XI

Fuera, la luz se quiebra en mil partículas libres y blancas, los árboles están desnudos. Laure pega la nariz al cristal, apenas distingue las siluetas que se alejan. La vida está fuera. La vida de verdad. A Laure le da miedo salir, al mismo tiempo se muere de ganas. Tiene que volver a aprender a vivir sola, a ocuparse de sí misma. Tiene que abandonar esa habitación sobrecalentada cuyas ventanas no se abren, esos horarios inamovibles, esos rituales unificados, blandidos contra el vagabundeo. No está segura de ser capaz. Sin embargo, sabe que ha de ser ahora o nunca. Que ha llegado la hora de hacer las maletas, de vaciar el armario, de descolgar los collages de la pared. De despejar el campo. Por un lado la salida, imperiosa, necesaria, por otro un postrer kilo al que no puede resignarse. Oscila, vacila.

Por las noches, imagina tretas y subterfugios para falsear el peso. Falsear, utiliza esa palabra cuando piensa en eso, cuando escribe. En este caso, no hay otras.

Una noche, sale antes de que llegue su madre. Tiene que hacer un recado. A la vuelta, camina deprisa, una bolsita de plástico se balancea en su mano, le golpea la pierna. Se topa de narices con la dietista. En el bulevar, se cruzan un instante sus miradas, apenas un segundo, Laure no dice nada, no reduce el paso, sonríe. Cuando se detiene un poco más allá para cruzar, interroga esa imagen que se le ha quedado grabada, la cara de la dietista mirándola. Busca un sentimiento —¿ira, sorpresa, indulgencia?— como un sabor anticipado de lo que le espera. Estupefacta, eso es, parecía estupefacta. No dirá nada de ese encuentro. En cualquier caso, Laure no oirá hablar nunca de ello.

Al día siguiente, desliza la bolsa de arroz en el ancho cinturón de cuero que le dejara Anais. Bajo el camisón, no se ve nada. Un kilo de arroz pegado al cuerpo. Se desliza en las sábanas, aguarda a que la llamen. En la balanza, le tiemblan un poco las piernas. Cuarenta y nueve kilos y novecientos gramos. La enfermera alza la cabeza y brinda a Laure una sonrisa victoriosa. Laure vuelve a la habitación a pasitos, no sea que el objeto del delito se le caiga entre las piernas. Pasa un día agitado, intentando desentrañar esa amalgama de sentimientos, vergüenza, culpabilidad, pero también alivio. El doctor Brunel pasa después de la merienda. Está contento. Dice que al día siguiente podrán quitarle la sonda, que habrá que esperar una semana para asegurarse de que se ha estabilizado el peso. La salida es inminente. Teórico, inimaginable, el plazo se aproxima de repente como a la velocidad del sonido, hasta puede precisarse el día, venga, el martes o el miércoles si todo va bien. Laure intenta no pensarlo. Espera ese momento tanto como lo teme.

Se mira en el espejo. Le han retirado el tubo que le salía de la nariz, le han quitado el esparadrapo de la mejilla, ya ni se reconoce. Busca maquinalmente el trozo de plástico que le danzaba tras la oreja. Es como cuando te arrancan un diente y luego lo buscas durante mucho tiempo con la lengua. Un regusto de libertad. Ahora manda ella, todo depende de lo que coma, es la única responsable de los ingresos y de los gastos. Sin la sonda, las últimas acrobacias se ejecutan en el vacío. Sin red. Ha venido a verla el interno, solo. Saldrá con cincuenta kilos, no le regalarán ni cien gramos. Laure estalla. ¿Qué sabe de la vida ese gallito con su bata blanca, con esa jeta de yerno ideal, por una diferencia de cien gramos? Teniendo en cuenta el kilo de arroz que ha de tener preparado para la siguiente vez que la pesen, al que puede añadir una o dos tazas de té tomadas a escondidas antes del desayuno oficial, un grueso par de calcetines, el pipí de la noche que puede reservar para más tarde, Laure calcula que debe mantenerse en cuarenta y ocho kilos y quinientos gramos, para que salgan cincuenta en la balanza. Sólo le queda esperar que no se les ocurra pesarla por sorpresa.