Cuando la pesan al día siguiente, Laure ha perdido peso. No obstante los esfuerzos del fin de semana. No obstante la sonda que ha vuelto a conectar para la noche. Se siente atrapada en un cuerpo que la engaña y la domina. Espera al salvador de almas con su hermosa bata, y está firmemente decidida a decirle que tira la toalla, que no puede más, que es demasiado difícil. Que ella no se merece tanto esfuerzo. Que la deje reventar en su rincón como un gato aplastado.
Cuando él entra en la habitación lo primero que ve es dulzura en sus ojos. El doctor Brunel tiene los ojillos rasgados como con una cuchilla, sin embargo su mirada es tranquila. Lleva las manos metidas en los bolsillos de la bata, como anunciando que viene en son de paz. Pregunta a Laure cómo le ha ido ese primer permiso, qué impresión le ha producido estar fuera. Ella intenta describirle la emoción que le causa su presencia recobrada, la lentitud de los gestos diarios que desanudamos como por primera vez. Busca las palabras, quiere que él note eso también, que todo pasa por el cuerpo. Él se sienta en la cama a su lado. Parece saber, una vez más, lo que quizá otras han contado antes que ella, tal vez sus voces se alteraron como la de Laure, es consciente del vértigo que invade esos endebles cuerpos una vez fuera, la emoción de su carne vuelta a la vida. Le pregunta qué ha hecho, dónde ha estado, cómo han ido las comidas, qué ha comido. Ha comido tallarines con atún y carne picada, sí, carne roja, veo que se queda usted patidifuso, y ensalada de tomate, para merendar no me acuerdo, ah, sí, un pastelito de manzana el sábado, en casa de mi amiga Tadrina, fuimos a verla Louise y yo… Sigue enumerando, pero ya únicamente piensa en el inmenso consuelo que sentiría abandonándose en sus brazos, una sola vez. Siempre piensa en eso, en el calor de su cuerpo. Le gustaría que la amara tanto como ella lo ama, que se quedara con ella, que la conservara siempre dentro de sí, que no la abandonase. Él juega con eso, quizá, avaro de su presencia, omnipresente. Claro que todo eso tal vez no sea más que un juego que él maneja sin pretenderlo, cuyo alcance ya es imposible calibrar.
Se ha marchado. No ha mencionado el adelgazamiento. Sabe entre otras cosas el precio que supone un primer permiso de fin de semana.
Corinne se ha ido. Han venido a buscarla sus padres. Llevaba un loden azul marino. Tenía buen aspecto, un aspecto intachable, se parecía a todas las muchachas formales de su edad. Ha entrado a darle un beso a Laure. Quería desearle buena suerte. Ha dicho que vendría a verla. Sus padres la esperaban en el pasillo.
¿Qué quedará de esos encuentros dentro de diez años? ¿Qué conservará ella de Fatia, de Corinne, volverán a verse? ¿Saldrán adelante? ¿Para qué tipo de vida, con qué secuelas, a qué coste? Laure piensa en eso. Quizá ya no tendrán en común más que el confuso recuerdo de ese paréntesis interpuesto en su existencia, el recuerdo de un hospital que ya no mencionarán, una fisura que apenas habrán compartido, que sin embargo teje entre ellas un lazo invisible, incomprensible.
Las habitaciones nunca se quedan vacías. El mismo día, han admitido a una mujer joven de veintidós años. Pesa ciento dieciocho kilos. Dice que no come casi nada, pero resulta que bebe. Doce litros de agua al día, ocho litros por las noches. Las enfermeras se afanan a su alrededor. Vienen a verla unos médicos que Laure no ha visto nunca. La llevan a reconocerla. Al final deciden quitarle la bebida, sólo podrá tomar unos pocos vasos. Lo pasa mal, sobre todo por las noches. Laure observa su cuerpo lleno de agua que se deshincha a ojos vistas. Para entretenerse, Catherine teje a toda velocidad jerséis para su hijo. Ha enseñado a Laure a terminar su bufanda y le ha montado puntos para un nuevo jersey.
Varias veces a la semana, Laure baja a la primera planta a buscar los periódicos y revistas para sus vecinos inmóviles, Nous-Detix, Intimité, l’Equipe. Laure se encariña con quienes la rodean. Poco a poco reconstruye a su alrededor una familia, formada por parientes pobres y primos lejanos, que deambulan en pijama y contemplan la ciudad a través de los ventanales. Conoce todos los casos de úlceras, cólones e intestinos que circulan en el servicio, y el turno semanal de enfermeras y auxiliares. Por las mañanas viene Blandine a hacer la cama y el menú. Se queda siempre de pie, pero a veces se para a charlar un ratito. Le dice que hay que aguantar, que Laure está ahora mucho más guapa. Le habla del día en que llegó Laure, del miedo que da ver a alguien en ese estado. Cuando acude a recoger la bandeja, Eric le cuenta sus noches locas en los cabarés, las mujeres con los pantalones ceñidos, las copas de las que uno no lleva ya la cuenta, mientras que Régis le describe su angustia de joven padre ante la sección de pañales. Cosas de fuera. Anouk le trae a diario provisiones de ardilla. Mantiene firmes relaciones con la cocina, donde ha trabajado mucho tiempo antes de ser auxiliar en la planta doce. Anouk está creando poquito a poco una reserva de alimentos que Laure podrá llevarse a su casa, cuando salga. Como para aguantar un sitio. Confituras, azúcar, magdalenas y galletas envasadas en bolsitas de celofán, Nutrigil de vainilla, de chocolate, que se sorbe con una cañita. Conquistada por esas atenciones maternales, Laure amontona en su alacena paquetes y pequeños tetrabriks, como otros tantos tesoros de infancia. Rememora los tiempos en que el azúcar se le fundía en la boca sin darle asco. Guarda en el armario las bolsitas de Anouk como recuerdos golosos cuyo olor y crujido le recuerdan los miércoles que iban a casa de su tía, cuando aún vivían con su madre. Los días de invierno, Laure y Louise hacían puzles, dibujaban, escuchaban historias. Tumbadas en el canapé o estiradas boca abajo en la moqueta, se sentían de repente protegidas. Para merendar, abrían las alacenas con curiosidad, sacaban los Daninos del congelador, untaban tostadas con leche condensada. Laure cortaba el Caprice des Dieux en lonjitas que saboreaba confeccionándose un emparedado entre dos patatas fritas. Las dejaba fundirse entre la lengua y el paladar, en un baño de saliva caliente, e iba tragándoselas poco a poco con una deliciosa sensación que le inundaba la boca. Cuando lo piensa, se traslada a aquellos tiempos, los de la despreocupación. Sin saberlo, comía patatas fritas impregnadas de aceite y queso con un sesenta por ciento de grasa. Sin saberlo, era libre.
Esta noche el doctor Brunel observa que Laure ha cambiado de labor. Declara a quien quiera oírle que ese jersey le iría de maravilla. Laure se lo imagina con un jersey de punto de malla, un jersey «de tubo» como los que tenían Louise y ella de niñas. Sonríe.
Fatia se acuesta tarde. Cuando acaban las series, deambula por los pasillos o fuma cigarrillos en su habitación. Por las mañanas las auxiliares se enfadan porque se niega a salir de la cama. Dice que no le gusta la luz del día, quiere que la dejen en paz. Ni siquiera cuando Laure va a buscarla para tomar algo en la cafetería quiere saber nada, se tapa la cara con la sábana, no contesta. Todo le parece un asco, el hospital, la manduca, la vida. Hace huelga.
Laure engorda. Observa el resultado de su constancia a cachitos, miembro por miembro, pero ya no soporta mirar su reflejo entero en el cristal, cuando está cerrada la persiana. Le complace ver hincharse sus pechos, los mira de perfil en el espejo, abombando el torso. Se enorgullece de ellos, porque son los vestigios de su feminidad, le gustaría que fueran más macizos, más altos también. El resto, cada día le cuesta más aceptarlo. Las mejillas se llenan poco a poco, al verlo se muerde los labios hasta hacerse sangre. Cada gramo que se echa encima parece querer concentrarse ahí, como para mofarse de ella, para desanimarla, como para recordarle con brutalidad los mofletes redondos y sonrosados de su adolescencia oprimida, asfixiada al aire libre.
Poco a poco sale de un embotamiento del que apenas era consciente. Poco a poco, van atrayéndole de nuevo los demás. Paga su precio por ello, un precio que se cuenta en kilos. Encerrada en un infernal frigorífico, tan sólo percibía el ruido de su respiración. Apenas podía hablar. No podía pasar más de diez minutos en los cines, no podía ya leer un libro, algo la corroía por dentro, había perdido toda percepción afectiva por la gente y por las cosas, se moría de frío y de miedo. Le cuesta creerlo. Regresa de una tierra árida que es incapaz de describir, que sólo él conoce. Ella eso lo lleva marcado. En el camino que la devuelve a la vida, advierte de pronto que está desnuda. Mucho más frágil sin su armadura de hielo. Intenta aceptar su cuerpo torpe y convaleciente, intenta no hundir las uñas en su carne para arrancar toda esa grasa que prolifera como una mala hierba.
El doctor Brunel suele acudir al final del día, se queda un rato a charlar un poco. Sabe lo vulnerable que es ella. Se informa sobre la calidad de los programas de la tele, mira por la ventana, inicia historias que deja en suspenso, se desvive por ella.
Él le dice debes tomar la mano que te tienden, aceptar ayuda, no se puede luchar siempre solo. Tienes que recuperar peso para aceptar curarte. Ella se deja ilusionar por esa paradoja, no opone resistencia. Le ha regalado a él ocho kilos, o se los ha regalado a sí misma, no acaba de saberlo.
Laure sale con frecuencia al caer la noche. El aire de París posee perfumes prohibidos. En la calle agacha la cabeza, evita las miradas. A veces le da miedo cruzarse sin darse cuenta con alguien del hospital. Entra a tomarse un té con leche en los cafés aledaños, o se acerca hasta la galería comercial de la rué Championnet, junto a la parada de metro Guy Moquet. Deambula por la galería. Toca la ropa, los zapatos, los libros. Se embriaga. Finge que podría quedarse allí, o volver a su casa, no regresar al hospital. Se preocuparían, llamarían a su madre, la buscarían en la cafetería, en las demás habitaciones de la planta. Pero siempre da media vuelta, aprieta el paso. Seguramente él acudirá esa noche, después de su consulta. Regresa porque lo necesita, y necesita ese refugio que él le ha brindado.
En ocasiones, hacia el mediodía, Laure redescubre el placer de comer. Nada que ver con el desahogo obsceno del cuerpo puesto en el disparadero. Un simple gritito del estómago que sólo pide que lo satisfagan. Le gustan las acelgas gratinadas, el pollo asado y los postres de sémola. Ha metido la bolsa del agua caliente en el fondo del armario junto con la manta de mohair que le trajo su tía. Duerme con un sueño menos moroso, más profundo. Ya no le da miedo la noche.
Protegida del mundo, el miedo se difumina paulatinamente. Todos los días las mismas ocupaciones, las mismas conversaciones. Donde está, se siente segura. Era lo que necesitaba. Toda esa vida a su alrededor, como una burbuja. Termómetro, análisis de sangre, menú, limpieza de la habitación, bandejas, enfermeras, auxiliares, vigilante, previsibles con un margen de un cuarto de hora. Era lo que necesitaba. Las sábanas limpias y la funda de hule que se cambia casi a diario, el mocho en la habitación, la puerta que se abre y se cierra veinte veces, el médico y el séquito de batas blancas, los vecinos de pasillo, la dietista. Exactamente lo que necesitaba para acabar con la angustia y romper con la soledad. Ahora la acecha otro peligro; podría echar raíces en el linóleo beis, encadenarse para siempre a esa enfermedad, podría olvidar que se puede vivir de otra manera, contentarse con el puré de sobre y los diez metros cuadrados que le han asignado, bien calentita, amodorrada, protegida de la angustia que corroe el alma.
Hospitalizada para desengancharse, Julia llegó a la planta una mañana con la excusa del hígado. Funcionaba a base de heroína. Le ponen inyecciones para el dolor y le suministran tranquilizantes. La noche de su llegada, Laure se fuma un cigarrillo con ella en la sala de descanso. Ha dejado a Fatia a solas con Colombo. Intercambian unas frases triviales a modo de acercamiento. Por qué estás aquí, cuánto hace. Julia se tomaría algo caliente. Laure sale como un rayo a buscar el termo y las bolsitas de infusiones. Se zambullen juntas en la noche, comparan sus historias, no pueden ya parar de hablar. Como réplica a los chutes de Julia, Laure cuenta la embriaguez del ayuno, los gritos de angustia como ataques de mono. Tienen en común esa sensación de virulencia, esa sensación de declive, inextricablemente imbricadas. Saben también que es demasiado tarde para morir. Conforme pasa el tiempo, a Julia le amarillean cada vez más los ojos. Laure nota que el cansancio le va socavando el rostro. La enfermera de noche les ordena que se vayan a dormir.
En la oscuridad, Laure se ha encasquetado el Walkman para no oír el ronroneo de la máquina. Se deja arrullar. Espera el sueño. De repente se le aparece la avenue René-Coty y aquella mujer que la paró en plena carrera para preguntarle si oía a los gorriones. Busca en el recuerdo las calles, los bulevares, los barrios que atravesó a lo largo y a lo ancho, rememora los itinerarios, calcula el número de kilómetros que se hacía a diario. No sabía ya hacer otra cosa.
Fatia se marcha esa mañana. Viste de negro. Laure observa los diminutos tatuajes que luce en la cara, como puntos suspensivos, cuyo significado ignora. Su marido no ha podido venir a buscarla, trabaja en una obra. Va a volver a su casa, al lado mismo del hospital, cerrará las cortinas, fregará los platos, limpiará las verduras. Encenderá la tele, mirará las series de la mañana y las de la tarde. Mujeres vestidas con traje sastre color malva lloriqueando en su sofá de cuero, viejos coquetos con traje de tres piezas ahogando las penas en whisky, adolescentes de rubios cabellos tomando el sol de California. Sus ojos son tristes. Fatia sabe que volverá, lo que le cueste perder todos esos kilos que le han plantado en el cuerpo. Es anoréxica, una palabra que no existe en su lengua, ni en su cultura, una palabra que se le ha pegado, en la humedad de su cocina, en la Porte de Clignancourt.
Laure la acompaña abajo, hasta las puertas vidrieras. Se besan. Fatia le dice algo en árabe, un deseo o una plegaria. Laure ve cómo se aleja su figurilla morena. Se le revuelve el estómago.
Laure ha renunciado a hacer punto. Es demasiado torpe. Ha regalado sus madejas de lana a Catherine, la joven obesa que reaprende a beber agua con moderación. Ha decidido dedicarse al collage. Empieza a recortar. Eso lleva varios días. Pide revistas a sus amigos, baja a comprar algunas en el quiosco. Recorta en las distintas páginas paquetes de pasta, latas de conserva, platos cocinados, flanes, tabletas de chocolate, bolsas de caramelos, piezas de carne cruda, pescados, ollas humeantes, pollos atados con cordel, pomelos abiertos por la mitad, tubos de mayonesa, bocas abiertas. Luego los pega. Con técnica. Con amor. Llena una amplia hoja con esas vituallas de papel, apretadas unas contra otras, sin espacios vacíos. Luego recorta letras en las revistas. Las pega una a una. Escribe: «la manduca no es moco de pavo». Cuando concluye su obra, mientras la mantiene ante ella estirando el brazo, frente a ese desorden absoluto, ilógico, la embarga de pronto una inmensa sensación de satisfacción. La misma noche, le hace al doctor Brunel ese regalo incómodo, mucho más pesado de lo que parece.
Otro día comienza a escribirle una carta. A trocitos. Abandona provisionalmente su cuaderno. Le cuenta el miedo de ayer y el de hoy. Le habla por primera vez de Lanor, bautizada con ese nombre a altas horas mientras ella se contemplaba con su cara macilenta y sus ojeras en el espejo de su baño. Lanor, la anoréxica, el esqueleto tambaleante colgado de sus faldones, que le susurra de nuevo al oído su repulsión y se alegra de sus vagabundeos. Lanor, que la abrasa por dentro. Escribe a trocitos ese grito infinito que ha permanecido mudo hasta entonces. Ese grito que ellos no han sabido oír. La vacuidad de su esqueleto al desnudo, todo eso para nada.
Un día le entrega una carta. Más adelante, él le pregunta si puede leérsela a sus alumnos. Laure intenta poner en palabras esos pequeños islotes de vida que comienzan poco a poco a latir de nuevo en ella. Reliace el camino a la inversa. Sigue escribiendo. Cartas a Pierre que no le envía, cartas a Tadrina, a sus abuelos, una carta al profe de francés que tuvo en quinto y en sexto, que le inculcó la afición a las letras. Recorta todo cuanto cae en sus manos. Lo pega en cartulinas Cansón de colores. Cuelga los collages en su habitación. Pone la radio cada vez más alta. Baila cuando la puerta está cerrada. Habla por teléfono de pie. Hace abdominales en la cama. Baja a la cafetería, hace nuevos amigos en otros servicios, va a visitarlos, vuelve, sale de nuevo. No aguanta ya quieta. Se atonta para no pensar en su cuerpo que se hincha a ojos vistas.
Fatia decía siempre si no piensas, todo va bien.