro coche había agotado su impulso pero estaba vivo, parado pero con el motor todavía encendido. Intacto, delante de los dos medios automóviles negros y silenciosos. Entre espirales de humo, bajo el aguanieve, entre los campos y la maleza.

»Freak Antoni que seguía cantando “Soy un rebelde, mamá” en el silencio más absoluto».

Cuando el Skylark 2000 se para, a Claudia se le escapa un «¡Oh!» que parece surgido de la caja negra de un avión recuperado del fondo limoso del océano.

La cabina se queda de pronto a oscuras. Claudia se tambalea por la parada repentina, agita las manos en la oscuridad, se agarra instintivamente al hombro del muchacho con la camiseta de Bruce Springsteen. Se aferra, se excusa en un susurro.

Se enciende una luz. Verde.

«¡Joder!», masculla Ferro en cuanto el ascensor se queda a oscuras. Sin pensarlo se lleva la mano al bolsillo, donde tiene la navaja.

El Skylark 2000 se para de golpe. Hay una sacudida de asentamiento, una única sacudida, casi un sobresalto. Ferro se tambalea, estira los brazos para buscar un punto de apoyo que no hay. Aprieta las palmas contra las paredes de acero liso.

La luz verde barre la oscuridad.

Tomás acaba de recordar dónde tiene su madre la ropa de invierno. Ha recordado el jersey encima de una ordenada pila de ropa gruesa en el armario del trastero. Al lado de la caja, la grande, donde sus viejos Dylan Dog conviven con los Tex Willer de su padre.

Entonces se produce el sobresalto de la cabina. La cabina que, en un momento, se llena de tinta negrísima.

Tomás se pone rígido. Abre los ojos en la oscuridad total. Un momento después, la luz esmeralda disuelve la tinta.

Tomás está clavado entre los pisos once y doce. Con la chica del pelo verde. Y el doble de Elvis con botas de serpiente.

Y en el momento en que la oscuridad deja paso al verde profundo, todo empieza a moverse rapidísimo. Disminuyen las trampas externas —viejos discos de la Sun Records, Nembo Kid de los años cincuenta, estribillos garabateados en las agendas escolares— y solo el instinto corre junto a la adrenalina

(el miedo a estar sepultado vivo el miedo a los lugares cerrados el miedo a los sótanos el miedo a los desconocidos que invaden tu espacio respiran tu aire el sueño del túnel en la montaña el miedo de ser sepultado vivo el miedo de ser sepultado vivo)

y tres personas racionales de repente se convierten tan solo en avispas dentro de un vaso boca abajo.

La cabina del ascensor deja de temblar. Tomás mira a Ferro, Ferro mira a Claudia. Claudia mira la luz verde que sale del difusor de plexiglás.

Tomás se arrima a una pared, como hacía de pequeño. Cuando tenían que ponerle una inyección, y él se acurrucaba en los armarios o debajo de las mesas hasta que su padre lo sacaba fuera gritando y pataleando. Ahora, instintivamente, se echa unos centímetros hacia atrás. Pega la espalda a la pared de acero justo debajo de la placa de Teléfono de Emergencia.

—Estamos parados —murmura incrédulo.

Ferro exclama:

—¡Nooo! ¡Mierda! ¡La grandísima puta! ¡Qué grandísima puta de mierda! ¡Mierda!

Claudia se vuelve como un resorte hacia el panel de botones, busca el pulsador de la alarma, lo presiona dos veces. Se gira otra vez hacia las dos figuras verdes y negras, dice:

—He apretado el botón de alarma.

Ferro comenta, torvo:

—Ya lo he visto. Qué mierda, qué puta mierda.

Y tres personas —una capaz de recitar de memoria todas y cada una de las canciones de Elvis Presley, otra, todos los cómics habidos y por haber de Supermán y la tercera, todas las palabras de «Thunder Road»— se han convertido en un instante en tres corazones que laten enloquecidos, alerta como lobos.

Durante unos segundos esperan en silencio, respirando pesadamente unos sobre otros. Cada uno de ellos tiene los ojos fijos en un punto del aire, un punto diferente de la cabina. Esperan que el ascensor vuelva a ponerse en marcha. O que alguno oiga la alarma y los saque fuera de allí. Son tres avispas en un vaso boca abajo, y el vaso mide un metro treinta por noventa y cinco centímetros. Están consumiendo el aire del vaso boca abajo.

Ferro suelta una blasfemia. Saca el móvil del bolsillo, aparta bruscamente a Tomás, lee la placa a la espalda del muchacho donde aparece escrito: «Este ascensor utiliza el servicio de Intervención rápida las 24 horas». Debajo hay un número verde.

Ferro está a punto de marcar el número. Mira el móvil. Se detiene.

«Buscando red —dice la pantalla—. Buscando red».

—¡Joder, la puta! —ladra Ferro—. ¡Qué grandísima puta!

Aprieta los números del móvil al azar, lo apaga, lo vuelve a encender. La pantalla sigue con «Buscando red».

—¿Funcionan los vuestros? —gruñe, levantando la vista—. ¿Vuestros móviles?

Claudia rebusca en su mochila peruana, busca el Nokia naranja. Aprieta los labios.

—No hay cobertura —dice muy despacio—. El mío no tiene cobertura.

—Tampoco el mío —confirma Tomás, desconsolado ante su inutilizable Ericson azul y rojo.

Tres móviles de tres reducidos a trozos de plástico y hierro por algún inexplicable motivo, y el número de Intervención rápida las 24 horas está tan lejano e inalcanzable como la Luna.

Entonces, Ferro se lanza como una furia contra los botones. Presiona seis veces consecutivas el timbre de la alarma, espera unos instantes, lo pulsa por séptima vez, ruge:

—No se oye nada, joder. ¿Vosotros oís sonar la alarma? ¿No tendría que resonar por todo el edificio? ¿No tendría que oírse en todo el edificio? ¡Puta mierda!

—Quizá seamos nosotros los que no oímos nada —aventura Tomás—, encerrados aquí dentro, pero fuera se oiga muy bien.

—Está hecho a propósito, coño —gruñe Ferro—. Está hecho para ser audible, puta mierda. ¿De qué coño sirve una alarma que no se oye?, joder.

Claudia tiene los ojos fijos en la pantalla del Nokia, en aquel inexplicable «Buscando red».

—Pensar que arreglaron este ascensor la semana pasada, ¡qué desvergüenza! —se queja—. Vinieron los técnicos de mantenimiento. Estuvieron aquí la semana pasada. Sí que han hecho un buen trabajo.

Ferro aprieta los dedos alrededor del móvil. Se siente como un lobo cogido en el cepo, un lobo decidido a liberarse, tirando, arañando, arrancándose la pata a mordiscos, si es necesario. Blasfema a media voz, luego tiene una intuición.

Recuerda algo que vio en la televisión, uno de esos programas que tanto gustan a su mujer, Último minuto o algo parecido. Recuerda un episodio sobre el ascensor, sobre el matrimonio que se queda encerrado en el ascensor.

Espera, concéntrate, trata de recordar. ¿Por qué se quedaban encerrados aquel par de desgraciados en el ascensor? ¿Cuál era la causa de la avería?

¿La oxidación?

Un botón poco utilizado, ¿era eso? Era un botón poco utilizado, se había oxidado, había creado un falso contacto ¿no? Los dos individuos encerrados en el ascensor habían pulsado precisamente ese botón, ¿era eso? Habían pulsado precisamente aquella tecla y el ascensor se había puesto en marcha en el acto, ¿no?

Un botón poco usado, un botón poco usado, ¿cuál será un botón poco usado? ¡El Stop! ¡El Stop, joder!

Triunfante, aprieta el botón de Stop una, dos, diez, quince veces. Quince más, bajo la mirada de Tomás y de Claudia. El ascensor no se mueve.

Ferro respira profundamente. Contempla el panel de botones como si quisiera incendiarlo con la mirada.

Espera, tranquilo, vuelve a pensar en aquel programa, espera, trata de recordar. Había un experto en el estudio, Gloria había hecho un comentario sobre su ridícula barba, trata de recordar. El experto daba consejos sobre lo que se debía hacer en caso de quedar atrapados en el ascensor, hablaba de pulsar el botón de un piso, un botón extremo, la planta baja o el último piso. Había un motivo técnico. No recuerdo cuál. Qué más da.

Y entonces pulsa diez veces el botón de la planta baja. Después, diez veces el del piso veinte.

El ascensor no se mueve.

Ferro pierde la paciencia. Descarga un puñetazo contra la pared de acero, grita:

—¡Puta mierda! ¡Joder, joder!

Y su voz retumba en aquel sarcófago de metal muerto como en el fondo de una cripta. Sus ojos se mueven a saltos, buscan una abertura, un agujero, una vía de escape. Traspasan a los otros dos, cuerpos inútiles que consumen aire y ocupan espacio, antes de centrar su atención en las puertas automáticas cerradas.

¿Qué es lo que no funciona en esos dos paneles correderos, en esas dos medias puertas de acero? ¿Qué es lo que no marcha?

Usa la cabeza, viejo, usa la cabeza. Es obvio.

Tendrían que estar abiertas.

Hay células fotoeléctricas. Si falta la corriente, las células fotoeléctricas dejan de funcionar. No hay ningún otro mecanismo que mantenga unidas las dos medias puertas.

A lo mejor, quién sabe, a lo mejor hemos tenido suerte y nos hemos parado en correspondencia con un piso. A lo mejor, ahí detrás están las puertas de piso, quizá podamos abrirlas desde dentro y salir fuera.

Une los dorsos de las manos y mete los dedos en la intersección de las puertas. Trata de abrirlas haciendo fuerza en las dos direcciones opuestas. Los dos paneles correderos no se mueven un milímetro.

Aprieta los dientes. Se vuelve hacia Tomás.

—¡Tú! ¡Ayúdame! —ordena.

Tomás obedece mecánicamente, se echa hacia delante rozando involuntariamente a Claudia. Son como gusanos encerrados en un vaso, no pueden evitar rozarse a cada movimiento y robarse el aire unos a otros.

Ferro y Tomás se colocan uno frente a otro, el chico en la puerta de la izquierda, el hombre en la derecha. Intentan sujetar el acero, agarrarlo bien con los dedos, pero los dedos resbalan en el metal. Están viscosos, sudados. Tratan de introducir las uñas en la ranura, de meter lo más adentro posible las yemas. Claudia se acerca para ayudarlos, pero no hay espacio para moverse en los noventa y cinco centímetros de ancho de la cabina. La espalda ancha y fornida de Ferro y la delgada y huesuda de Tomás no dejan un milímetro de espacio para meterse allí, para que prevalezca la carne sobre el metal.

Ferro y Tomás insisten todavía un poco más; después, el muchacho tiene una idea.

—Espere —dice—, usemos esta.

Busca en el bolsillo la llave del trastero, la grande, pesada y maciza. La usa como una cuña, metiéndola entre los dos paneles correderos. La aplica como una palanca, sudando, jadeando, y al fin las dos puertas se separan unos centímetros.

Es suficiente.

Los dedos de Ferro y de Tomás se apresuran a invadir aquella estrecha abertura, hacen fuerza, tiran, ensanchan la abertura. Y por fin, con el último esfuerzo, las puertas se abren. Las planchas de metal oponen resistencia, pero terminan cediendo.

Delante de ellos hay un muro.

La pared del hueco del ascensor, sólida, inviolable. Entre la pared y la cabina hay un espacio de ocho míseros centímetros.

—Mierda —murmura Tomás.

—Estupendo —suspira Ferro—. Todo este esfuerzo para nada. Hemos sido muy listos. Muy listos, sí.

Suelta su lado. El panel se desliza en el carril, vuelve a la posición original.

También Tomás suelta su parte, y las dos puertas gemelas se reencuentran con un golpe metálico y sordo.

No tiene sentido. Las puertas automáticas no funcionan con muelles. Funcionan con una célula fotoeléctrica, funcionan con corriente, joder. No tiene ningún sentido.

Renuncia a comprender, controla esperanzado la pantalla del móvil. Su mirada choca con las constantes dos palabras «Buscando red», se le repite como un mantra… buscando red, buscando red, buscando red… respira un poco del aire recalentado de la cabina, respira, inspira, tratando de calmarse.

Inspira.

Respira.

Inspira.

Respira.

Inspira.

Claudia mira cómo se cierran las puertas, los ojos perdidos, una sensación como de agua sucia que cae en remolinos, un gorgoteo vertiginoso en su pobre cabeza deshidratada y cansada.

Está viviendo un día tan horrible que eclipsa cualquier día horrible anterior, encerrada en el ascensor con dos desconocidos, con Bea lejos, sudada, exhausta, pero qué bien, qué maravilla, fantástico. El 15 de agosto, definitivamente, está ganando posiciones en la escala de los días más asquerosos de sus veinticuatro años de vida.

Acaba de desbancar de golpe un asqueroso día de abril, cuando el despertador la traicionó la mañana del examen oral, perdió todos los autobuses posibles e imaginables, el examen fue un lento y humillante suplicio, salió de la facultad coincidiendo con una tormenta, el autobús estuvo bloqueado cuarenta minutos en un atasco y, cuando por fin llegó a casa con ganas de echarse en la cama, dormir y olvidar, se dio cuenta en el portal de que se había olvidado en la facultad la mochila peruana.

Con las llaves dentro.

Incluso aquella asquerosa mañana de abril, joder, incluso aquella ha sido superada con creces por esta magnífica tarde de 15 de agosto. Encerrada en un ascensor. A pocos metros de la ducha y del vaso de agua. En compañía de dos completos desconocidos. Y tres móviles que sin ningún motivo se van de vacaciones a la ionosfera.

Tres de tres.

Mierda.

Claudia, Ferro y Tomás esperan a que el ascensor vuelva a moverse. O a que alguien los rescate.

En la frustrante conciencia de que no pueden hacer nada, exactamente nada más que esperar.

Poco a poco, las avispas dejan de agitarse, empiezan a recorrer expectantes las lisas paredes del vaso.

Es solo un poco de tiempo sustraído a nuestras vidas. Como un atasco en la autopista, ni más ni menos que un atasco en la autopista. Como una cola en correos. Como una rueda pinchada. Es solo un poco de tiempo sustraído a nuestras vidas.

Entonces se calman, los tres. Salen de la pesadilla rápida de la adrenalina. Comienzan a hablar lentos, reflexivos. A usar palabras densas, pesadas.

A analizar la situación.

—Yo insisto en que no se oye nada —murmura Ferro, pulsando diez veces el botón con la campanita—. Un ascensor no está aislado acústicamente, ¿no? Tendríamos que oír la alarma también aquí dentro, si una cosa se hace a propósito para que se oiga en todo el edificio, qué mierda, tendría que oírse también aquí dentro, ¿no?

Tomás, apoyado en la pared de acero, se rasca la barbilla.

—Quizá el apagón la haya dejado fuera de servicio. La alarma, digo.

Ferro lo mira de arriba abajo.

—Mira, chaval, yo no tengo ni idea de cómo funcionan los timbres de alarma de los ascensores, nunca he estudiado mantenimiento de ascensores. Pero —y mueve las manos como un conferenciante—, usando la lógica, supongo que las alarmas están pensadas para que funcionen, sobre todo, cuando falta la corriente ¿no? En caso contrario, perdona, esos botones con la campanita dibujada no sirven de nada, no sirven de nada en caso de accidente.

Claudia no dice nada. Se limita a mirar el Nokia esperando su resurrección, aprieta los labios en una mueca, vuelve a meter el móvil en la mochila peruana.

Durante unos segundos no habla ninguno. No habla Ferro, no habla Claudia, no habla Tomás. Esperan a que la situación se desbloquee, que los cables y los contrapesos vuelvan a realizar su trabajo, que el ascensor se mueva.

Respiran impacientes uno sobre otro, en un nicho de un metro treinta por noventa y cinco centímetros, bajo la placa de Carga máxima cuatrocientos noventa kilos, Capacidad máxima seis personas; bajo el inútil número de Intervención rápida las 24 horas, el suelo de caucho con círculos bajo los zapatos, y el techo blanco sobre las cabezas. Y la luz verde envolviéndolos como en un sumergible, aplastado por la presión inhumana del fondo del océano.

Esperan.

Cada uno es dueño de su territorio. Consciente de todo lo que hay en su tercera parte de espacio.

Un territorio de noventa y cinco centímetros de ancho por algo más de cuarenta de profundidad.

Ferro se ha quedado con el territorio contiguo a la salida.

Está de pie delante del panel de botones, con el lado izquierdo hacia las malditas puertas automáticas, el derecho hacia Tomás y Claudia.

Suda como un cerdo degollado. La camisa blanca con motivos country presenta dos llamativas manchas oscuras bajo las axilas. Ni siquiera aquella vez en el Eurostar, parados bajo el sol, con el aire acondicionado fuera de servicio, las ventanillas bloqueadas, ni siquiera aquella vez en el Eurostar había pasado tanto calor.

Lleva la cartera en el bolsillo posterior derecho de los pantalones. Las llaves, en el bolsillo delantero izquierdo.

El paquete de cigarrillos y el Zippo en el bolsillo de la camisa.

Y la navaja, en el bolsillo anterior derecho.

Tiene unas ganas locas de fumar.

Claudia reina en el territorio medio. Frente a ella está la placa con la capacidad y la carga máximas. Detrás de ella, el número verde de la Intervención rápida. Se ha colocado con el lado derecho hacia las puertas, se mueve lo menos posible para no rozar a Ferro. Tiene un olor desagradable Ferro, como un perfume dulzón sobre el sudor rancio. Y también otro olor, extraño, debajo. Un olor que nunca ha olido, difícil de definir.

Tira de la cuerda de la mochila peruana, la mochila que contiene el inútil teléfono móvil, las llaves de casa, las galletas de chocolate mordisqueadas en el autobús.

Claudia no tiene hambre. Nada. Es capaz de no tocar la comida durante dos días sin sentir hambre, y alimentarse otros dos días de rosquillas del Mulino Bianco, Nutella y Coca-Cola. A Bea le horroriza verla comer.

—Ni en América darían por buenos tus hábitos alimenticios —decía al verla tragar aquel engrudo de galletas, Nutella y Coca-Cola—. Ni en el estado más bárbaro e inculto del Medio Oeste.

Claudia tiene sed. Tenía sed ya antes de entrar en el ascensor, pero ahora el calor y la tensión le han secado completamente la garganta, la lengua y el paladar.

Tiene unas ganas locas de beber.

Tomás se ha acurrucado en el fondo de la cabina, con la espalda contra los paneles de acero. Ha intentado sentarse con la cara vuelta a las puertas, pero se ha dado cuenta de que no puede hacerlo sin invadir el espacio de Claudia. Así es que ha tratado de sentarse de lado, en los noventa y cinco centímetros de ancho de la cabina, abrazándose a las espinillas. Posición incómoda. Renuncia a sentarse, se pone otra vez de pie. Espera.

No está preocupado Tomás. Para el tren de las ocho queda tiempo. Un montón de tiempo. Tiene el billete en el bolsillo de los vaqueros. La camiseta de Springsteen empapada de sudor.

Juega con las llaves, nerviosamente.

Tiene unas ganas locas de ver a Francesca.

Ferro rompe el silencio, lúcido, tranquilo.

—Razonemos —dice, moviendo siempre las manos sin parar—. Hay dos posibilidades.

Claudia y Tomás se espabilan, se vuelven hacia él, lo escuchan atentos.

—La primera es la del apagón. Se ha ido la luz en el edificio, o en la manzana, o en toda la ciudad, no lo sé, y el ascensor se ha parado. Consecuencia: hay todo un equipo de técnicos que está reparando las centralitas o lo que sea, dentro de poco el ascensor volverá a moverse y nosotros saldremos de aquí. ¿Cuánto puede durar un apagón, venga? Un apagón no dura toda la vida, ¿no?

—No dura toda la vida —asiente Tomás, reconfortado por la convincente explicación de Ferro—. No dura toda la vida.

Pues sí, tiene razón él, ¿cuánto tiempo puede faltar la corriente? ¿Media hora? ¿Una hora? Pongamos que dura una hora. Salimos de aquí a las seis, veamos, de las seis a las ocho hay un montón de tiempo. Puedo recoger el jersey, preparar la maleta, ir a la estación con calma. Incluso tendré esta aventura para contarle a Francesca camino de Amsterdam.

—¿La segunda posibilidad? —pregunta Claudia, con los ojos clavados en Ferro.

—La segunda posibilidad es la avería del ascensor. Eso podría ser un problema, sobre todo, si la alarma no funciona y los móviles por algún puto motivo no funcionan, perdonad el lenguaje… quiero decir, si se trata de un apagón general, entonces alguien avisará a los técnicos, alguien se estará moviendo, ¿no? En cambio, si el mundo entero sigue girando como siempre, con la única excepción de nuestro querido ascensor, entonces, con la mitad de la población en las playas, podría pasar un buen rato antes de que se acuerden de nosotros.

Tomás se horroriza.

—Pero alguien tendrá que usar el ascensor antes o después, ¿no? El otro está fuera de servicio, solo se puede utilizar este, alguien se dará cuenta de que está parado entre dos pisos, ¿no? No somos los únicos que vivimos en este edificio. Hay sesenta viviendas. —Traga saliva ansioso, se recupera—. Quizá deberíamos gritar, ¡no estarán todos en la playa! La loca de los gatos del noveno, por ejemplo, seguro que no se ha ido a la playa, ni a ningún otro sitio. Esa está siempre aquí, con todos sus gatos y sus sacos de arena.

—También la pareja del hijo —añade Claudia—. La del séptimo, ¿sabes quién?

—¿Dices el tipo de la cola de caballo? —pregunta Tomás—. Él, con cola de caballo y una camisa rarísima; y ella, con unos pelos absurdos, ¿esos?

—Esos, esos, los dos que parecen recién salidos de Woodstock, esos que tienen un hijo recién nacido. No se habrán ido a la playa con un recién nacido.

Ferro recupera las riendas del discurso.

—De todas formas, yo me inclino por la hipótesis del apagón. —Hace una pausa y añade—: Y os explico por qué.

Saca el puño derecho, levanta el índice.

—Primero. Yo no soy experto en ascensores, no sé cómo funcionan, pero si todavía hubiera corriente, no habríamos conseguido abrir las puertas con las manos. Tiene que haber una célula fotoeléctrica o algo de ese tipo, yo qué coño sé, perdonad el lenguaje, ahí tiene que haber una célula fotoeléctrica que las mantiene cerradas. Sin electricidad, la célula no funciona.

Levanta el dedo corazón, estirándolo junto al índice.

—Segundo, la luz verde. Cuando se cerró el ascensor, hubo un momento de oscuridad, ¿cierto? E inmediatamente después del momento de oscuridad se encendió esta luz verde que, repito, no soy experto en ascensores, pero supongo que puede ser la iluminación de emergencia. Que se activa en caso de apagón. ¿Qué decís? ¿Encaja mi hipótesis?

—Hay algo que no encaja —reflexiona Claudia—. Las puertas. Si hay una célula fotoeléctrica que las mantiene cerradas, y la célula se ha desactivado con el apagón, no hay nada, entonces, que las mantenga unidas, ¿no? Sin embargo, las puertas volvieron a cerrarse en cuanto las soltasteis. Como si tuvieran un imán o algo parecido, ¿comprendéis? No se entiende.

Ferro estira los brazos.

—Señorita, como decía, no he estudiado mantenimiento de ascensores. Tampoco yo acierto a explicarme estas extrañas puertas de muelles, también yo tengo las mismas dudas. Es así. Tengámoslo en cuenta.

Claudia enarca una ceja ¿Señorita? ¿Me ha llamado señorita? ¿Ha hecho un curso de etiqueta o es un acercamiento extraño?

¿Nos está probando con los buenos modales?

Sigue con la cara de cerdo.

Señorita. Bah.

—Me pondré a gritar —insiste Tomás—. Tienen que estar ahí la loca de los gatos, la pareja con el niño, o sea, que no seremos las tres únicas personas que se han quedado aquí, ¿verdad?

—Sería una mala pata —bromea Ferro. Se ríen los tres, nerviosos.

Tomás mira esperanzado a Ferro, autonombrado coordinador de los prisioneros del Skylark 2000.

—¿Gritamos entonces?

—A la de tres —autoriza Ferro—. Uno, dos, tres.

Y a la de tres estallan en un «¡Eh!» colectivo que retumba entre los paneles de acero, seguido de algún grito individual.

—¡Estamos aquí! —grita Claudia.

—¿No hay nadie ahí? —añade Tomás.

—Otra vez juntos. A la de tres. Uno, dos, tres —los coordina Ferro.

Lanzan otro «¡Eh!» colectivo, perfectamente sincronizados.

Después vuelven a esperar, en silencio.

17:39

Ferro apoya la espalda en la pared de acero inoxidable, con las puertas a su izquierda, el panel de los botones enfrente. Tiene los brazos cruzados y los ojos fijos en la punta de los zapatos. Reflexiona.

Razonemos. Mantengamos la calma y razonemos.

Esta es una de esas situaciones que pueden tenerte fuera de juego mucho tiempo, pero, igualmente, desbloquearse de repente, sin preaviso. Un minuto antes, blasfemabas porque el Eurostar se había parado bajo el sol, sin aire acondicionado, con las ventanillas bloqueadas, sin agua y te sentías en el centro mismo del infierno. Un momento después, el tren vuelve a la vida, se pone en marcha de nuevo y la frustración por la inmovilidad forzada se convierte en un vago recuerdo.

Tal vez se ponga en movimiento dentro de un minuto, se esfume este verde de acuario, regrese el blanco de ascensor, y cuarenta minutos de suspensión de nuestras existencias queden relegadas al estadio de molestia irrelevante.

Pero seamos realistas.

Puede suceder también que la situación no se desbloquee tan pronto. Habrá que empezar a tenerlo en cuenta. Podríamos pasar aquí una hora, incluso dos, en este jodido ascensor. Con los móviles locos. Sin que, probablemente, funcionen las alarmas. Con la loca de los gatos fantasma y la pareja hippy también fantasma que no nos oyen gritar. Y nadie, joder, nadie, que en cuarenta minutos se haya dado cuenta de que el ascensor está parado entre dos pisos.

Así es que, siendo realista, puede suceder que salgamos dentro de un minuto, pero, mientras tanto, a mal tiempo buena cara. ¿Cómo decía el Dentista? Transforma el barro en oro.

La chica es bajita y de delantera plana, de acuerdo. Guapa, guapa no es, con esos pelos verdes de punta y esa carita afilada como de lince. Pero no tiene las piernas nada mal. Y un vestidito como para violarla en los jardines.

Pues, joder, ¡transformemos el barro en oro!

¡Comencemos el show!

Ferro se dibuja en la cara una sonrisita burlona y segura. Mira a Tomás, quieto y callado, aplastado contra la pared del lado opuesto de la cabina. Entre ellos, Claudia trata de sentarse en el sentido de la anchura, encajando las piernas en el reducido espacio a su disposición.

—Bonita camiseta —observa Ferro, hablando muy despacio—. ¿Te gusta Bruce Springsteen? ¿Es tu ídolo? ¿Bruce Springsteen es tu cantante favorito?

Tomás se sobresalta, levanta la cabeza.

—Sí, me gusta «Born to Run».

Ferro se rasca el muslo, justo por debajo de la navaja que tiene en el bolsillo.

—Bruce Springsteen sabe estar en su sitio. Conoce las proporciones exactas entre el maestro y el alumno. ¿Sabes, en cambio, quién es mi cantante favorito?

—Elvis —interviene Claudia, abrazándose las rodillas—. He acertado, ¿eh?

—Exactamente —sonríe Ferro—. ¿Sabes cuántas versiones ha hecho Bruce Springsteen de temas de Elvis? Un montón. «Good rockin’ Tonight», «Viva Las Vegas», «Can’t Help Falling in Love», «Follow that Dream»… Yo colecciono todas las canciones de Elvis versionadas por otros artistas, todas las versiones, incluso las más irrespetuosas y degradantes. Tu Bruce Springsteen no tiene la voz de Elvis, por descontado, nadie tiene la voz de Elvis, pero se nota que canta esas canciones con respeto. A mí me gusta ver el respeto hacia los maestros. Y además, ya lo sabes, ¿no?, Bruce Springsteen trepó por la verja de Graceland para ver a Elvis.

—No lo sabía —admite Tomás, que, entre tanto, piensa: «Surrealista, auténticamente surrealista. Charlamos como si estuviéramos en la cola de correos, hablamos de nuestros mitos musicales en vez de gritar o buscar un modo de salir de aquí, que a las ocho se va mi tren, joder».

—Lo sé yo y no lo sabes tú —ríe Ferro—. Entonces te lo cuento. Tu amigo Bruce trepó por la tapia de Graceland para encontrarse con Elvis. Lo detuvo un guardia y tuvo que explicarle qué era lo que quería, ¿entiendes? Era ya famoso, pero aceptó que lo trataran como al último de los fans pesados para encontrarse con su ídolo. Por eso digo que lo respeto, a tu amigo Bruce.

Después cambia de tono y murmura como un viejo preceptor:

—Si alguna vez tengo un hijo, no dejaré que crezca escuchando porquerías radiofónicas comerciales. Si alguna vez tengo un hijo, le haré oír al Rey. Lo criaré con la música adecuada.

—¿Usted no tiene hijos? —pregunta Claudia.

Ferro muestra orgulloso su anular izquierdo.

—Nada de hijos. Nada de mujer. Nada de alianza. —De hecho, la alianza se la ha quitado en el coche mientras corría a ligar con la camarera del Pink Cadillac—. Soy libre como un pajarillo. Me gusta disfrutar de la vida sin ataduras, sin lazos, pero siempre tengo el corazón dispuesto para el amor. Me enamoro todos los días, en el autobús, en el bar, en la calle. Algún día será el definitivo, quizá.

Y celebra este cúmulo de gilipolleces sacando un cigarrillo de la cajetilla. Apenas se lo ha puesto en los labios, cuando nota la mirada severa de Claudia.

—Perdone —susurra la chica—, sería mejor no fumar aquí dentro. No hay aire.

Y añade mentalmente: «Pobre imbécil».

Ferro la mira con una expresión indescifrable, el cigarrillo entre los dientes. Después añade:

—Ya. No es una buena idea.

Devuelve el cigarrillo al paquete, el paquete del bolsillo de la camisa.

«Sólo faltaba esto —piensa Claudia—, ahora que ya no se respira, falta el aire, nos morimos de calor, mierda. También yo querría fumar, joder, me entran ganas de fumar estando aquí dentro. Precisamente ahora que había dejado de fumar. Lo había conseguido y ahora estoy aquí, encerrada en el ascensor, y con unas ganas terribles de un pitillo. De un vaso de agua y de un pitillo. Me parece que soy como aquel personaje de Aterriza como puedas, ese que decía: “He elegido el momento equivocado para dejar de fumar”. Mierda».

Ferro recupera la iniciativa, después del patinazo del cigarrillo tiene que controlar la situación, mantener la atención de ella fija sobre él.

—¿Os he dicho que tengo tres locales? —exclama, hablando deprisa—. Tres locales que al Rey le habrían gustado, sí, señor. Hemos tenido que hacer alguna concesión al mal gusto imperante, desde luego, donde se invierte también se quieren ganancias, claro; no somos en absoluto una asociación benéfica, damos a las masas la música que les gusta a las masas, un poco de música comercial, un poco de latinoamericana; en todo caso son locales de entretenimiento. Pero siempre hay algo personal, un toque de clase, por así decirlo, ¿habéis estado alguna vez en el Pink Cadillac?

Tomás piensa, responde poco convencido:

—Bah, una vez, me parece.

—Pues bien, es mío. Tenéis que venir sin falta, hay una piscina rosa con forma de Cadillac, la llenamos de espuma y hacemos que baile allí la gente. Se vuelven locos, ¿sabéis? Está de moda bailar en la espuma. En septiembre volvemos a abrir el Graceland y el Memphis, después de la clausura estival reinauguramos por todo lo alto, tenemos un montón de ideas, a propósito, me presento, Aldo Ferro.

—Tomás.

—Claudia.

—Claudia —se repite Ferro examinando con disimulo su escote—. ¿Dónde llevan esos uniformes? ¿Cómo se llama ese bar, ese que está en pleno centro?

Había estado con el Dentista en aquel bar, eso era seguro. Se habían sentado en una mesita de un rincón para el aperitivo y, mientras se tomaban el aperitivo, el Dentista le había nombrado a un productor discográfico, uno famosísimo. Había enumerado algunos discos producidos por ese productor famosísimo, todos discos asquerosamente conocidos y comerciales.

Después, el Dentista bajó la voz:

—¿Sabes? —susurró—. También le gusta rodar alguna película.

—¿Al productor? —se sorprendió Ferro.

—Sí —gesticuló el Dentista—. Es un tímido, sólo las rueda en su villa y con actores que consienten. —Y terminándose el aperitivo añadió—: Será tímido pero tiene una pendón de mujer. —Y continuó, burlón—: Se dice, incluso, que tiene un dóberman bien amaestrado, la muy pendón. Muy bien amaestrado.

Se rieron desenfrenados, antes de adentrarse en sucios comentarios sobre los uniformes de las camareras. Después felicitaron al propietario del bar, ¿cómo se llamaba aquel bar?, el Vivandiere, el bar del Vivandiere.

—Tú, Claudia, ¿trabajas con Enzo? Conozco a Enzo. Trabajas allí, ¿no?

Claudia se estremeció, por instinto.

El Puerco. Gracias por haberme recordado que existe, el Puerco. El día no era ya bastante asqueroso así.

—Sí —responde apretando los dientes—, solo durante el verano. Para pagarme la matrícula universitaria.

—Un gran tipo este Enzo. Salúdalo.

Claudia tuerce la boca, se guarda la mueca de disgusto.

—Lo haré.

—Yo iba con un amigo mío al Vivandiere. Ahora está muerto, mi amigo. Triste historia. Nos gustaban mucho los uniformes de las camareras —y le hace un guiño a Tomás, con complicidad masculina—, que también los ojos quieren su parte, y el viejo Enzo sabía cómo complacer los ojos del cliente. Eh. Un gran tipo este Enzo.

—Ya —rezonga Claudia, molesta, con la cara seria.

Ahora la voz de Ferro retumba, entre las paredes rebosantes de sudor, siniestra, desagradable.

—Si fuese tu novio —dice—, eh, eh, si fuese tu novio, no te dejaría ir por ahí con ese uniforme. Te encerraría en casa con dos llaves en lugar de mandarte así por ahí.

Claudia levanta una ceja. Tarda un poco en elaborar una respuesta razonada y no excesivamente irritada, y al final murmura:

—Con este aspecto me limito a trabajar. Y no doy motivos para los celos. En ninguna situación.

Neutra, precisa. Estupenda. No es un cliente. Puedes incluso ser un poco insolente, si quieres. Qué cojones.

—Bueno —insiste Ferro—, vale, si fuese tu novio, no te dejaría andar por ahí medio desnuda. Seguro.

La luz verde proyecta extrañas sombras en su cara. Ahora respira pesadamente, como un oso.

Claudia vocaliza secamente las palabras:

—No hay motivo… de ser… celosos. —Y añade después de una pausa—: Ningún motivo.

Tomás sigue como espectador el diálogo entre los dos, al fondo de la cabina, a menos de medio metro de Ferro, a pocos centímetros de Claudia. Levemente inquieto.

Tiene la impresión de que las paredes se están aproximando hacia él. Trata de pensar en otra cosa, en Francesca, en Amsterdam, en cualquier otra cosa.

Ferro mira a Claudia con expresión tensa.

Durante algunos segundos larguísimos.

Después se relaja la tensión de su rostro, las sombras se disuelven en el suave verde. Levanta las manos en señal de rendición y susurra:

—Ok, Ok, has ganado.

Después calla. Se apoya en las puertas.

Calma, calma, contrólate. Hay prioridades, respeta las prioridades.

No habría problemas si estuviéramos solos en el ascensor, la chica del pelo verde y yo. La situación sería ideal, me la tiraría aquí dentro, de pie, en el ascensor parado. La tensión las excita aún más, a estas putas.

No tendría problemas, aún tengo balas en la recámara, no se me ha agotado el triplete con Sonja. Cuarenta años de gloria, siempre apunto, lanza en ristre y el cañón preparado. Muy distinto de esos pobrecillos como el muchacho del piercing, con ese aspecto esmirriado, imagina, si se hace una paja se desmaya. Que dice ser fan de Bruce Springsteen, el desgraciado, y ni siquiera conocía la anécdota de Graceland. Bah.

Querría verlo bajo la férula de una como Sonja. Ni siquiera sabría qué hacer allí, con una aspiradora como Sonja.

Si estuviésemos solos en el ascensor, la chiquita y yo, no habría problemas. Seguro.

Sólo que está el pobre desgraciado.

Y yo me tengo que portar bien.

No puedo sacar la navaja aquí dentro. Cuando vengan a rescatamos, tendré que salir del ascensor como un ciudadano modélico e irreprochable, un anónimo vecino. No puedo joderla, y mucho menos si pueden investigar lo que hay en mi piso. Ni siquiera mi mujer sabe que tengo un apartamento en este edificio. No lo sabe, y debe continuar sin saberlo.

Tengo que ser íntegro, limpio e irreprochable. Uno que ha tenido la desgracia de quedarse encerrado en el ascensor durante una hora o dos, lo que sea; no se sale en los periódicos o en los telediarios por una cosa parecida. Así es que no puedo usar la navaja.

Y, además, no me gustaría convencerla con la navaja. Para ir con una mujer, Aldo Ferro no ha necesitado nunca la navaja.

Como mucho, si la situación se prolonga, le pido al chaval que se dé la vuelta. Mientras tanto, la camarera y yo nos echamos un tango.

Si quiere que nos mire, el chaval. Así aprende el uso correcto de los instrumentos del oficio.

O quizá podría limitarme a sentar las bases con la chica del pelo verde.

Así, en cuanto salgamos del ascensor, despedimos educadamente al chaval y la camarera me invita a su casa excitada como una mona.

Mientras tanto, sin embargo, no debo descuidar el objetivo principal. Y el objetivo principal es salir de aquí incólume e irreprensible. Listo para regresar junto a Alex.

Que me espera formal y paciente en la cabaña. Mirando el mundo por lo que una vez fue su boca.

—¿Nadie tiene agua? —jadea Ferro con la lengua fuera, como si estuviera a punto de ahogarse. Tomás abre los brazos. Claudia responde:

—Yo solo tengo galletas.

—Sin agua —ríe Ferro—. Chicos, si no nos rescatan pronto, con este calor acabaremos bebiéndonos nuestra orina.

—Qué asco —sonríe Claudia, nerviosa, y estirar los músculos de la cara en aquella sonrisa le cuesta un trabajo tremendo. Ferro no le gusta, lo encuentra instintivamente repulsivo. Pero por fuerza tiene que convivir con aquel hombre repulsivo, mientras esperan socorro. Y si tiene que convivir por fuerza, se dice, es inútil hacerse mala sangre y levantar un muro ante cada palabra suya. Es mejor colaborar para salir del paso, se dice.

Por eso se esfuerza en sonreír ante aquel penoso chiste sobre la orina.

Y es un error.

Porque Ferro interpreta aquella leve sonrisa como una tácita incitación. Añade, envalentonado:

—Como mucho, cada uno tendrá que beberse la orina del otro, pero ya os aviso: yo he hecho de todo y he probado de todo en mi vida. ¿Me entendéis? De todo. No garantizo la pureza de lo que salga de mi cuerpo.

Tomás tuerce la cara con desagrado; Claudia comenta, paciente:

—No creo que haya necesidad de experimentar. Nos rescatarán mucho antes de tener que beber nuestra orina.

—Cierto, cierto —ríe Ferro—. Mucho antes de mearnos en la boca unos de otros, perdonad el lenguaje, ah, chicos; en cambio, en caso de que tuviéramos que comernos por turnos… ya sabéis, como en esa película del avión en los Andes, sed buenos conmigo. Tengo la piel dura y llena de sustancias tóxicas, me parece que soy indigesto y fibroso, no me comáis, venga. Aunque tú, joven vástago, eres un poco flaco para llenarnos el estómago. Y la galantería nos prohíbe categóricamente comernos a una chica tan guapa.

—Gracias —dice ella, apartando la mirada—. Ahora me siento aliviada. Verdaderamente aliviada.

A Ferro le brillan los ojos. Ha tomado el mando de las operaciones, y por absurda que sea la situación, bien, de todas formas, la tiene bajo control. Los tiene en un puño, como si estuviese en el Pink Cadillac, en una noche normal de baile en la espuma, con el club de fans apalancado en la barra bebiéndose cada una de sus palabras. Cuenta anécdotas. Tiene despierto al público.

—A propósito de comerse por turnos, ¿habéis leído la historia del caníbal de Berlín? ¿Ese que había puesto un anuncio en Internet?

—Me suena —dice Claudia.

—Bueno, si no la sabéis, os la cuento yo. Ese caníbal puso un anuncio en Internet. Buscaba a alguien dispuesto a dejarse comer por él, a alguien plenamente consciente, ¿comprendéis? Y un loco le respondió, es increíble pero le respondió. Le dijo: «Sí, me parece bien, me interesa, estoy dispuesto a dejarme comer por ti», pero, oh, el caníbal no estaba contento. Quiso una foto del demente completamente desnudo, quería estar seguro de que le gustaba lo que se iba a comer, ¿comprendéis? Y después le hizo firmar una declaración de pleno acuerdo, tipo: «El abajo firmante está dispuesto a dejarse comer», etcétera. Al fin se vieron. Quedaron en casa del caníbal.

Tomás abre los ojos de par en par.

—¿Se lo comió?

Ferro respira ruidosamente por la nariz.

—Primero se emborracharon. Después se drogaron. No recuerdo si también follaron, creo que sí. En resumen, al final el caníbal castró al demente con un cuchillo de cocina. Y el demente, tenedlo en cuenta, estaba despierto, consciente y consentía.

—Vale, vale, ya basta, me parece a mí —protesta Claudia.

Ferro la ignora, continúa:

—No acabó ahí la cosa. Después de la castración, el caníbal puso la picha cortada en una sartén. La coció. Y se la comieron. Juntos. Lo juro.

—Es imposible —observa Claudia—. Un hombre al que acaban de castrar no puede permanecer consciente.

—En efecto —corrobora Tomás—. Está el dolor, y la pérdida de sangre. Imposible.

Ferro pasa por alto el escepticismo de Claudia. Se burla solo de Tomás, por su blanda protesta, lo ataca:

—¿Y qué sabes tú? Hay técnicas precisas, ¿sabes? Los médicos de la Atlántida conseguían mantener con vida días y días a Un hombre, incluso después de haberlo vaciado de los intestinos, incluso después de haberlo reducido a un tronco. Hay libros antiguos sobre la Santa Inquisición, sobre lo que sucedía en la Torre de Londres, hablan de un individuo ya sin ojos, sin lengua, sin brazos ni piernas, con un hueco en lugar de vientre y, sin embargo, todavía vivo y lúcido. Hay mil maneras de mantener consciente a una persona incluso después de haberla reducido a menudillos. —Y se detuvo, antes de dejarse arrastrar por el entusiasmo y mostrarse un poco demasiado experto en el tema. Claudia lo mira perpleja, desconcertada por aquella perorata sobre la tortura.

Mierda. Sería perfecto para una película de terror de serie z, haciendo de jefe de scouts que cuenta historias de fantasmas en medio del bosque. Con la linterna apuntando a su cara, y los niños espantados en torno al farol.

Un segundo antes de que el monstruo salga de la oscuridad y los devore a todos, uno tras otro.

—Pero ¿esa historia es cierta? —pregunta al fin, escéptica.

—Es cierta, sí. El caníbal lo ha grabado todo, los agentes que vieron la película estuvieron vomitando un día entero; en conclusión: el caníbal degolló al tipo, lo cortó en trozos, tiró las partes fibrosas y no comestibles a la basura, y comenzó a darse banquetes con el resto. Un poco cada vez. Conservó los trozos en el congelador, y…

—¿Podemos hablar de otra cosa? —le frenó Claudia—. ¿De que aquí ya no hay quien respire, que falta el aire, por ejemplo?

—¿De eso? —minimiza Ferro—. Pásame la llave, jovenzuelo. La grande, la que usaste antes.

Tomás le entrega mecánicamente la llave del trastero. Ferro la emplea como cuña entre las puertas, vuelve a abrir la ranura ayudándose con la punta de la bota.

—¿Le echo una mano? —se ofrece Tomás.

—Noo, chaval, quédate tranquilo y disfruta del espectáculo. ¡Cómo no voy a conseguir yo abrir dos puertas!

En realidad, Ferro está disimulando un esfuerzo tremendo. Las malditas puertas de acero parecen no querer separarse, aprietan como dos presas contra sus músculos, buscando juntarse con fuerza inhumana. Pero Ferro no puede mostrarse débil a ojos de Claudia. No puede.

Y entonces respira a fondo, como en el gimnasio con las pesas, y con el último tirón abre triunfante las puertas.

—Ya está —jadea imperceptiblemente—. Ahora se puede respirar. No es aire de montaña, pero algo es algo.

Mantiene las puertas abiertas con los brazos y con la espalda. Claudia y Tomás se acercan lo más posible, respiran un poco de aquel oxígeno virgen filtrado a través de los ocho centímetros entre la cabina y la pared del hueco del ascensor.

—¿Gritamos otra vez? —propone el muchacho.

Ferro lo aprueba con un gesto de la cabeza. Empieza a contar:

—Uno, dos, tres.

A la de tres gritan.

Después vuelven a gritar.

Después vuelven a pulsar las alarmas.

Después controlan los móviles, todavía muertos e inservibles.

Ferro fuerza al máximo los músculos de los brazos, de pie, con la cabeza inclinada hacia delante, uno de los paneles aplastándole la columna, el otro, mordiéndole la palma de las manos. Lucha un poco más contra la presión del acero en la carne, y al fin cede. Deja que las puertas se cierren ruidosamente y que la cabina quede de nuevo sellada como una tumba.

Se apoya en una pared, esforzándose para no parecer fatigado, para que no vean que está jadeando.

Estas puertas. Estas malditas puertas.

¿Cómo coño funcionan estas malditas puertas?

Los tres disfrutan del aire nuevo llegado del exterior. Nadie habla.

17:51

Tomás tiene los ojos cerrados.

Ahora voy a contar hasta cinco, y cuando llegue al cinco el ascensor se moverá.

Uno, dos, tres, cuatro.

Cinco.

En el cinco abre los ojos.

El ascensor sigue parado.

Suspira.

Ahora voy a contar hasta diez, y cuando llegue al diez el ascensor se moverá. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve.

Diez.

En el diez abre los ojos. El ascensor sigue parado.

Tomás se ha sentado entre las puertas, sobre el carril de deslizamiento. Las mantiene abiertas con la espalda y con la rodilla derecha.

Se ha dado cuenta del error de Ferro, la postura equivocada, de pie, solo con la fuerza de los brazos, así es que él está oponiendo todo el cuerpo a la presión. Tiene la cabeza ocho centímetros fuera de la cabina, con la sien apoyada en la pared de cemento del vano. Respira el aire gris y enfermo como el aliento de un moribundo.

—Esta historia de las puertas sigo sin comprenderla —insiste Ferro una vez más—. Deberían estar abiertas.

Y al repetir su habitual letanía sobre puertas de muelles y puertas que deberían estar abiertas, Claudia ya no puede seguir fingiéndose conciliadora. Ferro la pone furiosa, furiosa de verdad. Por puro instinto. Respira su olor demasiado cerca, y su olor le eriza el pelo de la nuca, le produce alfilerazos que le recorren la espalda. Se descubre a sí misma como un animal que capta un olor enemigo.

—Creía que tenía una hija y resulta que tengo un perrillo —le tomaba el pelo su madre cuando Claudia se sentaba a la mesa y olfateaba instintivamente lo que había en el plato. Se reía—: ¡Jesús, Claudia! ¿Qué quieres que sea? ¡Es un filete, no comida para gatos!

El olor de Ferro es como un rallador, un rallador para sus nervios. Aquel perfume dulzón cubriendo el sudor, y eso otro, eso otro que está debajo. Frío, extraño, ajeno.

Así es que salta, con voz vibrante, rabiosa:

—Oiga, perdone, ¿es usted experto en ascensores? ¿Sabe usted exactamente cómo funciona la célula fotoeléctrica? Porque me parece usted muy preparado sobre el tema.

Trata de mitigar la ironía de la voz. Lo consigue solo en parte.

Ferro la mira sombrío, a la defensiva. Se rasca el mentón, responde:

—Mire, señorita, yo no sé absolutamente nada de ascensores; jamás me ha importado nada saber algo sobre ascensores, sé que suben, que bajan, y basta. Uso la lógica, solo digo: si hay corriente, las puertas no se pueden abrir a mano. Si no hay corriente, bueno, no deberían cerrarse automáticamente como, en cambio, hacen. Y de todas maneras, jovencito —ríe—, ruega para que el ascensor no se ponga en marcha por sorpresa. De ser así, te encontrarás con la mitad dentro de la cabina y la otra mitad en el hueco.

—Gracias por el aviso. ¿Alguno sabe qué hora es?

—Las seis menos diez, responde Claudia.

—¿Tienes algún compromiso, jovencito? ¿Tienes prisa por salir?

—Sí. He quedado con una persona en la estación de Parma. Mi tren sale a las ocho. —Y no dice más, que nunca se sabe. Sus padres viven en aquel mismo edificio y no conviene revelar demasiadas cosas a los vecinos. Nunca se sabe. Mejor ser imprecisos.

—Estaremos fuera de aquí mucho antes de las ocho —lo tranquiliza Claudia—. Por descontado.

Ferro se ríe, de nuevo le guiña el ojo al muchacho entre las puertas.

—¿Tienes la novia en Parma? También yo he tenido un par de novias en Parma; cuéntale que le has dado plantón porque te has quedado encerrado en el ascensor. Algunas de mis chicas se han tragado excusas peores. Tanto, que John Belushi es un aficionado a mi lado, palabra.

Claudia aprieta los labios en una mueca contrariada. Ahora ya le produce fastidio solo oír hablar a Ferro. Reprime en su interior reacciones violentas, incontroladas, tan rabiosas que le dan miedo. Nunca ha sentido una repugnancia tan fuerte por una persona.

Es la situación, es la proximidad, sin aire, sin agua, el calor, la sed. No hay nada más. Nada más.

Aparte de ese olor.

Betún de zapatos sobre café tostado.

Ese olor extraño.

—Es extraño —murmura, tratando de dominarse—. Conozco a todos los habitantes de este edificio, por lo menos de vista. Me he cruzado con todos ellos una vez, al menos. Con todos, excepto con usted.

Ferro se envara.

—Y qué. ¿Qué quiere decir eso?

—Nada, solo que es raro conocerse de esta forma. Es raro, ¿no?

—No podíamos vernos casi por fuerza. Yo no estoy nunca en casa, aquí, en mi apartamento. —Está a punto de decir de soltero, pero se detiene a tiempo y se corrige al vuelo—. Mi apartamento está en el piso veinte, pero nunca estoy ahí. Siempre ando a vueltas por los locales o en el exterior, no estoy hecho para la vida sedentaria. Me gusta viajar por el mundo, ya sabéis, Londres, Ámsterdam, París…

Tomás se ilumina.

—¿Tiene conocidos en esos sitios? ¿En Ámsterdam, quiero decir, en Londres?

—¿Conocidos? Conozco a todos, en Londres, en París, en Ámsterdam. Cómo no voy a tener conocidos. Conozco a todos.

—A todos —ironiza Claudia sin que la oigan—. Claro, cómo no. En Londres, en París. Precisamente a todos. Natural.

—Es para un viaje —explica Tomás—. Un viaje por Europa. Si alguno pudiera alojarnos a mi amiga y a mí…

—¡Ah, vaya! La novia de Parma —se regodea Ferro—. Que no se diga que Aldo Ferro pone obstáculos a los jóvenes corazones, ¡el amor es algo maravilloso! En cuanto salgamos de aquí, hago un par de llamadas, te organizo el viaje por Europa, te instalo donde quieras. Lo que sea para ayudar a una pareja joven, ¿verdad, señorita? —Y le guiña el ojo a Claudia.

¿Señorita? ¿Todavía? ¿Cómo coño hablas?

Quédate en tu medio metro.

Baboso.

—No es mi novia —balbucea Tomás, con la cara roja—. La chica de Parma, digo. Es solo una amiga.

Tomás no se fía. Claudia no tiene aspecto de vecina cotilla, no se la imagina yendo con el cuento a sus padres: «Sé dónde está vuestro hijo. ¡En Holanda, con una chica de Parma! ¡Habían quedado en Parma el domingo 15 de agosto! ¡Me lo contó cuando nos quedamos encerrados en el ascensor!».

No, a Claudia no la ve capaz de traicionarlo, de acuerdo, y a Ferro, bueno…, Ferro parece que nunca está en el edificio. Pero, en todo caso, cuanto menos se sepa de su fuga, mejor.

La presión de las puertas se hace insostenible. Tomás trata de ayudarse con la pierna izquierda, pero ya tiene las rodillas pegadas a la barbilla, no consigue seguir oponiéndose a esos monstruos de acero. Unos segundos más y se desliza a la cabina dejando que las puertas se cierren de nuevo.

—Perdonad —se justifica—. Ya no podía más.

—No te preocupes —lo consuela Claudia—. En cuanto empiece a faltar el aire, me pongo yo entre las puertas.

—De ninguna manera, señorita —interviene Ferro—. Nunca permitiremos que una chica tan guapa tenga que soportar la presión de estas dos vulgares puertas. El joven enamorado aquí presente —guiña el ojo a Tomás— y yo nos dividiremos la tarea equitativamente.

Claudia mueve apenas la comisura de la boca.

Ahora se hace el galante, el muy cerdo. Trata de que le perdonemos los comentarios de antes.

Como si no hubiese notado la vacilación en su voz, cuando ha hablado de su apartamento. He percibido la vacilación en su voz, ¿qué se cree?

Para mí que se trae aquí, a ese apartamento, a las ucranias que recoge en las calles. Y hará orgías con sus amigos, tan cerdos como él.

A lo mejor tiene un juego completo de látigos y de esposas.

Esperan, respiran aire caliente y verde.

Después, Ferro se rinde a aquella temperatura de fundición. Se quita la camisa blanca resoplando, la desabrocha con rapidez. Claudia, alcanzada por una vaharada de sudor ácido, rechina los dientes y aprieta los puños hasta que los nudillos se vuelven blancos. Mira a aquel hombre ocupado en doblar la camisa y en pasar los cigarrillos y el Zippo al bolsillo del pantalón, mira su desnudo torso de gimnasio, los remolinos de vello en la espalda, lo observa mientras coloca con cuidado la camisa en un rincón de la cabina. Después cierra los ojos para no verlo.

—Es gracioso —dice Ferro, terminada la operación—, esta noche he tenido un sueño premonitorio.

Tomás levanta la cabeza.

—¿Cuál?

—He soñado que me arrastraba por un túnel, me arrastraba sobre la espalda, en el centro de una montaña. Pues bien, el túnel desembocaba en medio de un acantilado a plomo sobre el mar, miles de metros sobre un mar borrascoso, ¿estamos? Y mientras yo miraba hacia abajo estudiando aquella pared de roca lisa, sentí algo blando y asqueroso que llegaba hasta mí desde el otro lado del túnel, como un gusano gigantesco. O sea, había un acantilado de roca lisa por una parte y un gusano gigantesco por la otra; parecía real ese sueño. Notaba perfectamente el olor del aire con salitre.

—¿Después se despertó? —se interesa Tomás.

—En efecto —añade Ferro—. Yo me las arreglo siempre de alguna manera, no soy tan estúpido como para dejarme devorar por un gusano inmundo. Yo no me dejo joder ni siquiera en sueños.

Claudia lo mira como diciendo: «Pero aterriza, cretino».

No obstante, le dice:

—¿Y qué tiene de gracioso este sueño? Solo por hacerme una idea.

Ferro piensa: «Está sacando los pies del tiesto, la muchachita, con ese tono sarcástico de los cojones», pero no se descompone.

—La situación claustrofóbica. Dentro del túnel, con tantos kilómetros de montaña sobre la cabeza, la roca a pocos centímetros de la nariz. El túnel oscuro y estrecho. Un poco como nosotros aquí, ¿no? Con la diferencia de que aquella era una situación sin salida, mientras que nosotros pronto estaremos fuera riéndonos de todo esto. En fin, yo veía un paralelismo.

Claudia sonríe, mostrando los dientes.

—Es más gracioso mi sueño, entonces.

—Oigámoslo —la desafía Ferro.

—He soñado que estaba en el desierto de Marruecos y alrededor no había más que dunas, arena y más arena. Nada más. Yo vagaba sin rumbo bajo un sol de justicia, sin saber adónde ir, sin una dirección.

Ferro frunce la frente.

—¿Dónde está la parte cómica?

—Que todo aquel espacio vacío me aterrorizaba —empieza a reírse sola, histéricamente—. Gracioso, ¿no? Todo aquel espacio me aterrorizaba. El espacio vacío. Y nosotros no logramos ni siquiera estirar las piernas porque estamos apretados como sardinas en lata. A mí me parece gracioso. Mucho.

Nadie más se rio. Después de unos instantes, también ella dejó de reír.