IV

«¿Col roja, huevo mimosa o salchichón con ajo? ¿Lengua de buey, bistec con pimienta o jamón? ¿Patatas al vapor, judías verdes o pisto?». Cada mañana vienen a decirle el menú. La auxiliar toma nota en las habitaciones, y perfora con aplicación el cartón rectangular que pasará a la máquina.

Pero el ordenador da muestras de debilidad en ocasiones. O de cansancio. Basta una perforación de más. Esperaban dorada al horno y se encuentran con unas salchichas nadando en su grasa. Decepción. Ira. A punto está de arrojar la toalla, el plato y los cubiertos, de mandar todo a tomar viento, joder. Había pedido pescado y judías verdes y me traen una salchicha con patatas fritas, así, ¿cómo voy a conseguir nada? Los sollozos le estremecen el cuerpo. Estoy harta de llevar este tubo en las narices, harta de esta bazofia, de los zumos de frutas, de las compotas, de las bollerías, quiero volver a casa, no lo conseguiré nunca.

El médico ha entrado en la habitación. Sigue llorando, ella, que no tenía lágrimas. Él se acerca. Tan cerca que le parece notar el calor de su cuerpo. Sabe lo que va a decirle. Que tiene que aferrarse, que la vida está fuera de allí. Pero baja la voz, empieza a contar una historia. Erase una vez una niña que siempre estaba leyendo, subida en los árboles. Un día la llaman para cenar, no quiere bajar más. Cae la noche, pero no tiene miedo. A lo lejos se oye el trueno. A lo lejos los relámpagos desgarran el cielo claro. Es la historia de una niña encaramada a una rama, que no come ya más que libros.

Él va inventando para ella, duda un poco a la hora de elegir las palabras, porque a veces las palabras pesan demasiado.

La niña no se mueve de allí, durante días y días, la llaman, le suplican, acercan escaleras y taburetes, le prometen el oro y el moro, le prometen la luna.

El sigue contando sin mirarla, busca la magia de las historias de una noche, la dulzura perdida de la infancia. Ella espera. Llora en silencio.

Es la historia de una niña que mastica papel, páginas y páginas. Muy pronto todo su cuerpo se vuelve gris, la lluvia deja estelas de tinta en su piel. Muy pronto encoge, se vuelve pequeñita, fina como un pergamino gastado, como el pan de oro quizá. Se llevan las escaleras y los taburetes. La dejan desaparecer subida en su rama. Lloran en silencio, dentro de la casa, ante la chimenea, lloran a la niña que era ella, de carne y de azúcar, lloran a la niña perdida que se derrite sin parar, encaramada a un árbol, no saben cómo tiene fuerzas aún. Una noche estalla una tormenta y colma ese silencio. Las ramas se comban ante el viento enfurecido. Una furia gigantesca, como nunca se había visto. Por la mañana, la niña ya no está allí. Ha dejado escritas unas palabras en el árbol, garrapateadas en un papel. Unas palabras que ya no pueden leerse.

Él se ha interrumpido. Ella busca el sentido de la historia. Llora cada vez más.

Él dice la vida está fuera de aquí, Laure, la vida, la vida.

Algo se ha movido en lo más hondo de ella. El cuerpo se apacigua.

Se llama Laure, no es más que un trozo de papel mascado, gastado, en el hueco de la mano de él, como una pepita de vida.

Delante de ella, un plato vacío. ¿Por qué ha llegado a ese punto? En el espejo, se miraba sin verse, se felicitaba de las ojeras, de la delgadez como de una victoria. El cuerpo que se vacía y parece poder vaciarse sin fin. No podía imaginar el sufrimiento que la esperaba cuando no quedara otra cosa que roer que su alma. No necesitaba nada, ni dependía de nada, no era más que un concentrado de partículas, siempre en movimiento, un puñado de motas de polvo dando vueltas en un hilillo de luz. Ahora ya todo es distinto. Como si recobrase la vista. Poco a poco, se alza el velo y se da cuenta de lo que ha hecho consigo misma. Ve a ese ser sin sexo y sin edad que la mira, la piel arrugada y los dientes grises.

Desde cuándo los médicos cuentan esas historias…

Laure, la vida, la vida.

Su padre ha pasado a verla para traerle un «surtido para ver la tele» de Bahlsen. Almendras, pasas, avellanas, cacahuetes, metidos en un paquetito dorado. Cuando se marcha él, lo escribe, me ha traído cacahuetes. Pero en el papel la frase resulta indecente, tan indecente que cuesta creerlo. Y sin embargo es cierto. La escritura no puede hacer nada. Un día él la llamó, semanas antes de que la hospitalizaran, para contarle que ya no era posible, que no podía más. Porque le daba la impresión de estar viendo a los etíopes en la tele, sólo faltaban las moscas. Estaba cansado, hecho polvo, entiendes. Consumido. Es tanto el sufrimiento que te causan los hijos. La anorexia mental revela un problema de relación con la madre, una inversión de papeles, puede leerse en todas las revistas femeninas, entiendes, con la madre. Así que ¿para qué castigarse con ese espectáculo? Pero ha sido superior a sus fuerzas. Se ha acercado a ver a la fiera en su jaula; claro, valía la pena el rodeo. Pero los gemidos de una vieja han doblegado su arrojo. En la planta doce, no sólo hay esqueletos irreductibles y ballenas hambrientas, también hay viejos moribundos. No se sabe muy bien dónde meterlos, sabes. ¿Ya te marchas?

Tras marcharse él, escribe su indignación en unas palabras deprisa y corriendo en el cuaderno. Sí, tenía los ojos desmesuradamente agrandados, con cercos negros, los brazos como cerillas, la piel tan estirada que le impedía sonreír. Sí, es verdad, no oía, y apenas podía hablar. Se tambaleaba, en la calle se caía, ni siquiera podía ya doblar las piernas. Sí, tenía un frío que se moría, y se le caía el pelo a puñados. Sí, era un despilfarro, un auténtico despilfarro, como suele decirse echar margaritas a los cerdos. Sí, pero ella era su hija.

Laure escribe. Por las mañanas, a menudo. Escribe sobre esa mujer con su bata polar, malintencionada y chismosa, a la que ha apodado «la azul», y los otros, sus compañeros de recuperación. Transcribe conversaciones, anécdotas, hechos sin importancia que observa cuando vaga por los pasillos, o desde su cama, cuando está la puerta abierta.

El marido de Fatia va a verla todas las noches. Trae dátiles, pasteles de almendras, cabello de ángel. Fatia acudió a la habitación de Laure para presentarle a su marido. Este estrecha la mano de Laure. Baja los ojos. A Fatia le gusta mostrarle a alguien como ella, viene a ser como decirle que ella no es la única, que lo suyo le pasa también a gente fina. Conversan un rato sobre el programa de variedades que emitieron en TF1 la víspera, que miraron en la habitación de Laure, y que él también vio, con bailarinas moviendo el culo detrás de los cantantes.

Él dice eso sí que son mujeres, con todo lo que hay que tener. Se troncha.

Las comidas se suceden todas parecidas. Cada una requiere tranquilidad y preparación psicológica. La más pequeña molestia, la menor contrariedad las convierten en un doloroso trance. Así y todo, Laure engulle sin desmayo. El asunto requiere tiempo. Tres cuartos de hora reloj en mano. Hay que triturar los alimentos, metódicamente. Reducirlos a una papilla pero tampoco demasiado. Lo justo para que se deslicen sin arañar la garganta, para evitar la sensación de ahogo. Los programas de entretenimiento distraen. Ella intenta despegar sus pensamientos del plato, eso exige una gran concentración, hay que mirar lo menos posible los trozos desperdigados, lo justo para pescarlos con el tenedor, abstraerse del líquido más o menos graso en el que se sumergen, olvidar de qué son. Ella se come lo que le dan. La sonda se encarga del resto. La conecta por la noche, también por la mañana, cuando escribe. Evita los espejos en la medida de lo posible.

Laure baja cada día a la cafetería, que está en la primera planta. Así, se pasea. El camarero le llena el termo de agua caliente para las infusiones. Después de cuatro semanas de hospitalización, necesitas ver el paisaje.

«¡Cuando te hayas echado veinte kilos, me casaré contigo!».

Desde detrás de la barra aséptica, le hace el número del arriba esos ánimos. Chicas como ella ha debido de ver muchas, con las canillas como de membrillo y el tubo colgado detrás de la oreja. Multiplica los obsequios: tartas, chocolates calientes, cruasanes. Las mujeres son guapas forradas de carne. Pero es que, fíjate, ¿tú te has visto bien?

Parece un clip desarticulado, una percha de lavandería, una antena de televisión después de una tormenta.

Las enfermeras se cuentan los últimos chascarrillos de la noche mientras se toman un cortado. Ella mira la espuma blanca que se les pega a los labios, las mira reír. Las chicas están guapas con su bata inmaculada, desbordantes de salud y certezas. Cuánto le gustaría ser una de ellas, ser otra. Poder apoyar el pecho en la mesa, entre los brazos cruzados. Cuánto le gustaría ser deseable ella también. No es más que un alfiler flotando en su ropa, un ectoplasma, llena de vergüenza y de angustia. Una pobre gilipollas que se ha jodido la vida, merecido lo tienes, transparente, pringada, un hueso viejo y putrefacto carcomido hasta la médula.

La cosa ha sido progresiva. Intenta situar el comienzo de la enfermedad, hace memoria. Dice mi enfermedad, esa palabra extraña y plúmbea, hasta ahora reservada a su madre. Todavía no dice mi anorexia, la palabra le rechina en los oídos. A los diecisiete años, quería borrar las redondeces de la adolescencia, soñaba con tener las mejillas hundidas para darse un airecillo de mujer fatal. Cuando se anunció el verano, como todas las muchachas de su edad, empezó un régimen para poder menear el trasero en bañador en la playa. Durante una semana, Tad y ella comieron pollo a la plancha y verdura. En el piso, corrían a pasitos en torno a la mesa baja. Siempre acababan desternillándose en la moqueta.

Se rajaron al cabo de unos días. Bajaron a comprar un sándwich desbordante de mayonesa, patatas fritas con kétchup y pastelillos de crema de postre.

Cuando se para a pensarlo, se da cuenta de que en realidad todo empezó más tarde, no tenía nada que ver con las revistas. Sobre todo recuerda la sensación de asco. Primero eliminó la carne roja, y después todas las carnes, las aves de corral y el cerdo, y también las proteínas animales, los huevos y el queso. Más adelante eliminó todo tipo de materia grasa. El azúcar también. Se encontraba cada vez mejor, más ligera, más pura también. Se hacía más fuerte que el hambre, más fuerte que la necesidad. Cuanto más adelgazaba, más buscaba esa sensación para dominarla mejor. Sólo a costa de eso lograba sentir una forma de alivio, de desahogo. Pero cada vez tenía que pasar un poco más de hambre para recobrar esa sensación de poder, en una cadena que le constaba que era de toxicómana, eliminar gradualmente, seguir reduciendo el número de calorías ingeridas. Sopesaba su independencia, su no dependencia. Adelgazar era una consecuencia, en el espejo, la prueba tangible de su fuerza, también de su sufrimiento. Miraba la aguja de la balanza aspirada hacia la izquierda, doblegándose cada día un poco más bajo el peso de su voluntad. Inspiraba miedo. En la calle se volvían a mirarla. Se levantaban cuando entraba en el metro. Se hacían a un lado para dejarla pasar. No se ahorraban los comentarios. ¿Has visto las piernas de esa chica? ¡Eh! Que Auschwitz ya se acabó, ¿no te habías enterado? Mi vecina tenía un cáncer, y estaba igual. Tan joven, qué pena… En voz alta insultos, en voz baja compasión.

Un sábado fue a ver a su tía, que trabajaba en las Galeries Lafayette. Al llegar a lo alto de la escalera mecánica, se dirigió directamente hacia ella, en la planta de moda femenina. Llevaban tiempo sin verse. En medio de la sección de impermeables, a Nicole le dio un ataque de pánico. Se derrumbó deshecha en lágrimas, miraba por encima de los percheros, tendía las manos hacia el techo, no me lo creo, no es posible, tienes que ir al hospital, que llamen a una ambulancia. Sollozaba, recurría al testimonio de la gente, en su espanto, llevándose las manos a la cara para no ver. Al llegar a casa, Laure se miró en el espejo del cuarto de baño, no vio nada, ni la muerte en su rostro ni sus hombros puntiagudos como picos helados. Había dejado de verse. Era demasiado tarde. Se había vuelto inaccesible al miedo y a la rebeldía. Se sentía bien. Mucho más ligera. No quería morirse, sólo desaparecer. Esfumarse. Disolverse. Con medio pomelo en el estómago, volaba por las aceras, días enteros en la calle, vaciando su cuerpo. Se tomaba unas hojas de lechuga al mediodía, por las noches sopas de sobre sopa-instantánea-nueve-verduras-de-Knorr (49 calorías) o sopa-de-tomate-de-Royco (45 calorías), y a veces se concedía un yogur Danone-cero-por-ciento (55 calorías). Se daba un baño con el agua ardiendo. Por la noche, unos olores a pollo no la dejaban dormir o la sacaban de un sueño agitado por sueños alimenticios. Su cuerpo clamaba hambre.

Fatia no tiene tele en la habitación, sale muy cara. Por las noches suele ir a verla en la de Laure, que hace punto mientras se troncha con Dallas, Dinastía o Belfegor. Fatia se subleva, comenta profusamente. J. R. Ewing es un auténtico cabrón. Se atiborra de dátiles rellenos y abronca a Laure cuando no levanta la nariz de su labor de punto de malla. ¡Pero mira cómo pimpla Sue Ellen!

Fatia es una rebelde. Opina que el rancho del hospital es una mierda y sólo come los dulces que le trae el marido. Fuma todo el santo día, incluso en su habitación al caer la noche, se toma litros de café y vaga por los pasillos hasta altas horas. Fatia se queja de que le duele el cuerpo, de su vida en general, de la que no cuenta nada en particular, del abandono de Alá. Brilla con mil luces con su chilaba de lentejuelas. Va descalza por el linóleo.

A veces su risa infantil desgarra el silencio anestesiado y Laure se pregunta una y otra vez cómo no se prosterna el mundo a los pies de su sufrimiento.

El doctor Brunel pasa a ver a Laure casi a diario. Le estrecha la mano al entrar, como un compañero de oficina. En ocasiones se ríe de ella, cuando la ve sentada con las piernas cruzadas en la cama, dispuesta a emprender el vuelo. Finge interesarse en su labor, no le pregunta nunca si come. Celebra su aumento de peso regular y constata que comienza casi a parecer un ser humano.

Ella lo espera. Espía el tono de su voz cuando pasa por el pasillo o se demora en la habitación contigua. Ha capitulado. Concentrada por entero en esa espera, paladea el extraño vínculo que el médico ha sabido tejer, entre ella y él, como la única señal tangible de su ansia de vivir. La intimida un poco. Ella también lo intimida, lo sabe. Ello obedece a ese dolor, esa dulzura, que existe entre ambos. Laure ha depositado su endeble cuerpo en sus manos, le ha entregado el resto de su conciencia, también ese ápice de confianza que aún podía concederle, envasado en una huevera. No pueden permitirse un error.

Más adelante, él referirá con aplomo su acercamiento a la enfermedad en los programas de televisión. Más adelante, ella sonreirá al pensar en el joven médico que era él, intuitivo quizá por encima de todo. Epidérmico.

En ocasiones ella se explaya con él. Una historia también, como cientos de otras. A retazos deshilvanados. Le cuenta la violencia de su padre. La violencia de las palabras. Noches enteras Louise y ella, en torno a la mesa. Contando las migas mientras él las insulta sin siquiera darse cuenta, cabro ñas putas basura. Despejan la mesa. Los platos pringados por la carne roja que se ven obligadas a comer día y noche. De la buena conciencia disfrazada de asado, de solomillo, de turnedó, él se siente orgulloso, nada que ver con esos kilos de tallarines que comían ellas en casa de su madre. Inclinadas ante el lavavajillas, se sienten protegidas. Pero tienen que volver a sentarse. Eso no ha sido más que el comienzo. Laure hace dibujos con el tenedor en el mantel. Louise llora en silencio. Ellos empinan el codo, él y su nueva mujer, son peores que J. R. y Sue Ellen. Parece que él hubiera corrompido a la madrastra, que vitupera, remacha, llora también del inmenso daño que les hacen, las fisgonas, las perseguidas. Y él se pasa la noche escupiendo agravios, historias repetidas cientos de veces, reproches, todo ese odio que vomita, el odio a la madre de ellas, el odio a su propia familia, sus hermanos y hermanas, con los que ha roto, palabras que son basura. Palabras caducadas, corrompidas, imposibles de digerir. Que se atascan en el estómago. Palabras toda la noche hasta el amanecer. Al principio, ellas protestan. Se defienden un poco. Reacciones indignadas de niñas. Esperan escapar de él, eclipsarse antes de que se pase de la raya. Sus argumentos son endebles ante la omnipotencia de los argumentos paternos. Esta noche no, maldita sea, que tengo deberes de mates para mañana. Pero él está lanzado. La botella de whisky delante. Siempre lo mismo. Ellas gritan un poco, sobre todo Laure, por ese asco que le sube a la boca. Pero él grita más. Tiene los ojos enrojecidos y les da miedo. Ambas lloran en silencio y lo dejan hablar. Esperan a que eso pase. Hacen bolas de miga de pan. No se atreven a mirarse. Aguardan el momento en que puedan irse por fin a la cama, la suavidad de las sábanas como una tregua. Mañana habrán de poner buena cara al llegar al colegio. Tendrán los ojos enrojecidos e hinchados del llanto de toda una noche.

Son las seis menos cuarto. El cuerpo está dolorido. La botella de whisky está vacía. Él ha ido a vomitar al baño. La otra ha dicho ya veis en qué estado ponéis a vuestro padre. Es la caricatura de una madrastra en cierto modo. Un arquetipo. Ni siquiera la de Blanca-nieves se habría atrevido.

«No engorda usted mucho, la verdad, con todo lo que se supone que ha engullido. Lo he oído decir con frecuencia, las personas como usted están dispuestas a lo que sea. ¿No estará tirando la comida por el váter al menos? Porque, sabe usted, acabarán dándose cuenta, y, francamente, me extrañaría que se lo tolerasen. ¿Le pasa a alguien su comida extra? No, no, que lo digo por usted, ya sé que no es asunto mío. El caso es que, si se lo come todo, no se entiende que no acabe ganando peso. Quizá debería pasar más tiempo en la cama. Acostarse antes. ¡Bueno, mire, al fin y al cabo es asunto suyo! En cualquier caso, acabarán dándose cuenta. No, por supuesto que no he querido decir eso…, discúlpeme…, escuche…, que en absoluto. Ha visto que mañana hay patatas fritas al mediodía, ¡no sabe cómo me alegro!».

La azul ha cambiado la bata por un pijama de una sola pieza del mismo color y larga los tópicos con creciente verborrea. Fisgonea, espía y sonsaca aquí y allá, busca pasto para alimentar su convalecencia.

Laure se hincha a ojos vistas y ya no puede abrocharse los dos pantalones que se había traído. No opone resistencia. No sabe por qué, ni siquiera si cree en lo que hace. Sabe ya todo el camino que dejó atrás, esas sensaciones olvidadas que va recobrando poco a poco, el cuerpo que se pone en marcha. Le sorprende esa vida autónoma que reemprende el rumbo en su interior, nota que se le contrae el estómago, que se le retuerce el intestino, nota que esos misteriosos órganos vuelven a trabajar, que resulta difícil hacerlo tras semanas de paro técnico. En su interior todo rebulle sin cesar. No opone resistencia, pero tiene miedo, miedo de no poder volver a empezar, de no poder ya dar marcha atrás.

Miedo de volver a empezar, miedo de dar marcha atrás.

Le da miedo salir de eso y no salir.

Por las noches se demora hasta tarde, y, pese a la sonda y a todos esos alimentos que engulle con aplicación, contempla con una mezcla de asco y placer su cara pálida en el espejo.

Fatia salió de permiso de fin de semana. El domingo por la noche volvió un poco borracha al hospital. Se había maquillado, el khol se le había corrido bajo los ojos como lágrimas negras. Había traído cuscús para Laure, en un táper. Quería agradecerle lo de la tele y el papel higiénico que Laure le da, más suave que el del hospital. Se había soltado el pelo, estaba guapa. Se reía. Cuando se fue a la cama, Laure tiró el cuscús al retrete. Era superior a sus fuerzas, se veía incapaz de tomar un solo bocado.

El señor ciento treinta kilos se pesa diez veces al día, enfundado en su bata con palmeras. Laure observa sus tejemanejes cuando tiene la puerta abierta. El hombre sube y baja de la balanza, prueba suerte una y otra vez, con o sin cinturón, descalzo o no descalzo. Multiplica los tanteos. Desengañado, vuelve a la habitación. A las dos horas, reaparece. En pantalón corto, lleno de esperanza. Sopesa la incidencia de los distintos accesorios, estudia las correlaciones entre su peso y la hora en que sube a la balanza: antes y después de las tres hojas de lechuga que ha saboreado a la hora de comer, antes y después del té sin azúcar que se ha tomado, a emocionados sorbitos, para merendar.

Entre las bandejas de comida, el termómetro y los pesajes, los días se estiran, se marchitan también. Laure comprende a cachitos, a bocaditos. Rumia también. Palabras. Cruzan por su mente, las palabras de su padre, como meteoritos. También las palabras de su madre, palabras peregrinas, repetidas indefinidamente. Rumia todo eso amén de lo demás. Intenta escoger, hacer limpieza tirando al mismo tiempo. Hay que soltar lastre, para luego continuar.

Necesitaba que la alimentaran, la llevaran, la arroparan. Necesitaba aquella habitación sobrecalentada, resguardada del mundo, resguardada de sí misma. Necesitaba un poco de grasa para poder estar sentada sin que se le clavaran los huesos en las posaderas. Intenta recordar, de nuevo, intenta rememorar el orden, la cronología. Busca una lógica. Avanza poco a poco. Sin embargo, cuanto más engorda, más miedo le da haber caído en la trampa, no saber ya luchar. Pero ¿luchar contra qué?