Se ha cerrado la puerta, en el silencio de la tarde. Ella se ha echado. Por vez primera desde hace semanas brotan lágrimas de su cuerpo de piedra, de ese cuerpo extenuado que acaba de capitular. La hace llorar ese vago alivio que la deja por entero en manos de ellos. Las lágrimas le abrasan los párpados. Un saco de huesos en una cama de hospital, eso es lo que es. Ni más ni menos. Sus ojos se han agrandado y lucen círculos oscuros, bajo los pómulos afilados se hunden las mejillas, como aspiradas desde dentro. Una pelusilla oscura cubre la piel en torno a los labios. La sangre late muy lentamente en las venas abultadas.
Está tiritando. Pese a los leotardos de lana y al cuello alto. El frío es interior, un frío que le impide permanecer inmóvil. Un abrazo que se asemeja al de la muerte, lo sabe, la muerte dentro de ella como un bloque de hielo.
El fluorescente ronronea, pero no oye más que su propia respiración. Le resuena la cabeza con ese soplo regular, amplificado, obsesivo. Porque se ha quedado casi sorda, comida por dentro de tanto no comer.
Se ha levantado para cerrar la persiana naranja y la desliza a lo largo de la ventana. La luz amarilla se pega a las pálidas paredes. Hace un inventario del entorno: una cama, una mesa grande, un fluorescente, una silla, una mesita de ruedas cuya altura puede regularse, dos armarios empotrados, una lámpara de techo, una toma de oxígeno, un timbre. Detrás de una puerta estrecha se hallan el servicio y el lavabo. La ducha está en el pasillo.
Fuera anochece y traen ya la primera bandeja con la comida. Bajo la tapadera de aluminio, una hamburguesa demasiado hecha se codea con unas judías ya no muy verdes, haga usted un esfuerzo aunque le cueste. Mastica concienzudamente. Podría masticar durante horas, si fuera lo único que tuviera que hacer, llenar la boca de saliva, agitar a uno y otro lado los alimentos, triturar sin parar esa papilla cuyo sabor se difumina poco a poco. El problema es tragar. Ya tiene un bolo en el estómago que le duele. El tiempo permanece inmóvil. Tendrá que volver a aprender a comer, a vivir también. Vuelve la auxiliar, alza la tapadera colocada sobre el plato, para ser el primer día está bien, ¿podrá echarse usted un sueñecito?
La invade el sueño por una vez. Entre las sábanas tersas y lisas, basta con cerrar los ojos.
Ha querido ordenar unas prendas en el armario, pero le cuesta estar de pie. Ya no la aguantan las piernas. No como antes, cuando devoraba kilómetros con la tripa vacía y subía las escaleras como otros se pinchan las venas. Ha vaciado el cuerpo de toda vida, ha apurado los límites, hasta quedarse sin fuerzas. Se ve obligada a sentarse. Contempla el cinturón de ronda desde la planta doce. Han venido a sacarle sangre. La poca que le queda. Un líquido de color anaranjado que cuesta extraer. Se le puede rodear el brazo con el pulgar y el índice. También habrá que renunciar a eso. La delgadez como un grito. La enfermera comprime con más fuerza las venas, sin impacientarse. Dice ¿cómo se puede llegar a esto? No es un reproche, tan sólo una pregunta que se formula en voz alta. Le vibra la voz entre compasiva y vacilante. Bajo la bata, se adivinan verdaderos pechos que se alzan al ritmo de la respiración. Presiona las venas con el pulgar, suspira, concentrada en su trabajo. Llena los tubos uno por uno. Al llegar al cuarto renuncia. En principio, será suficiente. Si no, volverá a intentarlo después. En la habitación número 1 de la unidad Oeste el silencio produce vértigo. Mañana vendrá alguien a conectar la televisión. Mañana le traerán libros, revistas, cosas para hacer punto. Le montarán una nueva vida, una vida inmóvil para echar grasa.
Treinta y cinco grados de temperatura, ocho de tensión, amenorrea, alteraciones del sistema piloso, escaras, bajada de pulsaciones y de la tensión arterial, nos hallamos ante todos los síntomas de la desnutrición.
Él está al pie de la cama y se le nota ufano. Observen ustedes, señoras y señores. Anoche vino a parar a la planta doce de este hospital, que no tardará en hacerse famoso, un esqueleto de treinta y seis kilos y un metro setenta y cinco. Hasta el momento el mejor informe de relación peso/talla. Frente a él, en apretada fila y enfundados en inmaculadas batas, se empujan todos con el codo y miran con ojos de incredulidad la ficha prendida al pie de la cama. Se extrañan que la paciente no haya entrado aún en coma. Luego le pondrán la sonda enteral. La palabra restalla en el oído y se prolonga como una sirena de ambulancia. Han cerrado la puerta tras ellos, pero él concluye su comentario en el pasillo. Ella no oye lo que dice, sólo percibe esa nota nasal tan característica de su voz.
De pie, pierde el equilibrio. Sentada, le duele el trasero. Echada también. Se le clavan los huesos en la piel, una piel que es como papel maché, seca y gris, pegada al esqueleto. Es cierto, ¿cómo se puede llegar a eso? Cubierta por dos capas como una cebolla, espera.
El tubo va envasado en una bolsa estéril. Él dice no tenga usted miedo sólo es un poco desagradable, se introduce por la nariz, cuando llega a la garganta hay que tragar, después le haremos una radiografía para comprobar que la sonda está bien colocada en el estómago. Sólo tiene que tragar. Tragar. De vuelta en su habitación, se mira en el espejo. De la serpiente no queda más que un segmento de plástico transparente que sale de la fosa nasal derecha. Sujeto a la mejilla con un esparadrapo, pasa detrás de la oreja y cuelga ridículamente a la altura del hombro.
Conectará usted misma la contera en la máquina, toda la noche y como mínimo cuatro horas durante el día. La nutribomba parece una gran cafetera eléctrica. Han venido a instalarla sobre la mesa, junto a su cama. Si le hace daño en el vientre, puede reducirse la velocidad. Las enfermeras vendrán a verter los frascos en el contenedor varias veces al día y a purgar los aparatos. Un frasco, luego dos, luego tres…, hasta cinco al día, en función del peso ganado. El líquido desciende hasta la salida del estómago. Hasta el fondo, no se le vaya a ocurrir tomar el camino contrario. Cientos de calorías, predigeridas, preasimiladas, calorías de verdad, solapadas, contra las que no se puede luchar. Él dice que no hay otra solución. Porque ella ha apurado los límites y el cuerpo ya no puede componérselas solo. Dice que pasadas unas horas se olvida uno del tubo en la nariz y del ruido de la máquina. Dice que también tiene que volver a aprender a comer y que vendrá una dietista a hacer un chequeo y recetarle alimentación suplementaria.
De momento se retuerce como una lombriz en la cama. El tubo se rebulle a lo largo del estómago. Nota cada gota que desprende la máquina, nota que se hincha a ojos vistas. Escucha tan obsesivamente su vientre que deja de respirar. Unos cientos de mililitros de angustia invaden su cuerpo ronroneando. Se sofoca, solloza, muerta de miedo. Han venido dos enfermeras para intentar calmarla. Dice es imposible, no lo conseguiré, quiero irme, me da igual palmarla.
Él se aproxima, se acerca mucho, con precaución. Como si empujara con el dedo a un animal herido. Para ver lo que todavía puede hacerse. Ella sabe que no piensa ceder. Está ojeroso y se nota que tiene ganas de irse a su casa. Se le ve cómodo, enfundado en su bata, con esa arrogancia de la gente sana. Ha puesto la mano al lado de la suya en la cama, intenta hacerle entender que tiene que salir de ese agujero, que no tiene ya otra opción. La envuelve con palabras, sofoca esa angustia que la embarga, le planta cara, amparado en la confianza que deposita en ella, en esa vida futura que sólo él entrevé. Falto de argumentos cuando todos los demás no han sabido atajar su llanto, enfatiza su discurso con un «joder» tajante, un taco que resume todo lo demás, todo cuanto ha dicho, incluso la urgencia y la evidencia de su propósito. El miedo se disipa. Ya no está sola en su lucha consigo misma. Ha anochecido. Espera el improbable sueño.
Esa noche piensa en Louise. Su hermana inmensa, inmensamente hermana, por siempre jamás. Louise sola con ellos, contra ellos. Louise sola y lúcida. Esa noche piensa en Louise y le gustaría no haber llegado nunca a eso, no haber flaqueado nunca, sentir su manita en la suya, como antes, en el andén de la Gare du Nord, las dos, fundidas para siempre.
Anoréxica. Empieza como anorak, pero acaba en hic[1]. Al parecer muere de ello un diez por ciento. Por descuido, tal vez. Sin darse cuenta. De soledad, seguramente. A ratos lo piensa. No podía seguir así, sobre todo por el frío, y también por el cansancio. Está agotada. Ahora sabe que no se puede vivir con ese peso.
Ha transigido por unos kilos, para conjurar el peligro, para poder aguantar, sobre todo para sobrevivir. Pero no ha renunciado. No quiere perder el control. La vida de antes no es más que un recuerdo anestesiado y la de después se susurra como una promesa imposible. No quiere curarse porque sólo sabe existir a través de esa enfermedad que la ha elegido, esa enfermedad de la que hablan en los periódicos y en las conferencias, una búsqueda ciega y oscura que comparte con otras, anónimas y titubeantes cómplices de un crimen silencioso contra sí mismas. Habrá de pasar tiempo para que comprenda por qué ha llegado a eso. De momento se ha replegado en ese agujero negro que tiene en el estómago y que la aspira desde dentro. El cuerpo se ha impuesto, el cuerpo mermado, reducido como una piel de zapa, negado hasta en su existencia, ocupa ahora el centro del escenario —no se le ha pasado por alto la paradoja—, sin aliento, se subleva contra todo ese maltrato que se le inflige desde hace semanas, se resiste. Y ella, concentrada por entero en esa dilatación, no siente ya nada, no piensa ya nada, su alma ha dejado de sufrir.
Más adelante comprenderá que eso era lo que buscaba entre otras cosas, destruir su cuerpo para no percibir nada del exterior, no sentir otra cosa en su carne y en su vientre que el hambre. Necesitará tiempo para recorrer el camino a la inversa, remontarse lo más lejos posible, hasta las primeras desganas, los primeros alimentos desterrados fulminantemente del frigorífico, sin preaviso, remontarse todavía más lejos, cuando tenga que sacar de Dios sabe dónde esas heridas intactas conservadas en cámara frigorífica, para intentar explicar la construcción o la elección de su síntoma. Tendrá que extraer con precaución esos recuerdos, a menudo revueltos, almacenados como cerdos degollados, colgados de las patas, con la piel manchada de sangre seca, tendrá que luchar para no dar marcha atrás, a causa del olor a podrido que desprenden y que impide pararse mucho tiempo a estudiarlos.
Por el momento sólo le consta una cosa: quería hacerles daño, herirlos en lo más hondo, tal vez destruirlos. A su padre y a su madre. Que no se vayan de rositas. Venenosos ambos. Pero ahora sabe también que eso no cambiará nada, que puede arrojarles a la cara su cuerpo descarnado como un insulto, y todo ese asco que le inspiran los dos, sabe que lo suyo todavía puede durar mucho tiempo, que se dejará la piel sin que ellos se den por enterados. Es un buen punto de partida. Una vez aceptada la inutilidad de ese paso, se siente ya un poco mejor, el sabor amargo se disipa poco a poco en su boca. Entonces el futuro se lee en una balanza: quince kilos impensables, inimaginables, quince kilos que tiene que echarse encima para poder salir de ese hospital de quince plantas donde ha decidido volver a empezar. Los ascensores encogen el ánimo y las escaleras lo levantan.
Ha ido a verla Tad. Ni flores, ni caramelos. Sólo ese olor de fuera que desprende su ropa, esas mejillas sonrosadas que traen los primeros fríos. Ha echado un breve vistazo a la habitación, estás muy bien aquí. Se ha inclinado sobre la nutribomba, con cara de preguntarse cómo funciona eso. Tad es así, siempre pregunta cómo funcionan las cosas. Y si hace daño en la nariz semejante chisme. Dice tienes mejor aspecto, la verdad. Fuera empieza a hacer frío, sabes. Anuncian una gran huelga de metro la semana que viene. Va a tocar fastidiarse otros tres días. Por lo visto Nadine ha conocido a un tío. Sí, sí, palabra. Y Mona ha acabado dejándose ligar por Patrick, al final habrá acabado tirándosela por puro desgaste. Ya ves, ahora la que está completamente colada es ella. Se van a ir a África juntos. Tad ha llenado la habitación de pequeñas anécdotas jocosas. El tiempo se escurría entre sus manos extendidas. No ha hecho preguntas superfluas. Sólo su sonrisa y su voz. Cuando se pone el abrigo, ya ha anochecido.
Tad la abraza delante de la puerta del ascensor. ¿Me acompañas abajo? La separan doce plantas de tierra firme. Del asfalto. Laure se lo piensa. Al fin y al cabo, nadie dice que esté prohibido. En la planta baja del edificio, la tienda de regalos acaba de apagar las luces. Unos visitantes tratan de orientarse mirando hacia arriba, como si pudieran ver, a través de los pisos, el conjunto de habitaciones que se alzan sobre sus cabezas. Se ve a gente con batín agitando el pañuelo. Al otro lado de las puertas vidrieras, el aire nocturno acaricia el rostro de los que no dan miedo. Basta avanzar, plantar el pie en la alfombra de goma, las puertas se abren solas. Laure aspira profundamente, se llena con el ruido lejano de la calle. La corriente de aire le acaricia la piel y le alborota el cabello. Podría avanzar un poco más, bajar por la rampa de asfalto, seguir cerrando los ojos. Podría caminar en línea recta, atravesar el boulevard Ney, tomar la avenue de Saint-Ouen, caminar hasta quedar embotada, embriagada. Pero ya la invade la angustia. Fuera, pierde contacto con la realidad, fuera es un peligro para sí misma.
Tad le da un beso. Aguanta todo lo que puedas, tienes que reparar la máquina. La ha visto alejarse en la noche. Ha vuelto hacia los ascensores. De repente le ha venido el sabor a la boca, lo había olvidado como todo lo demás, la dulzura del chocolate blanco con coco que solían robar, sólo una tableta que se metían en la bata, al salir del colegio. Al llegar a casa de Tad, colocaban la merienda en la mesa baja del salón, calentaban un poco de leche, cortaban el chocolate en trozos, sacaban los cruasanes de la bolsa, fieles a ese ritual que seguía conectándolas con la infancia azucarada que sentían fundirse en el paladar, y de la que al poco sólo quedarían unas migajas en el fondo de un papel de plata. Cuando los padres de Tad salían por la noche, ellas se enfundaban las combinaciones de nailon y los pantalones de satén de su madre, los zapatos de tacón alto, fumaban cigarrillos imaginarios y se contoneaban en fiestas mundanas que no acababan nunca. Estaban pendientes del ruido de los coches, del ascensor, listas para guardar las cosas a la primera alarma, desnudarse, meterlo todo en el armario, deslizarse bajo el edredón, cerrar los ojos.
Ahora toca valorar el estado del inmueble. Comprobar el alcance de los daños. Él ha venido temprano para explicarle el desarrollo del «cambio de aceite gástrico». Ella no puede por menos de observarle la profunda poesía que subyace en dicha terminología. Él sonríe, pero prosigue. El reconocimiento, indoloro, consiste en suministrar al paciente, o lo que queda de él, una tortilla radiactiva. El objetivo es comprobar si el estómago, cuyo tamaño no es mayor que el de un bebé de seis meses, funciona normalmente. Sí, aunque los bebés no coman tortilla. Esta última recuerda curiosamente la del comedor, pero el vaso de agua que la acompaña, también teñido de rojo, es mucho más fácil de tragar. Cada media hora le hacen una radiografía. Eso permite calcular el tiempo que necesita el estómago, atrofiado por semanas de ayuno, para asimilar líquidos y sólidos.
Una tarde entera para digerir dos huevos, lleva su tiempo.
Mañana le harán tragar seis pastillas de plástico, asimismo visibles por rayos X, cuyo recorrido intestinal se seguirá mediante una radiografía, un recorrido jalonado de trampas y de amenazas morosas, hasta su evacuación por las heces.
Él observa cómo se ríe. Se reiría más fuerte si no estuviera tan flaca, tan débil también. Ella piensa en todo lo que podría tragarse, una zapatilla, un tenedor, una jabonera, en todos los objetos disparatados, «visibles por rayos X», que podría almacenar en el interior de su cuerpo, para sorprenderlo o asustarlo y que descubriría todas las mañanas, al acercar las radiografías a la luz blanca.
Al subir a la habitación, pasa delante de la sala de descanso. La espera una joven reclinada en un sillón de escay. Se está fumando un cigarrillo. Llama a Laure, se levanta. Sus manos nudosas buscan apoyo. Fatia es anoréxica reincidente. Tiene las mejillas hinchadas por varias semanas de sonda. Bajo su camisón aguanta un vientre redondo como una pelota de fútbol. Espía la llegada de un oído hospitalario, al fondo del pasillo. Cinco frascos al día, gime a quien quiera oírla. Se queja de que está tan hinchada que es incapaz de tragar nada. Pide que alguien la acompañe a su habitación. Se acomoda en la cama y conecta la sonda. Le hacen ruido las tripas.
Es lo que quería. Que alguien asista a ese bárbaro ritual, que alguien sea testigo de su dolor. Ya puedes irte, dice, ahora me encontraré mejor.
El carro ya está delante de la puerta. Las auxiliares sirven las cenas mientras hablan entre ellas. Apenas son las seis. Ya me diréis —psicológicamente hablando— cómo se puede tener hambre a estas horas. De buena gana arrojaría la bandeja al otro extremo de la habitación y lloraría gustosa con todas las lágrimas de su cuerpo, pero el llanto corta el apetito. Se sienta con las piernas cruzadas y acerca la mesa hasta ella. Inspira profundamente y levanta la tapadera.