«¿Qué prefieres, a papá o un yogur?».
Era una pregunta ritual. Desde niña. Tenía muchas más en la cabeza, ¿prefieres a papá o a mamá, prefieres a papá o a la maestra, a papá o a Louise, a papá o al resto del mundo? Él siempre ha opinado que Laure comía demasiados yogures. Parece ser que comer tantos descalcifica.
Nunca le basta ese amor que le dan. A su padre le hace sufrir que lo quieran poco, le hace sufrir ese vacío que abre a su alrededor, poco a poco, a su pesar. Sufre un mal extraño, un mal que también lo corroe a él. Su padre lo destruye todo, los afectos, los sentimientos.
Laure conoció a la señora Bauer una noche en que ésta entró en su habitación diciéndole que tenía calcetines muy bonitos. Calcetines de tenis. Alguien le había dicho que «la niña del final del pasillo tenía galletas redondas». Y, precisamente, la señora Bauer tenía un huequecito en el estómago. Laure sacó su reserva de magdalenas, petits Lu, gaufrettes y otras galletas de pura mantequilla, las hay para todos los gustos, elija usted misma. La señora Bauer la miró agradecidísima. Con su bata raída no lo parece, pero fue Miss Austria en 1935. Se ha disculpado de estar tan vieja y tan desaliñada.
Desde entonces, la señora Bauer no pierde la ocasión de enseñarle su foto de Miss Austria. Acude todos los días a echar mano de la reserva de Laure. Siempre se equivoca de puerta cuando quiere volver a su habitación y no para de disculparse. Le preocupa la decencia de los camisones que le suministra el hospital. A Laure le da pena la soledad que desprenden sus chinelas y su cuerpo ajado, que se aprecia a través de la bata. Laure sabe hasta qué punto el término «gastroenterología» oculta a una tribu heterogénea y disparatada. Toxicómanos, ulcerosos, anoréxicos, inadaptados y achacosos de toda laya gimotean a una. Lo hacen porque están hasta el gorro de todo o por pura decrepitud. La señora Bauer comparte la habitación con otra anciana a quien se oye chillar desde la otra punta del pasillo. Una suerte de tirana de la tercera edad que se pasa el día espetándole órdenes contradictorias que la señora Bauer ejecuta sin chistar, con extrema amabilidad, disculpándose continuamente por no ser más rápida o por no encontrar el pequeño chal rojo que la otra le manda que le traiga ipso facto. Al no poder salir de la cama, la vieja habla o gime de continuo, esté o no esté la señora Bauer en la habitación. Monólogos entrecortados de gritos que invaden el pasillo por la puerta permanentemente abierta. Reclama la chata, a las enfermeras, a los médicos, a la celadora, prodiga sagaces consejos a amigos imaginarios suspendidos al borde de un precipicio, sobre todo no mires para abajo, no mires, da un paso a un lado, despacito, agárrate a la roca, a tu izquierda, apóyate en el pie, ¿me oyes o no me oyes? Laure percibe en su voz el pánico y la muerte ya próxima.
Laure se toma demasiado a pecho a todos esos viejos que gimen, escupen, llaman. Muy a gusto les regalaría toda su reserva de galletas redondas, y también las cuadradas. Todo el privilegio que le otorgan sus diecinueve años y tanto tiempo por delante. La señora Bauer se ha negado. Eso se lo tiene que quedar usted, una niña tan flaquita, la pena que me da… Anouk sigue trayendo más y más comida extra. Laure almacena y dedica todos los días unos minutos para gestionar su reserva. Tampoco está muy segura de querer llevarse todo eso el día que salga.
Las auxiliares hacen un pequeño alto en la sala de descanso. Jocelyne lee revistas, y Régis juega al rummy con el anciano ruso, que se queja de estar solo desde que se marchó el mudo. De pronto se oyen los zuecos de la celadora. Ambos alzan la cabeza y miran con expresión interrogante a Laure, que está sentada frente al pasillo. Sí, la celadora se acerca por allá. De un brinco se ponen firmes los dos, las cartas se guardan y el periódico se esfuma. Laure empieza a formar parte de los muebles.
Hace falta mucho valor para dejar de comer, dice un día una señora con bata acolchada.
Laure no intenta explicárselo. Dice no, señora, no tiene nada que ver.
El doctor Brunel habría sabido decirlo. El ayuno como un poder supremo, como una fortaleza. En ayunas, el guepardo es capaz de enfrentarse a cualquier peligro. El limaco de mar también.
En ayunas, Laure se sentía más fuerte, inaccesible. Ahora es otra cosa.
Cuando él entra en su habitación y advierte su mal humor, su sensibilidad a flor de piel, cuando ella se desmorona ante él, fuera de sí, Laure sabe que ya no es cuestión de sobrevivir sino de curarse. Sabe que le gustaría recuperar ese cuerpo que ha depositado a sus pies, no sólo porque suele parecerle discutible el color de sus calcetines, sino también —aún no es capaz de confesárselo— porque no está segura de querer renunciar a su rebeldía. Abre los ojos y querría gritar hasta quedarse sin aliento el terror que le da haber llegado hasta ese punto.
«Si pudiera, así, con un toque de varita mágica, regalarte diez kilos, ¿los aceptarías?».
Ante su mirada ella baja los ojos.
Niega con la cabeza. Él sonríe y a ella le gustaría estar en sus brazos.
La puerta hace un ruido de fuelle al cerrarse.
Por la noche, las enfermeras entran a purgar la nutribomba. Laure abre un ojo, se vuelve hacia el otro lado de la cama. Sobre todo no salir del sueño, si no, Lanor se impondrá de nuevo. Por las noches, Lanor es más poderosa que la sonda, corroe, absorbe, lo devora todo. Se zampa kilos a gogó. Se resiste, es como un órgano rebelde al que hay que hacer callar. Persigue a Laure mediante tácticas subrepticias, la convence de su lamentable inutilidad, de su inevitable recaída. No la deja dormir o invade sus sueños de carne cruda, de olores saturados, de patatas fritas rezumantes.
Pero Laure estrecha a Lanor en sus brazos. Sabe hacerlo. Estrecha demasiado fuerte a ese monstruo interno que se niega a engordar, a ese monstruo ciego, a esa niña también, culpable de no querer crecer más, culpable de haber abandonado a su hermana.
El doctor Brunel habla del coloque anoréxico que ella reproduce al alimentarse, de los mecanismos que hacen que su cerebro reproduzca un estado similar. Está desnuda como un limaco saciado y la noche la devora por dentro.
Le duelen sus mofletes que se llenan y las redondeces que asoman, la hace sufrir esa carne que prolifera en ella como un injerto exponencial.
Todo eso él lo sabe. Percibe siempre esa urgencia que tiene ella de él. Cada noche, ella se dice a sí misma que va a darle gato por liebre, va a dárselas de chica desenfadada y adiposa, que asume toda la grasa que produce sin quererlo, que lo ha entendido todo. Le gustaría convencerlo de que puede acabar el trabajo por sí sola, de que está fuera de peligro. Fiel a su visita diaria, él se sienta en la cama, incisivo, la pone a prueba, la observa. Cada noche encuentra la frase o la pregunta que darán en el blanco, te veo muy tensa, cada noche ella aguanta mecha dos o tres minutos, le mantiene la mirada con arrogancia, para terminar prorrumpiendo en una ola interminable de mocos y sollozos. Llena los Kleenex unos tras otros, esboza frases dolorosas entre dos amargos hipos. Echada en la cama, se avergüenza. Le gustaría disolverse instantáneamente. Como una bolsita de azúcar en un té hirviendo.
Inexorable y anoréxica, ha dicho ya ve usted cómo se parecen las dos palabras. Pero él no lo ve así.
«Se me hace extraño ir vestida de calle, después de tantas semanas aquí. Usted, pobrecilla, aún tiene para rato. Eso sí, hay que decir que tiene mucha mejor cara que cuando llegó. Y cuerpo también, desde luego. Así que, vaya, ¡seguro que en adelante esto será pan comido! ¡Ja ja, nunca mejor dicho! Bueno, pues he venido a despedirme, porque, ya ve usted, se me hace raro marcharme. Me han encontrado un sanatorio en Loiret, un sitio muy bueno para las convalecencias bajo estricta vigilancia. Porque, sabe, yo tampoco he salido del paso. Claro que no es lo mismo. Lo suyo depende de usted. La verdad es que te encariñas con la gente cercana en el hospital, te creas amistades. Por eso mismo quiero regalarle este frasquito de agua de rosas, está nuevo, es buenísimo para la piel, y te calma. Mire, huélalo, a que es delicioso. ¿Cuántos kilos le faltan para salir? Ah, pues aún es. En fin, si no tira la comida al retrete, acabará consiguiéndolo. El caso es seguir alimentándose bien cuando salga, no volver a las andadas. Porque una cosa le digo, con esa enfermedad hay muchas recaídas. Es lo que pasa con las enfermedades de cabeza, que a veces son incurables. Esa mujer argelina que estaba siempre metida en la habitación de usted, parece ser que era lo menos la quinta o la sexta vez. Al fin y al cabo, es un asunto de voluntad. Bueno, tengo que irme. Me llegará el taxi dentro de un cuarto de hora. Voy a casa de mi primo, que me llevará allí esta noche. Venga, muchos ánimos, eh. Me he alegrado de conocerla».
La azul da media vuelta. En esta ocasión lleva un horroroso abrigo color malva. Laure la ve alejarse desde el umbral de la puerta. Poco más y casi derramaría una lágrima. No se puede ser tan sensible. Poco más y le agitaría el pañuelo agradeciéndole todos los monólogos que le ha infligido. Toda esa sarta de gilipolleces que soltaba, sin que hubiera modo de cerrarle la espita. Pero sí, está casi triste. Esa soledad que desprende la gente te acaba dejando la moral por los suelos.
En una foto tomada días antes de ser hospitalizada, descubre ese rictus que ahora se atreven a describirle. La fijeza de la mirada, la cara desencajada, la piel casi transparente. Una amiga le cuenta un día la estratagema que utilizaba cuando quedaban, para ver antes a Laure sin que ella se diera cuenta, ocultándose tras un poste o una marquesina de autobús, para tener tiempo de acostumbrarse. Dicen dabas tanto miedo, parecías tan decidida, tan lejana. Dicen no sabíamos cómo abordarte, cómo hablarte, eras inaccesible. Nosotros también hacíamos esfuerzos para tragar saliva. La miraban apagarse, desde fuera, con una especie de resignación desconsolada. Los más se callaron, fingieron no darse cuenta, o se alejaron silbando entre dientes. Algunos dejaron de verla, pero el resto aguantó firme. Piensa en los que nunca la abandonaron, los que seguían llamándola y pasaban a verla, sin recibir nunca nada por su parte. Prometía copas, cine, comidas, siempre imposibles, aplazadas, anuladas. Atiborraba la agenda de citas y cada día se hundía más en la soledad. Utilizaba pretextos, excusas, hechos imprevistos, porque no podía seguir así, no podía decir nada, simplemente, no puedo más, no puedo ya sentarme, y se acabó. No sé hacer otra cosa que quemar mi cuerpo por dentro, y me da la impresión de tener calor. No podía decirles nada. Cuando perdió hasta la voz, ellos se llevaban la mano al oído y le preguntaban, compasivos, si estaba constipada. La única que le chillaba era Tad. Laure, así no puedes seguir, ¿qué quieres, joder, qué te propones? En una ocasión, Laure contestó. Quiero morirme. Tad se levantó, fuera de sí, gritó, no es cierto, Laure, si quisieras morirte hace tiempo que lo habrías hecho, sabes perfectamente que hay modos más expeditivos. Laure no lloró, hacía tiempo que se le habían agotado las lágrimas, se fue dando un portazo. Le hubiera gustado poder darle las gracias a Tad, lo hizo mucho después.
Cuando Laure era niña, su madre quería morirse. Hablaba del suicidio como de un acto muy noble pero también muy triste. Cuando Laure tenía diez años, murió el hermano de su madre. Se disparó un tiro en la cabeza. La misma mañana había comprado su botella de leche. Laure recuerda ese detalle absurdo, que oyó al hilo de una conversación, había comprado su botella de leche. Al poco tiempo, hizo lo mismo el primo de su madre. No se sabe si había salido a comprar. Lo que sí se sabe es que, después, esas muertes corroen poco a poco a las familias. Su madre acababa de perder a su tercer hermano, su madre decía cuesta tanto vivir. En el espejo del baño escribió con carmín: «Voy a palmar». Durante días, quizá semanas, Louise y Laure se cepillaron los dientes con la muerte de su madre tatuada en la cara. Cuando volvían del colegio, les daba miedo el silencio. Miedo a encontrársela tendida en la moqueta gris.
Cuesta tanto vivir. Esas mismas palabras le acuden a los labios, unas palabras que la inscriben en esa estirpe de heridas intactas.
Cuando llegó al hospital, su culo se reducía a una raya en las nalgas ancha como una trinchera. Para que no se cayese el termómetro, tenía que sujetarlo con la mano. Se golpeaba con las sábanas como si los huesos traspasaran la piel. Semana tras semana comprueba las mejoras, enumera las ventajas. Los días de convalecencia se asemejan, y ella se concentra. Afloran detalles sórdidos a saber de dónde. El vinagre que se vertía a chorros en la ensalada, el agua con gas de la que se atiborraba para corroerse más. Piensa en aquellas veladas que pasaba, con la espalda pegada al radiador, copiando recetas de cocina. A partir de revistas, creaba archivos culinarios: ternera, buey, tartas, pastas. Catalogaba platos. También los llevaba a la práctica, cuando vivía en casa de Tad, hacía pasteles, preparaba guisos, sin probarlos nunca, sin mojar nunca el dedo meñique. Disfrutaba cebando a Tad y a los amigos que acudían por allí, viéndolos sucumbir ante el Délice de almendras y chocolate y repetir, trocito a trocito, por pura golosina. Ella no tocaba una miga de aquello. Por las mañanas bajaba a comprarles cruasanes, ponía el azúcar en la mesa. Para agradarle, había que zampar. Malditos los que no tenían hambre, porque había que marcar la diferencia.
En su cuaderno escribió no reincidiré, un sortilegio más que una certeza. Le gustaría creérselo. De todas formas, es sabido que nunca hay que volver a congelar un producto descongelado.
Esta noche Laure se ha sentado en una butaca a fumarse un cigarrillo. Se han cerrado las puertas, las enfermeras dan la última vuelta. En la sala de descanso, la gente pega la hebra, espera a que le venga el sueño. Una anciana ha salido a pasitos de su habitación. Ha decidido que tenía que tomar el metro de inmediato. Eran las diez y su bata abierta dejaba al descubierto un cuerpo lampiño y consumido. Ha comenzado pidiendo información a varias personas sobre el precio actual de un billete de metro y, depositando su confianza en Laure, «la parisina», le ha sacado cinco francos a Miss Austria, que le ha deseado varias veces buena suerte, buen viaje y buen ánimo. Recorre el pasillo diez veces seguidas. Con los cinco francos en una mano y en la otra un billete usado que la habían dado las enfermeras. Cada vez que pasa delante del grupito divertido, se detiene, extrañada de volver a encontrarse en el mismo punto, pide información complementaria, y echa a andar de nuevo, animada cada vez por la señora Bauer, quien le recomienda que se apresure para no perder el último metro. Laure le sugiere que sería mejor esperar al día siguiente. Tras pasar unas diez veces, la intrépida acaba aplazando la expedición. Junto a Laure, el señor ciento treinta kilos —menos unos cuantos, al cabo— constata con tono amargo que hay que ser varios para reírse de ello. En ese momento, en la otra punta del pasillo, una señora grita que le traigan la chata. Laure se levanta y vuelve a la habitación, recorrida de escalofríos.
Laure ha abandonado las revistas. Ahora recorta las figuras en cartulina Cansón. Hombres y mujeres de distintos colores que pega con esmero se miran de frente, se siguen o se dan la espalda. Están en continuo movimiento, no hay ninguno gordo.
Una noche, Laure anima a Julia a acompañarla a una de sus pequeñas fugas al caer la noche. A Julia cuesta convencerla, le da miedo que la sorprendan, que sospechen que ha salido para hacerse con droga. Vamos, que te sentará bien tomar un poco el aire, una buena bocanada de calle, Julia acaba aceptando. Toman un té en un bar del boulevard Ney. Julia tiembla un poco. Está pálida, tiene los labios casi transparentes. Es como una esponja, a pesar de la cantidad de pastillas que se toma a lo largo del día. Permeable. Vulnerable.
Esperan simplemente que pase el tiempo. El tiempo tiene que pasar para alejarse de él, para salir de allí. Cuentan las horas, los días, se agotan.
Han sustituido a la azul por una anoréxica de primer orden. Si la azul lo supiera. Laure sonríe ante esa idea, escribirle una tarjetita desde París, querida Marie-France, figúrese que apenas se dio media vuelta, no contentos con haberse librado por fin de usted, aposentaron en su lugar a un esqueleto, uno de verdad, créame, que deambula en calzoncillos ceñidos por los pasillos, con intención de exhibir aún unos pocos huesos ante la gente (como debe ser).
Catherine se ha marchado con un tratamiento y unas recomendaciones, tras perder unas cuantas decenas de kilos de agua. Se moría de ganas de reunirse con su hijo. El señor Palmier se recupera trabajosamente de la semana de ayuno que le impusieron. Dice lo más duro es oírte la tripa cuando son las doce y sabes que los demás van a instalarse ante la bandeja. Dice a veces te echarías a llorar. Laure no se atreve a preguntarle cuánto ha perdido desde que llegó.
Una mañana, llama su madrastra, de parte de su padre. Él ya no se ve con fuerzas. Todo le mina, sabes, tiene otros asuntos que atender, con su trabajo, por no hablar de las preocupaciones que le da tu madre, y Louise que está en plena crisis de adolescencia. A la madrastra le subleva que Laure siga allí, en el hospital, viviendo a cuerpo de rey. ¿Qué razón de ser tiene la desgana cuando una tiene casi veinte años y un físico de starlet? Dice hay que mover el culo, Laure, hay que mover el culo. Muy propio de ella, que no ha movido un dedo en la vida. Si se hiciera una idea. Qué coño hacía ella, sin pegar sello día tras día, aparte de pimplar a escondidas para olvidar la vacuidad de su existencia, la culpabilidad de ser cómplice quizá de todo aquello, de ver bajar a su hijo a mitad de la noche, despertado por las voces, ¿por qué lloran Laure y Louise?
En el momento en que Laure cuelga el teléfono, entra la madre de Tad en la habitación. Laure está fuera de sí. Le arroja el camembert a la cara, le grita ¿qué pasa, que venimos a ver comer a la fiera? La madre de Tad ha comprobado que ya no trasladaba la violencia contra sí misma, le ha parecido muy positivo.
Un día viene Anouk a buscar a Laure para llevarla a visitar las cocinas. Tiene acceso libre al sótano. Laure asiste fascinada a la confección de las bandejas. La comida se mantiene caliente en grandes recipientes de aluminio, recipientes llenos de cuadrados de pescado, de escalopas de ternera, de pisto. El personal calza guantes de goma y se cubre la cabeza con gorros. Las bandejas circulan por cintas transportadoras y se llenan una a una, según la carta impresa por el ordenador. A continuación las disponen en las tortugas, que dormitan en el extremo de la cinta. Los carros suben solos a las distintas plantas por los ascensores reservados para el servicio. Anouk conversa con excompañeras y aprovecha la visita para llenarse los bolsillos con pequeñas latas de compota de larga caducidad que regalará a Laure. A Laure le cuesta despegar los ojos de ese hormiguero.
El doctor Brunel mantiene la presión. Cuando se acerca a ella, permanece con las manos metidas en los bolsillos de la bata. No la estrechará nunca en sus brazos, Laure ha de resignarse. Por mor de ese pudor que se interpone entre ellos como una barrera invisible, esas cosas que no se dicen. A veces habla, explica, la tranquiliza, a veces se acerca y se sienta, la observa en silencio. El doctor Brunel es también un emisor no verbal de alta capacidad. Laure desgrana a sus pies, a pequeños retazos compactos, esa hambre de vivir que la ha hecho enfermar, ahora lo entiende, entiende ese apetito desmesurado que la invadía, la trastocaba, ese abismo tan insaciable que la volvía tan vulnerable. Era como una boca enorme, ávida, dispuesta a engullirlo todo, quería vivir deprisa, segura, quería que la amaran hasta la muerte, quería llenar aquella llaga de la infancia, aquel hueco nunca colmado.
Consciente de que la transformaba en una presa ofrecida al mundo, abandonó el deseo de vivir en un cuerpo desecado, constriñó ese delirante afán de vivir, esa búsqueda absurda, voraz, dejó de comer para controlar en sí misma ese exceso de alma, vació su cuerpo del ansia indecente que la devoraba, que había que acallar.
«Querida Marie-France, la echamos de menos. No puede imaginarse cómo ha cambiado el servicio. Blandine se ha marchado con un permiso de maternidad y su sustituta ha resultado ser más bien arisca. Ayer el ordenador hizo saltar los plomos, conque hamburguesa con puré para todo el mundo, imagínese el plan. La anoréxica de quien le hablé, Anais, figúrese que cambia de vestimenta tres o cuatro veces al día, un auténtico desfile de perchas. Solemos hablar en su habitación, no abre nunca las persianas y se pasa el día tomando té. Nos contamos nuestras locuras respectivas, llora a menudo. Ay, esas enfermedades de la cabeza, ya sabe usted lo que son. La verdad es que está por lo menos tan mal como yo y de pronto me siento mucho menos sola. No ha querido que le pongan sonda y tira la mitad de la comida por el váter. Bueno, Marie-France, la dejo, me espera mi comida suplementaria. A razón de cuatro mil quinientas calorías al día, voy engordando poquito a poco. Muchas gracias por el agua de rosas, que huele divinamente bien».
Laure escribe cartas imaginarias a la azul, cuyo recuerdo la persigue. Una mala mujer frágil y abotargada. Un monstruo de soledad también. Pasa ahora parte de los días con Anais, que ha tapizado la habitación con fotos recortadas de revistas de modas. Anais se alimenta exclusivamente de caramelos y azúcar en polvo. El resto lo tira o lo vomita.
Laure observa su cuerpo a hurtadillas, le cuesta creer que antes se parecía a ella, que era tal vez peor, como una coma sedienta, a punto de quebrarse. Una noche, Anais le enseña una foto suya tomada por su hermana, antes de enfermar. Laure apenas la reconoce. Toca el retrato con el dedo como si estuviera retocado, Anais mira el objetivo, le brillan los ojos, tiene la piel tersa, levemente bronceada, respira tal confianza. Laure intenta convencerla de que estaba mucho más guapa. Anais sonríe, perpleja. Tiene el rostro hundido, ese rictus característico de la desnutrición, una pelusilla oscura encima de los labios, esa mirada extraviada y lejana que Laure es ya capaz de identificar entre mil. Hospitalizada por sus padres, Anais se niega a capitular. Gana tiempo.
Cuando el tiempo se detiene, cuando no tienen otra cosa que hacer que mirar los relojes, juegan al escondite. Anais cuenta hasta cincuenta, Laure busca un escondrijo. El objetivo es colarse en una habitación y a ser posible cerrar la puerta tras de sí. Anais tiene que encontrar a Laure entre las veintidós puertas de la unidad. Laure está en la habitación de la señora Bauer, oculta bajo la cama. La señora Bauer se ríe tanto que Laure teme que le falle el corazón y se le caiga la dentadura postiza.
En otra ocasión juegan al pillapilla. Es mucho más difícil. Jugar al pillapilla sin que lo parezca. Porque ver a una anoréxica corriendo en un servicio de nutrición resulta forzosamente sospechoso.
Cuando no está la celadora, acechan a la tortuga a la salida del ascensor, trepan sobre el bicho, vacilante y altivo en sus raíles, y se dejan llevar, sin tocar el suelo, hasta la entrada de la unidad.
Cuando habla con Anais, Laure somete a prueba su renuncia. Al haber engordado diez kilos, al haber aceptado que le metan un tubo en la nariz, tiene la sensación de haber traicionado una causa oscura e imperiosa. Sabe que Anais se lo echa en cara. Sabe que a ésta le repele un poco el cuerpo de Laure que cobra forma, su capitulación. Esa cara de buena alumna que pone a veces, ese tono razonable —vuelto a la razón— que utiliza al hablar con ella. Sin decir nada, Anais la llama con todas sus fuerzas, sin saberlo se aferra a ella, le suplica que no renuncie, que no se someta. Laure se atormenta, duda quizá un poco. A su pesar sigue perteneciendo a ese mundo opaco cuyas leyes ha transgredido. Pero no puede dar marcha atrás. Anais, por su parte, no hace concesión alguna. Camina directa hacia el desastre. El doctor Tannenbaum, que la trata, le repite que si no sigue las normas, no podrá continuar en el hospital. Anais cuenta a Laure sus ataques de bulimia, las noches de canguro cuando vaciaba las alacenas, metódicamente, y lo potaba todo en el váter. Anais intenta hacerle sentir la vergüenza que alberga en su interior, esos kilos de comida engullidos sin distinguir una cosa de otra, la mantequilla a manos llenas.
Se pote o no se pote, el resultado es el mismo. El cuerpo se vacía.
Por las noches comparten las confidencias de una locura en imagen invertida. En una ocasión Laure estrecha en sus brazos ese cuerpecillo estremecido por los sollozos. En la habitación de Anais flota un suave olor a confitura.