Hay que dejar correr durante rato el agua. Para que salga caliente de verdad. Laure se hunde bolsas de agua caliente en el vientre para calmar el dolor, sobre todo por las noches. El vientre se hincha y gorgotea. La sensación de notar su cuerpo le impide dormir. El cuerpo padece, se retuerce, rumia. Lo oye lloriquear, quejarse. Ella sueña, se acuerda.
«Por disparatado que le resulte, mi hija no soporta las natillas de vainilla. Por eso le agradecería que no la obliguen a tomarlas, las indigestiones le provocan a Laure fuertes jaquecas. Reciba, señora, un atento saludo».
La maestra la mira de arriba abajo. La mueca es dubitativa, la agenda, firmada por la madre, ha quedado abierta en sus manos. Laure le sostiene la mirada, victoriosa.
Fatia se ha presentado en la habitación de Laure con otra chica, veintiséis años y cuarenta y dos kilos.
También argelina. El club de los esqueletos se ha acomodado ante Belfegor, tras pasar el último carro. Laure se ha conectado la sonda y tricota un jersey, mientras las otras dos se apipan de orejones. Laure les ofrece un poco de agua caliente para el Nescafé, en el que Fatia vacía tres bolsitas de azúcar. La chica es rara. Mira a Laure con interés. Sale a buscar clementinas y pan, disculpándose. Fatia dice que viene de otra unidad, que no entiende nada pero que es simpática. Al volver, la chica despeja y limpia la mesa de ruedas, es su modo de dar las gracias. Va y viene por la habitación, si pudiera frotaría el suelo con un Kleenex. Fatia repite con su acento no entiende nada. Entonces Laure intenta explicarle lo que están viendo, el fantasma, la intriga, los momentos sorpresivos. La chica parece un marciano hambriento que hubiera aterrizado un domingo por la mañana en bata en medio del mercadillo de Saint-Ouen. Al acabar la película, se marchan. Laure las acompaña un rato, a modo de paseo digestivo. Deambula un poco por el pasillo. Morfeo ha debido de olvidarla una vez más. Conserva en el fondo de su mesita de noche una tarta de nata, y piensa estampársela en plena jeta, cuando se atreva a dejarse caer por allí, con su careto ingenuo.
Cada mañana, Laure lucha de nuevo contra la tentación del vientre vacío, del vientre muerto. Cada mañana, entre el termómetro que traen a las siete y el desayuno que se demora, saborea ese pequeño vacío que le recuerda la ebriedad del ayuno. Cada mañana, ante el té con leche y las rebanadas de pan, ha de renunciar a ese pequeño abismo que la llama. Renunciar, cada día. Al cuerpo esencial, reducido a su misma esencia, evanescente. Sueña con ello, subir y bajar escaleras, caminar, seguir caminando, en el recodo de una calle, tal vez volar, vivir sin comer, consumirse por dentro, tomar litros de café y de vinagre para quemarlo todo. Anestesiarlo todo. Hay que renunciar, olvidar. Sumergirse en la comida extra de la mañana.
Doble ración de mantequilla, doble confitura, compota, yogur.
La espera tiene un sabor extraño, acidulado.
Espera al doctor Brunel. Le gusta que hablen de él a su alrededor. El médico bromea con las enfermeras, ellas se dan con el codo cuando él vuelve la espalda.
A veces viene, a veces no. A veces se acerca, a veces se aleja. Lo que ha dado no lo quita nunca. Es consciente de que ella lo necesita, pero al mismo tiempo la deja que luche sola. Ella tiene que aprender, tiene que comprender.
«¿Cuántos? ¿Se los come usted todos? Pues cualquiera lo diría. Entre unas cosas y otras las personas como usted les salen caras a los hospitales. Tantos extras, reconocimientos, habitaciones individuales y toda la pesca, para que todo resulte ser un problema puramente psicológico, ¿no le parece? La verdad es que es un poco desconcertante. Yo me veo obligada a ir a la cafetería para comprarme un pastelito, y eso que tengo los días contados. Y encima los menús dejan bastante que desear. He visto que ha hecho usted amistad con esa mujer argelina que tiene puesta también una sonda. En cambio, a esa jovencita que está como usted, la de la número 5, no se la ve nunca. No sale nunca de la habitación. Llego bastante antes que usted, ¿sabe? No es nada sano pasarse así días enteros encerrado. Detrás de todo eso sigue habiendo un problema totalmente psicológico, eso nadie me lo quitará de la cabeza. Supongo que será usted consciente de que en los países donde reina la hambruna no hay gente como usted».
Una mañana, Laure llama suavemente a la puerta. Corinne se levanta a abrirle. Las semanas con la sonda le han rellenado las mejillas. Tiene un extraño parecido con un bebé. Parece sorprendida de encontrarse a Laure plantada allí, decidida a colarse. Se hace a un lado para dejarla pasar. Laure se sienta en la silla, echa una rápida mirada en derredor, como la gente que acude a visitarla a su habitación. Dobla las rodillas a la altura de la barbilla, las rodea con los brazos. Hablan un momento, de la comida extra, del número de frascos que se vierten a diario en la sonda, de diferentes cosas. Corinne lleva mucho tiempo en el hospital, saldrá pronto. No dice que la trajo aquí. Quizá no lo sabe, quizá no lo sepa nunca. Es un instrumento de algo que la sobrepasa, no sabe explicarlo. Entre anoréxicos, lo primero que se hace es preguntar cuánto —cuántos kilos, cuántas calorías, cuánto tiempo—, no se pregunta por qué. Esas cosas vienen después, con la sal de las lágrimas.
Corinne parece contenta de la visita de Laure. Está repasando el examen de selectividad, no le gusta salir de su habitación. También cuida de ella el doctor Brunel. La hospitalizaron antes de que pudiera sentir la muerte en su vientre. Los cuadernos y los libros yacen abiertos sobre su mesita. Parece una niña extraviada en un mal sueño, o en un supermercado.
Laure ha dicho estoy en la habitación número uno, pasa a verme cuando quieras. Es curioso cómo se organiza la vida de hospital, poco más y se creería uno en la rué Gamma[2]. Cuando pasas ante las habitaciones, echas una ojeada, asomas la cabeza por la puerta entreabierta para saludar, te sientas un rato en la punta de la cama para charlar sobre las judías de la comida, las enfermeras o la celadora. Intercambias papel higiénico, bolsitas de azúcar, tarritos de confitura, invitas o te invitan a tomar un vaso de agua caliente, miráis una película juntas, os fumáis un último cigarrillo después de que se apaguen las luces.
Es la historia de un pulpo, de una oruga, de una aprendiza de bruja, es la historia de un caracol sin concha. Mientras se pasea por la habitación, el doctor Brunel desgrana historias e imágenes estrambóticas. Espera a que todo se calme. La hace hablar también, más allá de lo que ella cree poder contar, más allá de sus defensas. La deja cada noche en medio de las palabras, desperdigadas, palabras que rebotan solas en el linóleo, se esconden bajo la cama, se esfuman.
Laure le confiesa un día que no ha aceptado la hospitalización para curarse, sino para mitigar el sufrimiento, una o dos semanas, lo justo para ganar unos kilos, ni uno de más, lo justo para asegurarse que sobrevivirá.
Él le dice aprecio tu franqueza. Ella contesta, casi inconscientemente, si llego hasta el final habrá sido gracias a usted.
Él sonríe y ella se derrite como un chocolate con nata a pleno sol.
Laure escribe cada vez más. Ya no le duelen las posaderas cuando está sentada. Ya no tiene frío. Escribe sobre la azul y sobre los demás. Poco a poco, les va tomando apego. En la otra punta del pasillo, el mudo se pasa el día jugando al rummy. Siempre le hace grandes aspavientos a Laure cuando ella sale a fumar un cigarrillo, para comunicarle los días que le faltan para marcharse. Tiene veintiséis años. Está flaco también. Laure no sabe por qué está allí. Tiene las manos bonitas. Su compañero de juego, un viejo ruso embutido en un holgado pijama de tergal, se indigna cuando pierde y día tras día reclama a grandes gritos la botella de cuarto de litro de burdeos que le niegan. Laure los observa, los describe. También está volviendo a leer. Escucha los éxitos de FM, en Abisinia, amor en la playa, guau, cha cha cha…, canciones eternamente asociadas a ese hospital, a esos días acolchados en que se despierta suavemente de una larga anestesia.
«Así que oiga, ¿cuánto peso ha ganado? Huy, pues no le falta poco… De todas formas, el peso normal para su estatura deberían ser por lo menos sesenta kilos, ¿no? ¿Él la suelta con cincuenta? Ah. Oiga, vienen a verla muchos amigos. Sí que tiene suerte, tantas visitas. ¿Y al doctor Brunel no le parecen demasiadas? Igual la cansan, ¿no cree? Lleva una camisa bonita. Se viste y se maquilla todos los días, qué gracia, bueno, quiero decir dado su aspecto… Yo, sabe, estoy muy cansada. Pocos días me quedan ya. Me pongo las batas que me da el hospital, son prácticas porque absorben bien el sudor. ¡Claro que, si me dan permiso el fin de semana, bien tendré que hacer un esfuerzo!».
La azul se ha vuelto verde. Ha cambiado el pijama de una sola pieza por batas posoperatorias. No cabe duda de que da un estilo.
Lo oye. Está hablando por teléfono desde el despacho de la celadora, da órdenes, deja indicaciones para el fin de semana, pasa delante de su habitación abierta sin dirigirle una sola mirada.
Sus amigos ya no tienen miedo. Van a ver a Laure, en grupitos, le traen libros y periódicos. Bombones y calissons[3] no se atreven. Cuentan cosas, al principio en voz baja, pero se sienten ya casi como en casa, se ríen quizá demasiado fuerte. Estrechan sus hombros puntiagudos en sus brazos, se les humedecen los ojos, se abotonan el abrigo antes de irse. Se marchan.
Ella recuerda que, en la playa, el verano antes de ingresar en el hospital, sus primos la llamaban Squelettor. Le hubiera encantado ser Goldorak para partirles la cara. Ahora, a los postres, eso más bien le da risa.
Laure engorda. Va echando grasa, poco a poco. No obstante, resulta aterrador. No se opone, pero el proceso ha de ser lento. Si el cuerpo va más aprisa que la cabeza, la cabeza se niega, se defiende, ordena al cuerpo que pare. Le ordena que se amotine. Durante unos días, el peso se estanca.
Él ha pasado esta noche un poco más tarde que de costumbre. No parece contento. No se explica lo que sucede. No se lo cree. Dice ni siquiera en los enfermos de cáncer conozco ningún caso de estado estacionario consumiendo cuatro mil quinientas calorías diarias. Los médicos son científicos, todo tiene una causa, y esa causa ha de poderse identificar y medir. Por primera vez se ha interpuesto la sospecha entre ellos. Ella se lo ha zampado todo, ha ido anotándolo todo, no ha vomitado ni tirado nada. Las enfermeras vierten personalmente los frascos en el contenedor de la sonda. Sabe que no ha hecho trampa. Sabe que hay otra cosa, que el temor a engordar es a veces más fuerte. Sabe que su cuerpo es capaz de quemarlo todo; por las noches lo siente funcionando en vacío, vaciándose, lo oye latir, triturar, quemar, por más que todo haya pasado ya, que todo esté digerido, lo oye acelerarse, sin poder dejar de rumiar, de ronronear, de gastar energía. Sabe que su cabeza es capaz de hacer eso. Que su enfermedad es más fuerte que las certezas de un joven médico.
No ha contestado, no ha sabido explicárselo. Tal vez no se ha atrevido. Él se ha dado media vuelta buscando un efecto culpabilizador. Venía a significar a mí no va a engañarme, piénselo. Algo por el estilo. Algo asqueroso. La puerta se ha cerrado suavemente tras él. La pone de los nervios. Además, la verdad, esos calcetines de un rojo chillón con zapatos marrones son el colmo del mal gusto. Claro que se ha zampado esas putas calorías. Está loca de rabia. Ya se oye llegar a la tortuga. Al mismo tiempo que la bandeja, entra su tía en la habitación. Laure explota, arroja cosas en medio de la habitación, el pan a la cara de Nicole, llora, dejadme en paz, joder, estoy harta de estar aquí, de estar enferma, dejad que reviente. Le reserva a su tía la rabia, los gritos, los suspiros exasperados. La comida arrojada por la habitación, los sollozos en la almohada. Porque está segura de su amor, absoluto, incondicional, descarga contra ella la violencia que le inspiran los demás. Porque sabe que eso no cambiará sus sentimientos.
Nicole se ha marchado. De puntillas. Volverá mañana o pasado. Traerá bolsitas de infusiones, periódicos, jabón. Laure sabe cuánto le debe. Cuando se le pasa la ira, recuerda que Nicole la acogió en su casa, poco tiempo antes de que ingresase en el hospital. Acoger es la palabra, como a una miserable cosilla desgreñada que apenas se aguantaba de pie. Ya que no lograba que comiera, la tuvo en su casa unos días, calentita. Laure no podía con su alma. Estaba harta de todo y de todos.
Por las mañanas Nicole se iba a trabajar y dejaba a Laure durante el día. Se llevaba la llave, porque Laure estaba demasiado débil para salir. Laure recuerda que no tocaba nada de lo que le dejaba Nicole. Ni los platitos que no habría tenido más que calentar, ni la fruta, ni las galletas. En casa de Nicole hacía calor. En casa de Nicole estaba protegida del mundo. Protegida de todo, salvo de sí misma. Recuerda que metía un maletín de cuero en el quicio de la puerta para que no pudiera cerrarse tras ella y subía cuatro o cinco veces seguidas las seis plantas, con la mirada extraviada. Era mucho más que una necesidad, era algo imperioso, una droga, ni más ni menos.
Han acudido todos, sobrinos, primos, hermanas y cuñados. La voz de Oum Kalsoum ha invadido los pasillos. Es domingo, han invitado a Laure a la habitación de Fatia para celebrar sus treinta años. Es la única de la unidad. Se siente un poco perdida, toma té con menta, oye cantar a las mujeres. Ha regalado a Fatia una pulsera chapada en oro, la única que le ha parecido bonita en la tienda de la planta baja. Fatia le toma las manos para darle las gracias, le brillan los ojos. Una mujer opulenta acaricia los rizos de Laure, le pregunta por qué está tan flaca, también ella. Laure no sabe qué contestar, le da vergüenza. Todos se han quitado los zapatos. Empiezan a bailar en torno a la cama. La enfermera asoma la cabeza para llamarlos al orden, no hagan tanto ruido, si los enfermos se quejan, tendré que pedirles que se marchen. La fiesta se prolonga hasta la noche. Hablan en árabe, se ríen, cantan. En la planta doce de un edificio de hormigón. Laure se deja atontar. En el calor húmedo de la habitación, durante unos minutos, se olvida de todo.
Cuando se marchan, se quedan las dos solas. Han recogido las bolas de papel de regalo arrugado que siembran el suelo. Fatia se ha estirado en la cama. Ha pedido a Laure que se quede un ratito más. La noche de sus treinta años, Fatia se ha dormido en una cama de hospital.
La azul ha asomado la cabeza por la puerta entreabierta.
Antes de irse, Laure ha cerrado la cortina, sin hacer ruido.