Esta noche comen frambuesas congeladas. Sí, congeladas. Están duras, frías, cuesta masticarlas. Mamá ha dicho que ésa era la cena. Frambuesas congeladas. Louise me mira perpleja, remueve la fruta en el plato, aguarda mi aprobación. Mamá dice también que ya no necesitamos ir al colegio. ¿Y si mamá se ha vuelto loca? O a lo mejor nos está gastando una broma, para que echemos unas risas.
Laure sigue buscando. Busca y espera.
Es la historia de un guijarro triste. Es duro estar triste, cuando uno es un guijarro y no tiene ni manos para enjugarse las lágrimas. La piedrecita va haciendo su vida, a trancas y barrancas, por montes y valles. Un día se queda prendida en la suela de un zapatón que no había visto venir, entre las hendiduras de goma. De pronto le asalta un miedo inmenso al ver alejarse ese cachito de camino donde ha vivido siempre. Hasta donde le alcanza la memoria. Parte hacia una nueva vida, pero se siente tan pequeño, tan cansado, tan vulnerable. Llora, pero ¿quién ha oído llorar alguna vez a un guijarro, un guijarrillo herido en el alma desde hace tanto tiempo? Y el zapato se lo lleva, lejos, tan lejos, tan aprisa que se marea.
Es la historia de un pez sin escamas, de una tortuga sin caparazón, de una princesa de pacotilla que no podía renunciar a su dolor.
La habitación de Laure está poblada de historias caídas del bolsillo del doctor Brunel. Historias sin hambre, que surgen de debajo de la cama, cuando la habitación está a oscuras.
Corinne ha pasado a verla esta mañana. Acababan de quitarle la sonda. Laure tenía ganas de tocarle la cara, de acariciar la redondez de sus mejillas sólo con la punta de los dedos. Para ver qué se siente. Tiene que quedarse unos días más, para que se aseguren de que se le estabiliza el peso. Va a regresar a su casa, a reanudar las clases en el instituto. Reanudar la vida donde la había dejado. Intenta aguantar, le dice a Laure. Se sienta y retuerce maquinalmente un mechón de sus cabellos rubios. Habla sin mirar a Laure, lanza al pie de la cama esas frases que le han venido a la mente, al mismo tiempo que los kilos, los fundamentos de su curación, tal vez. Se asfixiaba. No tenía ya espacio alguno para existir, en la mirada de sus padres, en ese deseo de agradarles, en esa búsqueda de éxito, de perfección que había hecho suyas. Al principio, sólo quería encoger un poco, para sustraerse a ese dominio, hasta que un día quiso desaparecer.
Porque era tan fácil.
Confiesa a Laure ese secreto demasiado gravoso que puede que no llegue a contarles nunca. Deja allí ese pequeño fardo encordelado como un asado, que rueda sobre el linóleo.
Dice que nada volverá a ser ya como antes.
Laure ha obtenido el permiso para el fin de semana. Está fuera. Camina mirando hacia delante. Aspira el aire a pleno pulmón. Si se dejara llevar por sus impulsos, volvería a casa andando. Hasta la otra punta de París. Cae una fina llovizna. Baja al metro sin entretenerse ante los escaparates, se detiene en la ventanilla para comprar una tarjeta, intenta no pensar en el nudo que se endurece en su vientre, en ese nudo incandescente que se concentra poco a poco en lo alto del estómago. El niño tiene ojos como canicas, está plantado ahí y la mira desde abajo, tan tranquilo, mamá, ¿por qué esa señora tiene un tubo en la nariz? Ha de reconocer que todavía llama la atención. El tubo se balancea suavemente detrás de su oreja. Le gustaría pensar que el resto pasa inadvertido. Pero las miradas de la gente se infiltran como desnudándola. Se hablan en voz baja, tapándose la boca con la mano, repasan su cuerpo parte por parte, investigan. Se desmiga ante sus ojos, tan vulnerable, desmenuzable como el hueso de pollo de una lata de cuscús. Piensa en ese tiempo tan próximo y aun así tan lejano en que llevaba sobre los leotardos de lana minifaldas supercortas, para mostrar más sus piernas —lo más impresionante las piernas cuando parecen mondadientes—, en que exhibía su delgadez como un trofeo y embutía sus huesos en vaqueros talla de doce años. Disfrutaba leyendo en sus miradas recelo, violencia, compasión. En el vagón que la devuelve a su casa, contempla su cuerpo multiplicado. Ha engordado siete kilos en los que ellos ni siquiera reparan, invisibles como siete kilos irrisorios. Permanece de pie. En las paredes de las estaciones descubre anuncios nuevos. Al salir del metro, vagabundea un rato por la rué du Commerce, antes de volver a casa. Vagabundear, esa palabra navega por su mente como una palabrota. Abre la puerta del quinto, el pequeño nudo se ha transformado en una bola de azufre, la invade el vértigo, a punto está de desplomarse. No se decide a entrar en casa. Todo por esa vaga emoción que asciende en ella, esa percepción súbita —física— de los colores, de los olores, del espacio. Despierta de una pesadilla. Está en casa. Por vez primera desde hace tanto tiempo, puede sentirlo en su carne. No se mueve de ahí, del umbral de ese espacio que debería resultarle tan familiar, que descubre sin embargo como una lejana reminiscencia. En su cuerpo se entrevera el olor de la madera y de la pintura reciente, en su cuerpo penetran la luz calmosa, el ruido de sus pasos en el suelo de la cocina. Llora. Recobra intacto el recuerdo de las semanas que pasó allí, al margen de todo, aún de la sensación de vivir. Tiene los miembros embotados como al despertar de una anestesia general. En la misma violencia de esa emoción que le encoge el estómago, se da cuenta de que ya no poseía más que una certeza intelectual de su presencia, un conocimiento intelectual del espacio y del tiempo. Comprende que su cuerpo ya no era capaz de sentir sino el miedo y el frío. Quería tornarse transparente, ir por la calle golpeándose las rodillas, sin detenerse nunca. Volatilizarse, flaquear, pero aguantar. En ese afán descabellado, pasional, buscaba el aislamiento, también la indiferencia. No volver a llorar, ni a oír, ni a sentir.
En su habitación, se tumba en la cama, con la cara hundida entre las manos. Las lágrimas le corren por los dedos, saborea la sal como una recompensa. Murmura nunca más, nunca más. Las sábanas todavía huelen a suavizante. Recuerda haberlas cambiado antes de irse. Recorre la habitación en busca de su vida de antes, acaricia los libros, hurga en los cajones para encontrar las cartas, los exámenes, las facturas que la ligan con el mundo. En la cocina, hace inventario, sartenes, cazuelas, platos, cubiertos, y le sorprende encontrar en las alacenas ese equipo de ama de casa ufana que aguarda su regreso. Se toma tiempo, se demora ante las fotos que cuelgan de la pared, pone un disco pero no enciende la cadena. Merced a esos rodeos indoloros, retrasa el momento en que terminará plantándose ante el espejo del baño para descubrir sus mejillas hundidas, como cientos de veces, como por primera vez.
Después sale a reunirse con Louise, que pasa el fin de semana con la madre. Louise, desamparada y sola en casa del padre. Allí siguen lloviéndole los insultos y los recelos. Louise acude a París un fin de semana de cada dos. El otro fin de semana, Laure tomaba el tren. Cuando aún podía.
Dejó tirada a Louise, que no se lo perdonará. Carga con eso, es culpable de ese abandono, culpable hasta la médula. Un dolor que la reconcome junto con otros.
Al terminar el bachillerato, cuando Laure regresó a París para seguir estudiando, se instaló en casa de su madre, que había buscado otro trabajo, un piso, una vida normal. A los pocos meses de volver Laure, su madre empezó a verse con gente rara. Por las noches, se iba de copas al Kant, o de bares con Monet. Llegaba tarde. En la calle, regalaba el dinero, dejó de ir a trabajar. Líos que tomaron un mal cariz, hasta que acabó internada en Sainte-Anne. A decir verdad, su delirio en el fondo venía a ser más festivo que la primera vez. Pero entretanto Laure debía de haber perdido el sentido del humor. Durante unos meses se encontró sola con la olla exprés. Hacía arroz con leche. Cuando su madre salió del hospital, Laure se marchó. Tras vivir con otros o de realquilada, aterrizó en casa de Tad. Vivieron juntas en el amplio piso que habían dejado los padres de Tad y en el que alquilaron una habitación a Laure, que ésta pagaba cuando podía. Allí comenzó todo. Ante los ojos de Tad, que no los cerró nunca. A los pocos meses, cuando Laure tuvo que dejar aquella casa, se vino abajo el último dique. Sola, abandonada por entero a su asco y a la complacencia de un espejo de cuarto de baño, se dejó atrapar por ese frenesí al que no sabía poner nombre.
En casa de su madre, al menos, no puede decirse que lo que mate sea la conversación. Unas veinte palabras en un fin de semana. Louise, ceñuda, asegura a Laure que le da envidia su estancia en el hospital. La madre las mira. Bebe cervezas. Se atiborra, colma a trancas y barrancas el abismo que la enfermedad ha abierto en ella solapadamente, esa inmensa vacuidad que apenas refleja el eco de su sufrimiento. Durante la comida, engulle los tallarines con atún en dos minutos cronometrados, y luego observa a Laure mientras come. Sin decir nada. Acto seguido, ante los ojos de Laure se mea en el pantalón toda la cerveza que se ha bebido. Laure se acaba el plato. Ese día, tal vez, es consciente de que saldrá adelante, de que saldrá de todo eso.
Después de comer, Louise y ella van a ver a Tadrina. Tad la indolente. Tad que se acuesta diciendo que no hay nada mejor que una cama. Capaz de pasarse el día entre el edredón y el canapé. En casa de Tad, los muebles y las cortinas tejen una especie de nido, la moqueta es espesa. Hace calor. Preparan té. Comen pan de pasas y pastelitos de manzana.
Por la noche, Laure y Louise regresan a cenar a casa de su madre. La madre habla un poco. Dice que irá a ver a Laure la semana siguiente, a lo mejor el martes, también el jueves, si no acaba muy tarde. Más no puede decir. Las palabras superan sus fuerzas. Un día, antes de conocer al doctor Brunel, Laure pasó a verla. Su madre le dijo: tú tienes que ir al hospital. A todas luces el decir eso suponía un esfuerzo, toda una frase, con sujeto, verbo y complemento. Laure dejó que se instalase el silencio, que se espesase más. Su madre concluyó con voz despegada: pues entonces te morirás. Como si hubiera dicho qué le vamos a hacer pásame la sal. Laure esperaba indignación, miedo, amenazas. Mucho tendría que haber esperado, se hubiera dejado la piel. Su madre era incapaz de expresar el sufrimiento, su sufrimiento de madre. Andaba, comía, dormía como un robot, un robot programado con neurolépticos, amordazado con reguladores de humor, un robot mudo embutido en una camisa de fuerza química.
Cada dos fines de semana, cuando va a casa de su madre, Louise ve la tele. Busca un refugio en algún lugar de California o de Miami. Nunca se pierde Amor por el riesgo, con Jonathan y Jennifer, los justicieros millonarios. Se lo pasan de miedo los dos, da gusto verlos. Los domingos por la noche, cuando llega el momento de salir hacia la Gare du Nord, Louise se hace de rogar, no quiere perderse el final del episodio, va rascando los minutos, remolonea hasta el último. Le encantaría perder el tren. Salta a la vista. Lo demás también. Sabe lo que pasará. Su padre se presentará a recogerla con media hora de retraso. Ella aguardará de pie en el pequeño terraplén, en medio de la carretera donde esperaban las dos, cuando Laure vivía aún con ella. Esperará muerta de frío que él le haga pagar el haber ido a pasar el fin de semana a casa de su madre.
Laure vuelve a tomar el metro con su petate de los fines de semana. Teme por Louise. Se odia, se desprecia.
Le avergüenza cómo se ha vuelto, cómo ha dejado de ser. Para Louise ella era una referencia, un asidero, una protección. Ambas se complementaban. Laure la traicionó. Se puso enferma ella también, enferma como ellos, enferma de la cabeza. Lo peor de todo. La hermana mayor, la buena alumna, la-que-fue-a-hacer-brillantes-estudios-a-París, dio ese maldito traspié. Se jactaba en voz alta de haberlo encajado todo, digerido todo, se había calzado las botas de mil leguas para largarse lejos de todo aquello, para enfrentarse al mundo. Hasta el día en que aquella infancia lacerada volvió a embestirla de sopetón. Acerba. Por más que masticaba, rumiaba, deglutía, todo aquello ya no entraba. Pensaba haberse librado, haber recibido lo suyo. Pensaba que así podría salir adelante, casi indemne, apenas un ápice más sensible, pero no paraba ya de darles vueltas en la boca a aquellos pedacitos de infancia como guijarros terrosos que se negaba a escupir. No quería crecer, ¿acaso se puede crecer con tamañas heridas dentro de una? Quería colmar con el vacío aquella carencia que habían abierto en ella, hacerles pagar ese asco que sentía hacia sí misma, esa culpabilidad que seguía ligándola a ellos.
En el club de los dañinos, de los desaforados, de los tocados por la vida, se juntó con sus padres. Dejó a Louise con, como único aliado, un hermanito en pijama que pronto ya no conocerá. No supo decirles, a ambos, cuánto los amaba, ese sentimiento devorador que le inspiraban.
Laure llegó media hora tarde al hospital. Ya empezaban a preocuparse. Encontró a Fatia ante su tele. Se notaba que había llorado. Intercambiaron una rápida sonrisa, pero Fatia parecía tan absorta con su serie que Laure no le hizo preguntas. Guardó sus cosas del fin de semana en silencio, sacó de la mochila el cuaderno y los bolígrafos nuevos que había comprado el sábado, y algunas prendas de antes que había encontrado en el fondo de un armario. Los domingos no viene el doctor Brunel, salvo para urgencias. Tiene su propia vida, una vida auténtica de hombre sano, una familia. Laure salió a dar una vuelta por el pasillo, seguía todo igual, en las habitaciones aún abiertas los televisores parpadeaban como guirnaldas navideñas. Retomó su labor a la espera de la cena. Una bufanda pletórica.
Fatia volvió después de cenar. Se acomodó en la butaca y cogió el mando. Sin decir nada. Se puso a mirar una serie y luego otra. No había traído nada, ni los dátiles ni el café. Laure notaba espesarse su congoja en el aire. Al final, Laure se durmió. Debido a aquella presencia muda, a su lado, frágil y tranquilizadora. Cuando se despertó, era más de medianoche. La tele estaba apagada. Fatia lloraba en silencio. Tenía la cabeza hundida entre las manos, sus cabellos negros pendían a cada lado de la cara, como dos serpientes muertas.
Fatia siguió igual. Durante mucho tiempo. Laure buscaba en vano palabras e historias que contarle, como las del doctor Brunel, historias de oasis, de príncipes en el desierto, de camellos de cinco patas. Laure no decía nada. Tal vez no había venido el marido de Fatia.
O tal vez lloraba por culpa de la enfermera de los domingos, que la había denunciado a la celadora la vez que volvió borracha del permiso.
Laure se acercó a Fatia, le acarició el pelo, no sabía muy bien qué hacer. Cuando Fatia alzó la cabeza dijo mi cuerpo está seco. Mi cuerpo está seco porque yo lo he querido así, entiendes. Mi cuerpo está seco y no puede darle hijos, entonces él grita, arroja objetos por la habitación, aporrea las puertas, quiere un hijo, dice que no esperará más tiempo, que tomará otra esposa. Mi cuerpo está seco, Laure, porque yo así lo quiero.
Entonces Laure abraza ese cuerpo que brilla con toda su soledad, ese cuerpo que la enfermedad ha vuelto estéril. Árido.