En un servicio de dietética hay gordos, flacos, desnutridos, gente con la tripa cascada, el intestino baldado, diabéticos. Gente-que-zampa-demasiado, gente-que-vomita, gente-que-ya-no-puede-tragar. En el extremo del pasillo, la sala de descanso acoge a los fumadores y a los desamparados. Allí la gente pega la hebra, se extraña, compara. Todos pendientes de los zuecos de la celadora, que hace la vista gorda cuando charlan demasiado. Charlar cansa. Consume calorías. El tabaco también.
Ha venido su madre. La mira comer. Su cara no expresa nada, ni victoria ni alivio. Se ha sentado en la silla y espera. No habla. La madre lleva años sin hablar. Unas palabras al día, cuidadosamente seleccionadas, sí, no, adiós, hasta mañana. Cuando su madre se marcha, la acompaña hasta el ascensor. Un gesto con la mano cuando se cierran las puertas. Un paseo de tres metros y medio te hace un hueco en el estómago. Al llegar a la habitación, se come el camembert. Luego llena la bolsa con agua caliente para aliviar el dolor. Dentro de una hora conectará la sonda. La operación no requiere los menores conocimientos técnicos o médicos, pero sí una buena dosis de distanciamiento. Basta hundir la contera del tubo que le sale de la nariz en el de la nutribomba y pulsar el botón. Un juego de niños.
Por la noche mira el Maxi-téte en Canal Plus. Hay que adivinar quién se oculta tras esos fragmentos extrañamente ensamblados: un ojo de Michel Drucker, otro de Sheila, la nariz de Denise Fabre, la boca de Rika Zaráf, la barbilla de Pierre Desproges. Respira profundamente a la espera de la cena. Antes de cada comida la misma aprensión, se le hace ya ese nudo en el vientre, tiene que comer, otra vez comer. El desayuno lo anuncian a las ocho, la comida a las doce —doce y media cuando se demora la visita de los médicos—, la merienda siempre después del termómetro. La cena, más molesta aún, la traen a las siete, a las seis los sábados y domingos. Su habitación no queda lejos del ascensor de servicio, de donde surge tres veces al día el inevitable carro con las comidas de toda la planta. La tortuga, como lo llaman, se oye llegar desde lejos. Suena el entrechocar de los platos y el chirrido de las ruedas. Se detiene delante de su habitación. Los efluvios del puré muselina y del pescado empanado se cuelan ya por la puerta abierta. Le sirven a ella la primera. Siempre es la última en acabar. Resulta inconcebible el tiempo que tarda en tragar tres zanahorias ralladas. Vienen a recoger la bandeja. A la vuelta, la tortuga se impacienta. La esperan en el sótano para fregarlo todo. ¿Al menos se ha comido usted el pescado? Quédese la cuchara y ya acabará, la recogeremos mañana, no pasa nada, lo importante es que no se desanime, tómese su tiempo. Encima de la mesita, el gouda y el pastelito, metidos en su envase de plástico, esperan a que les llegue el momento.
En ciertos aspectos, la habitación número 1 presenta auténticas ventajas. En primer lugar, no hay más que una cama. Y, además, está enfrente de la ducha colectiva, un detalle importante cuando se piensa que cada mañana hay que mantenerse a la espera, toalla al hombro y jabón en mano, hasta que queda libre. Respecto a la sala de descanso, la habitación número 1 se halla situada al otro extremo del pasillo, lo cual justifica cierto número de idas y venidas, una suerte, otros tantos garbeos al margen de toda sospecha, no para gastar energía, caloría por aquí, caloría por allá, no, nada de eso, lo justo para encontrarse con algún ser viviente o fumarse un cigarrillo. Pero esa situación conlleva también algún inconveniente. Amén de la proximidad del despacho de la celadora, la hora de las comidas se adelanta fácilmente unos diez o hasta quince minutos, si se compara con las habitaciones situadas en la otra punta de la unidad. Lo que podría suponer una ventaja para algunos —ella se los imagina con frecuencia, impacientes tras la puerta, oreja abierta y aletas nasales palpitantes— constituye para ella una doble tortura. Diez minutos de respiro que se le escamotean en cada comida, diez minutos durante los cuales, si no fuera la primera a quien sirven, podría paladear más el tiempo restante antes de llenarse la barriga con esos envases más o menos elegidos.
Ha aceptado los términos del contrato. No se tira la comida al váter, no se le pasa a los compañeros, no se toman laxantes, no se vomita después de las comidas. Es un contrato basado en la confianza. Le ha dicho a él que no vomita, como no sea por accidente, es un principio. De niña, no podía subir a un coche sin potar. Tenían que parar en el arcén, varias veces, recuerda su cuerpo inclinado hacia delante, esa bola que levanta la lengua instantes antes de que se contraiga el estómago, conserva en la boca y en el interior de los labios la sensación amarga de la saliva y de los alimentos descompuestos. En ocasiones hasta le salía por la nariz. Se acuerda de los Kleenex para limpiarse la cara, del agua que tenía que beber para enjuagarse la boca, del olor persistente en el coche.
Nunca vomitó expresamente. Dejaba de comer. Era más sencillo. Y ya está.
«¿Es usted nueva? Lo sé porque la vi llegar el lunes. La verdad es que, hasta este extremo, no había visto nunca nada igual. Hay otra chica joven como usted, en fin, ya me entiende… Y también una mujer, un poco mayor que usted. ¿Ya la ha visto? ¿Esta noche le han traído calabacines? Tenían un sabor extraño, ¿no le parece? Digo eso pero, mire, con tal de que puedan comerse, no me ando con melindres. Una cosa, ¿era su madre la que vino a verla ayer? Parece joven. ¿Treinta y nueve años? Oiga, pues sí. Le diré que es bastante misteriosa esa enfermedad que tiene usted. Bueno, si es que se puede llamar enfermedad… Yo, si tuviera una hija así, la metería en cintura por la vía rápida, puedo asegurárselo, bueno, el caso es que no tengo hijos, pero vamos… Usted se niega a comer mientras que yo no pido otra cosa que disfrutar de la vida. Claro que no es lo mismo, yo nunca he tenido problemas nerviosos, lo que falla es el cuerpo. Un problema de hígado. Bueno, y algo más. Yo creo que su madre tiene un aspecto raro también…, poco saludable. ¿Sabe?, yo diría que se droga, tiene algo que llama la atención. También hay otra mujer que viene a verla, también de su familia. Como ve, a mí la intuición no me falla nunca. Claro que ya se ve que no es el mismo problema».
Enfundada en su bata de lana polar azulada, parece un muñeco de celuloide. Se alisa el pelo grasiento partiendo del cogote. Tiene la cara reluciente y los poros dilatados. Prosigue.
«Dicen que le traen platos extra. Ah, ya, pero ¿de qué clase? ¿Dulces? ¿Pan con pasas? Me parece de lo más injusto. Usted intenta destruirse, y yo lo único que pido es vivir… En fin, si sólo fuera eso, que cada cual apechugue con lo suyo, yo me voy a la cama. ¡La mente sana en un cuerpo sano, como dice el refrán! He observado varias veces que tiene la luz encendida hasta tarde. ¿No padecerá también insomnio? Hale, pues la dejo. Hasta mañana».
La azul vuelve a su habitación arrastrando sus chinelas con borlas. Fin del primer asalto. El hospital es un concentrado de humanidad, según dicen. De vuelta en su habitación, coge el cuaderno, por primera vez desde su ingreso. Escribe en la hoja cuadriculada: Gilipollas. Gorda. Chismosa.
Puede hablar por teléfono, leer libros y revistas, mirar la tele. Aquí no es una moneda de intercambio. En el hospital psiquiátrico, a los anoréxicos los encierran entre cuatro paredes blancas sin más compañía que una cama y una silla. Las distracciones se ofrecen como por contrato: por dos kilos un libro, por tres kilos un bloc de papel y un bolígrafo. Las visitas se autorizan en función del aumento de peso.
Ella habría hecho huelga de hambre. Perdido lo poco que le quedaba. No habría aceptado eso, esa nueva violencia, para hacerle doblar la cerviz.
Se acuerda del médico al que vio unos meses atrás, cuando empezó a caerse en la calle. El médico le repitió, con firmeza, tiene que ingresar en el hospital. No necesita morirse para renacer. Pero de ese hospital ya conocía el olor. Había ido allí a visitar a su madre, también había ido a buscarla, para llevársela de permiso. Su madre internada. Ni hablar de seguir los pasos de su madre.
No necesita morirse para renacer. Escribió esas palabras cuando volvió a casa. Luego esas palabras abrirían un camino.
Con el punto de malla, la labor avanza deprisa. Las agujas mantienen ocupadas las manos y obligan al cuerpo a la inmovilidad. Escucha música en la radio. La que le recuerda que tiene diecinueve años y que le gusta bailar. Que ha sido algo más que un esqueleto sólo útil para ir a exhibirse a la Foire du Troné. Que estaba enamorada de Pierre. Que su piel era suave y le gustaba acariciarla.
Él le dice lo prioritario es conseguir que vuelva a alimentarse como es debido. En la alteración del estado nutricional, se observan una serie de fenómenos que acentúan la anorexia. Al quedar desnutrido, el cuerpo experimenta cada vez menos la sensación de hambre. En el interior, los músculos ya no realizan su trabajo. El cerebro deja de recibir alimento. Es preciso restablecer sus funciones. Le dice que lo primero que debe hacer es engordar, para ser consciente del grado de delgadez que ha alcanzado. Tiene que comer para darse cuenta de que puede llegar a vencer esa angustia y de que puede vivir de otro modo que con el cuerpo mermado. Dice que hay que luchar consigo mismo para entender algún día que se está luchando por uno mismo. La experiencia demuestra que rebasado determinado peso el peligro de recaída es mínimo. Le habla de igual a igual, como a una cómplice de muy antiguo, expone su estrategia, su plan de batalla, se confabulan en cierto modo, ella no tiene más que dejarse llevar, para plantar cara con él, asfixiar al monstruo que anida en ella y la devora.
A ella le gusta ese remolino que suele llevar él en lo alto de la cabeza, que le confiere el aspecto de acabar de saltar de la cama. Le gustan sus incisivos, mellados oblicuamente, que reflejan tal vez al niño rebelde que aún dormita en él. Le gusta su voz, su distancia, esa suave autoridad que ejerce con moderación. Ella ha dejado su vida en sus manos y respeta las reglas del juego. Mastica concienzudamente lo que le dan. Casi todo. Traga sin clamar la angustia que acompaña cada bocado. Anota en el cuaderno de alimentación lo que come en cada toma. No han previsto la columna de las sumas. Mentalmente, cuenta las calorías que ingiere a lo largo del día. La sonda impone lo imposible, lo inaceptable, calorías por cientos, insidiosas, un licor saturado destilado gota a gota en su lastimado vientre. Pero la sonda no conlleva gesto alguno, sabor alguno, placer alguno. La sonda no crea dependencia. Hace el trabajo sucio, casi en silencio.
Le gustaría decirle lo mucho que le asusta ese hábito que recobra a su pesar: comer. Sin cesar, intenta tranquilizarse, se repite que puede mandarlo todo a paseo, que no ha perdido el control. Al margen de los compromisos susurrados con la boca pequeña y de las capitulaciones de las que todavía no tiene conciencia, busca eso por encima de todo: conservar el control. El riesgo de dependencia lo crea lo que absorbe por la boca. Traga cada bocado diciéndose que podría perfectamente no hacerlo, que conserva por entero su voluntad. Busca la prueba de que mantiene intacto su poder, pararé cuando quiera, cuando haya recuperado fuerzas, lo justo para sobrevivir. Saldré a la calle, chuparé acera hasta perder la conciencia. Come para salvar su cuerpo, porque no quiere morirse. Conoce ahora de fuentes científicas el umbral que no puede traspasar sin que peligre su vida. Basta llegar hasta ahí y mantenerse en ese peso, en equilibrio entre el plato y la basura. El recuerdo de la ebriedad está aún tan cercano, esa ebriedad del ayuno que a ratos le pasa por la cabeza.
Cuando siente su cuerpo anestesiado que vuelve a latir, cuando se mira en el espejo, todavía no sabe que es ya demasiado tarde.
Que él la tiene en sus manos.
Que a veces la vida puede reanudarse.
En el pasillo se encuentra con Corinne. El mismo tubo le sale de la nariz y se balancea suavemente. La sonrisa es tímida, la bata apenas oculta la delgadez del cuerpo. Se han mirado sin decir nada.
Todos los días o casi, entran a por una muestra de sangre. Cada mañana la enfermera deposita en la mesa los frascos de Renutryl y vierte la mitad en la máquina. Volverá por la tarde para verter el resto. La ración diaria. El contenedor transparente permite ver cómo desciende el nivel poco a poco. La máquina ronronea. Ella hace punto. Escribe un poco. Todavía no consigue leer. Hace tiempo que dejó de leer. Ella, que devoraba libros durante días enteros, mecida por el ruido de la lluvia en el tejado de pizarra.
Por la noche se queda despierta hasta tarde. La noche trae el silencio. Después de la cena, el carro de los medicamentos da la última vuelta. Vuelven a cerrarse las puertas. Se apagan los fluorescentes. Las luces de seguridad se encienden a lo largo del pasillo. Antes de conectar la sonda, dejan salir a fumar un cigarrillo. Desde la planta doce, la vista es hermosa. Las luces de la ciudad brillan en la oscuridad como mil velas clavadas en un pastel de cumpleaños, como otras tantas promesas vacilantes.
Dos veces por semana toca pesarse. Los llaman, golpeando la puerta con los nudillos. En bata, en calzoncillos, en pijama, salen uno por uno, siempre un poco angustiados, lanzan miradas para comprobar que las paredes no tienen oídos glotones. La balanza de la planta está colocada delante mismo de su puerta. Es la hora de la verdad. Entre los dedos de la enfermera, las pesas se deslizan por la escala graduada hasta encontrar el equilibrio. El resultado se anuncia siempre en voz alta.
¡Ciento treinta kilos! Desde la cama, no ha podido evitar alargar el cuello para ver al ejemplar. Unas palmeras blancas se estiran en una bata kimono azul. Cabizbajo, el hombre desciende silenciosamente de la balanza y se pone las chanclas que ha dejado en el linóleo brillante.