Cero

El ascensor es un modelo Skylark 2000. Cuatrocientos noventa kilos de carga máxima, capacidad pare seis personas.

Las paredes de la cabina son de acero inoxidable satinado.

El ascensor acaba de superar el primer piso.

Claudia finge buscar las llaves. Siente la garganta como de papel, ya no soporta más ese calor pegajoso que le quema los pulmones.

En cuanto llegue a casa, correrá a la cocina, abrirá la nevera, llenará un vaso de agua helada, lo vaciará de un trago. Después llenará otro vaso, esta vez de té frío. Se lo tomará también de un solo trago.

Resuelta la prioridad de la sed, podrá quitarse por fin el uniforme. Estará media hora en la ducha. Se nota sudada, pringosa; no ve el momento de sentir el agua corriendo por su piel.

Después de la ducha mirará el correo electrónico. Ojalá Bea haya tenido diez minutos para escribirle un mensaje desde Marruecos. Ojalá.

Unos segundos más y estará en casa, Claudia.

Que, entre tanto, finge buscar las llaves, como se hace siempre para no cruzarse con miradas extrañas en el ascensor.

El ascensor acaba de superar el segundo piso.

El Skylark 2000 dispone de un sistema de iluminación indirecta vertical.

La luz proviene de tubos fluorescentes con difusor de plexiglás en el panel de mando de los botones.

El panel de botones es una lámina plastificada blanca. El ascensor acaba de superar el tercer piso.

Tomás finge leer la placa de la pared opuesta al panel de botones.

Estudia fingidamente los datos técnicos sobre la capacidad y la carga del ascensor y mientras tanto piensa: «Un jersey, tendría que meter un jersey en la bolsa de viaje, quién sabe dónde estaremos este invierno Francesca y yo, en Londres, quizá. Y vale que el frío sea un concepto abstracto en verano, cuando se vive en un horno como es Bolonia a mediados de agosto, pero un mínimo de previsión conviene tener», se dice Tomás, fingiendo leer la placa con los datos técnicos sobre la capacidad y la carga.

Tomás no ha estado nunca en Inglaterra, pero recuerda bien el clima de Irlanda, la llovizna, la humedad. Allí siempre estaba medio enfermo, con la nariz congestionada y picor en la garganta. «¿Dónde estará el jersey? ¿Dónde tendrá mi madre la ropa de invierno? —se pregunta—. Y, además, el reloj, tendré que llevarme un reloj». Tomás no lleva nunca reloj, pero tiene que coger el tren, hay horarios que respetar, no quiere arriesgarse a perderlo a causa de sus opiniones sobre los relojes de pulsera.

Busca las llaves en el bolsillo de los vaqueros, exactamente igual que finge hacer la chica del pelo verde unos centímetros más allá.

Las recorre con los dedos. La llave de casa. La llave del portal. La llave de la Vespa. La llave del garaje. La larga llave del trastero, enorme e incómoda en el bolsillo. Sobre la que Francesca había bromeado una vez con inédita malicia.

—Parece otra cosa —se rio, mirando aquella llave que abultaba bajo la tela de los vaqueros.

—¿Qué? —enrojeció Tomás, cogido por sorpresa.

—Nada —dejó caer ella, picara, en una espléndida jornada de primavera en medio del parque Ducal.

Unos segundos más y estará en casa, Tomás. Mientras tanto, finge interesarse por los datos técnicos de la placa.

El ascensor acaba de superar el cuarto piso.

La cabina mide dos metros veinte de altura, desde el pavimento de laminado de acero recubierto de caucho con círculos, hasta el techo de acero blanco sobre la cabeza de los pasajeros.

La puerta automática tiene dos paneles correderos de laminado de acero. Está revestida de acero inoxidable satinado.

El ascensor acaba de superar el quinto piso.

Ferro tiene la mirada clavada en los muslos de la chica de cabello verde, generosamente descubiertos por el uniforme.

Bonitas piernas.

Un poco baja para mi gusto, un poco plana por delante, pero tiene bonitas piernas. Yo conozco ese uniforme. Me parece que trabaja en ese bar del centro, ¿cómo se llama? He estado allí con el Dentista, en ese bar del centro, ¿cómo se llama ese bar del centro?

En su cabeza, Elvis está cantando «Bridge Over Troubled Water» en el escenario de Las Vegas.

Mejor que esos dos maricones con sus vocecitas, mejor que Simon y Garfunkel. Elvis se ha apropiado de la canción, la ha masticado y la ha sacado fuera, mejor que ese par de maricones con sus vocecitas, ¡bah! Elvis ha reelaborado la melodía de esa canción en el corazón, la ha plasmado en la garganta y la ha devuelto al mundo, remodelada e incandescente.

Unos segundos más y estará en su antiguo apartamento de soltero, Ferro. Que entre tanto, mira descaradamente los muslos de la chica del pelo verde.

El ascensor acaba de superar el sexto piso.

El Skylark 2000 mide un metro treinta de largo por noventa y cinco centímetros de ancho.

El Skylark acaba de superar el séptimo piso.

Tomás y Claudia encuentran al mismo tiempo las respectivas llaves de casa, las separan con los dedos del resto.

El ascensor acaba de superar el octavo piso.

También Ferro busca la llave de casa. Está en el fondo del bolsillo, con la navaja.

El ascensor acaba de superar el noveno piso.

Tiene unas ganas locas de fumar, Ferro. Tiene el paquete de cigarrillos y el Zippo en el bolsillo de la camisa.

En cuanto llegue a casa me fumo un cigarrillo. Primero me tomo un vaso de agua, que reviento de calor y tengo la camisa pegada, coño, luego me fumo un cigarrillo.

El Skylark acaba de superar el décimo piso.

A las 17:03, el Skylark 2000 acaba de superar el décimo piso. Cuando, de repente, se apagan las luces de la cabina. El ascensor se detiene. Entre el undécimo y el duodécimo piso.