Tomás sale como un lento rayo del recinto amurallado montado en su mítica Vespa anaranjada. La moto renquea desvencijada entre las rotondas y las avenidas de la periferia, entre los grandes edificios cúbicos, por el puente sobre el río Reno, hacia casa.
«Mi vida va a cambiar», piensa. Está a punto de cambiar de un modo tan increíble que Tomás tiene que esforzarse para mantener el corazón en calma, el corazón que late desbocado bajo la camiseta de Bruce Springsteen.
En el bolsillo tiene un billete de tren para Ámsterdam.
Lo ha pagado vendiendo discos viejos, cómics viejos, rebuscando en el fondo de los cajones de sus padres. Sobre todo, rebuscando en el fondo de los cajones.
«Es increíble —piensa Tomás, adelantando un autobús que arranca semivacío—, hoy estoy en un pedregal desierto que tiene el aspecto de Bolonia, mañana estaré con Francesca en los canales de Ámsterdam, buen destino, desde luego, pero no importa dónde, basta con que esté lejos de aquí y con Francesca, lo demás no cuenta». La sola idea de ir con Francesca de la mano por los canales de Ámsterdam le nubla la vista, se le dibuja automáticamente una enorme sonrisa en la cara, una placentera languidez en la nuca y bajo la lengua y en los ojos, y en la mente acariciada por la idea de que ella es mejillas sonrosadas y católicos estremecimientos, mientras que él es una canción llamada «Thunder Road».
Desde hace unos meses, si le preguntan quién es su cantante favorito, Tomás ya no responde Ligabue, sino Bruce Springsteen. Aunque de Bruce Springsteen solo tiene un disco. Y de ese disco oye siempre y solo dos canciones de ocho, siempre y solo las mismas dos canciones, que le hacen pensar en Francesca, en Ámsterdam, en el billete de tren que lleva en el bolsillo.
Fue su primo mayor el que le dio a conocer el disco y las dos canciones.
Su primo mayor, que vive inmerso en una ordenadísima colección de CD y vinilos y a los entusiasmos adolescentes de Tomás responde siempre con una sonrisa de suficiencia, una mirada aburrida, una referencia al rock del pasado.
—¡Los Placebo han destrozado las guitarras en el palco! —se entusiasmaba Tomás.
Y el primo, con sonrisa de suficiencia y mirada aburrida: —También los Who, hace cuarenta años.
Tomás no se rendía:
—¡Marylin Manson ha anunciado que se matará en el escenario!
Y el primo:
—También David Bowie, cuando era Ziggy Stardust.
A continuación, Tomás le había hecho escuchar una vieja canción de Ligabue, una que le parecía de morirse, y la letra de aquella canción hablaba de un chico y una chica que huyen del lugar donde habían nacido para no volverse como sus padres y sus amigos, ella pregunta: «¿Hacia dónde vamos?», y él responde: «No lo sabemos, pero sabemos bien lo que no había aquí». A Tomás aquella canción le gustaba a rabiar.
El primo la escuchó, comentó: «No está mal, bonita letra, pero escucha de dónde ha sacado la inspiración».
Y sacó de la estantería un viejo vinilo de Bruce Springsteen, lo colocó en el plato y le puso delante de los ojos la funda con los textos de «Thunder Road» y de «Born to Run».
Fue una sacudida violenta e irresistible para Tomás.
La frase final de «Thunder Road», aquella histórica frase final, había sido una de las primeras citas que le escribió a Francesca al final de un correo electrónico.
Francesca era ya tan parte de él, presente y natural como respirar, que era increíble pensar en el tiempo en que aún no la conocía, y, más brevemente, en el tiempo en que solo habían sido dos pseudónimos en una pantalla.
Fue a principios del invierno cuando Tomás había comenzado a frecuentar un sitio no oficial de los Pearl Jam. No uno de los mejores, en realidad; un sitio emotivo y descuidado, atestado de enamoradas de Eddie Vedder que debatían sobre el look con barba, sin barba, con cresta punk, o de menores heavy que recordaban la dureza de los discos de los años noventa y acusaban a la banda de blandenguería. Tomás se divertía fomentando la bronca, enviando mensajes pedantes con el pseudónimo de Leatherman, encendiendo las discusiones, atrayéndose las invectivas de las enamoradas de Eddie Vedder y de los heavy, discutiendo con todos por los motivos más estúpidos. Cuando las discusiones languidecían, se inventaba otros pseudónimos con los que atacar a Leatherman y a veces acababa discutiendo consigo mismo. Tomás se divertía mucho creando follón en aquel sitio emotivo y descuidado, lleno de enamoradas y de menores heavy.
Más adelante, entre tantas intervenciones, leyó la de Bee Girl. Una titulada «No puedo creer que al final las sombras hayan desaparecido».
Aquel hermoso comentario al texto de Rearviewmirror llamó su atención como una salpicadura de sangre en una foto en blanco y negro, aquellas reflexiones sobre pesadillas dejadas atrás, sobre ver monstruos que desaparecen en el espejo y casi no creer que se es libre, sobre no tener ya miedo.
—Joder —dijo Tomás en voz alta delante de la pantalla.
Escribió inmediatamente una respuesta a aquel mensaje, una respuesta muy seria y admirada, con apenas una sombra de inevitable sarcasmo. A punto de enviar el mensaje a la página, a la vista de todos, chicas enamoradas y menores heavy, vaciló. Seleccionó el sobrecito bajo el nombre de Bee Girl y le envió la respuesta en privado.
Después esperó.
Tuvo que esperar hasta la noche. Cuando Bee Girl le contestó.
—¡Ah! Precisamente a ti te quería yo, el famoso Leatherman se digna descender hasta nosotros, simples mortales, ¿cómo es que no llevas tu traje de pedante sarcástico, señorito?
Tomás tamborileó en la mesa junto al teclado.
La Chica Abeja quiere guerra, se dijo. Respondió con una de sus críticas humorísticas, arrepentido de la excesiva seriedad de su primer mensaje.
Leatherman y Bee Girl estuvieron una semana picándose el uno al otro a través del correo electrónico. Después, las cosas habían evolucionado como en una comedia de Meg Ryan.
Empezaron a no poder pasar el uno del otro en la segunda semana de mensajes. Se habían presentado como Tomás de Bolonia y Francesca de Parma, a comienzos de la tercera semana, ya en una dependencia comunicativa total y absoluta.
Tomás se descubrió esperando los mensajes de Francesca con una intensidad y una ansiedad de enfermar. El mejor momento del día era cuando descargaba el correo y había un mensaje de la chica de Parma. El peor, cuando descargaba el correo y no había nada.
Habían decidido no mandarse fotos, aunque, en realidad, no veían el momento de verse cara a cara. Las fotos aplanan, se dijeron, nada de fotos, nada. Un par de veces, Tomás había estado a punto de proponerle un encuentro en Parma. Tal cual. Para conocerse. No lo había hecho.
Descubrirse de aquel modo, de sopetón, podía asustarla, alejarla o ponerla tensa. No quería eso.
Necesitaba un pretexto, un pretexto fingidamente casual e inocente. Y el fingido pretexto casual e inocente se había presentado.
Los Red Mosquito, una cover band de los Pearl Jam muy valorada en aquel sitio descuidado y emotivo, tocaban en un pub de Parma.
Ahí estaba, el pretexto casual y fingidamente inocente.
—¿Te vienes a ver a los Red Mosquito? —le preguntó Francesca.
Él le respondió:
—Sí voy, así veré qué cara tienes. —Y tras un breve trastear en el teclado—: ¿Cómo voy a reconocerte? ¿Tienes una camiseta de los Pearl Jam?
Ella le contestó:
—Todos llevarán la camiseta de los Pearl Jam, tonto —con un emoticón sonriente al lado de aquel tonto, para que comprendiese que la tomadura de pelo era cariñosa.
»Me pondré la camiseta de mi película favorita, Matrix —terminó—, así veré también yo qué cara tienes.
Tomás llegó a Parma en tren, emocionado como nunca antes lo había estado.
La reconoció en cuanto entró en el pub.
Sin haberla visto nunca.
Sin sombra de duda.
Como si no hubiera nadie más en aquel bar lleno de fans de Pearl Jam amontonados bajo el escenario de los Red Mosquito. Ella estaba detrás de la barra del bar, con la camiseta de Matrix semitapada, pero Tomás no necesitaba ninguna camiseta identificativa. Fue a su encuentro diciendo con voz un poco temblorosa: «Hola, Bee Girl».
Desde ese momento, Tomás creyó en la reencarnación.
Ver a Francesca detrás de la barra había sido como descubrir el rostro de una vieja conocida. Como cuando reencontró a Lisa Limone, su amor de la escuela, sentada en un silloncito de una discoteca de domingo por la tarde. Fue a saludarla, notando con gusto que estaba aún más guapa que cinco años antes, cuando acabaron la primaria, y le dijo con naturalidad:
—¡Eh, hola! ¿Dónde te has metido todo este tiempo?
Con la misma naturalidad le había dicho «hola, Bee Girl» a una chica que no había visto en su vida.
En aquella vida, al menos.
Francesca tenía la cara ligeramente asimétrica; los ojos, con un levísimo estrabismo, cosa que Tomás consideraba fascinante. Él odiaba la aburrida perfección.
Ignoraron a los Red Mosquito, hablaron y hablaron sin pausa. Por fin salieron, cansados de gritar más fuerte que el cantante de la banda, se sentaron en un banco, ajenos al frío, se intercambiaron confidencias sobre las respectivas familias. Como quien se conoce de años y años y no de pocos minutos, con el vapor condensándose al ritmo de sus palabras.
Muchos años antes, el padre de Francesca había sido un cómico famoso. Era invitado fijo de Fastfùd, un programa que veían todos, realmente todos, a mediados de los ochenta.
Había debutado proponiendo algunas parodias de discreto éxito, el camionero con narcolepsia, el policía municipal cleptómano, pero no triunfó hasta mediados de la primera temporada de Fastfùd. Cuando apareció en un vídeo con unos leotardos naranja y violeta, los calzoncillos por encima, presentándose como el defensor de los débiles, el protector de las ancianitas, el único, el incomparable Giampi Supermaxihéroe. El superhéroe chapucero, parodia de una serie de televisión de los años ochenta. Con mucho supermaxiperro, supermaxicoche y supermaxicóptero.
Tomás pidió información sobre Giampi Supermaxihéroe a su primo y este había exclamado: «¡Giampi Supermaxihéroe!», con los ojos nostálgicos del niño. Recitó automáticamente su frase más famosa, la que gritaba cuando corría a salvar a una ancianita: «¡Deprisa! ¡Al supermaxicoche!», pero descubría que la grúa se había llevado el supermaxicoche por aparcar en prohibido y, sin perder el ánimo, proclamaba: «¡La justicia no se detiene por tan poco, supermaxitaxiii!». Su primo repitió toda la escena palabra por palabra, en un reflejo natural.
A los adolescentes, el público natural de Fastfùd, les encantaba Giampi Supermaxihéroe. En los autobuses, en los pasillos de las escuelas, en las salas de juegos, repetían continuamente las frases del supermaxiperro, del supermaxicóptero, del supermaxitaxi. Y así fue durante los tres años de Fastfùd.
Después, tras una lenta pero implacable caída de la audiencia, el programa terminó.
Durante un tiempo, el padre de Francesca vivió de las rentas. Recicló a Giampi Supermaxihéroe para los programas familiares de la tarde del domingo, probó a relanzar al camionero con narcolepsia, al policía urbano cleptómano, a algún personaje nuevo.
Pero, poco a poco, las apariciones en televisión fueron escaseando. Las actuaciones en locales, sus espectáculos en traje violeta y naranja basados en su trabajo en Fastfùd, reducidos a cero.
El supermaxihéroe comenzó a volverse nervioso e impaciente, a lamentarse.
—¿Cómo voy a escribir textos divertidos con la niña siempre a mi alrededor? —le echaba en cara a su mujer—. Estoy aquí, intentando escribir cosas que hagan reír, joder, ¿cómo voy a escribir cosas que hagan reír con la niña de los cojones siempre en medio, papá esto, papá lo otro? Joder. ¿No puedes entender que tengo que trabajar, que otro año como este y mi carrera está acabada para siempre? ¿Que estaremos en graves apuros tú, yo, la niña y nuestra preciosa casa? ¿Me quieres quitar de las pelotas a la niña? ¿Me la quieres quitar de las pelotas de una vez, por favor, POR FAVOR, JODER?
Después vino el beber, el beber y el póquer. A menudo, dramáticamente, las dos cosas a la vez.
Hasta aquella vez terrible, el final de todo. Una partida de póquer casi en familia con tres conocidos cómicos, de esos abonados a las películas navideñas de humor fácil y sin pretensiones. Más amigos incluso que colegas, los definía el supermaxihéroe.
Volvió a casa a altas horas de la madrugada, con la cara pálida, borracho. Gemía: «Todo, todo, lo he perdido todo».
Y los tres conocidos rostros del cine navideño desde ese momento se transformaron en cobradores del crimen organizado. Empezaron a presionar al supermaxihéroe, a reclamarle el dinero que les correspondía, a atormentarlo con llamadas amenazadoras. Él apeló a la antigua amistad, al difícil momento, trató de que admitieran una prórroga, el pago a plazos, pero ellos querían el dinero, todo y pronto.
Francesca y su familia tuvieron que mudarse a un edificio en el barrio más popular de la ciudad. Y tuvieron que mudarse, sencillamente, porque su preciosa casa se la habían repartido entre los tres actores a partes iguales.
Una tarde, en una fiesta de cumpleaños al final de la escuela media, Francesca vio una película en vídeo. Sus compañeros de escuela se morían de risa con aquella taquillera película, con aquel muestrario de dobles sentidos, caídas, muecas y frases hechas de los tres conocidos actores.
Ella contempló a aquellos tres, recordó las llamadas sin piedad, las frases amenazadoras: «Te vamos a destrozar los pulgares», «Le haremos una fiesta a tu hija». Cosas así.
Y sus amigos reían con la cara colorada, doblados en dos y las manos sujetándose la tripa.
Francesca le contó cómo, a consecuencia de aquella mudanza forzosa, su madre sufrió un agotamiento nervioso. El primero.
Su familia se convirtió en una bomba de relojería. Su madre era capaz de despertarse a media noche para insultar a gritos al supermaxihéroe, de aparecer en la habitación de Francesca a las cuatro de la mañana, encender todas las luces y chillar:
—¡Es culpa tuya! ¡Es culpa tuya! ¡Tenía que haberte cagado fuera! ¡Tenía que haberte cagado fuera!
Los momentos de calma, Francesca lo sabía, se podían romper con el menor pretexto. La lavadora que perdía agua. El microondas estropeado.
Bastaba una minucia, para que saltara el temporizador que latía escondido en aquella casa.
Después le tocó el turno a Tomás en la competición de confidencias que era aquel primer encuentro.
Le habló de sus padres, empleados de banca, de su tiranía suave y sonriente, del modo en que aceptaban y toleraban todo, el pelo largo, el tatuaje, el piercing, sin el menor problema.
Con su sonrisita new age. Con aquella mirada que significaba: «Sí, sí, eres joven e idealista, hazte todos los piercings que quieras, cúbrete de tatuajes, déjate crecer el pelo hasta los pies, tanto da, tu destino está marcado desde el día en que naciste, estás destinado a ser como nosotros, mira qué felices somos, no es necesario obligarte a que hagas nada, no es necesario gritarte, no somos de esa clase de padres, ya sabemos cómo funcionan las cosas, terminarás la escuela y te matricularás en Economía y Comercio, impresionarás a las estudiantes del primer año gracias a ese aspecto tuyo genéricamente alternativo, conseguirás la licenciatura con buena nota, no necesariamente la máxima, pero buena en cualquier caso, harás como que emprendes alguna carrera creativa, guitarrista, dibujante de cómics, y para mantenerte comenzarás a aceptar algún trabajo temporal, pero por poco tiempo, dirás, lo justo para pagarme el amplificador nuevo, y sin darte cuenta te encontrarás quejándote del despertador por la mañana y de los bostezos por la noche, en el pub con los amigos, te descubrirás incapaz de renunciar al sueldo a fin de mes, y después aceptarás el puesto en nuestro banco, ese banco que nos ha dado de comer durante todos estos años, la banca que nos ha ayudado a pagar el préstamo para la casa, dos años más y lo cancelaremos, el préstamo para la casa, aceptarás el puesto en el banco, y un director de personal amable y juvenil te hablará amable y juvenilmente, te dirá: “¿Sabes? En confianza, tengo seis tatuajes debajo de esta camisa de doscientos cincuenta euros; cuando salgo del banco soy otra persona, me subo a la moto en vaqueros y camiseta y voy a emborracharme al pub, solo que, te digo el truco, aquí dentro debes disfrazarte, cambiar tu exterior, solo eso, pero recuérdalo, esta camisa y esta corbata y estos pantalones no cambian un ápice lo que soy, yo, cuando salgo de aquí me subo en la moto, me pongo vaqueros y camiseta y me voy a una discoteca de Brescia a bailar pogo”, y después hablaréis de música, tú y el joven director de personal, aceptarás cortarte el pelo y quitarte el piercing, los tatuajes no se ven bajo la camisa y la chaqueta, y después de cinco años te darás cuenta de que la banca es tu vida, que tienes una familia, un préstamo que pagar y eres feliz así, serás como nosotros, exactamente como nosotros, ¿no ves qué felices somos, no ves cómo sonreímos, qué vibraciones positivas tenemos?
»Así es que déjate crecer el pelo cuanto quieras, cúbrete de tatuajes, llénate de piercings. No te diremos nada, no nos enfadaremos. Te volverás como nosotros.
»¿No ves qué felices somos?
»¿No ves cómo sonreímos?».
Y después de aquellas confesiones sobre sus respectivas familias en el banco, con el frío, Tomás acompañó a Francesca a su casa. Se despidieron con tres besos en las mejillas. Luego caminó una hora hasta la estación donde descubrió que había perdido el último tren a Bolonia, que tenía que esperar hasta las cuatro de la mañana.
Ni siquiera se daba cuenta, no se le hizo largo esperar el tren hasta las cuatro. No le preocupaba la escuela, no tenía sueño, no tenía frío.
Pensaba en Francesca. Lleno, eufórico, un cometa que rasgaba el cielo opaco sobre la estación.
Tomás y Francesca, tras aquel primer encuentro en Parma, estrecharon la red de comunicaciones a distancia. Llamadas de teléfono, SMS, timbrazos al móvil, correo electrónico. Se habían vuelto obsesivos.
Se vieron más veces, en Bolonia, en Parma, a medio camino. Hablaban a menudo de la pesadilla neurótica que era la familia de Francesca, de las doradas arenas movedizas que eran los padres de Tomás. Alguna vez, ella se despedía con una leve sonrisa, diciendo: «Hablamos mañana, si mi madre no me acuchilla esta noche porque el grifo del baño gotea». Bromeaba. En parte.
—Un día nos escapamos —dijo él una tarde de primavera, mientras disfrutaban del aire por fin tibio en el parque Ducal—. Un día nos escapamos, venga, nos vamos a Londres, ¿te gusta Londres?
Y ella, sonriendo: «¿Por qué no a Amsterdam?».
Y él: «Vamos a Londres y después, a Amsterdam».
Y ella: «¿Y París? ¿Nos da asco París a nosotros?».
Y él: «Vamos a Amsterdam, a París, a Londres, después, desde Londres nos vamos a México, buscamos peyote en México, no volvemos, no volvemos; un día, un día nos escapamos».
Una vez se confesaron las respectivas fobias, tumbados en la playa mirando el cielo, en una mañana de clases que se saltaron.
Tomás empezó a hablar de sus ataques de vértigo, del verano en que fue a Irlanda para aprender inglés e hizo una excursión a las Cliffs of Bunglass, y solo con acercarse al borde de aquellos acantilados que caían a plomo sobre el mar, se puso a temblar de terror, blanco, con las piernas flojas, un ataque de pánico como nunca antes había tenido.
Francesca se incorporó de golpe, con un codo en la arena y los ojos de par en par.
—¡Dios mío! —dijo—, me pasó lo mismo, exactamente lo mismo, mientras veía un documental sobre los acantilados en la televisión.
Y entonces, Tomás desgranó sus teorías sobre la reencarnación. Se pusieron a fantasear, a inventarse una historia que justificase aquella fobia común por los acantilados. En otra vida, imaginaban tumbados en la playa, Francesca había sido la mujer de un viejo y rico terrateniente; Tomás, un pastor fascinante. El viejo los había sorprendido juntos y los había hecho arrojar por un acantilado.
—O mejor —prosiguió Tomás, lanzado—, el viejo nos perseguía con sus esbirros, nosotros huíamos hacia los acantilados y, con el océano delante y los esbirros a la espalda, hicimos como Thelma y Louise, nos tiramos, cogidos de la mano.
Francesca asintió con los ojos fijos en las nubes. Después se giró para mirarlo, irónica.
—¿Y quién dice que yo era la mujer del rico terrateniente y tú un fascinante pastor? —sugirió—. Tal vez en esa vida yo era el fascinante pastor y tú, la mujer del viejo ricachón.
—No tengo objeciones —aceptó Tomás.
—Pelandusca —rio Francesca.
—Cerdo —replicó él.
Ahora, Tomás estaba ya decidido.
Del mismo modo que había perdido de vista a Lisa Limone el último día de escuela y había vuelto a encontrarla cinco años después en un sofá estriado por las luces estroboscópicas, así había dejado a Francesca cuando impactaron con el agua, después de un vuelo por el acantilado cogidos de la mano, y la había recuperado tras un número impreciso de ciclos vitales, muertes y renacimientos, en la barra de un pub de Parma. Con la camiseta de Matrix, el día que actuaba una cover band llamada Red Mosquito. No había otra explicación. Era así. Por fuerza.
Tomás pasa por las calles que tienen nombres de presidentes, montado en su mítica Vespa naranja. Con la letra de «Thunder Road» en la cabeza, que a Francesca le había gustado muchísimo. Sobre todo, la última frase, subrayada y marcada en amarillo.
«Es una ciudad de perdedores», decía la última frase, la que tanto le gustaba a Francesca.
Es una ciudad de perdedores, y yo me estoy marchando para ganar.
La Vespa naranja gira delante del centro comercial cerrado.
Esquiva una Transit azul oscuro aparcada mitad en la acera, mitad en la calzada. Se mete entre los dos edificios gemelos, las torres blancas que se elevan por encima del barrio desierto y silencioso.
Lo de la Vespa naranja había sido un flechazo. De esos de primer día de primavera, cuando Bolonia se había descongelado después del largo invierno y él la vio allí, abandonada en los soportales de la vía del Borgo. Aquella mañana, en lugar de la escuela, había visitado una tienda de instrumentos usados. Para volver a mirar una Fender, una Gibson, algunas acústicas, todas las estupendas guitarras que no tenía dinero para comprar.
Tomás tenía en la cabeza un montón de ideas, canciones, borradores de textos, estribillos garabateados en las agendas de la escuela. Un día tendría dinero para comprarse una Fender, una Gibson, una acústica Takamine; formaría un grupo seminal, devastador, legendario.
Imaginándose en el escenario enardeciendo al público con sus temas melódicos cortantes, atravesó la vía del Borgo. En la tienda vaquera había un sombrero barato que tenía toda la pinta de querer ponerse en la cabeza de un aspirante a prodigioso guitarrista.
Y vio la Vespa naranja. En los soportales.
Dos semanas después volvió a la tienda de instrumentos usados, volvió a mirar la Fender y la Gibson, cruzó la calle. La Vespa naranja seguía allí, en la misma, precisa, idéntica posición.
No pudo resistir. Entró en la tienda vaquera.
El dependiente con camiseta de los Carcass estaba leyendo una revista de grind metal, los pies encima de la caja, un chupa-chups en la boca.
—Perdona —dijo Tomás—, ¿no sabrás de quién es la Vespa naranja que está ahí fuera desde hace dos semanas y si el propietario, por casualidad, tiene intención de venderla?
El dependiente se sacó de la boca el chupa-chups medio consumido, se rio:
—¿Dos semanas? Lleva ahí un año esa Vespa, los cabrones de los policías pasan de ella, cuando vienen a poner multas a las motos de los soportales hacen una masacre, pero esa Vespa ni la miran, la mierda humana.
—¿Y el dueño? —insistió Tomás—. ¿Se sabe quién es el dueño?
El muchacho volvió a reírse, miró a su alrededor. La tienda estaba vacía, nadie les oía.
—Mira —sugirió en voz baja—, para mí que es robada o el propietario la ha palmado, no lo sé, pero yo que tú vendría una noche con una sierra y me la llevaría, le quitas la matrícula, ¿tienes un amigo mecánico?
Y volvió a leer la revista de grind metal, con el chupa-chups en la boca y los pies en la caja.
A las cinco de aquella misma noche, Tomás apareció como un fantasma en la vía del Borgo. Con su amigo Culodegoma Famoso Mecánico, bautizado así por la canción de De Gregori, armado con las herramientas del oficio.
Unos días en el taller de Culodegoma y la Vespa naranja estaba como nueva y resplandeciente.
La Vespa naranja baja por la rampa del garaje. En el vientre oscuro del edificio blanco.
Bajo veinte pisos quemados por el sol.
Todo empezó a precipitarse una noche de comienzos de agosto, cuando la cuerda se rompió, cuando Francesca y él dieron el salto desde la roca, el elástico se tensó al máximo y ya no fue posible volver atrás. No pudieron hacer otra cosa que ir al encuentro del océano juntos, abrazados, lejos de todo, lejos de todos.
Tomás dormía siempre con el móvil encendido al lado de la almohada, preparado para responder a los mensajes de Francesca o a los habituales códigos de llamadas.
Aquella noche, ella le había telefoneado a las dos y media. Desesperada, alterada.
Sacado del sueño a la fuerza, Tomás tardó unos segundos en distinguir las palabras entre los sollozos.
—Basta, basta, basta —decía Francesca—, me tiro por la ventana, me tiro por la ventana… basta, es demasiado, es demasiado.
Tomás se sentó bruscamente en la cama. Se le había electrizado el vello de la espalda, sinuosa como una serpiente.
—Tranquila —empezó a repetir como un disco rayado—, tranquila, ahora mismo voy contigo, voy contigo, me visto, me monto en la Vespa, cojo un tren, voy a Parma, tranquila, tranquila.
Ella seguía sollozando:
—No, no, me tiro, así se acaba todo, me tiro que así se acaba todo, es demasiado, es demasiado.
Él insistía:
—No, no, voy contigo, estate tranquila, estate tranquila, voy contigo.
Y ella:
—Es demasiado, es demasiado, no puedo más, no puedo más.
Al final no fue necesario montarse en la Vespa y después subir a un tren e ir a casa de Francesca. Bastó con seguir unidos y abrazados toda la noche, muy cercanos en la distancia, aferrado uno a la voz del otro, dejando que se disipasen las tinieblas, esperando juntos el amanecer.
Él había conseguido, incluso, hacerla reír, hacia las cinco de la madrugada. Una risa mezclada con el llanto, sí, pero entre tanto lo peor había pasado. La noche, por aquella noche, había terminado.
Pero la cuerda, tanto tiempo tensa, se había roto de una vez por todas.
Y Tomás y Francesca empezaron a proyectar la fuga.
«Estos dos caminos nos llevarán a donde queramos ir», decía la canción de Bruce Springsteen, la que el primo de Tomás le había puesto delante. «Sube, coge mis manos […], quédate abrazada», decía la canción.
Irse, tenían que irse, escapar, «esta ciudad es una trampa mortal —decía la otra canción—, esta ciudad te rompe los huesos de la espalda […], un día encontraremos el lugar adonde de verdad queremos ir y caminaremos al sol —decía—, pero hasta entonces, los vagabundos como nosotros han nacido para correr», irse, irse, huir, marcharse, marcharse.
El domingo 15 de agosto, habían decidido. El domingo 15 de agosto era perfecto.
Los padres de Tomás estaban en un campus de verano new age, un curso de autoestima con caminata final sobre carbones ardientes. No volverían antes del martes.
Tomás dejaría una nota antes de irse, confesaría haber robado dinero del cajón, entre otras cosas. Los suyos le comprenderían y perdonarían, tal vez. Rebosantes de buenas vibraciones como, sin duda, estarían, después del campus de verano con caminata sobre carbones ardientes.
Los padres de Francesca, aquella noche, iban a cenar con el hermano del supermaxihéroe. Oficialmente, para estrechar lazos que habían estado algo tensos en los últimos años. En realidad, para pedir un préstamo a ese tío, propietario de dos restaurantes y próximo a la apertura del tercero.
El plan era perfecto.
Tomás cogería el tren interregional de las ocho. A las ocho cincuenta y cuatro llegaría a Parma, donde ya estaría Francesca, preparada para subir con él al tren de las nueve y veinticinco, el tren que los llevaría lejos.
También Francesca dejaría una nota a sus padres. La encontrarían a la vuelta de la cena con el tío, inmediatamente después de ver que se les negaba el préstamo —no había dudas al respecto—, con los nervios a flor de piel, ácidos y alterados. Razón de más para huir, irse, marcharse con cuatro cuartos, sin meta. Una vez lejos del veneno que, de manera diferente, los estaba matando, ya encontrarían juntos algún lugar.
Tomás deja la Vespa en el garaje. Va a cerrar el portón. Se para.
Podría no volver a ver su Vespa en mucho tiempo. Podría incluso ser la última vez que la ve.
Ha decidido ir a la estación en autobús. O a pie, quizá. No tiene intención de dejar morir la Vespa fuera de la estación, de abandonarla a su destino. Mejor un autobús que en verano no llega nunca. O una hora y media a pie bajo el sol.
No es capaz de pasar todas esas horas en casa, a la espera de coger el tren de las ocho. Es muy capaz de salir media vida antes de lo necesario, de ir caminando a la estación con la bolsa de viaje al hombro. Todo, con tal de acortar la espera.
Suspira, mira la mítica Vespa, quizá por última vez.
Vuelve al garaje, acaricia la chapa naranja, dice: «Adiós, vieja, pórtate bien, no hagas nada que yo no haría».
Luego, despacio, con un poco de tristeza, cierra el portón.
Sube la escalera de piedra que lleva al portal, piensa en la cara deliciosamente asimétrica de Francesca y en lo guapa que estará cuando suba al tren en la estación de Parma.
Con ese pensamiento, sus pies flotan.
Porque este es el día más importante de su vida. Unas horas de espera, unas horas que tiene que pasar de alguna manera.
Está levitando hacia el ascensor, eufórico, ligero, cuando ve por el rabillo del ojo a una chica al otro lado de la puerta. Trajina con las llaves, lleva uniforme de camarera o de algo por el estilo. La conoce, es la del piso diecinueve, la de la boca diminuta y los ojazos enormes. Esa que su madre sostiene que es lesbiana al cien por cien.
Tomás está a punto de seguir su camino, pero está tan feliz y ligero que tiene un momento de galantería. Le abre la puerta.
Y sonríe.
Tomás odia estar en el ascensor con extraños. Está casi por coger la escalera y hacérsela a pie, pero lo piensa mejor. «La chica creerá que soy un paleto y que rechazo su compañía, ¿cómo voy a quedar yo?», se pregunta, lleno de vibraciones galantes y amables, un perfecto y sincronizado pequeño lord.
Y se queda esperando a la presunta lesbiana. «Unos segundos en el ascensor —piensa—, qué más da».
Está esperando el ascensor, él y la probable lesbiana de pelo verde, cuando se abre otra vez el portal y aparece un tipo con unas patillas absurdas.
Farfulla un «Buenos días» cansado y con desgana, y espera, también él.
Llega el ascensor. Se abren las puertas.
Tomás continúa siendo galante y amable. Está a punto de ver su vieja vida en el espejo retrovisor, cada vez más pequeña y lejana, está lleno de adrenalina, feliz.
Deja pasar a la chica primero, después entra él, seguido del hombre de las patillas absurdas.
Se cierran las puertas.
El ascensor empieza a subir.