X

Laure ha rebasado el umbral de los cuarenta y cinco kilos que corresponden, por su estatura, al peso «mínimo viable». Pronto hará tres meses que está en el hospital. Ya sólo la pesan una vez por semana, lo cual da fe de que confían en su curación. Ha puesto fin a su periodo de «collage», del mismo modo que una noche abandonó, en un pronto, el punto y las madejas de lana. Le habían salido ampollas en el pulgar de tanto recortar. A ratos dibuja y pasa bastante tiempo al teléfono. Las veladas se le hacen interminables. A las siete y media termina la cena, la auxiliar limpia la mesita con la esponja y cierra la puerta tras ella. Todavía no ha llegado el equipo nocturno. Antes de irse, las enfermeras efectúan la última ronda para comprobar si todo va bien y repartir las últimas pastillas. El tiempo se estira entre los dedos, como un chicle demasiado mascado. Se instala el silencio, algunos visitantes se demoran más del plazo permitido. A Laure le cuesta quedarse sola en la habitación. Hace una o dos llamadas y se calza las zapatillas de siete leguas para bajar a la planta nueve, donde tiene algunas amistades. Entra en una habitación a decir hola, se entretiene en otra. Lleva galletas, escucha los sufrimientos de los demás, su piel tumefacta, sus vientres abiertos, su carne cosida, historias de grapas, de apósitos y de puntos de sutura. Le ha prestado el walkman a Patricia, que ya no puede dormirse sin él. Acaban de operarla del bazo, respira como una foca pero sueña a todas horas con el porro que se fumará en las escaleras, en cuanto pueda levantarse.

Va a ver a Anais a su habitación. Desde hace dos días, Anais no quiere salir. Intercambian ropa, se observan, se cuentan las insensateces que hacían antes del hospital. Se interpelan, desde lo alto de su fortaleza, se tienden las manos. Están juntas, se alejan, se acercan a veces lo que dura darse un Kleenex.

El doctor Brunel le ha concedido un segundo permiso de fin de semana. El invierno ha llegado antes de tiempo, sin que se diera cuenta. Las primeras guirnaldas de Navidad se entrelazan en los escaparates. Lleva a su casa la reserva de Anouk y la guarda en la alacena de la cocina. Baja a hacer unas compras para Tadrina, a quien ha invitado a cenar. Se para ante las tiendas de trapos, entraría a comprar algo, lo que fuera, para ponerse guapa, para agradar al doctor Brunel, a quien le gusta el azul. No se atreve. Tan sólo es una forma transitoria, sin contornos, demasiado gorda para verse en el espejo, y demasiado flaca aún para invertir en prendas de una vida totalmente nueva. Sabe que se encuentra todavía en un periodo intermedio —que aún durará bastante— entre una enfermedad a la que no puede renunciar del todo, y días que aún no puede entrever. Louise está en casa de su padre, no ha podido venir este fin de semana. En su casa, Laure enciende la radio, es como un vínculo musical que la conecta con el hospital, un cordón sanitario. Separa unos papeles, escribe una hoja o dos en el cuaderno que siempre lleva consigo, pasa un poco el aspirador, deja la ventana abierta de par en par para ventilar la casa. Cuando llama Tad a la puerta, Laure experimenta un alivio que no se atreve a confesarse. Podrá rehogar las cebollas en la sartén, poner a calentar el agua para la pasta, charlarán hasta que les entre el sueño, y Laure olvidará durante unas horas que está de permiso, la palabra es lo bastante explícita, viene a ser como decir libertad provisional.

Al día siguiente se levanta con el alba, un hilillo de luz gris se cuela por la cortina apenas entreabierta. Le gustaría experimentar aquella somnolencia matinal de otro tiempo, cuando era capaz de quedarse en la cama, cuando se abandonaba a sueños etéreos, salpicados de despertares breves, mullidos, cuando se revolvía bajo el edredón para estirar la placidez de la noche. Se levanta, son las siete, le asusta el silencio de la casa. La puerta del cuarto permanece cerrada, sin termómetros ni carros, sin idas y venidas al pie de su cama para colmar el vacío que la circunda. Ella sola decide si tostará o no tostará pan, si sacará la mantequilla de la nevera, si abrirá tarritos de confitura que ha traído del hospital. No hay espectadores ni testigos de su buena voluntad, apenas, si se para a escuchar, oye el ruido de la caldera. Ha puesto a calentar agua en el hervidor, prepara una bandejita en la que coloca unas rebanadas de pan, abre el paquete de mantequilla, se sienta a la mesa. Mastica aplicadamente su desayuno, incluidos los extras.

Se pasa la mañana ordenando, lo vacía todo, tira cosas, hace montoncitos por materias, abre los cajones, las cajas de cartón, separa las fotos, reorganiza la cocina, limpia la bañera, selecciona la ropa, busca las bolsas grandes de basura bajo el fregadero. Llena el tiempo. Al mediodía, va a comer a casa de su madre. Le ronda un vago sollozo anclado en el fondo de la garganta.

Su madre se encuentra mejor desde hace ya unas semanas. Visita con frecuencia a Laure en el hospital. Se descuelga con frases en el ascensor cuando Laure la acompaña a la planta baja. La última vez, mientras se cerraban las puertas, interrumpiendo el comienzo de algo, tal vez un relato, le dijo a Laure «ya te contaré». Laure subió a la planta doce y aquellas palabras inauditas, inimaginables, aquellas palabras que sin embargo habían salido de la boca de su madre, flotaban por encima de ella, difundían en el espesor del aire un perfume de hilaridad. Ya te contaré, apenas podía creérselo.

Laure llama a la puerta, el timbre nunca ha funcionado. Su madre acaba de lavar la ensalada, se seca las manos con la punta de un trapo. Laure permanece de pie, no acierta a sentarse. Da vueltas de un lado a otro, sin darse cuenta, tal vez busca a Louise. Echa de menos a Louise. Se toma un zumo de manzana a sorbitos, su madre ha abierto un botellín de cerveza. Laure intenta hablar, describir ese estado de soledad que la invade, que le repele. Dice es increíble hasta qué punto se está solo en la vida, solo encerrado en su concha, gilipolleces por el estilo. Su madre escucha, la nariz pegada al gollete, hasta que de repente se pone fuera de sí. Las palabras brotan de su boca, chocan unas con otras, se atropellan hacia la salida, arrancadas una por una, con fórceps. Dice no tienes derecho a hablar así, Laure, porque a ti la gente te quiere, te cuida, imagina, Laure, lo que yo he vivido, internada a los treinta y tres años, separada de mis dos hijas. Imagina lo que supone para una mujer estar metida entre locos, perder de pronto su trabajo, su casa, sus hijos. Imagina la soledad, el confinamiento. Créeme, yo lo he pasado fatal, peor que tú.

Es como una enorme bofetada, una bofetada magistral. Laure se ha quedado pasmada. Las palabras se han evaporado, no han tenido tiempo de caer en la moqueta. A Laure le gustaría agradecerle a su madre ese instante de rebeldía, insólito, fugaz, pero no puede. Llora, algo es algo.

Se han paseado las dos, sin rumbo fijo. Laure ha pasado por su casa para recoger sus cosas. Antes de irse, escribe un rato en su cuaderno. Apaga la calefacción, cierra la puerta con dos vueltas de llave. No sabe cuándo volverá. Tiene que regresar al hospital para una superfiesta de disfraces en la que el batín es de rigor. Se exigen las zapatillas. Habrá Nutrigil y extras a gogó, las nutribombas interpretarán una pieza excepcional de ronroneo de jazz, se arrojarán al cielo pastillas de todos los colores como confetis, se eructará un solo o a coro, habrá un concierto de gorgoteos, las tortugas improvisarán un ballet a los sones de «ah tu verras, tu verras[4]». En el metro, sonríe.

Encuentra su habitación como la había dejado. Dice mi habitación cuando habla —ven esta noche a mi habitación a tomar algo—, una habitación como mil otras, amarilla y limpia. Es en cierta medida su casa, sabe dónde están las cosas, cómo están organizados los armarios, en el estante de abajo se apilan los pantalones, encima las camisetas, las bragas y los calcetines, arriba del todo los jerséis. Guarda en la mesita de noche los Kleenex, los cuadernos, los bolis, la cartilla alimentaria. La desnudez de ese espacio la tranquiliza, como si sus únicas posesiones fueran unas camisas y dos o tres libros. Le da miedo la abundancia, lo que la espera en su casa, los armarios repletos de ropa, de cartas, de papeles, la vajilla. Le da miedo el apego que siente, a su pesar, por esas cosas, su dependencia. Le dan miedo esos objetos que arrastra consigo como ruidosas cacerolas. Le gustaría ser capaz de tirarlo todo, no poseer nada. Ese excedente dentro y fuera de ella con el que no sabe qué hacer.

Anais ha quitado las fotos que había colgado de las paredes, ha metido el hervidor eléctrico en la maleta.

1.

Le ha dicho a Laure no me merezco curarme, no me merezco nada de nada, ese desahogo en el que vivo, esa vida demasiado fácil, soy una mala hierba, un hierbajo.

Anais se ha ido como había venido. Una pequeña corriente de aire glacial. Se ha quedado quince días como mucho, había engordado uno o dos kilos. Era mayor de edad también, sus padres no podían obligarla a quedarse.

Llama a Laure con frecuencia, tiene dolores, vomita, no sabe ya qué hacer. Le ha dejado un ancho cinturón de cuero y una camiseta a rayas. Laure la echa de menos, también echa de menos el olor de su habitación, un perfume que no existe en ningún otro sitio, un perfume de azúcar, de infancia.

Le hubiera gustado ayudarla, mitigar su tormento.

Hasta ahora, Laure no se ha resistido. Ha aceptado la sonda, ha respetado los menús, se ha tomado casi toda la comida extra. Cuanto más engorda, más procura aumentar a porciones insignificantes, imperceptibles, su consumo energético. Va y viene por el hospital, baila cada vez más tiempo al ritmo de la radio, patalea en la cama cuando habla por teléfono. Busca todos los medios de gastar lo que absorbe, de frenar un aumento de peso que ya no controla. Se ahoga. La felicitan por su buen aspecto, le dicen que va por el buen camino. Desborda por todas partes, no es más que un gran pedazo de carne entregado como pasto. Intentan hacerle creer que todavía está flaca, que tendrá que engordar unos kilos más cuando salga del hospital. Todas las noches piensa al dormirse en las quince plantas que podría subir en la nocturnidad, a grandes zancadas. Todas las noches piensa en esa puerta que le enseñó Fatia, esa puertecilla verde que se parece a las otras y que da a las escaleras de servicio. Busca una salida, siente que el umbral de saturación no está ya muy lejos, que ha llegado a un punto en que no puede hacer más concesiones, que las doce plantas escapan bajo sus pies.

Ha dejado de contar los días. Procura hacer cosas, espera. Se palpa la carne de los muslos, de las nalgas, de las pantorrillas, con los dedos estira la piel para calibrar el peso de ese nuevo cuerpo. Cuando está sentada y se inclina un poco hacia delante, le parece ver que se dibuja un michelín en su vientre. Le gustaría que su cuerpo permaneciese macizo, denso, le gustaría que esos kilos ganados se transformasen en una coraza. Una mañana se despierta antes de la hora sacrosanta del termómetro. La habitación todavía está a oscuras. Sus ojos siguen sellados, apenas puede abrirlos. Se acaricia con la punta de los dedos los párpados hinchados. No logra salir del sueño, sin embargo tiene que hacer algo importante, una orden que ha recibido durante la noche, confusa, inarticulada. Se levanta de un brinco, abre la puerta de la habitación, sube descalza a la balanza, mueve ella misma las pesas, lo ha visto hacer cien veces, despacito, muy despacito para no hacer ruido. Ahora, abre los ojos, los abre mucho, con la punta de los dedos, busca el equilibrio, el miedo se le agolpa en el estómago. Cuarenta y ocho kilos. Baja. Enciende la luz del baño, el fluorescente del espejo, se obliga a mirarse la cara, así, de frente, su cara aún hinchada de sueño.

De ahí no pasa la cosa. Ni hablar. Ni un gramo más.

El día empieza igual que los demás, se ha deslizado bajo las sábanas, entra Jocelyne, termómetro en mano. Laure tiene un programa cargado, no puede perder un minuto, se levanta para abrir la persiana. Después de desayunar, salta a la ducha, baja a comprar los periódicos para sus vecinos, baja de nuevo a la planta nueve para ver a Patricia. A la vuelta, hace su menú del día siguiente, ordena un poco la habitación, enciende la tele. Hoy mismo tiene que encontrar una solución. La enfermera trae los frascos de Renutryl y vierte dos en el contenedor. Laure conecta la sonda, ve penetrar poco a poco el líquido opaco en el tubo transparente, hasta su nariz, la máquina canturrea, se mofa de ella. Laure medita. Se le ha ocurrido una idea.

Por la tarde, a eso de las cinco, hace una bola con el abrigo y la bufanda, camina deprisa, tiene que hacer un recado. En una droguería compra un cacito de aluminio. Es muy bonito, con su pequeño mango de madera. Laure lo lleva bajo el brazo en una bolsa de plástico. Sube a su habitación, se ha quedado sin aliento. Durante su ausencia, la enfermera ha entrado a verter los otros dos frascos en el contenedor. Laure aguarda a que anochezca, después de cenar, para ejecutar su plan.

«Querida Marie-France. Tenía usted mucha razón. Las anoréxicas son todas unas sinvergüenzas y unas mentirosas. Yo misma, a quien tanto insultó usted con sus turbias insinuaciones, yo, que acabé convenciéndola de mi integridad, imagínese que he hallado una manera no tan tonta de dársela con queso a mi pequeño mundo. Estaba harta, de verdad se lo digo, de hincharme a ojos vistas, harta de que me cebaran como a una oca con este puto aparato. Así que verá lo que hice, compré un cacito para extraer líquido de nutrición del mismo contenedor. Imagínese una gran cafetera eléctrica, no tienes más que levantar la tapadera e introducir suavemente el cazo a la altura del líquido. Lo sacas una vez lleno, no mucho para evitar que se derrame, caminas despacito hasta el lavabo para tirar el líquido que acabas de sacar, y vuelta a empezar. Hay que hacerlo poco a poco, dos o tres veces al día, no más de cien mililitros a la vez, para que no te pesquen. Por la noche, cargo un poco la dosis, doscientos, trescientos antes de que apaguen las luces. Francamente no puede imaginarse el alivio que eso supone, quinientas calorías vaciadas en el fondo del lavabo».

Laure no traiciona al doctor Brunel. No. Sigue comiendo, anota cada comida, a diario, sin hacer trampa. Lo del cazo es otra cosa. Un reflejo de defensa, instintivo, un pequeño escudo de aluminio que maneja con destreza, un último coletazo. No lo ve como una traición sino como un caso de fuerza mayor. Oculto tras un montón de ropa en el fondo del armario, el cazo no es más que un vulgar utensilio de cocina enarbolado por Lanor, con los dedos crispados en el mango, Lanor que se resiste mal que bien. Laure no sabe por qué pero no puede ir más allá, no puede soportar un gramo de más. Se asfixia en una combinación de grasa y de capitulaciones que sólo ella es capaz de ver.

Ya cerca de la meta, el doctor Brunel multiplica las visitas. Pasa a cualquier hora, deprisa y corriendo, vuelve al poco tiempo, se sienta a medias en la esquina de la cama, siempre en el mismo lado. Ha sacado sus antenas de los grandes días, le tiemblan las ventanas de la nariz, observa. Quiere saber lo que ella piensa de sí misma, cómo vive con ese cuerpo apenas viable, cómo se percibe, cómo se proyecta en el futuro. Sondea. Pregunta. Lanza indirectas como pequeños misiles de cabeza buscadora, roe a minúsculos trozos ese aparente caparazón que ella aún conserva. Al cabo de unos días de interrogatorio, Laure se desmorona. Desembucha. Él está de pie ante ella, tenso, inmóvil. Le da miedo curarse, eso es todo. Se aferra a esa enfermedad como si fuese el único modo de existir. No posee otra identidad, defiende los vestigios de su escualidez, para ella las únicas señales de su presencia. Conserva en el fondo de sí misma, en las zonas hundidas de su cuerpo, entre las costillas, entre los muslos, un pequeño nido para Lanor. Si recobra una apariencia normal, se volverá translúcida, como un charquito de grasa derretida en el fondo de una sartén. Si se cura, se esfumará a los ojos de la gente, se perderá entre los demás. Ahogará en sí misma, tras una redondez tranquilizadora, ese ronco grito surgido de la infancia. Si se cura, pasará a ser una joven de formas imperceptibles, una adulta, oíd lo fea, lo brutal que es esa palabra. El sigue erguido, al pie de la cama. No contesta. Podría decirle que hay otros modos de existir, que ella dispone de todas las bazas, que resulta más gratificante llamar la atención porque se es guapa que por parecer recién salida de un campo de concentración. Podría explicarle que la querrán por lo que es, no por inspirar miedo o compasión. No dice que cree en ella, en esa muchacha radiante que él tanto le ha descrito, no, esta vez no. Se calla. La mira sonarse ruidosamente en un pañuelo húmedo y desgarrado, la deja pugnar consigo misma. Le deja tiempo para tocar con la mano el atolladero en que se encuentra, lastimarse la piel de las manos en el enlucido rugoso de la pared. Le deja tiempo para calibrar las semanas precedentes, para sentir latir en ella, apenas perceptible, ese deseo atómico, embrionario: curarse.

Los cacillos escamoteados producen el efecto esperado. En una semana, no engorda más que quinientos gramos. El doctor Brunel le observa que un aumento de peso lento puede ser un modo de expresar la angustia que le produce salir, te dejo que lo medites.

¿Me amará usted si me curo, conservará siempre, en el fondo de sí mismo, el recuerdo de mi llanto? ¿Hablará de mí cuando haya abandonado esta habitación, cuando ya no me tenga a su alcance? ¿Pensará en mí alguna vez cuando evoque ese amor total, ese amor tan puro que otras le han ofrecido, que otras le ofrecerán?

¿Sabrá alimentar ese recuerdo de mí, para que esos momentos no mueran nunca, para que ese vínculo que me une a usted no se borre, no se rompa nunca?

Un viento cálido ha acariciado su cuerpo febril. Un viento del desierto. Un viento terrible, terriblemente tierno, azota los pasillos, azota la noche.

Alguien la llama prometiéndole la vida. Sus palabras atraviesan la oscuridad, se lo llevan todo, acallan los gritos, acallan el silencio.