Ferro

Ferro lava el cuchillo bajo el grifo silbando «Don’t Be Cruel», y la sangre cae al desagüe en regueros de un rojo descolorido y pálido.

Para Aldo Ferro, la música comenzó con Elvis y terminó con Elvis, no había habido nada antes de Elvis, no había habido nada después de Elvis. Si Cristo ya ha venido a la Tierra, dice siempre, no vamos a contentarnos con el primer profeta que pase por la calle. Es una ocurrencia que siempre da en el blanco con las amigas de su mujer.

Sale del baño jugueteando con el cuchillo. La cabaña se ilumina solo con una bombilla que cuelga desnuda del techo, las ventanas están tapadas con mantas clavadas en la madera. Fuera, por detrás de los árboles, el cielo negro adquiere el color asfalto que precede al alba.

El chico atado a la silla todavía no se ha despertado. Aldo Ferro se mueve a su alrededor, con sus zapatos de serpiente, las patillas, la camisa con motivos country y las manchas de sudor en las axilas. No es que haga calor; en la cabaña se respira, no como en la ciudad, donde el bochorno de agosto hace boquear incluso a las cinco de la mañana. No, ha sido el trabajo de precisión lo que le ha hecho sudar. Ha pasado toda la noche en ese trabajo de precisión.

El chico mueve apenas la cabeza, gime débilmente. Aldo Ferro sonríe. Canturrea la clásica «Heartbreak Hotel», esboza una tosca danza con el cuchillo en la mano, un poco como el señor Rosa antes de cortar la oreja al policía.

Ferro ha visto Reservoir Dogs en versión íntegra, no con la censura televisiva y otras tonterías similares, en la que el señor Rosa —¿o era el señor Naranja?— bailaba «Stuck in the Middle With You» delante del policía y después, por sorpresa, un fotograma fijo desde el techo, cabrones. En la versión original, se veía perfectamente el corte de la oreja.

Un primer resplandor de luz naranja se filtra a través de las cortinas. El chico abre los ojos trabajosamente.

Ferro estira los labios en una sonrisa perversa. Es hora de comenzar el show.

Coloca la cámara de vídeo, una de esas profesionales que funcionan bien incluso con luz escasa. Ferro no consigue concentrarse con las luces muy fuertes.

Arrastra una silla frente al chico, se sienta con el respaldo al revés. Se cubre la cara con la máscara de Darth Maul de su hijo, enciende la cámara, enfoca la linterna eléctrica a la cara del chico.

—Despierta, niño, ya ha amanecido. Sal de la cama, que las galletas del desayuno están en la mesa.

El chico se llama Alex. Tiene un tatuaje tribal en el bíceps derecho, tres piercings en la oreja, camiseta de los Sex Pistols y los ojos verde Irlanda. Está atado a la silla de madera por las muñecas y los tobillos. Se gira incomodado por la luz y aturdido todavía por los sedantes.

—Venga, que llegas tarde a la escuela —se burla Aldo Ferro—. Me parece que todavía no ves claro, te estás preguntando dónde te encuentras, qué sucede, ¿verdad? También me pasó a mí con la anestesia general, ¿sabes?, cuando me operaron. Cálculos. Mala cosa, ahora estoy bien. Me desperté y no sabía dónde estaba ni qué había pasado.

Recoge del suelo algo que parece una máscara blanda. La cuelga del brazo de la silla, grotesca e inanimada, después vuelve a hablar.

—Venga, que te ayudo. Reconstruyamos tus pasos, así te despertarás bien.

Alex no dice nada. Mueve la cabeza en círculo, busca un enganche con el mundo real. Ferro sigue hablando, en voz baja, insinuante.

—Escúchame, niño. ¿Te acuerdas de dónde estabas ayer por la noche? Si no te acuerdas, te lo digo yo. Ayer por la noche estabas en el Pink Cadillac. Qué bonito local al aire libre, en las colinas, con la piscina en forma de Cadillac rosa. Viniste buscando el fresco, supongo, en la ciudad se moría uno de calor. ¿Recuerdas el Pink Cadillac? ¿Recuerdas que te acercaste a la barra del bar y pediste una cerveza?

Alex mueve muy despacio la cabeza arriba y abajo. Ferro sonríe.

—Perfecto. Así es que te acercaste a la barra del bar, pediste una cerveza y detrás de la barra estaba yo. El Pink Cadillac es mío, de vez en cuando me gusta ir a ayudar al barman. Antes, yo era muy bueno preparando cócteles, ¿recuerdas a Tom Cruise en aquella película?, yo era igual, sabía hacer todos los movimientos, los juegos de experto; en resumen, la cerveza te la serví yo, después de echar dentro una pastilla.

Ríe sarcástico y enseña los dientes bajo la máscara de Darth Maul.

—A decir verdad, ha sido muy reñido, yo estaba muy indeciso entre tú y otro chico. Uno que se parecía a Kurt Cobain, tenía el pelo por la cara, aspecto de perro apaleado… también él me inspiraba bastante. ¿Sabes por qué al fin te elegí a ti? ¿Sabes por qué has ganado el desempate a ese otro desgraciado? —Se echó hacia delante—. Por la puta camiseta. Por los Sex Pistols. Esos cabrones del punk que lanzaban mierda sobre Elvis.

Se rasca la barbilla, hace calor bajo la máscara.

—Vi cómo te acababas la cerveza, te observé a lo lejos, esperé a que la pastilla hiciese efecto y, cuando vi que ibas al baño tambaleándote, más muerto que vivo, fui a recogerte. Te metí en el coche y te traje aquí.

Se rio.

—Ya ves, hombre. Si esta noche hubieras salido de casa con una camiseta del Hard Rock Cafe, de Brasil campeón del mundo o de los Rolling Stones, ahora estaría aquí el doble triste de Kurt Cobain. Lo cual es como decir, si lo piensas, que voy caminando por la calle, me paro un momento a atarme los cordones de los zapatos y una maceta de flores cae a un centímetro de mi nariz, es decir, de la cabeza. O llego a un cruce cuando va a ponerse rojo, en una fracción de segundo decido si frenar o acelerar, y no puedo saber que por el otro lado está a punto de llegar un camión conducido por un borracho, ¿no? Y que sobre esa elección de una fracción de segundo gira mi destino, y tampoco tú lo podías saber, que, aunque esa camiseta ni siquiera sea tuya y los Sex Pistols te den asco, aunque sea de tu hermano y en casa no hubiera ninguna otra limpia, mala suerte, pero ha servido para que yo elija, así es. Y, por supuesto, estoy hablando para darte el tiempo suficiente de que vuelvas a estar consciente del todo, que yo te quiero despierto. Si uno hace un trabajo fino, quiere que se valore, así es que, dime, ¿ya eres capaz de hablar?

—Ssí —murmura Alex. Aldo Ferro sonríe.

—Muy bien.

Coge con el índice y el pulgar la máscara blanda que colgaba del brazo de la silla. Quita el haz de luz de la cara de Alex, le enseña la máscara a la luz de la bombilla.

—¿Sabes qué es esto?

Alex no contesta enseguida, después dice:

—No.

—¿No has leído nunca Garth Ennis? ¿Preacher? ¿Gone to Texas?

—No.

—¿No, eh? Tú sólo lees manga, como mucho algún Dylan Dog[1], ¿no? Mírala bien. ¿No te recuerda nada? ¿No recuerdas la última vez que la viste?

—No —farfulló Alex.

—¿No la viste, por ejemplo, ayer por la mañana? ¿Mientras te peinabas y te lavabas los dientes? ¿Mientras te mirabas en el espejo?

Alex se da cuenta, lentamente, muy lentamente. Los ojos verde Irlanda se abren. Poco a poco. En un contraste pictórico con la carne viva.

Mientras mira su propia cara colgando entre el pulgar y el índice de Aldo Ferro.

Mientras Ferro dice:

—¡Oh! Podía haber sido mucho más cruel y no haberte dejado ni siquiera los párpados, después querría ver cómo cerrabas los ojos.

De la garganta de Alex sale un extraño alarido desgarrador. Como el llanto de un cerdo degollado, un grito de mujer, agudo e interminable.

Ferro se burla, se pone de pie y dice:

—Escucha, me voy a dormir un rato, que el trabajo de cincel cansa. Tengo que comer en la playa con mis suegros; no puedo dormirme en la mesa con mis suegros. Te dejo la cara aquí, sobre las rodillas. Si eres bueno y no haces ruido, quizá te la vuelva a poner mañana.

Subió al otro piso y se metió en la cama. Ignorando el grito agudísimo al pie de la escalera. Constante, interminable.

Ferro duerme un par de horas, después baja a despedirse de Alex, se marcha en el coche. Conduce hacia la costa canturreando «Can’t Help Falling in Love».

Al mediodía está en la terraza de la casa de Cattolica, con Gloria, su mujer, Jacopo, su hijo, y con sus suegros. Come pescado despacio, lo acompaña con pequeños sorbos de vino blanco. Su suegro lee el periódico y fuma un puro, su suegra va y viene entre la terraza y la cocina rezongando sin que la escuchen: «En la mesa no se lee y no se fuma».

—A ver, Franco —masculla Ferro con la boca llena, dirigiéndose al suegro—, ¿qué cuenta el periódico? ¿Bombardeamos algún otro país de Oriente Medio?

—Vamos a joder a esos beduinos —responde el suegro, el General, sin apartar los ojos del periódico—, los vamos a joder.

—Nada de tacos delante del niño —dice Gloria, concentrada en quitar las espinas del pescado. Ferro mira a su hijo, que come atropelladamente y se traga la fritura casi sin masticarla.

—Gloria, nuestro hijo se está poniendo gordo como una vaca. No tendríais que consentirle todo, tú y tu madre, que eso le hace engordar.

Jacopo sigue comiendo como si no se estuviera hablando de él. Gloria encoge los hombros, se bebe una copa de vino blanco, cambia de tema.

—Pero ¿y tú de verdad tienes que trabajar el 15 de agosto? —pregunta, masticando—. ¿No te puede sustituir una noche Garbarino?

Aldo Ferro se echa a reír con la boca abierta.

—Querida, yo a Garbarino no le confiaría ni el mando a distancia del garaje. Imagínate el local y, encima, en 15 de agosto.

Gloria resopla, Jacopo vacía un vaso de Coca-Cola de un trago, eructa sonoramente. Gloria le larga una colleja, Jacopo sigue comiendo como una lima, ajeno a todo lo demás.

Bajo la terraza, la playa se vacía lentamente, los bañistas vuelven a los hoteles para la comida. Ferro se estira, se acaricia la tripa, ha comido demasiado, joder. Y además, el vino blanco, la brisa marina, el sol; ya saborea la siestecilla de después de comer, tendido al sol, con el rumor de las olas de fondo.

—Vamos a joder a esos beduinos —insiste el General, con los ojos fijos en el periódico.

—Nada de tacos delante del niño —repite mecánicamente Gloria, enzarzada con las espinas.

Más tarde bajan los cinco a la playa a disfrutar del primer sol de la tarde. Ferro está echado en una tumbona, relajado, embadurnado con aceite bronceador, gorra de Ferrari, gafas oscuras y bañador slip rojo. A su lado, en una hamaca, Gloria resuelve crucigramas medio en sombra. Jacopo está sentado en la arena debajo de la sombrilla, lee Dylan Dog pringando las páginas con el chocolate fundido de su Magnum doble. Los suegros, en sus sillas de playa, están un poco más apartados; ella, absorta en el número nuevo de Intimità; el General, en camisa de rayas y bañador marrón, envarado, con la espalda recta, los brazos cruzados. Mira fijamente un punto impreciso del mar, de vez en cuando observa, hosco, a los niños que juegan con el balón cerca de la orilla.

—Entonces, Aldo, ¿estás decidido? —pregunta Gloria sin quitar los ojos del crucigrama.

—Ya hemos hablado de eso —gruñe Ferro, adormilado.

—No entiendo por qué quieres que tu hijo se sienta diferente de los demás —se lamenta ella—. Jacopo ya tiene complejo de gordo.

—Te lo he dicho cincuenta mil veces. Dejad de atiborrarlo, tú y tu madre —baja la voz—. Según tu madre, solo se demuestra amor por los abuelos vaciando dos platos, dejad de cebarlo, verás cómo baja de peso y se le pasan los complejos. Lo mismo que eso de comprarle un teléfono móvil, un móvil a un niño, pero vamos.

—Como si los otros niños no tuvieran móvil. El hijo de la peluquera lo tiene. El hijo de Rita también.

—No me estás dando ejemplos brillantes, ¿sabes?

—¿Y eso qué tiene que ver, Aldo? Los niños de esa edad solo quieren ser iguales a sus amigos. Si sus compañeros de escuela tienen una cosa y ellos no, se sienten inferiores. Eso ha pasado con las zapatillas de deporte, ¿te acuerdas de la historia de las zapatillas? Y con aquella mochila del tercer mundo con la que pretendías mandarlo a la escuela, pobre Jacopo. Móviles pequeños, baratos, hay los que quieras, te los meten por los ojos; el otro día vi dos en el centro comercial, estuve a punto de comprar uno sin preguntarte siquiera, imagínate.

—Pero, bueno, Gloria, ¿crees que esto es para mí una cuestión de dinero? Como si no tuviésemos dinero para comprar un teléfono móvil. Es una cuestión de principios, convertís a ese crío en un caprichoso. ¿Quiere un móvil? Muy bien, pues que se lo gane. Me lava el coche, pinta la habitación, ayuda en casa. Que haga algo a cambio. Que él demuestre tener voluntad, saber sudar las cosas, y nosotros le compramos el móvil. ¿Qué tiene de malo este razonamiento?

Gloria refunfuña y sacude la cabeza.

—Tú vives todavía en los tiempos de tu padre, me parece. Yo estaría más tranquila si Jacopo tuviera su móvil cuando vuelve a casa de la escuela.

Ferro se burla.

—¡Ah, claro! Cuatro paradas de autobús. Quién sabe lo que puede pasarle a nuestro hijo en cuatro paradas de autobús.

A Gloria se le ocurre una idea, deja la Settimana enigmistica, mira al marido con los ojos de par en par.

—¡Ya sé lo que vamos a hacer! Le regalo a Jacopo mi móvil, que es tan antiguo que me da vergüenza sacarlo del bolso, y yo me compro uno nuevo. Uno de esos que también hacen fotos, que luego puedes mandar las fotos como los SMS. ¿Qué te parece?

Ferro se pone boca abajo, gira la visera de la gorra.

—Estáis todos chiflados con esta historia de los móviles. Un teléfono es un teléfono. Con el teléfono se telefonea, no se hacen fotos. Un teléfono es un teléfono.

—Hasta Paola tiene móvil que hace fotos —añade Gloria, mustia.

—Gloria, querida, te estás volviendo como tu hijo, idéntica. Quieres ser igual a tus amigas para no sentirte inferior a ellas.

Gloria, molesta, se encoge de hombros, se calla, vuelve al crucigrama.

Un vendedor ambulante negro se para frente a la sombrilla, delante de los suegros de Ferro, muestra gafas de sol, pulseras, dice: «¿Qué, amigo?», un par de veces. El General tensa los labios, mira al vacío, finge no verlo y no oírlo. Permanece en aquella actitud hasta que el muchacho se arrastra hasta la siguiente sombrilla.

Ferro se relaja con el sol tostándole la espalda.

Piensa en cómo era Gloria antes de que se le ensancharan las caderas, piensa en la noche en que la conoció. Cuando le ofreció un cigarrillo junto a la pista de las Grotte, mientras el DJ pinchaba un fragmento de los Communards en versión dance, y él se quedaba hipnotizado por aquellos increíbles ojos de color turquesa.

La primera vez que ella se subió a su coche, le puso en el reproductor aquella canción de Springsteen, «Gloria’s Eyes». Era horrible aquella canción, aunque Ferro respetaba a Bruce Springsteen. Era un fan de Elvis, Bruce Springsteen. Alguien que sabía reconocer las justas proporciones entre el maestro y el discípulo. Alguien que había trepado por los muros de Graceland para ver al Rey y hacerle escuchar una canción que había escrito para él y, cuando los guardias lo detuvieron, su amigo tuvo que gritar: «¡Es Bruce Springsteen, es famoso, ha aparecido en Time y Newsweek!».

Pensando en Elvis y en Bruce Springsteen, Ferro se duerme plácidamente.

A media tarde vuelve a casa, se ducha, despacio, sin prisa, quitándose la arena y el sudor de la piel. Sale de la ducha en albornoz, enciende el televisor. Busca la tecla del teletexto. Va a la página de las últimas noticias.

«Desaparecido un joven boloñés —dice el teletexto—. No hay pistas. La policía investiga sus últimos movimientos». Etcétera, etcétera.

Ferro se ríe mientras se seca el pelo mojado.

Cuando el sol comienza a declinar tras los árboles, Ferro se sube al coche, se despide de su mujer, hijo y suegros, regresa a la ciudad canturreando «Burning Love».

Vuelve a las colinas, sube por las curvas, llega al Pink Cadillac, en la cima de la colina más alta.

Falta todavía un rato para la hora de abrir. El local al aire libre más bonito de Bolonia se prepara para cobrar vida, la pista comercial, la pista latinoamericana, el bar principal, el bar cubano, el rincón para los masajes shiatsu, la famosa piscina en forma de Cadillac lista para llenarse de espuma. Ferro deja el coche en el aparcamiento reservado al personal, saluda al vigilante. Desde el aparcamiento, cuando el viento aparta las hojas de los árboles, todas las luces de la ciudad brillan en la oscuridad como pequeños soles detrás de las ramas.

Ferro se da una vuelta por el establecimiento, saluda a los barmans, a los DJ’s, a los animadores; les jalea de cara a la noche, para cada uno tiene una broma y una frase de estímulo personalizada. Lo aprendió cuando era entrenador, jugador y presidente de su pequeño equipo de fútbol de aficionados y se paseaba por el vestuario para animar a los jugadores uno por uno, incluso a los del banquillo, a todos.

Por último, saluda a la nueva chica de la barra.

Sonja da Lecce, se llama. Una morena cremosa de veintitrés años, suaves rizos, y aquella sinuosa, inverosímil/ en medio del nombre.

Siempre atractivos para Aldo Ferro los rizos hasta el culo.

Su socio, Garbarino, sale de la oficina de detrás del bar, pasa a su lado, esboza una sonrisita, susurra: «¿Apostamos?».

Ferro levanta el pulgar en señal de asentimiento, se desliza tras el mostrador. Tiene que exhibir todo su repertorio de Tom Cruise y ganar la apuesta que tiene por objeto a Sonja da Lecce.

—¡Qué moreno, señor Ferro! —gorjea Sonja—. ¿Ha estado en la playa?

—Sonja, dulce bomboncito, ¿sabes cuál es el primer requisito para conservar este trabajo? —dice Ferro, tranquilizador, para que quede claro que está bromeando—. El primer requisito, indispensable para conservar el trabajo, es tutear al propietario y llamarlo Aldo.

Sonja entonces sonríe, descubriendo dientes blanquísimos, perfectos.

—¡Qué moreno estás, Aldo!

—Buena chica —ríe él, con un agradable calor que se extiende desde la zona de las ingles—. Me gustan las empleadas que aprenden deprisa, dulce bomboncito.

Después, cada uno ocupa su puesto en el Pink Cadillac, barmans, DJ’s, animadores, como un equipo alineado en el centro del campo esperando el pitido de inicio.

Y la noche comienza.

Los boloñeses que se han quedado en la ciudad salen de sus madrigueras, después de un sábado en casa con los ventiladores y el aire acondicionado al máximo. Huyen del horno desierto y recocido, llegan a las colinas soñando con el fresco y la piscina en forma de Cadillac rosa.

Casi inmediatamente aparece el club de fans, como lo llama Aldo Ferro. Tres abogados alegres y entrecanos que se instalan con armas y bagajes en sus locales, porque, como repiten siempre, «donde está Ferro, hay diversión».

Ferro los saluda mandándoles besos de guasa. Los abogados se pegan a la barra, uno de los tres susurra:

—Aldo, cincuenta por la empleada nueva.

Ferro mira a Sonja con del rabillo del ojo. Está preparando un cóctel, no los oye.

—Me dais cincuenta si gano —murmura con aire malicioso—, yo os doy cien si pierdo. Ya veis lo seguro que estoy de mí.

El abogado se ríe, le da la mano.

—Grandísimo, Ferro. ¡Siempre grande, cabrón, siempre eres el más grande!

Ferro se aleja contoneándose entre las carcajadas de los abogados.

Nunca ha perdido una apuesta con el club de fans. No puede desilusionar al club, están encantados de perder. Las apuestas se basan en la lealtad más absoluta, puesto que con frecuencia no hay manera de verificar el objeto de la apuesta, pero nadie se atrevería a hacer trampas. No es cuestión de dinero. Es una cuestión de ética personal.

Ferro tiene en marcha dos apuestas. Una específica con Garbarino y otra más genérica con los abogados. Las dos, la genérica y la específica, tienen como objeto a la cremosa empleada Sonja da Lecce.

Hay que poner manos a la obra.

Ferro comienza a desplegar todo su repertorio, entre el entusiasmo incontenible del club de fans. Prepara cócteles a ritmo de baile, gira los vasos en el aire, después de cada numerito mira de refilón las reacciones de Sonja, la de los negros rizos.

De la pista latinoamericana llega potente la música hasta el bar, Ferro aprovecha para comenzar el marcaje. Cada vez que roza a Sonja, mientras va de un cliente a otro, marca un pasito de baile cogiéndola un momento por la cintura. Ella se ríe. No se aparta. Buena señal.

Ferro corre de un lado para otro de la barra, saluda a una cara conocida, después a otra, prepara un gin-tonic, coge de nuevo a Sonja, se marca otro paso de baile, aprieta cada vez más. De vez en cuando hace guiños al club de fans, los abogados se desternillan, «¡Qué grande eres, Ferro! ¡Qué en forma estás!», celebrando cada una de sus espectaculares coreografías.

Ferro se siente en casa. Él es el entrenador-jugador del Pink Cadillac.

Después de un número particularmente elaborado, cinco tequilas bum bum preparados con un magnífico juego de piruetas, Ferro levanta los ojos adrenalínico. Mira al club de fans en éxtasis, a Sonja admirada, el mar de cabezas que se mueve entre los dos bares, el mar de cabezas en las dos pistas, el mar de cabezas en la piscina llena de espuma, y no hay excitación tan fuerte y satisfactoria, no hay nada comparable al momento en que su local vibra en perfecta sintonía, como un organismo vivo. Nada comparable.

Ferro gana la apuesta al club de fans poco antes de cerrar, cuando el Pink Cadillac está ya casi vacío.

Sonja y él desaparecen en los baños reservados al personal. Es un juego de niños. Ella está dispuesta y es dócil como una ostra en la orilla de la playa.

Sonja lo invita a su casa. Allí, Ferro marca dos goles más en una cama de plaza y media, bajo un póster de Ligabue. El primero, en la puerta canónica; el otro, en la puerta trasera. Venciendo, con este último tanto, la apuesta específica de Garbarino.

Después, casi de inmediato, Sonja se duerme. Ferro se queda mirando el radiodespertador que indica las 4:49, los números fosforescentes que iluminan El principito en la mesilla. Se duerme también él.

Cae en un sueño turbio e inquietante.

Sueña que está encarcelado, que se evade abriendo un agujero en la pared; un agujero que lleva desde la celda a un refugio natural en el corazón de una montaña. Un refugio tan reducido que a duras penas puede arrastrarse allí dentro un hombre.

Ferro se escapa de la celda reptando hacia atrás, sobre la espalda, en el sueño. Empujando con los pies, ayudándose con los codos.

No sabe por qué tiene que moverse en aquella posición tan incómoda. Sabe que el túnel en la roca es demasiado estrecho para poder girar, así es que sigue adelante, siempre adelante, talones, codos, talones, codos, con la cabeza en la oscuridad. Se arrastra hacia atrás durante kilómetros y kilómetros.

Sufre un ataque de pánico. Se aferra a la roca en el mundo del sueño. Se aferra a la almohada en el mundo real.

Acaba de darse cuenta de que tiene una montaña, una montaña entera, sobre él. De que tiene el peso de una montaña entera, completa, sobre su pobre carne y sus frágiles huesos. Se queda quieto largo rato con la nariz y la boca a pocos milímetros de la fría roca.

Luego oye un ruido procedente de la dirección de la celda, la dirección de sus pies. Algo que se arrastra en la cueva.

Como un gusano enorme y nauseabundo, que se acerca con calma, sin prisa alguna.

Entonces se mueve más veloz, cada vez más veloz, hasta que tiene los codos desollados; la espalda, desollada; las manos, desolladas; los zapatos, desgarrados en los talones. Más tarde ve una luz. Loco de alegría continúa arrastrándose hacia atrás, hacia la luz ahora muy fuerte.

Al fin saca la cabeza y los hombros del túnel. Respira el aire puro, mira el cielo sobre él. Después gira la cabeza hacia abajo todo lo que puede, con el cuerpo casi entero en el túnel.

El túnel se abre en la pared lisa de un acantilado. Cae a plomo sobre el mar.

Qué furia, cientos de metros debajo de su cabeza. La cabeza asoma ridícula en medio de la pared lisa de la montaña.

Y nota ya muy cerca el desagradable reptar de un gusano.

Se despierta con el corazón en un puño, tembloroso, sudado. Le cuesta salir de la pesadilla del gusano y el túnel, recuperar la presencia de la almohada, de Sonja dormida, del radiodespertador que marca las 4:58.

Se levanta sin despertar a la muchacha, se ducha.

Está mucho tiempo bajo el chorro dibujando círculos concéntricos con el dedo, en la cabina empañada por el vapor.

Esperaba ver llegar a la policía al Pink Cadillac en algún momento de la noche. No lo temía. Lo esperaba, eso es todo.

Es verdad que Alex estaba en el local solo, sin amigos. Quizá era el único de su grupo que no había escapado de la ciudad candente, quizá había buscado el fresco de las colinas sin decírselo a nadie.

En cualquier caso, aunque llegara la policía, no habría problemas. Ferro podría decir, sí, me parece que vi a un muchacho con una camiseta de los Sex Pistols, lo recuerdo precisamente por la camiseta, le serví una cerveza, después se perdió entre la gente. Yo estuve en la barra hasta el cierre. Excusa perfecta.

Nadie había visto entrar a Ferro en los baños tras Alex. Unos baños un poco aislados del resto del local, detrás de los árboles altos, en la oscuridad de una noche sin luna.

Nadie lo había visto salir con Alex dormido, de eso estaba totalmente seguro. Tenía una excusa preparada por si acaso: «Ha empinado el codo —habría dicho—. Lo llevo a tomar el aire para ver si se despeja». Pero no se cruzó con nadie.

Había ido por detrás, por la cerca de estacas entre los árboles, para no encontrarse con el vigilante. Había emergido de las sombras, había abierto deprisa el maletero del coche, coche que había dejado en la parte más oscura y alejada del aparcamiento. Había encerrado a Alex en el maletero, atento siempre a los movimientos del vigilante. Después se había perdido de nuevo en la oscuridad para aparecer casi de inmediato en la barra del bar, alegre y amistoso. Dispuesto a hacer juegos a lo Tom Cruise hasta el cierre. Para montarse más tarde en el coche, conducir hasta la cabaña, con Alex dormido en el maletero.

Ferro sale de la ducha, se viste sin ruido, sin despertar a Sonja.

Sale. El aire de la noche es todavía templado.

Conduce con calma hasta la cabaña en medio del monte. Deja el coche junto al sendero, apaga el motor y los faros, pero no sale enseguida. Primero abre el joyero, vuelve a esnifar coca. Después se pone la máscara roja y negra de Darth Maul y entra en la cabaña.

Alex ha dejado de gritar. Ahora respira como un fuelle, con un violento bramido de caballo. Ha vomitado sobre su propia cara, en los vaqueros, en los zapatos.

—Mira qué asco —se lamenta Ferro, buscando un par de guantes—. Das asco, mira qué porquería.

Coge con dos dedos la cara desollada de las rodillas de Alex, la lava bajo el grifo. Enciende la cámara, se sienta frente al muchacho.

Lo mira en silencio unos minutos, directamente a los ojos verdes, vacíos y perdidos en la carne viva. Después le dice:

—He pensado que no me gustas nada peinado así.

Gira entre los dedos la máscara blanda que era la cara de Alex, continúa.

—Te explico. Desde que me he quedado solo he tenido que improvisar, antes estaba el Dentista que decidía todo, yo me limitaba a escucharlo y a imitarlo. Era a él a quien se le ocurrían las ideas más creativas, a él, él había estudiado.

Se interrumpe, se ajusta la máscara de Darth Maul, luego prosigue:

—Él había leído todo ese montón de libros medievales, ya sabes, sobre las torturas de la Santa Inquisición. Conseguían hacer cosas que no te creerías, técnicas heredadas de la antigua Atlántida, decía el Dentista. Gran cultura, el Dentista.

Se pone de pie, abre un cajón, coge una bolsa de plástico. Vuelve a sentarse con la bolsa de plástico en una mano y la cara de Alex en la otra.

—Sabían mantener vivo y despierto a un hombre habiéndole quitado las vísceras. ¿Te das cuenta? Tenerlo consciente, incluso después de haberlo reducido a tronco y cráneo medio vacío.

Abre la bolsa de plástico lentamente, sin prisa.

—El Dentista conocía los métodos de la Santa Inquisición. Sabía llevar al infierno a un hombre todavía vivo. Hicimos una apuesta, una vez, sobre el limpiacristales. Él decía que podía mantenerlo con vida más de diez días, yo decía que era imposible, demasiados, diez días. Pues bien, ¿sabes cuánto tiempo lo mantuvo con vida? Catorce días. Catorce. Y no exagero, si no me dejo llevar por el entusiasmo, lo tendríamos todavía en este mundo. Aunque de aquel pedazo de negro, te lo juro, quedaba menos de la mitad.

Hizo una pausa larguísima. Alex lo miraba fijamente con ojos de vaca en el matadero, sin emitir ningún sonido.

—De todos modos —continúa Aldo Ferro—, el Dentista ya no está. La cabaña la tengo yo ahora en mis manos y debo improvisar. Coger ideas de aquí y de allá, de las películas, de los cómics, ¿comprendes? Y he decidido que, con la cara despellejada así, das un asco de cojones.

Juguetea un poco más con la máscara flácida.

—Por eso —articula despacio, conteniendo una sonrisa sarcástica— he decidido volver a ponerte la cara.

Abre la bolsa de plástico.

Saca el martillo.

Y la caja de clavos.

«¿Cómo decía el Dentista? —piensa, tras terminar el trabajo, Ferro, tumbado en la cama mirando el techo—. ¿Cómo era la expresión que usaba siempre?».

«La libra de carne… —decía—. La libra de carne, nos hemos ganado nuestra libra de carne. Trabajamos como mulos —decía—, y después de haber trabajado como mulos, nos hemos ganado nuestra libra de carne». —Después ponía uno de sus vídeos, snuff movies se llamaban, si queremos usar términos técnicos.

Durante un rato habían estado bien aquellos vídeos. Después, Ferro y el Dentista se habían aburrido.

«No hay fantasía —había protestado el Dentista frente a la enésima tortura claramente repetitiva—. No saben estimular al espectador. Yo sabría cómo hacerlo».

Y habían empezado a hacer ellos los vídeos.

Allí, en la cabaña. Con los dos congeladores bajo la trampilla, con las cámaras. Y todos los potingues del Dentista.

«Y ahora estoy solo», pensaba Ferro mirando el techo.

Aquel gilipollas, aquel pobre gilipollas. El Dentista y su hija, les llega una partida de pastillas que nunca habían oído nombrar, nunca probadas, y aquellos dos deficientes se las tragan como si fueran aspirinas.

Le disgustaba, sobre todo, por la hija del Dentista. Siempre le gustó la hija del Dentista, tenía un culo, un culo para hacerle un buen trabajo de precisión.

Una vez que conducía en medio de una tormenta, vio a la hija del Dentista. A la salida del gimnasio, en la parada del autobús.

Se ofreció a llevarla, después de un rato trató de besarla. Insistió e insistió, ah, no se dejaba tocar, solo consintió en hacerle una paja desganada y lenta, atenta a no ensuciarse.

«Calientapollas», pensó Ferro mientras conducía.

El Dentista tenía acumuladas pociones mágicas al menos para diez años de vídeos. Algunas las guardaban en la cabaña; otras, en el antiguo apartamento de soltero de Ferro. De aquel apartamento lleno de pociones mágicas y de vídeos su mujer, por supuesto, no sabía nada. De vez en cuando, Ferro aparecía por allí, se llevaba alguna poción mágica, dejaba un nuevo vídeo y se largaba.

En el apartamento del vigésimo piso, en Borgo Panigale.

Ferro baja con retraso, ya es media tarde. Admira su trabajo, los ojos verdes de Alex apagados y vacíos detrás de la que había sido su boca. La cara clavada en sentido contrario, bien estirada entre los cuatro ángulos del rostro.

Para alcanzar la perfección, Alex debería gemir algo tipo «Máaatame, máaatame, por amor de Dios». Pero calla. Ni siquiera el jadeo de su respiración, solo un murmullo sordo, susurrante, desde el fondo de la garganta.

Ferro va a la cocina, llena un vaso de agua del grifo. Vuelve hasta Alex, bebe despacio, con pequeños sorbos, levantando apenas la máscara de Darth Maul. Después habla, en voz baja.

—Te tengo que dejar hasta la noche, pequeño lirio. Debo ir al apartamento del Dentista, que el siguiente paso, en el esquema que estoy siguiendo, es la amputación del escroto.

Se le acerca.

—Solo que con la amputación del escroto, pequeña flor, sale un montón de sangre. El Dentista era muy bueno resolviendo estas cosas, la hemorragia era el pan de cada día, yo, en confianza, estoy algo menos preparado. Así es que necesito un poco de ayuda de la ciencia, pajarillo; voy a coger alguna poción mágica suplementaria, que no quiero que te me mueras después de tanto trabajo de tenedor y cuchillo.

Después, cuando se iba, dijo:

—Despídete de tu tesoro, chaval, que son las últimas horas que pasáis juntos.

Al salir, Ferro se arrepiente de una frase tan vulgar. Ha estropeado todo un discurso cuidadosamente estudiado en sus acentos, ritmo, cadencia; joder, era el Dentista el que hablaba bien. Le toca borrar algunos segundos del sonido del vídeo.

Esnifa otro poco de coca del joyero. Se dirige en coche a la ciudad.

Ferro siente una tentación, una tentación muy fuerte.

Arriesgada, es cierto, arriesgadísima. Pero fiel al esquema.

Después de la amputación del escroto, en el plan original, Alex no tiene futuro. Ya se han divertido bastante juntos, el vídeo ha quedado bien, se puede terminar así. Ferro no ha decidido todavía el modo más excitante de matarlo, pero todo a su tiempo.

Solo que en su mente exaltada por la coca y la adrenalina está naciendo una idea loca. El modo más excitante de matarlo es dejarlo vivo.

Quitar todo rastro comprometedor y mandar a la policía a la cabaña de las montañas. Como esa estupenda escena de Preacher, los policías que encuentran a un tipo atado a una silla gritando: «Máaatenme», y el agente que dice: «No sé qué podrán hacer los médicos por este desgraciado, sería mejor para él haber muerto».

Excitante, excitante. Devolverlo al mundo tal como está, parodia descompuesta y recompuesta de un ser humano. Obligado a vivir como la grotesca marioneta en que se ha convertido.

«¿Podría identificarme Alex, denunciarme? —Se pregunta Ferro—. Llevaba la máscara, bien, pero le he hablado del Pink Cadillac, le he dicho que el local era mío, es un riesgo, coño, es un riesgo, pero es magnífico, divertidísimo, como riesgo… pero además, después de lo que le he hecho, ¿le quedará todavía un destello de razón? ¿Cuánto hará falta para meterme en problemas con la policía?».

Aplaza la decisión, canturrea «Suspicious Mind».

Razona mejor si canturrea a Elvis mientras conduce.

El 15 de agosto, la ciudad es un pedregal abrasado por el sol. Nadie en la autopista de circunvalación, nadie en la avenida del Ipercoop, nada, nadie. El desierto.

«Podría parar el coche en medio de una rotonda —piensa Ferro—, hacer mis necesidades bajo un paso elevado, instalar un hornillo de camping, nadie me vería. Lo único que hay es una mierda de calor húmedo que les va muy bien a los mosquitos, joder, a los mosquitos, no a los cristianos».

Gira a la derecha hacia Casteldebole, cruza en rojo, no hay ni sombra de un coche en la calle. Conduce hasta el final de la urbanización, donde dos edificios idénticos de veinte plantas se elevan sobre los campos verdes. Aparca al pie de los dos edificios gemelos, detrás de una Transit azul oscuro con la mitad en la acera y la mitad en la calzada.

En el último piso de aquel monstruo de cemento está su apartamento de soltero.

Ferro sale del coche, se seca el sudor de la frente con un pañuelo. Busca en el bolsillo las llaves del apartamento, toca algo duro.

«Vaya —se dice—, la navaja. Me he olvidado en el bolsillo la navaja. Demasiado trabajo. Distraído. Me estoy volviendo distraído».

Abre la puerta, entra en el portal del edificio. Se dirige a los dos ascensores.

Delante del ascensor de la izquierda hay un adolescente de unos dieciséis años, con un piercing en la ceja y una camiseta de Bruce Springsteen, y una chica con el pelo verde y el uniforme de un bar del centro. Esperan. En la puerta del ascensor de la derecha hay un cartel de Fuera de servicio.

Ferro resopla, fastidiado. Farfulla un «Buenos días» seco y apresurado al adolescente y a la chica. Nunca ha entendido por qué hay que saludar a gente que no conoce y que nunca ha visto, solo porque se encuentran en el portal, pero de todos modos qué importa, hay que respetar un mínimo de normas de convivencia.

La idea de estar en el ascensor con desconocidos es francamente desagradable. Está a punto de subir por la escalera, pero piensa: «Son veinte pisos a pie, coño, con un calor del demonio». Y entonces se resigna a los pocos segundos de convivencia forzada.

La chica del pelo verde es, cuando menos, agraciada.

Se abren las puertas del ascensor. Entra la muchacha. Después, el adolescente del piercing. Después, Ferro.

Se cierran las puertas del ascensor.

El ascensor empieza a subir.