¿Puede razonablemente afirmarse que la Iglesia está en vísperas de conquistar el mundo? Si hiciéramos esta pregunta concibiendo a la Iglesia como una potencia colonial, como un imperio, la respuesta debería ser rotundamente negativa. La Iglesia no ha sido nunca tal cosa, ni lo será, ni pretende serlo. Ni siquiera en la Edad Media acarició nunca la Iglesia el propósito de convertir el mundo en un gigantesco estado teocrático. Lo que hoy quiere la Iglesia no es otra cosa que lo que quiso el apóstol san Pablo, lo que quisieron los primeros apóstoles: predicar la fe en todas las partes del mundo, enseñar el camino de la salvación al mayor número posible de hombres. Éste es el fin por el que luchará siempre, incluso con medios políticos: la libertad para predicar la fe y para cuidar de las almas. Para conseguirlo, no se arredrará ante ningún conflicto con los imperios seculares. Le es indiferente, por lo demás, quién mande en la India, en China, en Australia o en el África central, qué constituciones adopten los pueblos, en qué forma se desenvuelva su vida política y económica. A partir del siglo XVI, la Iglesia se aprovechó de las oportunidades que le brindaba la era colonial, y se mostró agradecida a las potencias coloniales cuando éstas favorecieron su labor pastoral. Pero sólo indirectamente le afectará la desaparición del sistema colonial, a la que hoy asistimos.
Podemos seguir preguntando, empero, y ésta es la pregunta fundamental de toda la historia eclesiástica: La Iglesia católica de hoy, ¿es aún la Iglesia de Cristo y los apóstoles? La Iglesia es actualmente un gigantesco aparato con códigos legislativos, sistema administrativo y financiero, prensa y representaciones diplomáticas. ¿Es esto todavía la Iglesia del pescador del lago de Genezaret, del tejedor de tiendas de Tarso, la Iglesia de pentecostés y de las catacumbas?
Lo es, al menos, en cuanto todos sus actuales obispos derivan su consagración y su ministerio directamente de los apóstoles, en sucesión ininterrumpida; y de un modo especial porque el papa es el CCLXVIII sucesor del apóstol Pedro. Su fe y su doctrina no es nada más ni nada menos que la doctrina de Cristo y de los apóstoles. La Iglesia está aún hoy ocupada en llevar a la práctica el mandato del Señor: Id y enseñad a todas las gentes y bautizadlas en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Pues sí, hoy está ya la Iglesia en situación de cumplir este mandato en toda su extensión literal. Aún hoy celebra la Iglesia el gran legado del Señor, la eucaristía, que es manantial de vida y lazo de unión de toda la cristiandad, sólo que hoy, en lugar de los doce sacerdotes reunidos en el cenáculo, tiene más de trescientos mil que, esparcidos por toda la haz de la tierra ofrecen diariamente el sacrificio de la Nueva Alianza. La Iglesia puede decir con orgullo: Si algún mandamiento de mi divino fundador he cumplido, es el que me dio en su hora más santa: «Haced esto en memoria mía».