Claudia

Claudia sale del bar con los ojos brillantes, el labio inferior temblando de rabia. Camina deprisa, lo más deprisa que puede, lejos del Puerco y del aire acondicionado de su asqueroso bar, de los cócteles con sombrillitas y de los chocolatines con el café.

No piensa ni remotamente en llorar, no quiere desperdiciar ni una lágrima por aquel ser pequeño, grotesco e insignificante. Se traga las lágrimas, aprieta los puños y acelera el paso todavía más. Las lágrimas las ha derramado por su querida abuela, por su cachorrito al que atropelló un coche, no piensa desperdiciarlas por el Puerco, lágrimas de frustración.

La voz del Puerco le retumba en la cabeza mientras camina ligera por callejuelas espectrales:

—¿Te has venido con el uniforme puesto, guapa? ¿Cómo es que ahora te vienes al trabajo vestida de uniforme? ¿Es que duermes de uniforme?

Se mordió la lengua mientras comenzaba su trabajo en el bar.

No vendría de uniforme, puerco asqueroso, no me pasaría media hora en el autobús con este uniforme de bailarina de lapdance, asqueroso aborto de ser humano, no vendría de uniforme si tú no me espiases mientras me cambio en el cuarto de atrás, babosa con brazos, no eres más que eso.

Claudia querría estar ya en casa, quitarse aquel uniforme de azafata de película porno, lavarse en la ducha todo el asco que siente, acurrucarse en albornoz en el hombro de Bea, contarle todo, dejar que la relajase con el calor de sus brazos.

Pero Bea, ay, Bea estará en otro continente todavía dos semanas más. Y para llegar a casa, mierda, hay que ir a la parada del autobús bajo aquel sol inhumano. Esperar el autobús que no pasa, es domingo, 15 de agosto, el acabose.

Claudia atraviesa el horno desierto de la plaza Mayor. No se mueve una hoja en la plaza, ni un ala de paloma, ni un jubilado en bici, nada. El domingo 15 de agosto en Bolonia es como el mar de invierno de la vieja canción, piensa Claudia, un concepto que la mente no puede imaginar.

En todas partes, a una hora de autopista, los habitantes de la ciudad se amontonan en las playas y a la orilla del mar. Contemplando la plaza Mayor y al dios Neptuno que se yergue orgulloso en medio de la nada, a Claudia le parece ver de nuevo la portada de aquel primer cómic robado a la colección de su hermano, uno con Supermán en medio de una calle vacía, un periódico que revolotea entre los edificios, el sol que se pone por detrás de su capa, y Supermán que grita desesperado: «Han desaparecido todos los hombres, mujeres y niños del mundo. Te lo pido, Señor, ayúdame, ¡no quiero ser el último hombre de la Tierra!».

Se para a beber un trago de agua de la fuentecilla del Neptuno, la deja correr fresca por su garganta reseca. Se seca la boca con el dorso de la mano, mira la perspectiva convexa de la vía de la Independencia, los pórticos parecen prolongarse hasta el infinito, hacia el punto de fuga. Una ciudad sin gente y sin sonidos, piensa, es como una discoteca desierta con el DJ poniendo discos que nadie baila. Y los colores rojos y anaranjados de Bolonia han virado a un blanco y un amarillo cegador, en este irrespirable día de mediados de agosto.

Después, un ruido estridente rompe el silencio.

Claudia se sobresalta, asustada por el sonido metálico de una rueda corroída. De la sombra del palacio Re Enzo aparece un hombre de larga barba rojiza, encorvado, con un ojo medio cerrado. Viste un mono de camuflaje, lleva un radioteléfono de juguete en la oreja, empuja un carro de la compra atiborrado de bolsas.

Claudia se envara. Acelera el paso.

El hombre de camuflaje empuja el carro hacia el centro de la plaza. Descubre a Claudia con el ojo bueno, grita: «¡Lame la tierra, guarra! ¡Lame la tierra, guarra!», con una voz entrecortada, moviéndose a cámara lenta. Claudia sale a toda prisa de la plaza, cruza la vía Rizzoli a paso ligero. El hombre sigue gritando: «¡Lame la tierra, guarra!».

Claudia mira a su alrededor frenéticamente. Si el loco soltase el carro y se pusiese a seguirla, no tendría ningún sitio para refugiarse. Toda la vía Rizzoli es un bar cerrado, junto a una zapatería cerrada, una librería cerrada al lado de una óptica cerrada, una tienda de discos cerrada, un fast-food cerrado. Si el loco la alcanzase, la cogiese por un brazo, le echase a la cara el aliento de alcohol mezclado con jugos gástricos gritando: «¡Lame la tierra, guarra! ¡Lame la tierra, guarra!», ya podría Claudia desgañitarse con todo el aire que le quedara en los pulmones, que nadie la oiría. Entonces tensa los músculos, trata de recordar los dos años de judo, el cinturón naranja. Claudia sabe defenderse si llega el caso.

Pero el loco no la sigue. Se limita a empujar afanosamente el carro alrededor del Neptuno, vociferando solo. Claudia lo vigila con el rabillo del ojo hasta que llega a la parada del autobús. Si al loco le diese por salir de la plaza, está preparada para correr como el viento por las escalerillas laterales.

Se resguarda del sol en la franja de sombra de un edificio, se muere de calor hasta en la sombra, y el autobús no pasa, en verano, domingo, 15 de agosto.

Nadie, no hay nadie más. Los boloñeses están en la playa, los de fuera están en casa, los camellos se han ido a trapichear a la costa. Solo sigue abierto el bar del Puerco, pero ese no cuenta. El Puerco abriría incluso la noche del 25 al 26 de diciembre, y durante toda la noche, si pudiera.

Claudia recuerda bien el primer encuentro con el Puerco. Un trabajo para el verano, se había dicho, tres meses en un bar del centro, justo hasta el comienzo del curso académico. Se presentó a la entrevista en vaqueros y camiseta blanca, con su mochila peruana al hombro.

El Puerco la miró desde detrás de la barra con sus puercos ojillos, sudado, gordo, dijo: «Eres un poco baja».

«Soy baja… qué coño quiere decir, debo servir a los clientes, no jugar a baloncesto», pensó ella.

Después, el Puerco la había examinado por secciones, sopesado por partes. Había sopesado su pelo verde, de punta, como el de Bart Simpson. Los ojazos de dibujo animado japonés. El pecho pequeño, proporcionado. Torció el gesto.

El Puerco se detuvo después en las piernas. Las piernas le gustaron.

Le hizo ponerse el uniforme, que lo tenía ya preparado y a su medida. Debía de tenerlos por kilos en el cuarto de atrás, aquellos uniformes escotadísimos y cortísimos. Para todas las tipologías imaginables de aspirantes a camareras del bar.

A continuación, mientras Claudia se miraba incrédula en la trasera del bar, ceñida con aquellos trapos de enfermera porno, el Puerco la había llamado del otro lado de la puerta.

—Señorita, ¿me trae un café, por favor?

Ella salió. El Puerco estaba sentado a una mesa, fingiéndose cliente.

A Claudia, entonces, le dio la risa. Parecía una de aquellas pruebas de Bea, hágame una prueba para el papel de la camarera del bar, señorita, tráigame un café, muéstreme cómo sirve un café.

Vale, se dijo, hagamos la prueba. Preparó el café, llenó un vaso de agua, puso sobre la bandeja la taza, la chocolatina, el vaso, la bolsita de azúcar, salió del mostrador, llevó la bandeja a la mesa del cliente fingido.

—Más despacio —le dijo el Puerco—, camina más despacio.

Ella, perpleja, caminó más despacio.

—Menea un poco las caderas —dijo el Puerco—, menéalas un poco, que a los clientes les gustan esas cosas.

A ella nunca se le había pasado por la cabeza contonearse. «Pase el caminar más despacio, pero si el cliente quería un poquito de lapdance, tenía que meterle el dinero en el escote, ¿está de broma?». Dejó el café en la mesa con la frente fruncida.

El Puerco la miró mientras volvía a la barra, con los ojos fijos en las piernas, descubiertas por el cortísimo uniforme. Después gruñó:

—Usted da muchas cosas por descontadas, señorita.

—¿Perdón? —replicó ella.

—Usted da muchas cosas por descontadas —remachó el Puerco—, por ejemplo, ¿quién le ha dicho que yo quiero un vasito de agua natural y no con gas? ¿No tendría que habérmelo preguntado antes?

Claudia lo miró como se mira una lombriz. Tragó saliva, contuvo algún insulto y simuló una sonrisa falsísima.

—Perdone, señor, ¿cómo desea el agua, con o sin gas?

El autobús, por fin.

Claudia sube rápido, comprueba que el loco con el carro sigue dando vueltas alrededor del Neptuno, va a sentarse al fondo. Se relaja al fin.

Busca en la mochila peruana sus galletas recubiertas de chocolate, se come una. Mientras tanto, el autobús enfila una vía Ugo Bassi de pesadilla después de la bomba, vuelve a meter el paquete en la mochila.

Piensa en el Puerco, en la primera vez que le dio una palmada en el trasero. Para impulsarla a servir a los clientes más deprisa, dijo haciéndose el gracioso.

En la primera vez que lo sorprendió espiándola mientras se cambiaba en el cuarto de atrás.

Si no tuviera que trabajar, joder, si no tuviera necesidad de dinero… Contiene otra vez las lágrimas de rabia, mira por la ventanilla con los brazos cruzados y las piernas estiradas bajo el otro asiento.

Piensa en Bea, en cuánto echa de menos a Bea.

—Estamos en un área del predesierto —le había dicho Bea en la última, rápida llamada—. Se llama Erfud, ahora nos movemos entre las dunas. Te llevaré un poco de arena.

En ciertos momentos en los que la ausencia de Bea pesaba de manera insoportable, Claudia se sorprendía de estar resentida con ella. Por haber llegado tan lejos y durante tanto tiempo. Por haberla dejado sola en aquella tierra de nadie.

Claudia se arrepentía enseguida de aquel pensamiento. Bea no podía dejar pasar una oportunidad como aquella, después de tanto esfuerzo. Una coproducción internacional, tres meses en Marruecos entre adiestradores de camellos, halconeros, especialistas conocidísimos, un paso adelante increíble, después de las películas de bajo presupuesto, esas de dormitorio y cocina, rodadas entre los pórticos y las cervecerías de estudiantes. Bea no podía decir que no.

Solo que, mierda, tres meses son tres meses. Tiene que pasar todavía dos semanas más sin Bea, todavía dos semanas. Se había hecho un calendario como el de los presos, una fila de X cada vez más larga, pero todavía no lo suficiente.

Y, además, Claudia siempre había sido celosa como una culebra. Quién sabe a quién podría encontrar Bea en una coproducción internacional, a qué gente interesante, allí, en el desierto, entre las dunas…

«Ya vale, ya vale», se dice Claudia. Pensar en otra cosa, tiene que pensar en otra cosa que no sea Bea. Comienza a repasar mentalmente su estupenda colección de Supermán.

Se fija nuevos objetivos, los álbumes raros que añadir a la colección. «El dinero del Puerco no puede ir entero a la matrícula de la universidad», piensa.

Los próximos objetivos son blancos sencillos. Ideales para comenzar el curso sin esfuerzo y sin estrés.

El número 205 de los Albi del Falco, los orígenes de Supergirl, rebautizada como Nembo Star. Por coherencia con Supermán, al que llamaban Nembo Kid. Objetivo fácil. Ningún problema.

Luego, el 31 del Superalbo Nembo Kid, con los orígenes del segundo Flash. Factible.

Y después, a la caza del 33 de los Albi del Falco. El primero con Batman, llamado Pipistrello, Murciélago, en la guía de la Pipismobile.

Claudia actualiza mentalmente su colección, mientras el autobús sale por la puerta San Felice, deja atrás las murallas. Todo, con tal de no pensar en Bea.

Claudia no había leído muchos cómics italianos, pero siempre le había gustado la historia del galeón jamás terminado de Dylan Dog.

Fijarse una tarea casi imposible de desarrollar hasta el fondo, perseguir un horizonte cada vez más cercano y nunca totalmente alcanzable. Claudia lo había aprendido de su querida abuela, que había empezado a estudiar inglés a los ochenta y seis años.

—De sobra sé que nunca aprenderé inglés —le había explicado su abuela—, pero hasta el último día de mi vida tendré un objetivo que perseguir: este enrevesado inglés.

Claudia se había enamorado de Supermán desde aquel álbum de su hermano, el del último hombre en la Tierra. Y comenzó a coleccionar todo, cada una de las historias de Supermán aparecida en Italia desde 1939.

Si llegara a completar aquella colección, si llegara a encontrar el Ciclone, l’Uomo d’Acciaio en el número 19 de los Albi dell’Audacia y el Ciclone, l’Uomo Fenomeno en el número 299 del Audace, pasaría a coleccionar los álbumes americanos. Todas las historias inéditas en Italia.

Mientras está mentalmente inmersa en su colección de Supermán, en la vía Saffi sube un hombre achaparrado, grueso, acalorado, que se seca el sudor de la frente con un pañuelo. Sube resoplando, parece a punto de ahogarse. Se acerca rabioso a una ventanilla, la baja rezongando.

—Las ventanillas cerradas, cómo se puede tener las ventanillas cerradas, se muere uno aquí dentro, cómo se puede tener las ventanillas cerradas, ¿quieren morir?

—Hay aire acondicionado —le señala Claudia.

El hombre se gira de golpe.

—¿Cómo dice, señorita? —exclama cortante.

—Que hay aire acondicionado en este autobús —repite Claudia—. Si baja la ventanilla, el aire acondicionado deja de funcionar.

El hombre tiene aspecto de querer destrozar las ventanillas con el cráneo, todas, una tras otra. Suelta desde el fondo de la garganta:

—Señorita, ¿me va a enseñar usted cómo es el mundo?, solo faltaba, me enseña usted a vivir en el mundo, para no tener calor hay que cerrar las ventanillas, claro, buen razonamiento, pero en qué estará pensando la gente, yo no lo sé, qué cabeza tiene la gente.

Y la mira amenazador por si tiene intención de insistir en la historia del aire acondicionado y de las ventanillas cerradas.

Claudia decide que para locos, aquel día, ha tenido ya bastante con el del carro y el mono de camuflaje. Se encoge de hombros, mira el Hospital Mayor, y deja que el hombre vaya a sentarse cerca del conductor. Despotricando contra el calor y la humedad, y contra las jóvenes que quieren enseñarle cómo es el mundo.

Baja dos paradas después.

Claudia ni siquiera tiene fuerzas para levantarse a cerrar la ventanilla.

El autobús se adentra en la maraña de puentes de hierro, enormes rotondas y anchas calles que es la periferia noroeste de Bolonia. Bordea los cuatro edificios gemelos que se alzan a la izquierda atrayendo la mirada, cuatro cubos blancos con las ventanas cuadradas, las cajas de galletas, los llama Bea.

—Si uno nace en un edificio como este, por fuerza se hace camello o pornógrafo —dice Bea—. Es verdad que el genio nace, a veces, en la sordidez, pero aquí superamos la sordidez, cualquier impulso de creatividad queda inmovilizado en esta pesadilla con forma de caja de zapatos.

Claudia sonríe mirando aquellos cuatro cubos de cemento, hasta los cubos de cemento le recuerdan a Bea. De alguna manera, todo le recuerda a Bea.

El autobús pasa el puente sobre el río Reno, tuerce a la izquierda poco antes del Mc Drive instalado en el self-service de la ERG.

—Es increíble —dice Bea—, si hay niebla desaparece San Luca, pero desde tu ventana se sigue viendo perfectamente esa enorme M amarilla. Como un faro de las multinacionales en la niebla.

Claudia sacude la cabeza, ríe sola. «Si hasta un Mc Drive me recuerda a Bea —piensa—. Dios, si hasta un Mc Drive me recuerda a Bea, quiere decir que la echo muchísimo de menos».

El autobús se mueve entre callejuelas con nombres de antiguos presidentes de la República, gira delante de un pequeño centro comercial cerrado, después gira de nuevo delante de una obra, allí donde la ciudad expande sus confines invadiendo el campo, como una mancha de tinta. Se aparta para evitar una Transit azul oscuro con dos ruedas en la acera y dos en la calzada, se detiene en la cabecera de línea, justo delante de la casa de Claudia.

En casa al fin, piensa cansada, nerviosa, acalorada. Casi no dice adiós al conductor, que, de los cuatro seres humanos encontrados en las últimas horas, el Puerco, el loco del carro y el hombre de las ventanillas, es el único que no la ha tratado mal.

La casa de Claudia es un monstruo blanco de veinte plantas con líneas curiosamente redondeadas, que surge frente a otro monstruo blanco redondeado, en la parte opuesta al pequeño centro comercial. Las torres gemelas, las llamaban antes los habitantes de la zona. Después de la historia de los aviones contra las otras torres gemelas habían dejado de hacerlo, no era cosa de atraerse la mala suerte gratuitamente, no parecía conveniente.

Busca las llaves en la mochila peruana, pero no es necesario. Un chico de unos dieciséis años entra un poco antes que ella, se cierra la puerta a su espalda, después la ve llegar, vuelve atrás, abre la puerta y la sujeta para dejarla pasar, como un verdadero caballero. Se lo agradece con una sonrisa. De cinco seres humanos con los que se ha encontrado ese día, uno amable y uno neutro, la media va mejorando.

Claudia y el chico con la camiseta de Bruce Springsteen se han cruzado varias veces en el portal del edificio. Ella siempre lo había saludado con un hola susurrado y a ese hola susurrado él respondía siempre con un doloroso buenos días. Siempre la hacía sentirse vieja aquel buenos días.

Más tarde, pocos días después de teñirse el pelo de verde, Claudia volvió a encontrárselo en la escalera. Le susurró el hola habitual y él le respondió con un hola análogo. Tal vez el pelo a lo Bart Simpson la hiciera parecer una cría; en todo caso, Claudia, a los veinticuatro años, no se sentía nada vieja. Pero oír que un adolescente no la saludaba con un buenos días, pues sí, le gustaba.

Claudia y el muchacho se paran delante del ascensor que funciona, pues el de la derecha muestra el cartel de Fuera de servicio. «Hasta hace dos días han estado arreglando el ascensor de la izquierda, se han dado el relevo —piensa Claudia—. Habrá que hablarlo más adelante, para tener ambos en servicio. En fin».

El chico aprieta el botón. Esperan sin decirse una palabra.

A Claudia no le gusta estar en el ascensor con extraños, pero la idea de subir diecinueve pisos a pie con el calor sofocante de agosto, Dios, le dan ahogos solo de pensarlo. De todas formas, unos segundos de convivencia forzosa no ha matado nunca a nadie.

Otra vez se abre el portal a su espalda. Aparece uno de los tantos habitantes nunca vistos de aquella monstruosidad constructiva en los límites de la ciudad.

Claudia ahoga una sonrisa. El recién llegado parece Elvis Presley, enormes patillas le cubren media cara, botas de serpiente, camisa con motivos country, dos enormes manchas de sudor en las axilas. «Una aberración estadística —piensa—. No hay nadie en Bolonia, nadie, y en el portal de este edificio del fin del mundo habitado coincidimos tres esperando el ascensor».

El doble de Elvis farfulla un cortante «Buenos días». Espera la llegada del ascensor con Claudia y el chico del piercing en la ceja.

Cuando se abren las puertas de metal, el adolescente deja pasar a Claudia la primera.

El chico entra después. El doble de Elvis, el último.

Se cierran las puertas. El ascensor comienza a subir.