Aceptó la cita debido al frío. La primera vez, cuando él la llamó. Una voz desconocida, nasal, le ofrecía ayuda, una noche de otoño, una noche como otra cualquiera: pegada al radiador. Debido al frío pero no sólo por eso. Al principio se negó. Quién te manda meterte en esto. Él le hizo preguntas sobre su estado físico, no le preguntó cuánto pesaba, ni cuánto comía. No. Más bien preguntas de entendido, incluso de experto, preguntas concretas, directas, para calibrar el grado de urgencia. Mientras ella se prestaba al juego, él iba ganando tiempo. Ese tiempo que ella ya no podía perder, ese tiempo tenue, tenso contra la muerte como un último respiro, frágil.
Le dijo eso antes de todo lo demás, que no quedaba ya mucho tiempo. Ella advirtió que también sabía algo de la soledad, de lo que significa sentirse encerrado. Mientras hablaba y hacía preguntas, ella retorcía con los dedos el cable del teléfono. Minutos antes se había puesto un tercer jersey, se había hecho un ovillo —suponiendo que se pueda hablar de hacerse un ovillo con esos huesos puntiagudos—, contestaba sin meditar, como si recitara una fábula que se supiera desde hacía tiempo, sin pararse a pensar. Simplemente quería ser educada.
Él dijo que era demasiado tarde, sola no podrá salir adelante, yo puedo ayudarla, venga a verme a mi consulta el miércoles, la esperaré. Ella buscó con los ojos los cigarrillos. No se vio con fuerzas para despegar la espalda del radiador para coger el paquete que tenía delante.
Por primera vez alguien gritaba para que se volviera, alguien la llamaba, sabía ponerle un nombre a aquel sufrimiento, el sufrimiento de su cuerpo. Por primera vez alguien acudía a buscarla allí donde los demás no podían, no se veían ya capaces.
Él le pedía, le ordenaba que acudiera. Sabía que todo dependía de ese primer contacto. Ella se imaginaba la aprensión que había sentido, quizá, al marcar el número. Oía, a través de las inflexiones de su voz, el miedo a fracasar y también esa voluntad brutal que tenía de convencerla.
Colgó el teléfono. Permaneció largo rato postrada. Pero quién me mandará meterme en esto.
El miércoles cogió el metro hasta el hospital. Apenas podía caminar. Entró en el consultorio, se sentó frente a él. No se le ocurría nada que decir, estaba vacía, totalmente vacía. Él le hizo unas preguntas, por cumplir, y luego casi le suplicó, tengo una habitación para usted, tal como está no puede marcharse. Ella se negó. Él buscaba las palabras adecuadas para retenerla. Tenía las manos posadas en el escritorio, aquellas manos menudas que un día deslizaría por su piel transparente.
Era demasiado pronto, a pesar de ese tiempo que ella ya no tenía. Él no cesó de repetir que no se podía recoger a la gente en la calle, no se les podía obligar. Ella cerró la puerta al salir, titubeante, volvió a tomar el metro sin poder derramar una lágrima.
Volvió el siguiente miércoles, y también el siguiente. Atravesó todo París para verlo. En el hospital, siguió hasta la consulta la línea verde que se escondía bajo sus pies. A lo largo de los pasillos, no podía ya oír el roce de su paso vacilante. Aguardaba en la primera planta ante su consultorio retorciéndose los dedos. Ignoraba por qué razón estaba allí en realidad, como no fuera la vaga intuición de que algún día podría dejar en aquel lugar su cuerpo vacío.
Una mañana notó que el frío había llegado hasta la extremidad de sus miembros, a las uñas, al pelo. Marcó el número del hospital y pidió que le pusieran con él.
La muerte latía en su vientre, podía tocarla.
De eso hace mucho tiempo. Él le salvó la vida. Al escribirlas, estas palabras parecen ampulosas, pero fue así. Aún ahora, pese a los años transcurridos y al placer de vivir que recobró, lo dice cuando se refiere a ello: él me salvó la vida.