VI

Esta mañana, no paran de oírse los zuecos de la celadora. Va y viene, echa una mirada inquisitiva por las puertas abiertas, dónde se habrá metido la pequeña alumna auxiliar, la señora de la 23 sale hoy y hay que limpiar la habitación a fondo, Régis, vaya usted a ocuparse de los menús de aquel lado antes de que llegue el médico. Laure le tiene aprecio, aunque no parece mujer de trato fácil.

Se ha presentado a las nueve clavadas con un grupo de aplicados estudiantes listos y dispuestos para la visita al zoo. El doctor Brunel repasa cuidadosamente las cifras y comenta las curvas. Todos se apretujan en torno a la cama, mirándola a hurtadillas. Entra otro médico en la habitación. Éste asistió a la conversación que mantuvo Laure con el doctor Brunel el día de su admisión. El doctor Brunel pregunta a Laure si se acuerda de él. La pregunta la humilla, por la ácida ironía que le parece percibir en ella. Estaba grogui, de acuerdo, pero aun así. Le gustaría tener fuerzas para echarlos a todos de allí. Y a él como a los demás. Traidor de traidores. Dirigiéndose a su colega, prosigue, altivo como un papa, así que ya ves, los análisis de sangre son mucho mejores, las carencias se han colmado prácticamente, ha pasado de treinta y seis a cuarenta y cuatro kilos, con aparente recuperación física. Claro que aún no se puede cantar victoria. Todos se vuelven hacia ella. El aire dubitativo es de rigor. Que apechugue con eso, además, daño no le puede hacer —la mirada perpleja y compasiva con que repasan su aspecto enfermizo— una pizca de realidad ponderada, bien presentada, como debe hacerse, nunca está de más una llamada al orden.

Se ha marchado. Concluye sus comentarios en el pasillo. En ese preciso momento ella lo odia.

Tiene que inspirar profundamente y luego espirar con lentitud varias veces antes de que llegue la bandeja. No llorar, mantenerse tranquila, relajarse. Apenas le sirven la comida, se presenta su vecino de habitación para saber si Laure ha conseguido lo que pidió la víspera. Echa pestes contra el jamón con puré con que lo martirizan desde hace dos días. Parece extrañarle que Laure no se queje también. Pero hace tiempo que le traen sin cuidado los caprichos del ordenador. Con tal de que se coma y de que eso la acerque al día de la marcha, se resigna. De todas formas la barriga se le hincha y le duele. Ha firmado un contrato. Después, ya se verá. Si le da la gana, volverá a perder esos kilos agobiantes, sabe que todavía es capaz de hacerlo. Mientras se mantenga segura de su no dependencia, puede seguir engordando.

Ha salido a la calle al anochecer. Tal vez porque estaba enfadada con el doctor Brunel o tal vez porque se había hartado de estar encerrada en una habitación de hospital, así de sencillo. Después de merendar, aguardó a que la celadora concluyese su jornada de trabajo, cogió el abrigo, la bufanda, los guantes, e hizo un bulto con ellos. Bajó en ascensor, como lo hacía cuando quería llenar el termo en la cafetería. Sostenía el paquete bajo el brazo con el corazón en un puño. En la planta baja, se lo puso todo y se enrolló la bufanda en la cabeza para ocultar el tubo que le salía por la nariz. Tenía miedo, miedo de la calle, del ruido, del frío. Salió mirando al frente, ebria ya de aquellos pasos robados al exterior. Miró los escaparates para no andar demasiado deprisa, para no dejarse llevar por la acera. Quizá como un alcohólico se toma medio vaso de vino, mucho tiempo después, con un nudo en la garganta.

A la vuelta dejó el bulto de ropa en el armario. Para otra vez. Ya calmada.

El doctor Brunel ha venido solo. Para enmendar el entuerto. Sabe que ella está rabiosa y que la rabia reconcome. No vuelve a mencionar las dudas. Examina a Laure, palpa la carne para observar los indicios del aumento de peso. Laure se siente tan raquítica de repente, bajo la palma de su mano, bajo esa caricia que no lo es. Siente hasta qué punto su cuerpo no es más que una mísera cosa puntiaguda, angulosa, nada deseable. Sin embargo, ahora la sensación es distinta cuando siente en su cuerpo el calor del hueco de su mano, sin embargo, por primera vez, ese cuerpo percibe la dulzura de la piel de él, la ternura de sus gestos. Eso le hace perder las defensas.

Podría envolverla en una sábana y llevársela a su casa, dedicarle todo su tiempo, toda su energía, decirle el deseo que siente de verla reír. Podría tenerla junto a él, tomarle la cara entre las manos, contarle historias estrambóticas. Podría decirle lo mucho que la quiere, lo mucho que la necesita también, que necesita su victoria.

Pero el doctor Brunel se ha sentado en la silla. Le recuerda aquellas primeras entrevistas en las que ella no podía juntar tres palabras, su desasosiego, la incoherencia de cuanto decía. Le cuenta su propio miedo, y su impotencia. Lo difícil que es dejar marcharse a alguien que se encuentra en ese estado. Es un día de confidencias. La hace hablar. Laure intenta describirle la angustia que sigue invadiéndola cada vez que come, la angustia de la comida como una angustia de muerte. Todo eso él lo sabe como lo demás.

Precisamente porque lo sabe es tan imprescindible. Porque en él el sufrimiento halla un eco, en la oscuridad de su historia, quizá, en su locura habitual.

Y si él fuera el único en saberlo todo, si él fuera la cólera del viento, capaz por fin de hacer caer a la niña de su árbol seco…

Se ha quedado mucho tiempo. A Laure le hubiera gustado acurrucarse pegada a él, le hubiera gustado llorar en sus brazos. Lo ama con un amor único, lo ama por esa chispa de vida que él ha recogido in extremis, lo ama por esa deuda que tendrá con él durante mucho tiempo, siempre. Lo ama por esa vacilación que a veces percibe en él a la hora de preguntarle sobre su vida, sus padres. Lo ama por lo que él entiende a través de medias palabras, lo que entiende en el silencio.

Le gustaría lograr decirle cuánto lo necesita, cuánto necesita que se ocupe de ella. Le gustaría poder ser ella la única, borrar a cuantas han existido antes de ella, y a cuantas no dejará de salvar, ariscas y frágiles. Se troncha sola cuando piensa en lo caricaturesca que llega a ser. Poco más y se creería uno de Jóvenes doctores, a las 8.20, en la segunda cadena, o de un tratado de psicoanálisis. Que llamen a eso como quieran, tanto da, lo ama por su compromiso de luchar con ella, contra ella.

Le dará un permiso de fin de semana si la curva de peso vuelve a subir.

Corinne aparece a veces por las mañanas con sus libros de historia y pide a Laure que le pregunte. Laure lee el capítulo y le hace preguntas. Siente que su memoria está tan vacía como su cuerpo. Junto con los kilos, ha eliminado a Enrique IV, a Luis XIV, a Robespierre. No sabe ya nada. Sopesa la amplitud de ese agujero negro que quizá no colme nunca.

Por las noches Fatia se presenta con su mirada tímida y lúcida sobre un mundo que se le escapa, un mundo privado de historia y de sentido. Con ella, toman posesión del lugar Bobby y Pamela Ewing. Fatia los abronca, los apoya, los consuela.

«El doctor Brunel parece contento con usted. Tiene una voz bonita ese hombre. Además es tirando a guapo. ¿Qué título tiene exactamente, lo sabe usted? ¿No cree que se parece a Daniel Guichard? ¿Está casado? ¿Qué edad tendrá, según usted? Yo diría que entre los treinta y cinco y los cuarenta. Muy joven para ocupar un puesto de esa categoría. ¿Cuántos kilos ha ganado usted? Le hacen falta unos veinte más para parecer normal. Ayer la vi en la cafetería, ¿estaba con unos amigos? Sabe, tengo los días contados, así que no me privo de nada. Hay que disfrutar del tiempo que nos queda. Un pastelito de vez en cuando la verdad es que consuela lo suyo. Ya sé que, con mis problemas de hígado, no debería, pero a mí la vida me gusta, no como a usted. ¿Esa chica alta que viene a verla de vez en cuando es hermana suya? Parece tener mejor salud que usted, se nota enseguida. En fin, volviendo a los médicos, en conjunto son muy humanos, sabe usted. Es que se necesita valor, disponibilidad. Imagino que todavía tiene usted para rato hasta que la dejen salir. Si todo va bien, yo podría dejar muy pronto el hospital. Van a encontrarme una plaza en un sanatorio».

Laure es contagiosa. Ya ha hecho bastante daño. Eso le ha dicho su padre esta mañana por teléfono. Contamina. Eso le ha dicho. Es malsana. Louise también. Louise, además, apesta. Contaminada. Todo eso le viene de la madre, internada cuando Laure tenía trece años, sólo por joderlo, acosarlo, fastidiarle la vida. Él es distinto. Combatió en la guerra de Argelia, les cambió los pañales, gana dinero para poder ocuparse de sus hijas. Cuando llegaron a su casa, una mañana de febrero, las llevó al médico, les compró ropa nueva, pidió la custodia. Contó a todo el mundo, incluida la panadera, que la madre estaba loca. Él es distinto. Un buen padre. Responsable en todo. La primera noche, las mareó a preguntas. Qué había pasado exactamente, quién había avisado a la policía, por qué no lo habían llamado antes. Ellas le contaron veinte veces la misma versión, pero no se la creyó. Porque ya algo no cuadraba, había algo raro, tenían que empezar desde el principio.

Dudas, habría más. Reproches e insultos también. Por las noches, Laure gritaba en sueños. Soñaba que él la asfixiaba con un cojín, que le clavaba un cuchillo de cocina en el vientre, que le arrojaba ladrillos a la cara.

La renutrición, como la desnutrición, conlleva efectos secundarios que no aparecen mencionados en el folleto de acogida. Accesos de fiebre, sofocos, episodios de acné juvenil… Si Laure hiciera orgías de chocolate y de embutidos, el resultado sería el mismo. Tiene que pasar tiempo hasta que el cuerpo se habitúa, al parecer. Los granos en la frente y en la barbilla constituyen a veces una sana ocupación, no sin un gran despliegue de lociones desecantes y cremas disimuladoras. Las venas henchidas de sangre nueva sobresalen bajo la piel. Los pantis y los jerséis de lana descansan en el fondo del armario. Laure se acalora y enrojece a las primeras de cambio. Sobre todo cuando el doctor Brunel declara públicamente que empieza a parecer una mujer.

Una noche tiene un extraño sueño. Está comprando en Ed con Tad. Deambula por las secciones, no sabe qué llevarse. Delante de ella, Tad empuja un carrito vacío y le pide que se decida. Se impacienta. En la sección de comida refrigerada Laure coge un paquete de salchichas. Salchichas envueltas en plástico. Al mirar la etiqueta, Laure descubre que están caducadas. Las deja donde estaban. Tad suspira. Laure coge artículos al azar, hamburguesas, queso, mousses de chocolate, mantequilla, intenta hacerlo bien, darse prisa, pero todos los productos están caducados. Sigue intentándolo, llora, Tad ha abierto un paquete de patatas fritas y las mordisquea alzando los brazos al cielo. En el sueño, el terror se hincha como un cardo en su garganta. Ahora Laure está arrojando todos los artículos por la tienda, vacía las secciones una por una, grita. Tad la deja que haga lo que quiera. Las cajeras y los clientes se han congregado a su alrededor, el encargado amenaza con llamar a la policía, Tad explica, con cara de agobio, es amiga mía, está enferma, entiende, no se puede hacer nada, hay que esperar, sólo esperar a que pare su numerito. «Termómetro», vocea Jocelyne a las siete menos cuarto. Laure, en su cama, está empapada en sudor. Le late muy rápido el corazón. Empieza un día de hospital, a lo mejor el mismo que ayer, o bien el mismo que mañana.

Ha telefoneado Pierre. Ha dicho ¿qué, alguna novedad? O bien ¿qué me cuentas? Laure ha colgado. Cada vez que llama pregunta alguna novedad o qué me cuentas. Laure está aprendiendo a sobrevivir en un centro hospitalario universitario. El que está fuera es él, joder. Lo conoció el año en que ella estaba en el último curso de bachillerato. Él tenía veinticuatro años, ella acababa de cumplir diecisiete. Él era vigilante y profe en aquella pequeña ciudad de provincias donde Laure iba al instituto. La existencia de Laure se había concentrado en esos tres días de la semana en los que él venía de París. Pierre vigilaba en la clase de estudio y estampaba cruces en los pases de comedor. Daba clase en Sexto B. Ella había encontrado a un soplón de confianza a quien interrogaba regularmente sobre el programa que Pierre les hacía estudiar, qué autores, qué libros. Por la noche, tenía que esperar con frecuencia el autobús que la dejaba en el pueblecito donde Louise y ella vivían en casa de su padre. En la clase de estudio, lo devoraba con los ojos, camuflada tras un libro. Un día, Pierre se le acercó, le había gustado tantísimo ese libro, ¿qué otros libros leía ella? Conversaron un rato.

Ella imaginó toda suerte de chanzas y bromas para atraer su atención. Un rastreo del que él era el improbable tesoro. Había encontrado su número en París, se inventaba personajes, llamaba por las noches cuando su padre y su madrastra salían, horas al teléfono interpretando a inglesas extraviadas o a presentadoras de radio. Cuando Pierre supo que era ella la de las llamadas y toda la pesca, se rindió. Emocionado por tanta imaginación. Y por sus apetecibles redondeces. Aquel verano, tras el examen de selectividad, hicieron el amor, pasearon en moto, escucharon discos.

Con todo aquello, él había olvidado que estaba a punto de casarse. Cayó en la cuenta de pronto, mientras Laure pasaba una semana de vacaciones con Tad. Una carta, justo antes de su regreso. Una carta culpable y fatalista. Laure se quedó patidifusa. Se vieron un poco antes de su boda, adioses sin fin. Ella no quería perderlo. Después de su boda, no volvió a aparecer. Ella había ingresado en el curso preparatorio a las grandes escuelas, en París, un modo de tener ocupada la mente. Lloraba mientras escuchaba los discos que él le había regalado. Se sonaba. Le parecía sano expulsar toda aquella pena por la nariz.

Más adelante, cuando preparaba en el instituto el ingreso a la Ecole Nórmale e intentaba tragarse a altas horas el temario de la oposición, empezó a adelgazar, tranquilamente. De todas formas, no había pagado el comedor. Seguía pensando en Pierre. Pensaba en él como en todo lo demás, aquella papilla que se le escapaba entre los dedos. Al terminar el curso escolar, le escribió unas palabras. Un mensaje absurdo, terminante, ni siquiera una llamada. Al día siguiente él estaba allí. No la había olvidado. Llevaba siguiéndola unas semanas, escondido en el coche, en las cabinas telefónicas, la miraba ir y venir, surcar París en todas direcciones. Se lo confesó aquel día. Todo el tiempo que pasaba viéndola perderse. Ignoraba hasta qué punto. Lo comprendió cuando ella abrió la puerta.

Cuando Laure ingresó en el hospital, él acudió. Telefoneó. Quizá se sentía culpable. Equivocadamente.

Por él, ella había llorado mucho. Lo del cuerpo despellejado era otra cosa. No tenía nada que ver.

Le colgó en las narices. Pierre no volvió a llamar. Además, no volverá a llamar jamás.