XVI

EN EL SIGLO XIX

El decurso exterior de la historia eclesiástica en el siglo XIX viene en gran parte determinado por el hecho de enfrentarse la Iglesia con una concepción del Estado totalmente nueva. En sí misma, la Iglesia no depende del Estado, sino que puede vivir y desarrollarse en cualquier país, bajo cualquier régimen político, con tal que sea razonable, bajo cualquier gobierno, siempre que sea honrado. Pero como su acción se efectúa en el mismo espacio que la del Estado, y ejerce su tutela sobre las mismas personas que éste, y además carece de todo poder material para imponerse frente a la autoridad política —o al menos su fuerza es casi nula comparativamente—, la actitud que frente a ella adopte el Estado tiene siempre una importancia, no decisiva, pero sí muy grande.

Era ya la cuarta vez, al menos, que la Iglesia tenía que habérselas con una nueva concepción política. El antiguo Imperio romano había sido un estado militar y burocrático que abarcaba todo el mundo entonces conocido; pero en el fondo se reducía a un aparato administrativo, y aun de mallas relativamente anchas. En la Edad Media surgió en su lugar el sistema monárquico y feudal, al cual la jerarquía eclesiástica se incorporó en medida mayor de lo que hubiera sido conveniente. Los siglos XV y XVI trajeron el paso a los estados territoriales, países sometidos a un solo príncipe, el cual regía sus dominios, o sea, su propiedad, con completa independencia y a través de sus funcionarios.

El nuevo concepto del Estado.

La Revolución francesa y la formación de las repúblicas americanas hicieron surgir una concepción del Estado totalmente inédita. El Estado no era ya la dinastía, sino el país y su población. El pueblo se da a sí mismo la constitución, es decir, se crea el Estado, sea éste monárquico o republicano, y aparece ahora ante la población como una entidad dotada de vida propia. De hecho es una abstracción, no una persona física como el príncipe medieval; pero se le atribuye vida y capacidad de actuar como si fuera tal persona. Los habitantes del país son el Estado, pero el individuo es un súbdito de éste, en la misma o mayor medida en que antes era súbdito del monarca.

En esta nueva concepción política hunden sus raíces el totalitarismo y el nacionalismo, las dos dominantes que informan el curso de la historia contemporánea. De todos modos, pasó algún tiempo antes de que salieran a la superficie todas sus consecuencias. En Europa éstas no se desplegaron del todo hasta después de la revolución de 1848.

La voluntad del pueblo.

El poder del Estado se compone de tres elementos: el legislativo, el judicial y el administrativo o ejecutivo. Ninguna de estas tres funciones pueden ser ejercidas efectivamente por la totalidad de la población, sino que deben estar en manos de funcionarios individuales que atienden a la voluntad de aquélla. El problema fundamental de la democracia, sea del tipo que sea, consiste, pues, en cómo debe expresarse la voluntad del pueblo, o mejor dicho, en cómo se determina cuál es esta voluntad. En principio, el pueblo, la multiplicidad de los ciudadanos, tienen tantas voluntades como cabezas. Si se toma como criterio la mayoría, es decir, si se considera como voluntad del pueblo el parecer expresado por el mayor número de ciudadanos, sea esta mayoría absoluta o relativa, ello implica ya una restricción del concepto de «democracia», puesto que la soberanía no compete ya en la voluntad del pueblo entero, sino a la de un número mayor o menor de personas individuales, a las que se enfrenta un número mayor o menor de individuos de voluntad divergente.

Todo el siglo XIX está dominado por la tendencia a convertir en principio decisivo de gobierno el simple número de votos. Ésta es la dirección que en todos los países adopta la elaboración del derecho electoral. En las constituciones surgidas o reformadas después de 1848, la mayoría de sistemas electorales son todavía de tipo indirecto, es decir, los electores de primer grado eligen sólo unos mandatarios, los cuales designan luego los diputados que deben formar el parlamento. Subsistían también discriminaciones según las clases sociales, en virtud de las cuales los votos de aquellos electores que poseían una mayor responsabilidad o pagaban mayores impuestos, pesaban más que los otros. Las elecciones se hacían, además, según distritos, y cada diputado era elegido por una demarcación local. Con todos estos expedientes se pretendía conocer la voluntad real de la población y evitar que la decisión dependiera sólo de los momentáneos estados de espíritu de la masa irresponsable. El mismo objeto perseguía el sistema bicameral, establecido en casi todos los países. Con el tiempo estas restricciones fueron desapareciendo y dieron paso a derechos electorales basados sólo en la suma aritmética de los votos.

Al principio, los organismos legislativos estaban formados por personalidades individuales, que los electores conocían y que sólo al abrirse el parlamento se reunían en grupos o partidos. Los partidos no se convirtieron en organizaciones permanentes hasta fines del siglo XIX; pero no eran organizaciones de diputados, sino de electores, y al final lo que éstos elegían no eran los diputados, sino las listas de los partidos. Con ello, las primitiva idea democrática quedaba convertida en la idea exactamente contraria. No es ya el pueblo el que gobierna a través de los hombres que ha enviado al parlamento y en los que ha depositado su confianza, sino los comités directivos de los partidos, a los cuales tienen que someterse tanto los electores como los propios representantes.

De aquí al uso de la fuerza por los dirigentes de los partidos, sólo media un paso. Es perfectamente posible que en estados originariamente gobernados según los principios democráticos, se establezca la dictadura de un partido o el terror de un partido, pues lo que en último término decide no es ya el número de partidarios sino la decisión y fuerza combativa de la organización respectiva. Y en efecto, las dictaduras de una minoría no son una rareza, ni en Sudamérica ni en Europa.

La omnipotencia del Estado.

Si nuevas eran las tareas que planteaba a la Iglesia la general implantación del sistema parlamentario, sus dificultades se vieron aún agravadas por la tendencia, que domina ya todo el siglo XIX, de conceder al Estado la plenitud del poder.

Una cosa es consecuencia de la otra. Es una ironía de la historia que los que creían luchar por la libertad de los hombres y se llamaban por eso liberales, hayan sido justamente los que han forjado las cadenas políticas que tantos y tan terribles sufrimientos han acarreado a la humanidad. Y hoy nos suena también como una ironía, cuando oímos las acusaciones que cien años atrás dirigían los liberales a la Iglesia, inculpándola de haber esclavizado a los pueblos y a las conciencias de los individuos. En realidad, no costó poco a los católicos de todos los países conseguir que el estado liberal respetara su derecho «a ser felices a su modo», y a no depender en sus convicciones patrióticas de gobiernos que, por su parte, cambiaban a cada momento de convicción.

Los estados modernos se irrogan cada vez más atribuciones en las esferas legislativa y administrativa. Ello afecta indirectamente a la Iglesia, sobre todo cuando se trata de puntos tales como el matrimonio y la familia, la escuela y los servicios sociales; pero puede también afectarla directamente, si el Estado intenta reglamentar los bienes eclesiásticos, la organización eclesiástica o la cura de almas en sentido estricto.

Muchos de estos problemas son anteriores al siglo XIX. Ya en la era del absolutismo la Iglesia tuvo de defender continuamente su libertad en la provisión de los cargos pastorales. En este punto, el nuevo régimen trajo incluso una mejora. Pero en conjunto la Iglesia se ve obligada cada vez más a defenderse contra las intromisiones del Estado, que todo lo pretende atraer a su esfera, y a luchar, no sólo por el derecho de atender a las almas y por la protección de este derecho, sino demasiado a menudo por la simple posibilidad de ejercer su ministerio pastoral.

A todo esto viene a añadirse todavía otro factor: un profundo cambio en la concepción del derecho y la justicia. El siglo XIX había sido un siglo jurídico por excelencia. Quizás en ningún otro floreció tanto la ciencia del derecho, ni se concedió tanta atención a la jurisprudencia, ni se desplegó una tan intensa actividad legislativa. Pero el siglo XIX se inclinaba demasiado a confundir la justicia con la legalidad. La gente se acostumbró a no preguntar si los gobiernos tenían derecho a adoptar una determinada medida, con tal que ésta se aplicara dentro del marco de la constitución y hubiera sido votada por la mayoría de la cámara. Así, en el más legalista de todos los siglos pudieron ocurrir injusticias e incluso atropellos que jamás habían conocido los más bárbaros tiempos de la alta Edad Media: denuncias unilaterales de concordatos y tratados recién firmados, confiscación violenta de bienes eclesiásticos, disolución de órdenes, expulsión de religiosos, penalización de actos pastorales, y todo ello en nombre de la ley.

El resultado de todo lo dicho fue que, en la mayoría de países, durante todo el siglo la Iglesia se vio enzarzada en una lucha franca o latente con los partidos constantemente cambiantes o con los gobiernos implantados o derribados por éstos. De suyo, la Iglesia no defendía ningún programa político. Con el tiempo, la Iglesia pudo incluso reconciliarse con un gobierno originariamente hostil, y concertar con él un modus vivendi. La experiencia enseña, en cambio, que los cambios violentos suelen afectar desfavorablemente la existencia de la Iglesia.

Idiosincrasia política de los católicos.

Aunque la Iglesia no posea ningún programa político, aparte del interés que siente porque sean respetados sus derechos, en el curso del siglo XIX, a medida que círculos cada vez más amplios de la población adquirían el derecho e incluso el deber de intervenir en la vida política, se fue concentrando entre los católicos de los diversos países una actitud coincidente en muchos puntos, que en cierto modo era de carácter político. En principio, los católicos solían estar de parte de la autoridad. Sólo cuando los gobiernos practicaban una política antirreligiosa se veían obligados a adoptar muy a pesar suyo una actitud de oposición, aunque ésta se expresara más en un abstencionismo malhumorado que en una resistencia activa, y mucho menos violenta. En la vida política el católico suele portarse timoratamente, con un espíritu de pequeño burgués. Ama su religión, sus costumbres, su familia, su hogar y su patria, pero ante todo desea que le dejen en paz. Los conflictos le asustan. En los países en que durante el siglo XIX aparecieron partidos políticos que profesaban defender los intereses de la Iglesia, no solía resultar difícil convencer a los católicos de lo acertado y necesario de sus programas, pero sí, en cambio, llevarlos a las urnas llegado el día de la verdad. El católico fácilmente presta fe a bellas palabras y promesas. Le basta que un gobierno antirreligioso haga un pequeño gesto de amistad, para creer que todo se ha arreglado. De todos modos, su paciencia conoce límites. Hay cosas por las que no pasa: la omnipotencia del Estado, su pretensión de querer reglamentarlo todo. En tales casos, es capaz de oponer una resistencia increíblemente tenaz. Un caso característico es el ocurrido en los Estados Unidos durante la larga campaña sobre la prohibición de las bebidas alcohólicas: la mayoría de católicos estaban en contra de la prohibición, no por razones éticas y mucho menos porque fueran amigos de la bebida, sino por instinto. No querían que el Estado se metiera en sus asuntos privados. En muchos países, si no en la mayoría, los gobiernos han tratado a los católicos partiendo de un punto de vista profundamente erróneo, a pesar de que apenas hay otra parte de la población que sea tan fácil de gobernar. Este fenómeno va de la mano con el énfasis puesto, en el siglo XIX, sobre el concepto de Estado y sobre el nacionalismo, que a menudo constituían una sola y única cosa. El siglo XIX substituyó el patriotismo por la vanidad nacional y el afán de grandeza. En política, lo que con frecuencia decidía no era el bien del país, sino el prestigio: en política colonial, en las relaciones comerciales, hasta en las distintas ramas de la economía. De ahí también el esfuerzo del Estado para controlar lo más posible la educación de la juventud. En los manuales escolares prescritos por los gobiernos solían inculcarse en las mentes infantiles las ideas de unidad y libertad nacional, de poder, grandeza y gloria, a veces con ayuda de las falsedades más ridículas. Partiendo de estas premisas, muchos gobernantes miraban a la Iglesia católica como una potencia extranjera y, por tanto, enemiga. La actividad de la Iglesia les parecía una injerencia exterior que atentaba contra la dignidad nacional. Los católicos del país tomaban el aspecto de una minoría étnica, de una población irredenta, que gravitaba en torno a un centro político extranjero. En la necesidad de concertar o sólo negociar tratados con «Roma», muchos veían ya una humillación nacional.

Todo esto venía, naturalmente, de una ofuscación, y en consecuencia el trato dado a los católicos como elementos sospechosos o poco de fiar era absurdo y profundamente equivocado, y no sólo injusto sino incluso contrario al interés del Estado. Cierto es que en todos los países hubo católicos de espíritu débil que reaccionaron contra este trato exagerando su patriotismo y aprovechando la menor oportunidad para mostrarse tan nacionalistas como el que más. Pero la mayoría, aun sin dejarse extraviar en su patriotismo y en su lealtad, se limitaron a sufrir y a indignarse en silencio.

LA EVOLUCIÓN POLÍTICA EN LOS DIVERSOS PAÍSES

En conjunto, durante el siglo XIX en cada uno de los países se repite casi siempre el mismo juego: en cuanto sube al poder un gobierno radicalmente liberal, se confiscan los bienes de la Iglesia, se expulsan religiosos, se infieren vejaciones a los prelados y se limita la libertad de enseñanza. Si viene luego un gobierno más moderado, la Santa Sede, a cambio generalmente de abandonar algunas posiciones, concluye un concordato que luego vuelve a ser conculcado por el próximo gobierno liberal.

Portugal.

En Portugal lo que desencadenó una persecución en toda forma fue en su origen una disputa dinástica. Cuando murió en 1826 el rey Juan VI, procedente aún de la época de Pombal, su primogénito Pedro, que desde 1822 era emperador del Brasil, renunció al trono portugués en favor de su hija María, entonces de tres años de edad. Con ello conculcaba los derechos de su hermano Miguel, que era favorable a la Iglesia, y que contaba con la adhesión de la mayoría de la población. Con ayuda del extranjero, don Pedro consiguió expulsar a su hermano (1834). La regencia que gobernaba en nombre de María da Gloria consideró que la Iglesia era una aliada de don Miguel, y procedió a encarcelar sacerdotes, deponer obispos, confiscar bienes eclesiásticos y suprimir todos los conventos masculinos. María, una vez llegada al trono, restableció en 1840 las relaciones con la Santa Sede, pero murió en 1853. Fueron sucediéndose los ministerios anticlericales. Un concordato concertado en 1857 ni siquiera fue publicado. Pío IX amonestó en 1862 a los obispos por su debilidad frente al gobierno. En el concilio Vaticano sólo se presentaron tres. A fines del siglo mejoró la situación de la Iglesia. Pero en 1908 el rey Carlos fue asesinado, en 1910 se expulsó a su sucesor Manuel II, y la nueva república procedió en seguida a expulsar a los jesuitas, nacionalizar los bienes de la Iglesia y a aplicar lo que llaman separación de la Iglesia y el Estado, con los excesos habituales en tales casos. Las relaciones diplomáticas con la Santa Sede se rompieron en 1913.

España.

La constitución liberal y en parte antirreligiosa de las Cortes de Cádiz (1812) no llegó a aplicarse en el país, ocupado como estaba por los franceses. Cuando regresó Fernando VII en 1814, la abolió, pero en 1820 una revolución le obligó a restablecerla. El gobierno constitucional que se le impuso, expulsó a los jesuitas, cuya orden acababa de ser restablecida, confiscó los bienes eclesiásticos e impuso severas penas a los sacerdotes reacios. El rey pudo, sin embargo, restablecer el régimen absolutista; pero a su muerte estalló otra revolución, agravada todavía por la guerra civil encendida por la cuestión sucesoria. Este conflicto era análogo al que en el mismo tiempo hacía estragos en Portugal: Fernando había nombrado heredera a su hija de tres años Isabel, y su hermano Carlos pretendió el trono por ser el más próximo heredero masculino. Don Carlos contaba con muchos partidarios, sobre todo en las provincias vascas de espíritu arraigadamente católico. La regencia en nombre de Isabel, durante un tiempo ejercida dictatorialmente por el general Espartero, era declaradamente antirreligiosa. En 1837 nacionalizó todas las propiedades de la Iglesia. En 1841 sólo quedaban seis obispados ocupados por su titular. La situación no mejoró hasta que Espartero fue derribado, e Isabel tomó en sus manos el gobierno. En el concordato de 1851 la Iglesia renunciaba a una gran parte de sus bienes, mientras el Estado tomaba a su cargo las obligaciones correspondientes. El destronamiento de Isabel en 1868 y la proclamación como rey de España de Amadeo, hijo de Víctor Manuel de Italia, no permitía a la Iglesia esperar nada bueno; sin embargo, Amadeo tuvo que abdicar al poco tiempo (1873), y el hijo de Isabel, Alfonso XII, promulgó en 1876 una nueva constitución en la que volvía a declararse el catolicismo religión oficial. Hacia fines de siglo volvieron a advertirse síntomas de nuevas tempestades.

El rey Alfonso XIII, con toda su buena voluntad y su devoción a la Iglesia, no tuvo más remedio que aceptar una sucesión de gobiernos liberales. Las tumultuosas manifestaciones que en 1909 se organizaron en toda España, para protestar contra la ejecución del anarquista y librepensador Ferrer, eran un signo de muy mal agüero. Pero la explosión no vino hasta después de la primera guerra mundial.

Francia.

Después de la restauración de la monarquía borbónica en 1814, la política interior de Francia estuvo al principio dominada por la reacción contra los anteriores tiempos de revolución y de guerra. El tratado de 1822 renovó en lo esencial el concordato de 1801. Pero ya en el reinado de Carlos X (1824-1830) apareció en la cámara una mayoría liberal que, entre otras cosas, impuso la expulsión de los jesuitas. Desde la revolución de julio de 1830, el catolicismo no fue reconocido como religión oficial, sino como religión dé la mayoría de los franceses. Sin embargo, el poderoso movimiento católico que entre tanto se había hecho sentir en el país, surtió también sus efectos en la política. En una tenaz lucha en pro de la libertad de enseñanza, los católicos, bajo la dirección de Montalembert, obtuvieron importantes éxitos. La completa libertad de enseñanza fue concedida en 1850. El segundo Imperio, bajo Napoleón III, daba extraordinariamente la impresión de ser para la Iglesia un período de esplendor, gracias sobre todo a la influencia de la emperatriz Eugenia, que era sinceramente religiosa. El emperador, en cambio, era personalmente indiferente; en la cuestión romana, que entonces conmovía a todos los católicos, su actitud era muy singular, pues si de un lado protegía al papa, por otro fomentaba con todos los medios a su alcance el movimiento nacional italiano, dirigido contra el papado. Por debajo de la superficie, el anticlericalismo iba adquiriendo proporciones amenazadoras bajó el régimen de Napoleón, y después de la caída de éste en 1870 informó la política de los gobiernos siguientes. Gambetta, al que se celebraba como a un héroe nacional, pronunció en 1877 la famosa consigna: «El clericalismo, he ahí el enemigo». En el año 1880 fueron clausurados todos los establecimientos de enseñanza de los jesuitas; en 1881 se implantó la escuela laica, en 1882 se permitió legalmente el divorcio y en 1886 la enseñanza religiosa fue suprimida. Las leyes antirreligiosas fueron acumulándose desde 1900, hasta que en 1904 se suprimieron todas las órdenes religiosas de enseñanza, masculinas y femeninas, lo que supuso la clausura de catorce mil escuelas católicas. Aquel mismo año se rompieron las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. La llamada separación de la Iglesia y el Estado fue consumada por las medidas adoptadas en 1905, en virtud de las cuales el Estado, aunque se apropió de todos los bienes eclesiásticos, suspendió todos los subsidios destinados a atender a las necesidades del clero y de las instituciones religiosas. Poco provecho pudo sacar el Estado de la secularización de los bienes de la Iglesia. La esperada lluvia de millones no se produjo, pues los monasterios eran mucho menos ricos de lo que se creía, y los beneficios de la liquidación desaparecieron, en su mayor parte, entre las manos de los funcionarios. De todos modos, aunque los católicos, por causa de sus discrepancias políticas, no estaban en situación de impedir en el parlamento la promulgación de las leyes antirreligiosas, su influencia sobre la opinión pública era demasiado grande para que el gobierno pudiera mantener durante mucho tiempo una actitud tan radical. Subsistió, sin embargo, la inseguridad jurídica en que se hallaba la Iglesia.

Países Bajos.

En Holanda el calvinismo había dejado de ser religión oficial desde 1798. La unión con Bélgica (1815-1830) tuvo incluso por consecuencia que en el país hubiera una mayoría católica. Pero el concordato de 1827 no fue llevado a la práctica, y en 1830 volvió a separarse Bélgica. Con esto los católicos volvieron a quedar en minoría, pero se mantenían unidos, y el gobierno se portó en general con serenidad y benevolencia. En 1853 se organizó la jerarquía católica, con un arzobispo y cuatro obispos. Bien organizados y sin nada que trabara su actividad, los católicos pudieron apuntarse considerables éxitos en su labor pastoral y sobre todo en la enseñanza.

Bélgica.

La constitución de 1830 era favorable a la Iglesia: dejaba al papa las manos libres para el nombramiento de los obispos, y concedía completa libertad de enseñanza y coalición. Aunque también aquí hubo parlamentos y ministerios con mayoría liberal que en 1879 consiguieron introducir una ley de enseñanza de inspiración laica, los católicos reconquistaron la mayoría en 1884, y desde 1895 se declaró obligatoria la enseñanza de la religión en las escuelas públicas.

Inglaterra.

A diferencia de los demás países, en Inglaterra las ideas de la revolución francesa acerca de la igualdad civil y de la democracia, operaron en beneficio de los católicos. Durante los años revolucionarios, Inglaterra fue un refugio para muchos sacerdotes franceses. Ya antes de terminar el siglo XVIII se revocaron varias de las leyes penales y discriminatorias contra los católicos. El abogado y político irlandés Daniel O’Connell obtuvo en 1829, por el bill de emancipación, la plena igualdad de derechos cívicos. Aumentaba sin cesar el número de católicos, que en Inglaterra (sin contar Irlanda) en 1800 estaba muy por debajo de los cien mil. El movimiento llamado de Oxford (a partir de 1833) no sólo trajo consigo muchas conversiones, sino que aumentó también el prestigio de la población católica. En 1836 se suprimieron las contribuciones que los católicos irlandeses tenían que pagar a la Iglesia anglicana, y en 1845 se reconoció a la Iglesia de Irlanda el derecho a poseer bienes. Aunque no sin resistencia, en 1850 fue restablecida en Inglaterra la jerarquía católica, con un arzobispado y doce obispados; en 1878 se hizo lo mismo en Escocia, con dos arzobispados y cuatro sufragáneas. Como nada quedaba de los antiguos bienes eclesiásticos y, por lo demás, el gobierno concedía una gran libertad en todo el campo de la enseñanza, la conclusión de un concordato con Inglaterra no fue nunca necesaria. Se sospecha que Eduardo VII se convirtió al catolicismo en su lecho de muerte (1910). Al subir al trono su sucesor se suprimieron del juramento de la coronación todos los artículos anticatólicos.

Canadá.

En el Canadá reinaban para la Iglesia las mismas favorables condiciones que en Inglaterra. Un obstáculo para su desenvolvimiento era aquí la aguda oposición que se hacía sentir entre los católicos de lengua francesa y los de lengua inglesa, aunque ello no dejaba también de fomentar entre unos y otros un cierto espíritu de sana competición.

Estados Unidos de América.

La constitución de los Estados Unidos, al no hacer referencia a ninguna religión en particular, limitándose a proclamar la igualdad de los derechos individuales, resultó favorable para la minoría católica. Sin embargo, la población no era en estas materias tan indiferente como la constitución, y los católicos, especialmente en la primera mitad del siglo XIX, tuvieron que sufrir no pocas vejaciones e incluso actos de violencia contra los cuales resultaba insuficiente la protección de las leyes. Al principio eran, además, los católicos muy pobres. Hasta mediados del siglo la Iglesia dependía de Europa no sólo en cuanto a sus sacerdotes, sino también en lo referente a sus medios materiales. Tanto más es de admirar la actividad desplegada por los católicos, que a pesar de constituir apenas un quinto de la población total, poco a poco fueron ascendiendo a una posición de elevado prestigio tanto en el Estado como en la sociedad.

Iberoamérica.

A diferencia de lo que ocurría en Inglaterra y en los Estados Unidos, en la América latina las cuestiones de política eclesiástica ocupaban el primer plano de la actualidad. Los nuevos regímenes se consideraban sucesores del estado español, incluso en lo referente al patronato eclesiástico. Pero España no estaba dispuesta a abandonar los derechos de la corona en este campo, ni siquiera después de haber perdido todo su poder político en América. La Santa Sede, influida por la Santa Alianza, empezó mirando a los nuevos estados como rebeldes y se mantuvo en un principio al lado del derecho escrito y, por tanto, del gobierno español. El resultado fue que al final de las guerras de independencia, que duraron casi veinte años, apenas quedaba ningún obispo en toda la América latina.

Por de pronto, la Santa Sede intentó nombrar vicarios apostólicos, como en las tierras de misión, pero con ello no estaban de acuerdo ni España ni los católicos americanos. A instancias del presidente Bolívar, León XII nombró en 1828 dos obispos para Colombia, pero al propio tiempo hizo saber al gobierno español que este paso no implicaba ninguna cesión del patronato al presidente. Sin embargo, Fernando VII manifestó su oposición rompiendo las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. En el conclave de 1830 el gobierno español opuso el veto al cardenal Giustiniani, antiguo nuncio en Madrid, por su actitud en la cuestión del patronato. Pero al morir Fernando VII en 1833 y estando España paralizada por efecto de la guerra civil, Gregorio XVI reconoció formalmente la república de Colombia y le envió un nuncio. No tardó en hacerse lo mismo con los demás estados, con lo cual se puso fin a la «cuestión de las investiduras» americanas.

También en otros respectos había comenzado bajo desfavorables auspicios la política religiosa en las nuevas repúblicas. La mayor parte de las instituciones religiosas, y especialmente las escuelas superiores, habían desaparecido. Escaseaban las vocaciones sacerdotales y se hacía notar la ausencia de una clase culta de seglares. El anticlericalismo liberal, fatal herencia de los últimos tiempos españoles, pudo desarrollarse libremente en América, mientras en Europa era tenido a raya durante un tiempo gracias a la reacción de la era de Metternich. En América, la lucha contra el clero y la Iglesia tomaba a veces el aspecto de una lucha contra España y el sistema europeo.

La Santa Sede no pudo concertar concordatos con las distintas repúblicas hasta pasada la mitad del siglo XIX: en 1852 con Costa Rica y Guatemala, en 1861 con Honduras y Nicaragua, en 1862 con San Salvador. En Venezuela, inmediatamente después de la firma del concordato en 1862, estalló una persecución, y la normalidad no pudo restablecerse hasta 1875. En el Ecuador, el presidente García Moreno, profundamente católico, concluyó un concordato en 1862, que, aunque abrogado después del asesinato de aquél en 1877, fue restablecido, si bien con modificaciones, en 1881 y 1890. El concordato con Colombia fue firmado en 1881 y completado en 1890 con acuerdos adicionales. En las demás repúblicas regía la llamada separación de la Iglesia y el Estado. Pero incluso en los países donde existía un concordato, el valor de éste quedaba aminorado por los continuos cambios de gobierno y de régimen.

Acaso es en Méjico donde mayor era la inseguridad jurídica de que sufría la Iglesia. Se ha calculado que hasta 1867 hubo en Méjico treinta y seis cambios constitucionales, con setenta y dos distintos jefes de gobierno. El imperio de Maximiliano de Austria (1864-1867), en el que muchos católicos habían puesto sus esperanzas, resultó una decepción, pues Maximiliano era liberal y además fue asesinado a los tres años de gobierno. El nuevo presidente, el indio Benito Juárez, que había derribado al emperador, se reveló como un perseguidor de la Iglesia de la peor índole. La Iglesia sólo gozó de tranquilidad bajo la larga presidencia de Porfirio Díaz (desde 1877), pero en el siglo XX volvieron a desencadenarse graves persecuciones.

Considerado en conjunto, la Iglesia hizo en Hispanoamérica, tanto en el aspecto interior como en el exterior, progresos mucho mayores de lo que permitía esperar lo desfavorable de las circunstancias políticas. En efecto, un fenómeno característico de los pueblos latinos es que el Estado y el pueblo sigan caminos por completo divergentes. La realidad no siempre coincide con el tenor literal de la legislación en vigor. Aunque, por ejemplo, en la historia de estos países se oiga hablar con frecuencia de supresión o expulsión de las órdenes religiosas, y aunque ello acarreará habitualmente la pérdida o menoscabo de muchos bienes eclesiásticos, lo habitual era, sin embargo, o que los religiosos no llegaran a moverse del país, o que regresaran a él al poco tiempo. Así, la cura de almas seguía las más de las veces ejerciéndose normalmente, a pesar de molestias y vejaciones. El número de diócesis en Hispanoamérica, que era de cuarenta y dos al fin de la época colonial, es ahora más del triple. El número de católicos, que era de unos trece millones, se ha más que quintuplicado.

En Brasil el tránsito de la época colonial a la independencia fue menos turbulento que en los países de origen español, gracias a la circunstancia de que, aunque la independencia con respecto a Portugal se declaró ya en 1822, la dinastía portuguesa siguió reinando allí hasta 1889. No hubo, por tanto, conflicto alguno en lo referente a las investiduras. De todos modos, el gobierno independiente estaba también dominado por las ideas enciclopedistas y antirreligiosas de Pombal, y a partir de 1830 menudearon las leyes anticatólicas. En 1855 se prohibió a las órdenes religiosas aceptar novicios, en 1878 fueron prohibidas todas las órdenes extranjeras y en el curso del tiempo se secularizaron muchos bienes eclesiásticos. Tras la caída del Imperio en 1889, la república estableció una separación de la Iglesia y el Estado. En consecuencia, las órdenes pudieron regresar y fue también posible reanudar las actividades misionales entre los indígenas. Entre 1800 y 1920 el número de diócesis brasileñas aumentó desde siete a sesenta y siete, y el de católicos de tres a cuarenta millones.

SITUACIÓN POLÍTICA DE LA IGLESIA EN ITALIA. FIN DEL ESTADO PONTIFICIO

El Congreso de Viena había restablecido con sus antiguas fronteras el reino de las Dos Sicilias y el Estado Pontificio. En el Gran Ducado de Toscana reinaba una rama de la dinastía imperial austriaca. En el norte estaba el reino de Cerdeña, al que ahora pertenecían, además del Piamonte, Génova, y los pequeños ducados de Parma y Módena. Lombardía y Venecia eran provincias austriacas.

En los Estados Pontificios, en 1831-32 y de nuevo en 1843-45 estallaron graves disturbios, que fueron sofocados con ayuda de tropas austriacas y francesas. El motivo era el descontento, hasta cierto punto comprensible, producido por el sistema político papal, que entre otras peculiaridades tenía la de no admitir a ningún seglar en los cargos de gobierno. Esto significa que todos los funcionarios del Estado vestían hábito eclesiástico, aunque muchos de ellos no habían recibido órdenes mayores y, si habían sabido ahorrar lo bastante, podían abandonar la carrera administrativa y contraer matrimonio. Con gran frecuencia, semejantes personas no servían ni como funcionarios ni como curas, y a los agitadores les resultaba tarea fácil dirigir el descontento del público contra el clero como clase dominante y contra la propia Iglesia. Que este descontento era atizado por toda clase de sociedades secretas, es cosa perfectamente averiguada. El desorden administrativo no era, ni con mucho, tan grande como han afirmado historiadores posteriores. Es verdad que Gregorio XVI (1831-1846) no quiso saber nada de construir ferrocarriles, que entonces empezaban a introducirse por todas partes, pero esto no es motivo suficiente para que el pueblo se levantara en armas.

La agitación contra el gobierno papal se fundió poco a poco con la campaña en pro de la unidad política italiana. Es un rasgo típico de la mentalidad decimonónica no saberse imaginar la prosperidad de un pueblo más que dentro del marco de una potencia centralizada. Algunos, y entre ellos católicos destacados, propugnaban el establecimiento de una especie de federación bajo la dirección política y militar del rey de Cerdeña y con algo así como una presidencia honoraria del papa. Pero los patriotas piamonteses no se contentaban con eso: lo que ellos querían era la supresión de todas las dinastías, excepto la saboyana, y del dominio territorial del papa, y la constitución de un estado unitario italo-piamontés. Ello hizo que los católicos de todas las partes del país incurrieran en los más graves conflictos de conciencia, entre su fidelidad al papa y su patriotismo.

Al principio se pusieron muchas esperanzas en el papa Pío IX, elegido en 1846, el cual, con sus ostentosas amnistías políticas y con sus reformas en sentido democrático, parecía demostrar cierta simpatía por el movimiento de unificación. Las sociedades secretas nacionalistas se aprovechaban de la inexperiencia política del pontífice para empujarle cada vez más lejos por este camino, acogiendo cada una de sus medidas con un júbilo artificiosamente excitado. Pero cuando en la primavera de 1848 se negó a intervenir en la guerra de liberación de Cerdeña contra Austria, consideraron que había sonado su hora y desencadenaron una revolución abierta en Roma. Pío IX huyó al reino de Nápoles, donde se refugió en Gaeta, y en Roma se proclamó la república bajo la presidencia de José Mazzini (de febrero a julio de 1849).

Los piamonteses fueron derrotados en su guerra contra Austria. Tropas francesas conquistaron Roma, y el papa regresó a su capital. Exteriormente el viejo orden parecía restablecido. Pero todos los patriotas italianos veían ahora claramente que la implantación de la unidad nacional no podía hacerse con el papa, sino sólo contra él. Prosiguió la agitación, ora franca, ora encubierta. El reino de Cerdeña, bajo Víctor Manuel II (1849-1878) y su primer ministro Cavour (1852-1861), uno de los más notables estadistas de la época, emprendió entonces una política antirreligiosa incluso en el campo interior. La consigna de Cavour, «una Iglesia libre dentro de un Estado libre», que tanto entusiasmo despertaba en mucha gente, no era sino uno de tantos tópicos liberales que en el fondo nada significaban. Cavour consiguió ganar a la causa de la unidad italiana al emperador Napoleón III. El acontecimiento decisivo fue la guerra de 1859, en la que Austria fue vencida por Francia. El nuevo reino de Italia se incorporó a Lombardía, además de Toscana, Parma y Módena. El mismo papa pidió a Austria que retirara sus tropas del norte del Estado Pontificio. Inmediatamente estas provincias fueron también anexionadas a Italia. José Garibaldi, que se hacía pasar por caudillo de un cuerpo franco de voluntarios, pero que en realidad actuaba a las órdenes del Piamonte, en 1860 conquistó Sicilia y Nápoles. Aquel mismo año tropas piamontesas entraron en Umbría y derrotaron a las papales en Castelfidardo. Al papa no le quedaba más que Roma y el Lacio, y aun aquí dependía de la protección de una guarnición francesa. Napoleón III no podía abandonar totalmente al papa, so pena de indisponerse con los católicos franceses. Es más, en la convención de septiembre de 1864 Italia tuvo que comprometerse ante el emperador a no atacar el resto del Estado Pontificio. Sin embargo, en 1867 Garibaldi pudo emprender un ataque. Fue derrotado en Mentana, muy cerca de Roma, pero cuando la guerra franco-prusiana obligó a Napoleón a retirar la guarnición francesa de Roma en verano de 1870 y el 2 de septiembre del mismo año cayó prisionero el propio emperador en la batalla de Sedán, las tropas italianas cruzaron la frontera y avanzaron contra Roma. El papa sabía que su causa estaba perdida. Dio orden de contestar al fuego de la artillería, pero en cuanto se abrió la primera brecha en las viejas murallas, mandó izar la bandera blanca. Ocurría esto el 20 de septiembre, y los piamonteses ocuparon Roma. Los himnos con los que más tarde se celebró «el asalto a la brecha de la Puerta Pía» tienen muy poco que ver con lo realmente ocurrido.

El papa se recluyó en el Vaticano y se negó a entrar en negociaciones. Se negó incluso a aceptar la ley de garantías dictada por el gobierno italiano el 13 de mayo de 1871, por el que se le ofrecían derechos de soberanía, inviolabilidad y una renta anual de tres millones doscientas cincuenta mil liras.

Se había, pues, realizado el sueño de los patriotas italianos, pero en una forma que en modo alguno podía satisfacer a los mejores elementos de la nación. Fue un error político trasladar a Roma la sede del gobierno e instalar al rey en el palacio papal del Quirinal. Con este paso el carácter antieclesiástico del nuevo estado venía a recibir una confirmación en cierto modo definitiva, y la corte real, a la que hacían el vacío tanto los demás soberanos católicos como la aristocracia «negra» de Roma, vino a encontrarse durante largo tiempo en una situación equívoca. Por otra parte, y considerándolo ahora desde nuestro punto de vista, también hay que calificar de error la orden dada por el papa a los católicos de abstenerse de tomar parte en las elecciones para el parlamento (Non expedit, hasta 1905). El deseo del papa de evitar todo lo que pudiera parecer un nuevo régimen y mantener siempre ante los ojos de los católicos la iniquidad del estado de cosas reinante, estaba perfectamente justificado: pero la consecuencia fue que los católicos italianos perdieron la ocasión de instruirse en las artes de la política y el Parlamento estuvo dominado por elementos antirreligiosos.

Así, pues, la actitud del gobierno siguió hostil durante largo tiempo. Los conventos y monasterios, incluso el venerable de Montecasino, fueron declarados propiedad nacional y muchos de ellos convertidos en escuelas o cuarteles. En las escuelas dejó de darse enseñanza religiosa. Ante la pasividad del gobierno se desarrollaron manifestaciones tumultuosas, con ocasión de la inauguración del monumento a Giordano Bruno en Roma (1889), por ejemplo, o en el entierro de Pío IX (1880). Por otra parte, la «cuestión romana» era una fuente de continuos quebraderos de cabeza para los políticos italianos, los cuales se esforzaban, al menos fuera de Roma, por crearse un buen ambiente con toda suerte de gestos amistosos. Hasta un primer ministro tan declaradamente anticlerical como Francisco Crispí entró en secretas negociaciones con el Vaticano, negociaciones que, por lo demás, fracasaron. Esta preocupación se hizo todavía evidente durante la primera guerra mundial, cuando en los acuerdos secretos de Londres del 26 de abril de 1915 Italia se hizo prometer de sus aliados que no se concedería intervención alguna al papa en el tratado de paz.

La anexión por Italia del Estado Pontificio fue sin duda una grave violación del derecho, y así lo creyeron los católicos de todas las naciones. El papa no podía menos que protestar contra semejante expoliación de la Iglesia, aun mucho tiempo después de haber sido consumada. Con respecto a los bienes de la Iglesia el papa no actúa como propietario, sino sólo como administrador. Si decimos de los papas del Renacimiento que faltaban gravemente a sus deberes cuando cedían a sus familias partes de los Estados de la Iglesia, mucho menos podemos admitir que Pío IX tuviera el derecho de regalar al reino de Italia la totalidad de aquellos estados. Por otra parte, no puede negarse que, en muchos respectos, fue una ventaja para la Iglesia que el papa no siguiera siendo al mismo tiempo soberano temporal de un estado italiano. La Edad Media y la época del absolutismo sólo podían imaginarse Ja autoridad bajo la forma de soberanía. En aquellos tiempos, para que el papa pudiera ejercer su autoridad espiritual, necesitaba ser también rey; debía poder presentarse ante los demás príncipes en un pie de igualdad con ellos. Mas las cosas habían cambiado en la Edad Moderna, al alterarse tan radicalmente las concepciones políticas. Para su misión como regente de la Iglesia universal, no hubiera sido para el papa de ninguna utilidad tener que actuar como presidente o monarca constitucional de un pequeño territorio italiano, antes al contrario, hubiera significado un estorbo.

SITUACIÓN POLÍTICA DE LA IGLESIA EN ALEMANIA

Baviera concertó en 1817 un concordato en el que se fijó la circunscripción de las diócesis que aún hoy está en vigor: la archidiócesis Munich-Frisinga, con los obispados de Augsburgo, Ratisbona y Passau, y la archidiócesis de Bamberg con Würzburg, Eichstätt y Espira. El rey designaba a los obispos, y el papa los instituía canónicamente. Los obispos gozaban de completa libertad en sus relaciones con Roma y poseían el derecho de inspección en asuntos de fe y de moral, incluso sobre las escuelas del Estado. Éste se encarga de dotar a los obispados, capítulos catedralicios y seminarios. No se dice ya una palabra de los antiguos bienes de la Iglesia secularizados. Sin embargo, este concordato fue inmediatamente completado y, en parte, desvirtuado por un nuevo edicto estatal sobre asuntos religiosos que se promulgó junto con la nueva constitución bávara de 1818. Entre otras cosas se reintroducía el placet real. En lo sucesivo un cierto rasgo de pedantesco cesaro-papismo quedó como característico de la política bávara. Pero la correcta actitud de los monarcas y la irreprochable equidad de sus funcionarios evitaron conflictos de importancia, incluso cuando los liberales ocuparon el poder, como fue a menudo el caso después de 1848.

Con Prusia se llegó en 1821 a una especie de concordato, por cuanto Pío VII publicó una bula y el rey la promulgó como ley del Estado. Por ella se organizaban de nuevo las provincias eclesiásticas de Colonia, con las sufragáneas de Tréveris, Münster y Paderborn, y Gnesen-Posen con la diócesis de Kulm, y además los dos obispados exentos de Breslau y Ermland. Los obispos habían de ser elegidos por los capítulos catedralicios, pero excluyendo a los candidatos no gratos al rey. El estado dotaba a los obispados. Tampoco aquí se hablaba más de los bienes secularizados, del mismo modo que se hizo en Baviera, lo cual equivalía a su renuncia por parte de la Iglesia.

Un acuerdo similar concertado en 1824 con Hannover establecía los obispados de Hildesheim y Osnabrück. El rey, que por aquel entonces lo era al mismo tiempo de Inglaterra, recibía el derecho de excluir de las elecciones para obispos a los candidatos poco gratos, es decir, los podía borrar todos menos tres.

Para el Suroeste de Alemania se estableció en 1821 el arzobispado de Friburgo (Baden) con las sufragáneas de Rottenburg (Württemberg), Maguncia (Hessen-Darmstadt), Fulda (Kurhessen), Limburg (Nassau y Frankfort). En cuanto al modo de proveer las sedes, después de largas y difíciles negociaciones, se convino un procedimiento análogo al de Prusia.

La situación de la Iglesia alemana se mantuvo satisfactoria durante la mayor parte del siglo XIX, incluso en lo que se refiere a la colaboración con los funcionarios estatales. De seguro que habrá habido pocos países que pudieran gloriarse de poseer un cuerpo de funcionarios tan íntegros y al propio tiempo tan capacitados como los estados alemanes del siglo XIX, aunque no dejara de observarse en ellos el afán tan alemán de reglamentar todas las cosas hasta los más ínfimos detalles. Los católicos tuvieron que quejarse de una cierta postergación en la vida pública, sobre todo en el campo de la enseñanza superior. En las diecisiete universidades alemanas apenas había un sólo profesor católico. Contribuían á ello los prejuicios protestantes vivos aún en muchos lugares, pero es también indudable que se advertía una cierta inferioridad cultural de parte de los católicos.

Con todo eso, no le faltaron a la Iglesia alemana luchas que sostener. Poco después de haberse regulado la situación jurídica de la Iglesia, ocurrió en Prusia un severo choque con motivo de los matrimonios mixtos. Según el derecho prusiano los hijos debían ser educados en la religión del padre. El arzobispo de Colonia, Clemente Augusto von Droste-Vischering, salió en defensa de la doctrina de la Iglesia, lo cual le valió ser detenido en 1783. La misma suerte corrió en 1839 el arzobispo de Gnesen-Posen, Martín von Dunin. Pero fue tal la indignación que se apoderó de los católicos, que el gobierno dio marcha atrás y aceptó una solución conforme con el derecho canónico.

Conflictos entre el episcopado y el gobierno los hubo también en otros estados alemanes, como Baden, Württemberg y Nassau, aun antes de 1870; sin embargo, los daños no fueron de consideración, y uno de sus efectos fue el de mantener viva en los católicos la repugnancia hacia la tutela excesiva del Estado.

El Kulturkampf.

El año 1871 presenció la brillante victoria sobre Francia y una reforma desde antiguo deseada por los alemanes: la transformación de la federación de estados en un Imperio federal. El rey de Prusia tomó el título de emperador de Alemania. Gracias a los sensacionales triunfos militares y, en no menor medida, a la dirección política del primer canciller y creador de la constitución del Reich, Otón von Bismarck, el nuevo Imperio alemán ocupó inmediatamente uno de los primeros puestos entre las grandes potencias.

Los católicos alemanes, especialmente en el sur, acaso se dejaran contagiar menos que otras partes de la población por la oleada de entusiasmo patriótico que embriagaba el país. Tampoco podía ser de su agrado la interpretación que algunos daban de la victoria sobre Francia: el triunfo había sido como una especie de juicio de Dios en favor de las armas protestantes, y el nuevo título imperial significaba la creación de un imperio evangélico. Nadie podía afirmar, sin embargo, que los católicos hubieran andado más remisos que otros en el cumplimiento de sus deberes militares, o que dieran muestras de adoptar una actitud hostil frente al nuevo régimen. No es fácil explicar por qué Bismarck, terminada apenas su obra de unificar el Imperio, desencadenó la campaña contra la Iglesia; en todo caso, no bastan para explicarlo las razones políticas.

Él nombre Kulturkampf, acuñado en 1873 por el diputado libre-pensador Virchow, pretendía indicar que la lucha se emprendía en defensa del progreso moderno contra el obscurantismo medieval. Dirigió la campaña Bismarck, en su calidad de primer ministro prusiano, pero en algunos puntos afectó también a la legislación general del Reich.

Ya en 1871 fue suprimida la sección católica del ministerio de cultos prusiano, que hasta entonces había velado por el respeto de los derechos de la Iglesia de acuerdo con la constitución. Aquel mismo año se inició la legislación anticatólica, al añadirse al Código Penal un artículo en que se condenaba la discusión desde el púlpito de cuestiones políticas en forma que perturbara la paz pública, artículo que era susceptible de una interpretación muy elástica. Una ley del Reich de 1872 decretó la expulsión de los jesuitas y de otras órdenes religiosas calificadas de «afines» a ellos: redentoristas, lazaristas y religiosas del Sacratísimo Corazón. Se sucedieron luego un número de leyes de carácter anticatólico, entre ellas una en 1873 sobre la creación de un tribunal prusiano para entender en asuntos eclesiásticos y con atribuciones para deponer de sus cargos a los religiosos, en 1874 otra que castigaba con expulsión, confiscación de bienes y pérdida de la ciudadanía el ejercicio no autorizado de cargos eclesiásticos. Como las nuevas leyes conculcaban la constitución prusiana de 1850, en la que se garantizaba la autonomía de la Iglesia católica, en 1875 se abrogaron los artículos de la constitución que a ello hacían referencia. A la secta de «viejos católicos», surgida después del concilio Vaticano, se le concedió participación en el uso de las iglesias católicas y del patrimonio eclesiástico.

Como consecuencia del Kulturkampf, en 1878, de los doce obispados prusianos nueve estaban vacantes, y lo mismo ocurría con más de mil parroquias. Más de dos mil clérigos tuvieron que sufrir penas de cárcel o pecuniarias. Hasta el decir misa y la administración de los últimos sacramentos se consideraba, en determinadas circunstancias, como un ejercicio indebido de cargos eclesiásticos y, por tanto, susceptible de ser perseguido criminalmente.

El Centro.

Los católicos contestaron a esta campaña, en primer lugar, con una resistencia pasiva, pagando las multas impuestas a obispos y sacerdotes, boicoteando los «párrocos del Estado» y, cuando no había más remedio, encargando a seglares el servicio divino; pero además desplegaron una hábil y enérgica acción defensiva, no sólo en el parlamento prusiano sino también en el Reichstag. Desde 1852 había en la cámara de diputados prusiana una pequeña «fracción católica», fundada por los hermanos colonienses Pedro y Augusto Reichensperger, y que, por estar sus escaños situados en el centro de la sala, recibió el nombre de «fracción del Centro». El grupo creció rápidamente con ocasión del Kulturkampf y con el tiempo llegó a ser el partido más fuerte del Reichstag. Su presidente en el Reichstag era el diputado bávaro von Frankenstein (1875-1890), su jefe espiritual en ambos parlamentos el ex ministro hannoveriano Ludwig Windthorst († 1891). Colaboraban con ellos Hermann von Mallinkrodt († 1874), los dos Reichensperger, Schorlemer-Alst, Heeringen, Huene, Galen, Hompesch, Hertling, Ernst Lieber, Ballestrem, presidente del Reichstag de 1895 a 1906, hombres todos que contaban con la adhesión entusiasta de la entera población católica.

El Centro no quería ser un partido religioso, sino un partido consagrado a la defensa del derecho. En su programa entraba el mantenimiento de la constitución federal del Reich contra toda tendencia unificadora; la protección de la libertad civil y religiosa contra las intromisiones legislativas; la protección de los económicamente débiles.

Los objetivos sociales fueron ya incorporados en el programa en el congreso de 1870, celebrado en Soest. Para el Centro, el Estado no era un «bienhechor universal», sino sólo el protector del derecho. Si Alemania fue el primer país que introdujo una legislación social planificada, debe atribuirse en gran parte a la acción del partido del Centro.

En las cuestiones políticas el Centro guardó celosamente su independencia, incluso frente al papa. Durante las negociaciones por la supresión del Kulturkampf, León XIII hizo llegar confidencialmente a Windthorst el deseo de que el Centro votara en favor de un proyecto de ley militar del gobierno, para no entorpecer aquellas negociaciones. Windthorst se negó a hacerlo, pero comunicó al papa que, si consideraba esta negativa como desobediencia, el Centro estaba dispuesto a disolverse. Posteriormente León XIII aprobó esta conducta.

Como gran político que indiscutiblemente era, Bismarck no podía tardar en darse cuenta de que su Kulturkampf había sido un mal paso. Ya en 1878 y 1879 tuvieron efecto conversaciones confidenciales entre el canciller y los nuncios de Munich y Viena. Las relaciones diplomáticas entre Prusia y Roma fueron reanudadas en 1882 después de una interrupción de diez años. El gobierno prusiano se hizo conceder por el Landtag «poderes discrecionales» para proceder con menos rigor en la aplicación de las leyes anticatólicas. Luego, estas leyes fueron cayendo una tras otra: en 1883 el odioso «examen de cultura» para eclesiásticos, en 1886 el Tribunal real para asuntos eclesiásticos, en 1890 la ley de expatriación. Los haberes del clero retenidos, que entre tanto habían ascendido hasta la suma de dieciséis millones de marcos, fueron pagados en 1891. La ley que más tiempo resistió fue la referente a los jesuitas, que, abrogada en parte en 1904, no lo fue del todo hasta 1917.

Los resultados morales de la defensa contra el Kulturkampf fueron considerables en todos sentidos. El partido alemán del Centro se convirtió en el modelo de agrupaciones análogas en otros países. Con el tiempo, empero, al perder virulencia la lucha propiamente dicha, aparecieron también fenómenos menos satisfactorios. Casi puede decirse que el Centro se había hecho demasiado poderoso.

Los propios diputados católicos decían bromeando: El Centro se desliza pendiente arriba. El espíritu de defensa fue menguando entre la población católica, aunque faltaba mucho todavía para llegar a la meta, y la paridad de derechos dejaba aún mucho que desear. Subsistía, en cambio, el recuerdo del reproche tantas veces oído durante el Kulturkampf, de que los católicos eran enemigos del Reich, que no eran unos buenos alemanes. Durante la lucha, se había aguantado esta acusación sin darle mayor importancia, pero la generación siguiente reaccionó exagerando en sentido contrario. Los católicos alemanes se hicieron demasiado adictos al régimen. La menor ocasión era buena para ostentar su patriotismo, como si tuvieran que reparar antiguas faltas. La política social del Centro tendió a aproximarse de un modo alarmante al socialismo de Estado. Los católicos estallaban en gritos de júbilo cuando entre los cien ministros que entonces había en Alemania, había alguno de su religión, como si ello tuviera algo de particular en un país en que era católica la tercera parte de la población.

Suiza.

En 1823 y 1828 se estableció en Suiza cierta regulación en la complicadísima distribución de las diócesis vigente en el país. Pronto se llegó, empero, a un grave conflicto entre los católicos y los protestantes liberales. En el cantón de Aargau en 1841 se cerraron todos los conventos. Cuerpos francos emprendieron una campaña contra la católica Lucerna. Siete cantones católicos se aliaron en 1845 para defender sus derechos, pero fueron vencidos en 1847 en la llamada guerra del Sonderbund. La constitución federal de 1848 era francamente contraria a la Iglesia. El obispo de Friburgo, Marilley, fue preso y luego expulsado. Más moderada era la nueva constitución de 1874, pero seguía poniendo a la Iglesia en una estrecha dependencia del Estado. Los jesuitas seguían excluidos del territorio nacional. El nuncio tuvo que salir del país. En diversos cantones, como Basilea, Berna y Zurich, ocurrieron actos de violencia contra los católicos. Muchas iglesias fueron entregadas a los «viejos católicos». Andando el tiempo, empero, las leyes antirreligiosas fueron, como en Alemania, unas derogadas y otras dejaron de aplicarse.

Austria.

En la monarquía austriaca habían hecho muy escasa mella las ideas de la revolución francesa. Bajo el dilatado reino de Francisco I (1792-1835) el Imperio austriaco, a pesar de las muchas derrotas sufridas bajo Napoleón, se elevó casi a la condición de primera potencia europea. Ello se debió en gran parte a la obra del canciller Clemente Metternich (1809-1848), aunque su influencia sobre la política interior austriaca fue mucho menor que la ejercida sobre el resto de Europa. Austria era gobernada por funcionarios impregnados de ideas entre liberales y josefinistas. El emperador Francisco, sobrino de José II, era personalmente hostil al Enciclopedismo y al liberalismo. Enemigo de todo cambio radical y animado de un estricto sentido jurídico, nada quería saber de introducir modificaciones en la legislación eclesiástica josefinista, a pesar de serle personalmente antipática, pero suavizaba el rigor de estas leyes por medio de un gobierno hábil y benévolo. Para Metternich, cuyas ideas eran muy libres en materia de religión, la Iglesia servía ante todo para mantener el orden en el país. La nueva constitución que siguió a la revolución de 1848 y a la caída de Metternich, aportó a la Iglesia una mayor libertad. Los esfuerzos del arzobispo de Viena Rauscher y la buena disposición del nuevo emperador Francisco José I cristalizaron en 1855 en un acertado concordato que eliminaba muchos restos de josefinismo. Sin embargo, nunca fue aplicado del todo; en 1868 fue conculcado con nuevas leyes sobre el matrimonio y la enseñanza, y en 1874 fue denunciado por el gobierno. Si no se llegó a un Kulturkampf en forma, fue sobre todo porque el emperador Francisco José I en asuntos religiosos se esforzaba en adoptar una actitud lo más correcta posible. Aunque muy autoritario frente a Roma, no permitía tampoco la menor extralimitación de sus funcionarios, liberales en su mayoría. Cuando en el año 1868 el gobierno hizo detener al obispo de Linz, Rudigier, el emperador le indultó inmediatamente después de haber sido condenado. No toleró que se atacara a la facultad de teología de la Universidad de Innsbruck, dirigida por jesuitas. En el nombramiento de los obispos, en el que el derecho vigente le concedía una gran participación, solía atender ante todo a los intereses de la Iglesia y al buen desempeño del ministerio pastoral.

A pesar de todo, la situación de la Iglesia austriaca dejaba bastante que desear. Para el extranjero, Austria era una ciudadela del catolicismo, pero tal impresión venía a veces de una especie de barniz exterior, bajo el cual se ocultaba mucha hostilidad solapada. Los intelectuales eran, en su mayoría, liberales y sólo de nombre católicos, si no simplemente judíos. Las poblaciones de los distintos países de la monarquía sentían cada vez más sus entusiasmos patrióticos, con detrimento del sentido de comunidad católica. Desde el convenio con Hungría, de 1867, que en realidad significó el principio del fin de la monarquía, se perdió todo freno en este respecto. Por otra parte, los austriacos alemanes tendían a gravitar en torno al Imperio alemán, que se les aparecía como personificación del protestantismo. El austriaco siempre ha sufrido de complejos de inferioridad y de admiración por todo lo extranjero. Sin embargo, los católicos de los diferentes países se agruparon en partidos políticos: así, sobre todo, los alemanes en el partido cristiano-social fundado por el burgomaestre Karl Lueger. Estos grupos católicos, distanciados entre sí por agudas diferencias nacionales, no podían ni a veces querían detener el derrumbamiento de la monarquía, pero consiguieron que en los nuevos estados que de sus ruinas surgieron fueran respetados desde el comienzo los intereses de la Iglesia.

Rusia.

Desde la partición de Polonia, el Imperio ruso comprendía dentro de sus fronteras importantes contingentes de católicos: además de los polacos, los lituanos y los rutenos unidos de Ucrania. Bajo el reinado del zar Pablo I (1796-1801) se restablecieron tres episcopados rutenos, y se creó el arzobispado latino de Mohilev, con sede en San Petersburgo. A él se añadió en 1818 el arzobispado de Varsovia con siete sufragáneas. Bajo Nicolás I empezó una persecución en forma llevada a cabo con todos los procedimientos del cesaro-papismo, de la rusificación y de la fuerza bruta. Tres obispos rutenos con un millón y medio de fieles cedieron a la presión y se pasaron al cisma. El fracasado levantamiento de los polacos en 1830 tuvieron que pagarlo también los católicos. Cuando el zar visitó Roma en 1845, Gregorio XVI le hizo reconvenciones muy serias. Dos años más tarde se concertó incluso un concordato, pero los rusos lo aplicaron de un modo muy poco leal y fue totalmente revocado después del nuevo levantamiento polaco de 1863. Alejandro III concluyó en 1882 un nuevo concordato, y en 1894 fueron restablecidas las relaciones diplomáticas con el papa, interrumpidas desde 1860. Siguieron, sin embargo, las presiones y sobre todo los esfuerzos de rusificación. La revolución de 1905 trajo una cierta atenuación de la legislación religiosa, a consecuencia de la cual más de doscientos mil cismáticos de las provincias occidentales volvieron al seno de la Iglesia católica.

LOS GRANDES PAPAS DEL SIGLO XIX

El gobierno de la Iglesia ha ido creciendo tanto en el curso de los siglos y ha dado lugar a la creación de un aparato administrativo tan imponente, que habría motivos para pensar que la personalidad de los papas individuales no desempeña ya el decisivo papel que le incumbía aún en los siglos XVI y XVII. La verdad es que la labor propiamente pastoral no se ejerce desde el centro, o sea, desde Roma, sino que en los distintos países corre a cargo de los obispos, los párrocos y las órdenes religiosas. Pero así fue siempre. También es cierto que el gobierno central, la curia romana en todas sus ramas, ha desarrollado un procedimiento administrativo rigurosamente ordenado que no sufre la menor perturbación por un cambio de pontífice. Sin embargo, la historia de los últimos cien años nos demuestra bien a las claras que la personalidad del papa reinante sigue ejerciendo aún hoy una grandísima influencia sobre los destinos de la Iglesia.

La serie de papas decimonónicos empieza con Pío VII (1800-1823), el noble paciente que pilotó la nave de la Iglesia por entre las tormentas de la era napoleónica, hasta sacarla a aguas más tranquilas. Los dos pontífices siguientes, León XII (1823-1829) y Pío VIII (1829-1830), prosiguieron su obra, pero reinaron poco tiempo para dejar huellas profundas. Gregorio XVI (1831-1846) pasaba, para muchos de sus contemporáneos, como desconocedor del mundo y reaccionario; lo primero porque procedía de la orden de los camaldulenses, y lo segundo porque se oponía con todas sus fuerzas a la creciente marea del liberalismo y políticamente se apoyaba en el sistema de la Santa Alianza. Hoy resulta difícil subscribir este desfavorable juicio. El hecho de haber condenado formalmente una serie de ideas liberales que empezaban incluso a penetrar en la teología, sólo puede merecerle elogios. Es verdad que como gobernante del pequeño Estado Pontificio se veía impotente frente a la creciente fermentación política, pero en el gobierno de la Iglesia demostró poseer una gran clarividencia. Su nombre está vinculado, entre otras cosas, al incipiente desarrollo de la Iglesia en América y al nacimiento de la moderna obra de las misiones.

Pío IX (1846-1878).

A la muerte de Gregorio XVI subió a la Silla de san Pedro un hombre totalmente fuera de lo común: Juan María Mastai-Ferretti, bajo el nombre de Pío IX. No fue sólo extraordinaria la duración de su pontificado —treinta y un años—, sino también las consecuencias que éste ha tenido para la historia de la Iglesia. Podría preguntarse, a este propósito, si Pío IX estaba de suyo calificado para desempeñar un papel de semejante trascendencia universal. Acaso sus dotes fueron menos brillantes que las de algunos de sus predecesores. En política es indiscutible que cometió errores. No era un conocedor de hombres, como Paulo III, y en las cuestiones personales se equivocó a menudo. Se le ha tachado de vanidad. Es verdad que deseaba y celebraba sus éxitos y triunfos; pero no hay que olvidar que cuando un papa triunfa, su éxito personal es al mismo tiempo un éxito de la Iglesia. El carácter singular y único de su posición lleva consigo la imposibilidad de retirarse modestamente detrás de su obra. En todo caso, Pío Nono ejerció un gran hechizo personal, y apenas hubo nunca un papa que fuera tan querido de los católicos del mundo entero, y tan respetado por los no creyentes. Los inauditos golpes que tuvo que aguantar en su pontificado, y que culminaron en la inicua expoliación del Estado Pontificio, le confirieron una aureola incomparable, y los últimos siete años que pasó en el Vaticano como un soberano desposeído, se parecieron más a un triunfo permanente que a un encarcelamiento.

El desarrollo territorial de la Iglesia se refleja en la actividad desarrollada en su pontificado. En 1850 Pío IX creó la jerarquía eclesiástica inglesa, en 1853 la holandesa y, en total, fundó veintinueve arzobispados y ciento treinta y dos obispados. Los grandes progresos realizados en los medios de locomoción desde mediados del siglo, hicieron que las relaciones de cada una de las Iglesias con el centro fueran haciéndose cada vez más íntimas, y que la afluencia de creyentes a la Ciudad Eterna alcanzara proporciones jamás vistas hasta entonces. Ya en 1854, cuando la proclamación del dogma de la inmaculada Concepción, y en 1862, con motivo de la canonización de los primeros mártires de la Iglesia japonesa, Pío IX se encontró rodeado de un número de prelados superior al congregado con ocasión de la mayoría de los concilios ecuménicos del pasado. Cuando en 1867 celebró el papa el MDCCC aniversario de la muerte de los apóstoles Pedro y Pablo, se reunieron en Roma unos quinientos obispos.

El concilio Vaticano.

De seguro que estas brillantes reuniones de prelados contribuyeron a hacer madurar en la mente de Pío IX la idea de convocar un concilio ecuménico en toda forma. No se trataba, como en tantos concilios anteriores, de que estuviera planteada alguna grave y discutida cuestión, para cuyo allanamiento pareciera indicado la celebración de una gran asamblea eclesiástica. El plan primitivo consistía más bien en manifestarse solemnemente contra los movimientos contrarios a la religión y a la Iglesia, haciendo una especie de gran parada militar que sería al mismo tiempo un recuento de fuerzas. Sin embargo, a poco de hecha la convocación del concilio, en 1868, fueron muchos los que expresaron el deseo de que en éste se definiera la doctrina de la infalibilidad del papa en cuestiones de fe y de moral. Era un punto que ya desde siglos venía enseñándose como doctrina teológica en la mayoría las de escuelas católicas, y dentro de la Iglesia apenas si había sido discutido nunca expresamente. Tampoco era cuestión ahora de pronunciarse sobre la verdad o falsedad de esta doctrina, sino de si podía pretender al rango de una verdad revelada y de fe. En términos teológicos, no se discutía sobre la veritas, sino sobre la definibilitas.

El solo anuncio de que muchos prelados deseaban aprovechar el concilio para definir la infalibilidad, produjo en todas partes una enorme excitación, que se contagió incluso a los gobiernos europeos. El primer ministro bávaro, liberal, príncipe Hohenlohe, que más tarde fue canciller del Reich, envió una circular a las demás potencias proponiendo que se adoptara un plan de acción conjunta contra el concilio, en caso de que éste procediera a la definición. Los demás gobiernos no se dejaron arrastrar a tomar una medida de este género, pero siguieron con la mayor atención y suspicacia los preparativos del concilio y el desarrollo de sus sesiones.

Como primer presidente nombró el papa al antiguo arzobispo de Munich-Frisinga, cardenal Reisach, y luego, al enfermar éste mortalmente antes aún de inaugurarse el concilio, al cardenal De Angelis. Secretario fue el obispo de St. Pölten, Fessler. Asistieron setecientos setenta prelados, más de tres cuartos de los que entonces tenían derecho de voto en la Iglesia, proporción jamás alcanzada en ningún concilio. El gran número de participantes así como el de las mociones presentadas hicieron muy difícil la fijación del reglamento de las sesiones. Hasta las diferencias en la pronunciación del latín contribuía a crear obstáculos.

Las sesiones se celebraron en la basílica de San Pedro. El concilio fue inaugurado el 8 de diciembre de 1869. Hasta marzo de 1870 no se decidió la presidencia a poner a discusión el punto de la infalibilidad, en el que desde un principio se centraba el interés general. Los obispos estaban divididos en dos partidos. Caudillos de los «infalibilistas» eran Dechamps de Malinas, Manning de Westminster, Pío de Poitiers, Martin de Paderborn, Senestrey de Ratisbona, Gasser de Brixen. Entre los «anti-infalibilistas» descollaban Darboy de París, Dupanloup de Orleáns, Ketteler de Maguncia, Hefele de Rottenburg, Dinkel de Augsburgo, Schwarzenberg de Praga, Rauscher de Viena, Strossmayer de Dyákovo en Eslavonia, Kenrick de Saint Louis. Todos ellos eran personas de profundo espíritu religioso, y muchos destacaban por su labor pastoral; pero temían que la definición agravaría la agitación de los adversarios, dificultaría las conversiones y provocaría apostasías. Los partidarios de la definición alegaban, en cambio, que una vez planteado el problema, no podía soslayarse su resolución por razones simplemente oportunistas, pues ello casi equivaldría a una condenación por parte del concilio de una doctrina que era general en la Iglesia.

Entre los teólogos seglares que no estaban representados en el concilio, pero que tomaron parte en la polémica pública, había muchos que discutían incluso la doctrina. El jefe espiritual de este grupo era el famoso historiador eclesiástico de Munich, Ignacio Döllinger, quien desde hacía algún tiempo venía ya demostrando una cierta hostilidad contra el papado y la curia.

En la votación decisiva, celebrada el 13 de julio de 1870, votaron «sí» cuatrocientos cincuenta y un padres, «sí con reservas» (placet iuxta modum) sesenta y dos, «no» ochenta y ocho. Ketteler conjuró de rodillas al papa a que se abstuviera de la proclamación. Pero llegadas ya las cosas a este punto, el papa no podía ya abstenerse. Hubo luego cincuenta y cinco obispos que pidieron permiso para no asistir a la sesión solemne, y se marcharon. Así la proclamación del dogma de la infalibilidad tuvo efecto el 18 de julio con quinientos treinta y tres votos a favor y dos en contra. Poco después las circunstancias exteriores obligaron a suspender las sesiones del concilio: el 19 de julio estalló la guerra franco-prusiana, obligando a ausentarse a un gran número de prelados, y el 20 de septiembre los piamonteses ocuparon Roma. El concilio fue, pues, aplazado sine die. De los cincuenta y un asuntos que figuraban en el orden de las sesiones sólo se habían resuelto dos.

En los primeros momentos pudo parecer que iban a confirmarse los temores de la minoría. Los obispos que habían votado «no» se sometieron con ejemplar disciplina; los últimos en hacerlo fueron Hefele (1871) y Strossmayer (1872). Pero en Alemania, Francia y Suiza se produjeron escisiones. En Alemania los que se separaron fundaron, desoyendo las exhortaciones de Döllinger, la iglesia de los «viejos católicos», y se hicieron consagrar un obispo por los jansenistas holandeses. El propio Döllinger fue excomulgado por el arzobispo de Munich, pero no se adhirió al cisma; murió en 1890 sin reconciliarse con la Iglesia. En Suiza se formó una Iglesia análoga, que se llamó «cristiano-católica». Los «viejos católicos», durante el Kulturkampf, gozaron del apoyo del gobierno en Prusia y Baden, y también en Baviera. En 1879 contaban con más de cincuenta mil miembros, la mayoría intelectuales, lo cual suponía una grave pérdida para la Iglesia alemana. Luego la secta fue perdiendo gradualmente en importancia. Cuando en Austria se organizó el movimiento de separación de Roma (1897), unos veinte mil de los que apostataron se unieron a los «viejos católicos». Hoy sólo cuentan unos pocos millares.

Trascendencia del concilio Vaticano I.

Aunque el concilio Vaticano quedó sin terminar, su trascendencia ha sido extraordinaria. Ya en su tiempo todo el mundo pudo advertir cómo había, aumentado gracias a él el prestigio moral de la Iglesia y el papado. De ahí el disgusto manifestado por todos los adversarios del catolicismo. Lo curioso es que el ataque se dirigió casi exclusivamente contra el dogma de la infalibilidad del papa. La mayor parte no se dio cuenta de que casi era más importante la doctrina, definida al mismo tiempo, de la jurisdicción inmediata del papa sobre la Iglesia entera (in omnes et singulos pastores et fideles). Gracias a ella se imposibilitaba de una vez para siempre la resurrección de las antiguas ideas del galicanismo, febronianismo y sistemas afines, así como la difusión de la teoría anglicana de las tres Iglesias hermanas y equiparadas en derechos, la romana, la oriental y la anglicana. Fue, naturalmente, absurdo que el gobierno, austriaco denunciara su concordato, con el pretexto de que la otra parte contratante, o sea el papa, había cambiado de condición en virtud de la definición conciliar. Ni el papa ni la Iglesia habían sufrido cambio alguno en su modo de ser; lo único ocurrido era que el concilio había puesto en claro importantes puntos doctrinales. Tampoco es exacto decir que por efecto del concilio Vaticano el centralismo haya aumentado desmesuradamente en la Iglesia. El concilio no aportó tampoco cambio alguno en el régimen de ésta. Centralismo, en el sentido en que es habitualmente entendido este término, no puede haberlo en la Iglesia porque la jurisdicción de cada uno de los obispos sobre su respectiva grey nace del mismo derecho divino que la jurisdicción total del papa.

No fue vana la inmensa labor realizada en la preparación y estudio de las cuestiones sobre las que el concilio no pudo pronunciarse. La nueva codificación del derecho canónico empezada por Pío X se remonta, en realidad, a las sugerencias hechas en el concilio.

Los últimos años de Pío IX.

Los sensacionales acontecimientos del año 1870 tuvieron por efecto aumentar en los católicos de todo el mundo el amor y la veneración al papa en una medida de la que apenas hay ejemplos en la historia anterior de la Iglesia. Claramente pudo verse esto en los agasajos hechos al venerable anciano víctima de tan amargos contratiempos, con ocasión de diversas conmemoraciones: sus bodas de oro sacerdotales en 1869, el vigesimoquinto y trigésimo aniversarios de su elevación al solio pontificio en 1871 y 1876 respectivamente, sus bodas de oro episcopales en 1877. Cada una de estas fechas daba lugar a verdaderas manifestaciones. Sobre todo, la peregrinación a Roma se convirtió desde ahora en una peregrinación para ver al papa. Ver al papa es desde entonces la más ardiente ilusión de los católicos, el gran acontecimiento de sus vidas, que no se cansarán de relatar a sus hijos y a sus nietos. El retrato del papa cuelga en todos los hogares católicos, y su muerte es sentida como una desgracia familiar.

Para los que no sean católicos, no es fácil hacerse una idea de lo que es el amor de los católicos hacia su papa, sobre todo del que sintieron a partir de Pío IX y siguen sintiendo hoy. El católico ama a la persona del papa por el cargo que ostenta, y ama el cargo por la persona que lo reviste. Lo que por el papa siente es una veneración religiosa, sin necesidad de creerlo un ser de clase superior ni atribuirle facultades sobrenaturales. La postura de los católicos ante su papa es radicalmente distinta de la de las masas ante el caudillo del partido que los gobierna. Los católicos no esperan hazañas de su papa ni aguardan de él ningún beneficio. Su dicha consiste en poderle ofrecer algo. En cierto sentido, su amor tiene mucho de compasión.

León XIII (1878-1903).

El entusiasmo que el mundo católico siente por su pastor, se vertió automáticamente sobre la persona del sucesor del gran Pío, Joaquín Pecci, León XIII, con ser éste tan distinto de aquél. Lo era ya exteriormente: los rasgos de Pío IX, nacido de noble familia, eran enérgicos y casi duros; la figura de León XIII, procedente de la burguesía, era elegante y espiritualizada, como la de un ser de otro mundo.

Las relaciones políticas con Italia no sufrieron variación. El papa siguió en el Vaticano como «prisionero», pero desplegando una actividad de alcance mundial. Bajo su pontificado fueron creadas doscientas cuarenta y ocho nuevas diócesis. Especial importancia tuvieron las numerosas encíclicas doctrinales en las que León XIII tomó posición ante los grandes problemas que conmovían el mundo: sobre el socialismo (Quod Apostolici muneris, 1878), sobre el Estado (Diuturnum illud, 1881, e Immortale Dei, 1885), sobre la cuestión social (Rerum novarum, 1891) y otras. León XIII sentó los principios cristianos acerca del derecho y la justicia en el Estado y la sociedad, frente a concepciones unilaterales y erróneas, jalonando con ello el terreno sobre el que habían luego de trabajar los sociólogos y políticos católicos. Ello explica la frecuencia con que sus encíclicas fueron impresas, traducidas y comentadas, y el interés que despertaron entre amigos y adversarios.

En la vida política de la segunda mitad del siglo pasado se concedía una gran importancia a las visitas de los soberanos. Como León XIII observaba rigurosamente el principio de no recibir a los huéspedes del rey de Italia, los monarcas católicos se abstuvieron de ir a Roma. Los soberanos no católicos, sin embargo, como el emperador Guillermo II y el rey Eduardo VII, pudieron visitarle en el Vaticano. Bismarck le confió en 1885 el arbitraje en el litigio entre España y Alemania acerca de las islas Carolinas. Es posible que León XIII exagerara algo el valor de las relaciones diplomáticas, especialmente de las de mayor aparato, siguiendo en ello la corriente de su tiempo. De ahí también la especial admiración que sentía por Inocencio III, al que hizo erigir un monumento en Letrán. No puede negarse, empero, que el papa gozaba en todo el mundo de un prestigio jamás conocido.

Pío X (1903-1914).

Al morir León XIII a la edad de noventa y tres años, el 20 de julio de 1903, se produjo inmediatamente una cierta «reacción», en el sentido de desear un papa que más que «político» fuera «pastor». Tales etiquetas son, empero, muy poco expresivas. También León XIII había sido un sacerdote de pies a cabeza.

En el conclave el emperador de Austria, por mediación del cardenal de Cracovia, hizo oponer el veto al cardenal Rampolla, hasta entonces secretario de Estado. Las razones que Austria tuviera para dar este paso, que causó gran sensación, y sobre todo hasta qué punto obraba de acuerdo con el gobierno alemán, no han recibido aún una explicación satisfactoria. Por lo demás, apenas si el veto influyó en las votaciones; en la siguiente, Rampolla tuvo incluso un voto más. Pero al final los cardenales se decidieron por el arzobispo de Venecia, el cardenal José Sarto. Uno de los primeros actos de éste fue suprimir definitivamente el derecho de veto, sin que los gobiernos hicieran ninguna objeción.

Pío X había empezado su carrera como párroco; no era un sabio, ni un hombre de letras como León XIII, que en sus horas de ocio componía excelentes himnos latinos, sino un hombre dado a la acción práctica. Ya en 1904 nombró una comisión encargada de preparar la nueva codificación de todo el derecho canónico, obra ingente que fue terminada en el pontificado siguiente. Pío X emprendió seguidamente una reorganización de las congregaciones de cardenales, que llegó a su término en 1908. Entre otras cosas, las diócesis de Norteamérica, que seguían dependiendo de la congregación de la Propaganda, fueron equiparadas en cuanto a la administración a las de los restantes países. Como periódico oficial de la curia, creó en 1909 las Acta Apostolicae Sedis. En 1911 se publicó una importante reforma del Breviario. De incalculables efectos sobre la vida de devoción fueron las disposiciones de 1905 acerca de la comunión frecuente y de 1910 acerca de la comunión de los niños.

Uno de los grandes éxitos de este pontificado fue el desenmascaramiento de la solapada herejía del modernismo. Como es comprensible en una cuestión tan difícil y compleja, varias de las medidas adoptadas por la Iglesia a este respecto fueron objeto de encontrados juicios, incluso de parte de católicos perfectamente leales. No faltaron tampoco los hiperortodoxos, que se creían obligados a denunciar el supuesto modernismo de autores perfectamente fieles a la Iglesia. Fue una lástima que el casi octogenario papa en sus últimos años concediera a tales denuncias más crédito del que merecían. Vista en conjunto, sin embargo, la rápida y radical extirpación del modernismo constituyó uno de los más beneficiosos acontecimientos de la moderna historia eclesiástica. La encíclica Pascendí de 1907, en la que culminó la condena, es una obra maestra en su género, digna de ocupar un puesto al lado del Tomus ad Flavianum de León el Grande y del decreto tridentino sobre la justificación.

Pío X era un hombre extraordinariamente devoto, un perfecto sacerdote y pastor, sencillo y natural, enemigo de ostentar su piedad con gestos aparatosos. Murió el 20 de agosto de 1914, a los pocos días de haber estallado la primera guerra mundial. Fue beatificado en 1951 y canonizado en 1954.

LA CURA DE ALMAS EN EL SIGLO XIX

La acción sobre las masas.

Una afirmación que muy a menudo se oye, y justamente en boca de católicos, es que en el siglo XIX la Iglesia perdió una gran parte del influjo que antaño ejercía sobre las grandes masas populares. Tal aseveración se funda sobre una observación que es, en sí misma, cierta: desde la mitad de aquel siglo, si no antes, en casi todos los países, incluso en los que antes eran totalmente católicos, aparecen amplias capas de población que se mantienen interior y exteriormente alejadas de la Iglesia: gentes que probablemente han sido bautizadas y que se dejan apuntar como católicos en las estadísticas, aunque a menudo ni siquiera eso, pero que en todo lo demás observan frente a la Iglesia una actitud de completa indiferencia, que las más veces se trueca en una franca hostilidad. Con razón se habla de la aparición de un nuevo paganismo.

Dicha impresión se ve aún corroborada por el estudio de la historia política. En casi todos los países los católicos aparecen como una minoría, a veces como una minoría oprimida y perseguida, que con frecuencia se ve empujada a oponer una viril resistencia con la que obtiene notables triunfos, pero sin perder su carácter minoritario.

Antes de ponernos a investigar las causas que puedan haber obligado a la Iglesia a retirarse así en toda la línea, con abandono de su antigua influencia sobre las masas, conviene cerciorarnos de si aquella observación coincide realmente con los hechos. En efecto, ateniéndonos al crecimiento puramente numérico de la Iglesia, vemos que los ciento treinta millones de miembros que tenía en 1800 han pasado a más de trescientos cincuenta millones. En cuanto a su vida interior, difícilmente podrá negarse que a fines del siglo XIX era, en todos los campos, incomparablemente más activa e intensa que en su principio. Por consiguiente, sería igualmente correcto decir: en el siglo XIX la Iglesia no ha perdido las masas, sino que se ha ganado las masas.

La Iglesia no dispone de una población fija que se perpetúe a través de los siglos; carece, por decirlo así, de un capital humano. Uno a uno debe ganarse a cada hombre individual, a cada nueva generación. En una época de extraordinario incremento demográfico, como fue el siglo XIX, puede ocurrir que la actividad de los organismos pastorales de la Iglesia no alcance a ganar un número suficiente de nuevos adeptos, es decir, que un creciente número de nuevas personas quede fuera de la Iglesia y que ésta no pueda, o no pueda aún, entrar en contacto con ellas. Desde este punto de vista, sería tan impropio decir que la Iglesia ha perdido los neopaganos de Europa o América, como afirmar que ha perdido los negros del África o los cuatrocientos millones de chinos; no los ha perdido, por la simple razón de que nunca los tuvo. Por consiguiente, la tarea de la historia debe consistir en investigar por dentro y por fuera el crecimiento extraordinariamente rápido de la Iglesia, para poder luego preguntarse por qué tal crecimiento no se ha hecho aún con mayor rapidez.

Incremento de la población.

El siglo XIX es, en toda la superficie del globo, una época de inaudito aumento numérico de la población. Este incremento afecta también al África, y sobre todo al Asia, pero en estos continentes se substrae en gran parte a todo control estadístico, mientras que sobre América y Europa poseemos información suficiente para hacer unos cálculos aproximados. Hacia 1800 Europa tenía de ciento ochenta a ciento noventa millones de habitantes, y hoy tiene cerca de quinientos millones. A principios del siglo XIX en toda América debía haber poco más de veinte millones de almas, y hoy cuenta con unos trescientos millones. La mayor parte de éstos son de procedencia europea, lo cual significa que no sólo ha habido aumento demográfico, sino también un desplazamiento de población de unas proporciones desconocidas en la historia. De todos modos, no es que estos trescientos millones hayan emigrado realmente de Europa, pues el aumento mayor ha sido debido al crecimiento natural. Desde 1820 a 1920 el número de emigrantes europeos que han entrado en Estados Unidos ha sido de 34 millones, mientras la población total ha crecido en este lapso de tiempo en unos ciento veinte millones.

La tarea de la Iglesia consistía en crear los adecuados organismos pastorales dentro de estas masas de población en continuo aumento y movimiento, y no sólo en las nuevas naciones americanas, sino también en Europa; pues también aquí aparecían por doquier nuevas aglomeraciones humanas para las que no bastaban ya las antiguas instituciones, sobre todo en las grandes ciudades.

Hacia 1800 no había en absoluto ningún centro urbano que llegara al millón de habitantes. Las ciudades mayores eran entonces Londres, con algo menos de un millón, y París con quinientos cuarenta y siete mil habitantes. Hoy, repartidas en todo el mundo, hay unas cuarenta ciudades «millonarias», entre ellas unas cuantas de población predominantemente católica: en América, Buenos Aires, Río, Sao Paulo, Méjico, la Habana, Montreal; en Europa, Barcelona, Madrid, París, Viena, Varsovia, Budapest, Milán, Roma, Nápoles, a las que hay que añadir otras ciudades preponderantemente, si no del todo, católicas que se aproximan al millón, como Bruselas, Praga, Colonia, Munich. Han pasado modernamente a esta categoría otras localidades que a principios del siglo XIX tenían muy pocos habitantes católicos, y donde hoy existen comunidades de cientos de miles de miembros, como Londres, Berlín, pero especialmente en América: Nueva York, Filadelfia, Chicago. Boston, ciudadela un tiempo del puritanismo, hoy tiene setecientos mil habitantes, de los cuales tres cuartas partes son católicos.

No todo es sano en este crecimiento. Las ciudades se han desarrollado a costa de la población rural, que ha retrocedido casi en todas partes. Pero, sobre todo, este extraordinario incremento numérico no procede de un correspondiente aumento de la natalidad, sino que en gran parte es debido a la disminución del número de defunciones. Las ciencias médicas han obtenido auténticos triunfos a lo largo de todo el siglo XIX. El descubrimiento de los gérmenes patógenos y de los medios para combatirlos ha permitido sanear las ciudades, prevenir epidemias, introducir la higiene en la vida individual, disminuir la mortalidad infantil, hallar métodos curativos para enfermedades que antes eran mortales. Como resultado de todo ello, el promedio de vida se ha casi doblado en el siglo pasado, lo cual constituye un acontecimiento de primer orden y de gran trascendencia en la historia de la cultura, pero que no deja también de tener sus lados obscuros. Muchos conflictos sociales, una gran parte del descontento y despecho dominantes en nuestra sociedad vienen menos del aumento numérico de la humanidad que del envejecimiento de la población.

No es misión de la Iglesia ocuparse de la higiene social y de los problemas demográficos. El Estado puede hasta cierto punto interesarse por un auge puramente numérico de su población, aunque sólo sea por consideraciones militares. Pero el concepto de «material humano» es completamente ajeno a la Iglesia. Los hombres no son, para ella, un medio para la consecución de un fin, sino objeto de su atención y tutela.

Incremento de la cura de almas.

Dado el continuo aumento de la población, la más importante tarea de la Iglesia es atender al paralelo desarrollo de su aparato pastoral. Ésta ha sido, en efecto, una de sus mayores preocupaciones en el curso del siglo XIX.

En Europa dicho desarrollo fue menos advertible, por cuanto el número de diócesis quedó casi invariable. Sólo en Inglaterra se organizó de nuevo la jerarquía. A las once diócesis creadas en 1850 se han ido añadiendo hasta 1924 siete más en Inglaterra (Leeds, Middlesborough 1878, Portsmouth 1882, Menevia 1898, Cardiff 1916, Brentwood 1917, Lancaster 1924) y en 1878 seis más para Escocia. En el continente europeo fueron muy pocas las diócesis importantes de nueva creación: en Italia, Livorno 1806, Cuneo 1817, Foggia 1855; en Francia, Laval 1855, Lourdes 1912, Lille 1913. En Alemania, por la nueva regulación hecha a principios del siglo XIX, fueron suprimidos los obispados de Chiemsee, Constanza y Worms, substituidos por los de Limburgo, Friburgo y Rottenburgo (1821). Un aumento en el número de diócesis no lo hubo hasta el siglo XX con la constitución de las de Meissen (1921), Aquisgrán y Berlín (1929). En Polonia se crearon varias nuevas diócesis después de la primera guerra mundial, a saber: Lodz (1920), Czestochova, Kattowitz, Lomza y Pinsk (1925).

En los escalones inferiores de la jerarquía, fueron, en cambio, muy numerosos los puestos de nueva fundación. Se crearon centenares de nuevas parroquias, especialmente en las grandes ciudades, que habían iniciado su rápido desarrollo, y en los distritos industriales. Puede afirmarse sin exageración que en el siglo XIX se edificaron más Iglesias parroquiales que en todos los siglos anteriores juntos. Estas construcciones, las más de las veces en estilo neogótico, y con frecuencia muy monumentales, constituyen en muchas partes un rasgo característico del nuevo paisaje urbano.

Donde más impresionante fue el desarrollo experimentado por la cura de almas es en Norteamérica. Sirva como ejemplo la diócesis de Boston, que en el año 1844 abarcaba los estados de Massachusets, New Hampshire, Vermont y Maine, o sea, todo el ángulo nordeste de los Estados Unidos. En este extenso territorio había entonces treinta mil católicos, que disponían de treinta y dos iglesias servidas por veintiséis sacerdotes. Cien años más tarde la misma circunscripción estaba repartida en seis diócesis con un total de dos millones trescientos mil católicos, mil ciento cuarenta y cinco iglesias, dos mil setenta y seis sacerdotes seculares y ochocientos ocho regulares. La ciudad de Nueva York, con Brooklyn, tenía en 1800 una parroquia católica, hoy tiene cuatrocientas. La ciudad de Chicago, nacida a principios del siglo XIX, cuenta hoy con más de doscientas cincuenta parroquias católicas.

No hay que olvidar, con todo eso, que el número de sacerdotes no ha aumentado al mismo paso que la población católica. Contando en trescientos cuarenta mil el número total de sacerdotes de que dispone la Iglesia entera, dado un número de trescientos a cuatrocientos millones de fieles, corresponde apenas un sacerdote por mil fieles. La proporción es más favorable en muchas diócesis; así, por ejemplo, Westminster tiene un sacerdote por cuatrocientos veinte católicos, Baltimore uno por trescientos veinte. En cambio, hay países que sufren de una aguda escasez de sacerdotes, como el Brasil, que para más de treinta millones de católicos cuenta con menos de cinco mil sacerdotes. En los siglos XVI y XVII el número relativo de sacerdotes era mayor. Pero en los siglos XIX y XX se ha hecho mucho más intensa la labor encomendada a cada sacerdote individual. Antiguamente, una parte considerable del clero secular y regular no intervenía en absoluto, o intervenía apenas, en la cura de almas. Hoy, los clérigos que no son más que beneficiados o celebrantes han casi desaparecido, incluso en Europa. Las causas de este fenómeno deben buscarse no sólo en el mayor sentido de responsabilidad y celo por las almas que sin duda alguna posee el clero de nuestros días, sino también en los cambios sufridos por la Iglesia en su situación económica.

Situación económica de la Iglesia en el siglo XIX.

La gran oleada de secularizaciones de fines del siglo XVIII y principios del XIX había tenido por efecto una profunda transformación de la base económica de la Iglesia en la mayor parte de los países de Europa. Hasta entonces la gran mayoría de las instituciones eclesiásticas tenían el carácter de fundaciones y se sostenían en buena parte con las rentas de su patrimonio inmobiliario. Se calcula que en Francia antes de la Revolución una décima parte del suelo pertenecía a instituciones eclesiásticas. Al proceder a la secularización, en la mayoría de países, el Estado tomó a su cargo, cuando menos al principio, una parte de las cargas que pesaban sobre los bienes confiscados, o sea al menos el sustento del clero y la conservación de los edificios religiosos. El importe de estas obligaciones, fijado ya desde un principio con gran mezquindad, se redujo aún más a consecuencia de la devaluación monetaria efectuada en el curso del siglo XIX. Por consiguiente, la Iglesia tuvo que acudir en medida creciente a las aportaciones voluntarias de los fieles, y de un modo especial en los países donde los bienes de la Iglesia o habían desaparecido por completo o no habían existido nunca, como en Inglaterra y Norteamérica, y también en aquellos cuyos gobiernos se negaron a cumplir con sus obligaciones, como en muchos países sudamericanos sometidos antes al régimen español del patronato. Estas contribuciones voluntarias podían adoptar formas diversas, desde las pequeñas limosnas dominicales hasta las donaciones y legados. En los Estados Unidos la principal fuente de ingresos de las iglesias consistía en el alquiler de las sillas en las funciones religiosas. Aún hoy son las limosnas recogidas en los cepillos lo que subviene el enorme coste del ministerio pastoral y de la beneficencia parroquial en Norteamérica. Los estipendios por misas contribuyen también en todo el mundo a cubrir las necesidades del clero.

Desde el punto de vista patrimonial, la Iglesia había sufrido un gran empobrecimiento. Pero en las nuevas circunstancias disponía, en cambio, de mayores ingresos y un giro más activo. Es verdad que los cambios económicos sufridos no bastaron para introducir la centralización en las finanzas eclesiásticas, y cada una de las instituciones (diócesis, parroquias, escuelas, obras de beneficencia, asociaciones, conventos) siguieron siendo desde este punto de vista independientes unas de otras; pero no lo es menos que tanto los organismos centrales como las unidades económicas inferiores, al no estar vinculadas a sus respectivas fundaciones y patrimonios, ganaron en fluidez y, por tanto, en capacidad de rendimiento. Además, desde el momento en que vivían al día, estaban menos expuestas a los ataques exteriores. Los numerosos daños materiales sufridos en tantas partes durante todo el siglo XIX, pudieron ser reparados de un modo relativamente rápido y fácil.

LAS ÓRDENES RELIGIOSAS EN EL SIGLO XIX

El rasgo más destacado de la vida eclesiástica en el siglo XIX acaso sea el extraordinario auge experimentado por las órdenes religiosas. En este aspecto el siglo XIX sólo admite comparación con el XIII, la época de las órdenes mendicantes, aunque ahora, en correspondencia con el general desarrollo de la Iglesia, todas las cosas adquieren proporciones mucho mayores.

El espíritu antirreligioso de la era de la ilustración, las subversiones políticas y las secularizaciones habían inferido tales daños al estado religioso, que no sólo la Compañía de Jesús, oficialmente disuelta en 1773, sino casi todas las demás órdenes tuvieron que rehacer su vida, por decirlo así, a partir de cero. Muchas de ellas tuvieron que esperar hasta mucho después de mitad del siglo para volver a alcanzar el número de miembros que antes tenían.

Algunas quedaron tan decaídas que ni aún hoy han vuelto a su antiguo nivel, a pesar de haber aumentado en difusión. Los capuchinos tenían veintiséis mil ochocientos veintiséis miembros en 1782, once mil cuarenta y cinco en 1853, descendieron aún hasta setecientos cincuenta (1888) y sólo en estos últimos años han vuelto a llegar a los doce mil.

Los benedictinos, casi aniquilados por efecto de la supresión de los monasterios, reaparecen en 1802 en Hungría, en 1827 en Baviera (Metten), en 1833 en Francia (Solesmes), en 1846 en Australia, en 1847 en Norteamérica. Hacia mediados de siglo volvía a haber de mil quinientos a mil seiscientos benedictinos negros, que en 1900 habían aumentado hasta cinco mil doscientos cuarenta y cuatro. Hoy los benedictinos son casi diez mil. Es verdad que sus abadías, esparcidas por todo el mundo, son menos esplendorosas y ricas que en los tiempos antiguos, pero en poder de irradiación religiosa no tienen por qué temer la comparación con los mejores tiempos de la orden.

Los franciscanos, a mediados del siglo XIX, eran, con sus trece mil o catorce mil miembros, la orden masculina más importante, con gran diferencia de las demás, y en el entretanto han duplicado su número. Les fue muy provechosa la unión, efectuada en 1897, de las congregaciones hasta entonces independientes (observantes, alcantarinos, recoletos, etc.), para formar una unidad administrativa provista de unos estatutos comunes. También los dominicos han visto doblar el número de sus adeptos en estos últimos tiempos. Los lazaristas, que en la época revolucionaria se habían reducido a unos centenares, hoy pasan de los cuatro mil.

Los hermanos de las Escuelas Cristianas de san Juan Bautista de la Salle no pasaban de una treintena en 1803. En 1820 eran quinientos setenta, mil cuatrocientos veinte en 1830, seis mil seiscientos nueve en 1854, quince mil sesenta (sin novicios ni postulantes) en 1899. Luego sufrieron nuevos contratiempos con motivo de la expulsión en Francia de las órdenes enseñantes.

La Compañía de Jesús tenía en 1816, dos años después de su reconstitución, seiscientos setenta y cuatro miembros, cuatro mil seiscientos cincuenta y dos en 1846, doce mil setenta en 1886, quince mil ciento sesenta en 1900 (hoy treinta y un mil).

Un crecimiento constante y a veces muy rápido conocieron también las congregaciones fundadas en el siglo XIX, cuyo número es extraordinariamente grande, como las de los oblatos de la Inmaculada Concepción (1816), claretianos, padres blancos, padres del Espíritu santo, misioneros del Corazón de Jesús, misioneros de Steyl (1875), salvatorianos (1881). Los redentoristas, cuya fundación se remonta al siglo XVIII, eran tres mil quinientos ochenta en 1907 y seis mil doscientos cuarenta en 1933. El crecimiento más asombroso ha sido el de los salesianos de Don Bosco, fundados en 1859, que contaban con cuatro mil ciento treinta y siete miembros en 1907, nueve mil cuatrocientos quince en 1933, y hoy son más de quince mil. Actualmente, a los cien años escasos de su fundación, ocupan el tercer lugar de las órdenes religiosas en cuanto al número de miembros.

Más sorprendente todavía que el incremento de las órdenes masculinas en el siglo XIX lo es el de las femeninas. Con justicia podría llamársele el siglo de las monjas.

Las ursulinas eran tres mil en 1845, hoy trece mil. Las salesianas de la Visitación pasaron en el mismo espacio de tiempo de tres mil a ocho mil. Las hermanas de la caridad de san Vicente de Paúl eran en 1877 unas veinte mil, hoy son cerca de sesenta mil. Es casi incontable el número de congregaciones femeninas creadas en este siglo. Las damas del Sagrado Corazón, fundadas en 1800, cuentan hoy con más de siete mil hermanas; las hermanas del Buen Pastor, instituidas en 1829 en Angers, son hoy once mil; las misioneras franciscanas de María tenían en 1933 unos seis mil quinientos miembros, a pesar de no haber sido fundadas hasta 1877 en Bretaña.

A esta época corresponden también muchas fundaciones de institutos religiosos femeninos en España, que en breve tiempo vieron crecer el número de sus miembros pudiendo extender pronto su benéfico influjo en los campos de la enseñanza, de la asistencia social, del cuidado de los enfermos, de la adoración y el culto. Así, por ejemplo, las carmelitas de la caridad, fundadas en 1826 en Vich por Joaquina de Vedruna, y que son ya más de dos mil trescientas; o las adoratrices, esclavas del Santísimo Sacramento, fundadas en Madrid en 1845 por la Madre María Micaela del Santísimo Sacramento, canonizada en 1934, con más de mil quinientos miembros; en 1851, la beata María Soledad Torres Acosta (beatificada en 1950) fundó en Madrid las siervas de María, que son hoy día más de dos mil quinientas: casi dos mil son ya las hijas de María Inmaculada para el servicio doméstico, fundadas en 1876 por la beata Vicenta María López Vicuña (beatificada en 1950); en 1877 se fundan las esclavas del Sagrado Corazón (también más de dos mil actualmente); su fundadora Rafaela Porras y Ayllón fue beatificada en 1952. Y así podrían enumerarse otras muchas congregaciones, como la de las hijas de Jesús, las hermanitas de los ancianos desamparados, las hermanas de la caridad de Santa Ana, etc.

En Alemania florecieron también muchos nuevos institutos: hermanas de las escuelas de los pobres, hermanas de los pobres de Jesús Niño, hermanas del amor cristiano, siervas de Cristo, hermanas de la Providencia, etc.

Muchas de las congregaciones femeninas alemanas se han propagado en Norteamérica; los Estados Unidos han resultado ser un terreno muy fértil en vocaciones femeninas. Actualmente operan en la Unión un total de más de ciento cincuenta mil religiosas. Una gran parte de los católicos norteamericanos, incluso los varones, recibe su instrucción en escuelas regentadas por monjas.

El desarrollo numérico de las órdenes, iniciado en el siglo XIX, ha proseguido con ímpetu aún mayor en el XX. En el primer tercio del siglo actual el número de religiosos en todo el mundo ha aumentado en más del doble.

Huelga decir que, en la vida de religión, no es el número de miembros lo decisivo. Una congregación pequeña puede cumplir a la perfección su fin fundacional y llevar a sus miembros a la perfección cristiana. Sin embargo, un intenso crecimiento exterior es casi siempre síntoma de energía interna, y en todo caso el número de las vocaciones religiosas nos da un patrón casi seguro para medir la vida religiosa de un país o de una época. En este sentido, en el siglo XIX los países que anduvieron largo tiempo en cabeza fueron Francia y Alemania, y luego también Bélgica y Holanda. Hoy el mayor porcentaje de vocaciones lo suministran los Estados Unidos y España.

A pesar de la aparente confusión creada por la gran abundancia de nuevas fundaciones, puede hablarse con toda propiedad de un tipo de orden característico del siglo XIX. Las nuevas congregaciones prosiguen la evolución que fue iniciada por los clérigos regulares del siglo XVI: la santificación del individuo se busca menos por los caminos del rigorismo ascético que por la total entrega a la labor, acentuando mucho la vida interior por medio de la oración mental, organización rígida y disciplinada, y generosidad en el servicio y el trabajo.

De los fundadores del siglo XIX, un gran número han sido ya canonizados: Antonio Mª Claret, arzobispo de la Habana († 1870), fundador de los claretianos; Miguel Garicoits († 1863), fundador de los sacerdotes de Betharram; (beato) Pedro Julián Eymard († 1868), fundador de los eucaristinos; Don Bosco († 1888), fundador de los salesianos; Juana Antida Thouret († 1826); Bartolomé Capitanio († 1833); Juana Isabel Bichier des Ages († 1828); Emilia de Rodat († 1852); Joaquina Vedruna († 1854), fundadora de las carmelitas de la caridad; Emilia de Vialar († 1856); Sofía Barat († 1865), fundadora de las religiosas del sagrado Corazón; Eufrasia Pelletier († 1868), fundadora de las buenas pastoras; Dominica Mazarello († 1881), fundadora con Don Bosco de las hermanas de María Auxiliadora, rama femenina de los salesianos; finalmente Francisca Cabrini († 1917 en Chicago), fundadora de una congregación para atender a los emigrantes italianos. Está además en trámite una serie de nuevas canonizaciones. Algunos se admiran de que hoy se canonicen tantas religiosas, pero ello no es sino un reflejo del extraordinario auge conocido por las congregaciones femeninas en el siglo XIX.

LA TEOLOGÍA

El siglo XIX no ha producido quizá ningún teólogo de gran talla, ningún santo Tomás de Aquino y ningún san Agustín. Enrique Newman (nac. en 1801, convertido en 1851, cardenal en 1879, † 1890), acaso la figura más grande de este siglo, es más filósofo que teólogo. En cambio se trabajó mucho y en serio. Expresada en cifras, la producción científica ha aumentado considerablemente desde mediados de siglo, sobre todo gracias a la aparición de revistas teológicas en casi todos los países de importancia, muchas de las cuales se han convertido, al correr de los años, en auténticas bibliotecas de Teología. La más antigua de las hoy existentes es Tübinger Quartalschrift, fundada en 1819. Aparecieron, además, publicaciones dirigidas a un público más extenso que muy a menudo trataban temas teológicos. Una de las primeras de esta categoría fue Der Katholik (Maguncia 1821); luego, La Civiltà Cattolica (Roma 1850), Eludes (París 1856), Stimmen aus Maria Laach (1871, hoy Stimmen der Zeit) y otras análogas en casi todos los países. Para el trabajo propiamente teológico se crearon numerosos centros, generalmente adscritos a una universidad: Tubinga, Munich, Maguncia, Bonn, Münster, Innsbruck, Friburgo de Suiza, Lovaina, París, Toulouse, Roma. En la esfera editorial alcanzaron una especial importancia casas católicas como Herder (Friburgo de Brisgovia), Pustet (Ratisbona), Bachem (Colonia), Benzinger (sobre todo en Norteamérica), Desclée (Malinas), Burns Oates (Londres) y las editoriales parisienses Lethielleux, Beauchesne, etc.

El trabajo teológico durante el siglo XIX movióse en el campo de la apologética, entendida ésta en su sentido más amplio, o sea que se ocupó sobre todo de los problemas que suelen llamarse «ideológicos». (Weltanschauungsfragen), aunque el teólogo católico evita este término, por los elementos de relativismo y subjetivismo que parece encerrar. Se trataba del antiquísimo problema de fe y ciencia, de revelación y razón, que en consonancia con el aumento de conocimientos en ambas esferas, no cesa de adoptar formas siempre nuevas. En Alemania el profesor de teología de Bonn, Jorge Hermes († 1831), partiendo de Kant y rechazando la escolástica, pretendió dar una demostración racional de los misterios de la fe. En Francia, los llamados tradicionalistas De Bonald († 1840), Bautain, profesor en Estrasburgo († 1867), Bonnetty († 1879) buscaron la solución en el extremo opuesto, por cuanto, rechazando igualmente la escolástica, establecían una total separación entre conocimiento racional y conocimiento de fe y declaraban la imposibilidad de demostrar filosóficamente los fundamentos de ésta. Ambos sistemas fueron condenados por la Iglesia, el hermesianismo en 1835, el tradicionalismo en 1855. Caminos totalmente originales siguió el sacerdote italiano Rosmini († 1855), hombre piadoso y fundador de una congregación de sacerdotes: según su sistema, el sujeto pensante colabora en cierto modo en la plasmación del conocimiento, tanto filosófico como teológico. También él era antiescolástico, aunque quizá sería más exacto decir que prescindía de la escolástica, y por medio de una arbitraria interpretación de la terminología de esta escuela llegó a formular algunas proposiciones insostenibles que después de su muerte fueron también censuradas (1887).

En el entretanto, se había iniciado un intenso movimiento de renovación de la filosofía escolástica, iniciado especialmente en las escuelas romanas, donde el dominico Zigliara († 1893 siendo cardenal) y los jesuitas Perrone († 1876), el tirolés Franzelin († 1886 siendo cardenal), Liberatore († 1892) y otros, restituyeron el conocimiento filosófico a su lugar debido dentro del sistema doctrinal de la teología. El jesuita José Kleutgen, de Dortmund († 1883), que trabajaba también en Roma, fue el precursor del renacimiento escolástico en Alemania con sus obras Theologie der Vorzeit (1853) y Philosophie der Vorzeit (1860). En su encíclica Aeterni Patris (1879), León XIII señaló expresamente a santo Tomás como luz y guía del pensamiento católico. En el fundamental problema apologético arrojó abundante luz la definición del concilio Vaticano de que la razón natural puede conocer a Dios con seguridad partiendo de las criaturas.

Sin embargo, hacia fines de siglo se formó entre los teólogos una corriente muy ramificada, extendida sobre todo en Francia, Alemania, Italia e Inglaterra, que bajo la impresión producida por la Crítica bíblica no católica y la teoría de la evolución de los dogmas, volvió a dudar de que fueran realmente conciliables la fe y la razón e intentó hallar nuevas soluciones por el lado del inmanentismo kantiano. Los caudillos espirituales de esta orientación eran, en Francia, el crítico bíblico Alfredo Loisy, en Inglaterra el escritor apologético Jorge Tyrrell S. I., en Italia Rómulo Murri y más tarde Ernesto Buonaiuti. Los numerosos escritos de este grupo, realzados por una deslumbrante erudición y cuidadosamente redactados en un tono victoriosamente apologético, apenas despertaron la menor suspicacia en la mayoría de los católicos. El decreto Lamentabili de la congregación del Santo Oficio en 1907 y la subsiguiente encíclica Pascendi operaron como una súbita revelación. En esta última Pío X hacía ver cómo todas estas tendencias, aparentemente diversas, surgían de una raíz común y se habían apartado ya considerablemente de las verdades fundamentales de la fe católica. Aplicó a la nueva herejía el nombre de «modernismo» y procedió con gran rigor contra sus representantes. Las apostasías fueron, empero, escasas. Tyrrell, expulsado de su orden, murió sin reconciliarse (1909), lo mismo que Buonaiuti (1946). Murri se retractó antes de su muerte (1944). Loisy († 1940) se apartó totalmente de la fe católica. Pero no se llegó a la formación de una secta. Apenas hay otro caso en la historia eclesiástica en que una herejía haya sido extirpada de un modo tan rápido y radical.

Al margen de estos descarríos, que en el fondo sólo provocaban una excitación transitoria, la auténtica investigación teológica siguió avanzando por su camino propio. Donde mejores resultados se lograron fue en los campos de la historia eclesiástica, de la patrística y de la teología histórica. Aquí sí que los alemanes pueden reclamar un puesto de honor. Junto al desgraciado Döllinger aparecen nombres que son familiares a los historiadores de todos los países: Johann Adam Möhler († 1838), Josef Hergenröther († 1890 siendo cardenal), Karl Josef Hefele († 1893), Franz X. Kraus († 1901), Franz X. Funk († 1907), Johannes Janssen († 1891), Pius Gams O. S. B. († 1892), Heinrich Schrörs († 1928), Ludwig Pastor († 1928), Nikolaus Paulus († 1930), Hartmann Grisar S. I. († 1932), Albert Erhard († 1940), Franz Josef Dölger († 1940), Karl Bihlmeyer. Destacaron en el estudio de la escolástica Karl Werner († Viena 1888), Heinrich Denifle O. P. († 1905), Klemens Bäumker († 1924), Franz Ehrle S. I. († 1934 siendo cardenal), Martin Grabmann († 1949). Entre los historiadores franceses descuellan el cardenal Pitra OSB († 1889), Louis Duchesne († 1922), Pierre Batiffol († 1928); entre los belgas el bolandista Hippolyt Delehaye († 1940); en Italia el cardenal Angelo Mai († 1854), Luigi Tosti O. S. B. († 1897 en Monte Cassino), Achille Ratti (†1939, papa Pío XI), Pio Franchi de Cavalieri.

En Roma, los descubrimientos y las insuperables publicaciones del seglar Juan B. de Rossi († 1894) dieron lugar a un gran florecimiento de la arqueología cristiana. Los grandes hallazgos hechos en las catacumbas, como el descubrimiento de la cripta de los papas con los epitafios del siglo III (Ponciano, Fabiano, Cornelio, etc.), vinieron en el momento más oportuno, cuando la moderna manía de la hipercrítica histórica amenazaba con no dejar piedra sobre piedra de la historia del cristianismo primitivo.

Gracias a ellos se restableció la confianza en las fuentes escritas. Los trabajos de De Rossi fueron continuados por Orazio Marucchi, Josef Wilpert, Anton de Waal, Johannes Peter Kirsch, Paul Styger, Enrico Josi.

La ciencia bíblica vio abrirse ante sí un extenso campo: su cometido consistía en elaborar e incorporar los grandes logros de la filología, la crítica textual y la arqueología oriental, y al propio tiempo oponer un dique a los disolventes efectos de la crítica no católica. También aquí el lugar de honor fue para los investigadores alemanes: Paul Schanz († 1905), Johannes Belser († 1916), los jesuitas Cornely († 1908) y Knabenbauer († 1912), y los miembros del Pontificio Instituto Bíblico, fundado en Roma en 1909, Leopold Fonck († 1930) y Augustin Merck († 1945). En Francia Vigouroux editó el Dictionnaire de la Bible (París 1891). Abrió nuevos rumbos en este campo el dominico francés Lagrange († 1938), fundador del Instituto Bíblico de San Esteban, en Jerusalén.

Los progresos realizados en el campo histórico fueron beneficiosos a la teología especulativa. Las pruebas basadas en la Escritura y la tradición aumentaron no sólo en número sino en fuerza demostrativa. Se hizo más clara la distinción entre lo que es seguro y lo que es hipotético. Además de los neoescolásticos ya citados, entre los teólogos sistemáticos del siglo XIX destacaron los siguientes: los dogmáticos Mathias Josef Scheeben († 1888), Josef Pohle († 1922), Christian Pesch († 1925), Louis Billot († 1931), los moralistas Antonio Ballerini († 1881), Augustus Lehmkuhl († 1918), Hieronymus Noldin († 1922).

La educación del clero.

Una especial atención se prestó en el siglo XIX a la formación de los aspirantes al sacerdocio, cuyo número fue en rápido aumento desde la mitad del siglo. Los problemas educativos y de organización de la enseñanza ocupaban en todas partes el primer plano. Esa general preocupación era una herencia del tiempo de la ilustración, y la Iglesia tuvo que sostener una constante batalla contra el afán intervencionista y reglamentador de los estados, que se hacía sentir de un modo especial en el campo pedagógico; por otra parte, pudo también aprovecharse de los grandes progresos conseguidos en éste y de las mejoras introducidas en la organización de las escuelas, que sin duda alguna figuran entre lo más valioso que la ilustración produjo. Durante las turbulencias de la revolución y de las secularizaciones, la mayor parte de los seminarios eclesiásticos desaparecieron y tuvieron que ser establecidos de nuevo. Hoy casi todas las diócesis de alguna importancia tienen los suyos; cuando las circunscripciones son demasiado pequeñas para sostener sus propias instituciones de enseñanza, como ocurre en Irlanda y sobre todo en Italia, se establecen seminarios regionales.

Las exigencias puestas en la preparación científica de los candidatos al sacerdocio y en la del profesorado fueron en constante aumento en el curso del siglo pasado. El reglamento de estudios impuesto en 1931 por Pío XI (Deus Scientìarum Dominus) va muy lejos en esta dirección. Un gran número de profesores de teología reciben su preparación en la propia Roma, donde casi cada nación posee su propio colegio. Los estudiantes reciben los grados académicos en la universidad Gregoriana, en la universidad de Letrán, en el «Angelicum» de los dominicos o en las escuelas especiales de ciencia bíblica, teología oriental, arqueología, música eclesiástica.

La enseñanza de la religión.

Desde mucho tiempo atrás existían en los distintos países catecismos, es decir, breves resúmenes de la doctrina católica en forma de preguntas y respuestas para la instrucción religiosa de niños y adultos, así en Alemania el muy difundido de san Pedro Canisio (publicado por primera vez en 1555) y en Italia el catecismo de san Roberto Belarmino (1598). Pero no habían sido concebidos como libros de texto escolares, sino sólo para la enseñanza en la propia iglesia. La enseñanza de la religión como materia escolar es una conquista del siglo XIX. Como un precursor en este sentido puede nombrarse al silesiano Ignacio Felbiger, canónigo de San Agustín († 1788), que la emperatriz María Teresa llamó a Austria, donde entre otras cosas compuso un catecismo destinado a las escuelas de la monarquía austriaca (1777). En Alemania trabajó en el mismo sentido el sacerdote y pedagogo Overberg († 1826). Como herencia de la pedagogía ilustrada, advertíase en la catequesis el afán de apartarse lo más posible de la teología escolástica; así se ve todavía en el catecismo publicado en 1842 por el profesor de Tubinga Hirscher. El jesuita Josef Deharbe inició la reacción en 1847, volviéndose a acercar a la escolástica. Sus catecismos, traducidos también a otras lenguas, dominaron el campo durante largo tiempo, hasta que en estos últimos años han sido substituidos por textos que intentan adaptarse más a la capacidad de asimilación de los niños. Todos estos esfuerzos son un índice elocuente del profundo interés que en el siglo XIX se sentía por dar a los niños una sólida preparación religiosa. Enseñar el catecismo, que en siglos anteriores era considerado como una obra de humildad, pasó a ser una ocupación honrosa. En las contiendas políticas que tuvo que sostener la Iglesia y en la conclusión de los distintos concordatos, uno de los puntos más importantes solía ser el derecho de la Iglesia a que en las escuelas se diera enseñanza religiosa.

La formación religiosa del pueblo.

Es asimismo innegable que la formación religiosa del pueblo católico durante el siglo XIX ha sufrido un general aumento de nivel. Es éste un trabajo pastoral que, por su propia naturaleza, no llega nunca a una conclusión, pues cada generación debe ser educada de nuevo. Además, no todo consiste en la inculcación teórica de las verdades de la fe, por indispensable que ésta sea. El católico no solo necesita conocer sus verdades salvíficas, sino que debe familiarizarse, además, con la vida de la Iglesia, con sus instituciones, con sus vicisitudes. En cuanto a este polifacético training católico, hoy pueden presentarse como modelo a imitar los católicos de los Estados Unidos, gracias a su admirable organización escolar. Un gran papel en este sentido desempeña también la prensa católica, menos quizá los grandes diarios políticos que las revistas, semanarios, hojas y diocesanas parroquiales, cuya influencia no por más callada deja de ser más profunda.

Asociaciones.

Las asociaciones religiosas tienen un origen muy antiguo, como que se remontan a las órdenes terceras del siglo XIII y a las hermandades de los últimos tiempos medievales. Pero la forma que actualmente presentan, no la recibieron hasta el siglo pasado. El ingente aumento demográfico y la correspondiente multiplicación de las tareas pastorales, de una parte, y la expoliación de la Iglesia por efecto de las secularizaciones, de otra, trajeron consigo la necesidad de agenciarse recursos pecuniarios por medio de colectas privadas. Así es como surgieron las innumerables asociaciones para sostener todas las ramas de la cura de almas, y en primer término la de las misiones. La asociación misional de Lyon, fundada en 1822 por Paulina Jaricot, constituyó durante todo el siglo XIX la base económica de las misiones. Desde 1922 su organismo directivo radica en Roma. Se le adhirieron luego la asociación de San Francisco Xavier (Aquisgrán, 1841), la de la Infancia de Jesús, fundada en París en 1843, muy difundida más tarde entre los niños alemanes, la asociación misionera de mujeres y doncellas alemanas (1893), la asociación de San Pedro Claver, para las misiones del África (1894) y una gran cantidad de sociedades en todos los países que con sus aportaciones sostienen sus propias misiones o instituciones misionales. La recaudación total de limosnas para las misiones, compuesta en general de aportaciones individuales muy pequeñas, fue calculada en 1913 entre dieciséis y veinte millones de marcos.

Asociaciones destinadas a recaudar fondos para fines especiales fueron en Alemania la asociación de San Carlos Borromeo, fundada en Bonn en 1845 para la difusión de la buena prensa, la asociación de San Bonifacio (Paderborn, 1849), para la cura de almas en la diáspora, la de San Rafael, para emigrantes (1871), la asociación Görres, para el fomento de la ciencia católica y apoyo a los científicos católicos (1876). Naturalmente que tales sociedades no se limitan a ser empresas financieras, sino que al propio tiempo fomentan en sus miembros el interés por las grandes tareas de la Iglesia y les da ocasión de poner en práctica sus convicciones cristianas. Tal es el caso, de un modo especial, de las numerosas asociaciones benéficas, en las que la colaboración de los miembros es más importante que sus aportaciones monetarias. Ejemplares son, en este sentido, las Conferencias de san Vicente de Paúl, fundadas en. París por Federico Ozanam en 1833, y difundidas luego por todo el orbe católico. Las asociaciones e institutos benéficos constituyeron las más de las veces ligas o federaciones diocesanas. Para toda Alemania se creó el Caritasverband, con sede en Friburgo (Lorenz Werthmann, 1897). La Iglesia defiende su derecho a ejercer la beneficencia incluso contra la tendencia del Estado moderno a absorber todas las actividades asistenciales. Pero la Iglesia ejercita la caridad porque es esencial al cristianismo la práctica del amor al prójimo, no por fines de propaganda y mucho menos por temor a perder adeptos o para evitar movimientos subversivos.

Los congresos católicos que anualmente se celebran en Alemania, se remontan a una asociación fundada en 1848 por Franz Adam Lenning en Maguncia. Tales congresos, que han sido imitados en muchos países, han contribuido en gran manera a fortalecer entre los fieles los sentimientos de comunidad y solidaridad.

Las primeras asociaciones de estudiantes católicos nacieron en Alemania en las universidades de Bonn (Bavaria, 1844), Breslau (Winfridia, 1849) y Munich (Renania, 1851). Las tres grandes federaciones (CV, KV y UV) en 1913 reunían ciento cincuenta y dos asociaciones con seis mil novecientos cinco estudiantes. Prescindiendo de algunas facetas menos luminosas, estas asociaciones sirvieron para contrarrestar la atmósfera generalmente incrédula que prevalecía en las escuelas superiores, reforzando el sentimiento católico del honor, que a menudo tanto deja que desear entre las clases intelectuales. Una prueba de la importancia que consiguieron, es que fueron imitadas con éxito en muchos países no alemanes.

Para la cristianización de la clase obrera fueron muy eficaces las asociaciones de trabajadores fundadas en 1849 por el clérigo de Colonia Adolf Kolping. En el año 1905 agrupaban setenta y dos mil obreros y mantenían más de trescientos cuarenta y siete albergues.

Cada país tiene sus asociaciones y sus tipos propios de organización. En Norteamérica en cada parroquia hay la Holy Name Society para varones. Las mujeres pertenecen a la Sodality of our Lady o a la Congregation of Mary, la juventud estudiante a la congregación (Sodality) mariana o a la Students Mission Crusade. Una organización muy eficaz es la de los caballeros de Colón (KC), imitada de las logias masónicas, incluso con sus ceremonias secretas y ritos de iniciación, aunque por lo demás no teme la publicidad, ni mucho menos. Organizaciones especiales son, entre otras, la National Catholic Rural Life, extendida sobre todo en el Middle-west, para apoyar la labor pastoral en el campo, que resulta muy difícil en Estados Unidos; las Labour Schools, escuelas nocturnas para trabajadores, los Catholic Workers Groups. Las escuelas, especialmente en los grandes Colleges y universidades católicas, disponen casi todas ellas de su propia organización de supporters. El norteamericano siente menos que el alemán la necesidad de agrupar todas las organizaciones en secretariados generales y organismos superiores. Existe, sin embargo, en Washington la National Catholic Welfare Conference (NCWC) para atender a los asuntos generales de organización.

En Francia abundan mucho las asociaciones católicas (oeuvres), aparte de que algunas de las organizaciones extendidas hoy por todo el mundo, como las conferencias de san Vicente de Paúl y las grandes asociaciones misionales, tuvieron su origen en Francia.

LOS SANTOS DEL SIGLO XIX

Las canonizaciones decretadas por la Iglesia no deben considerarse como una especie de distribución de premios, que puedan servir de criterio para decidir estadísticamente en qué país y en qué momento ha florecido más la vida religiosa. El tribunal de canonizaciones, que desde el siglo XVI es la Sagrada congregación de ritos, es totalmente imparcial e independiente en sus juicios; sin embargo, la elección de los candidatos depende de muchos factores, algunos de carácter fortuito. El tribunal no va en busca de candidatos, sino que sólo sentencia sobre los que le son propuestos. Así ocurre que los países en los que es muy vivo el interés por las canonizaciones, por ejemplo Italia, pueden presentar un gran número de nuevos santos, sin que ello autorice a atribuir al país en cuestión un porcentaje especialmente alto de santidad. Por otra parte, la duración de los procesos es tan larga, a veces de siglos, que de la lista de los procesos terminados no puede deducirse ningún juicio concluyente sobre un determinado período.

De todos modos, en las canonizaciones se refleja, siquiera en sus grandes rasgos, el decurso de la historia eclesiástica. No es ningún azar que España tenga tantos santos en el siglo XVI, Francia en el XVII, que Alemania los pueda presentar en tal abundancia durante toda la Edad Media y que después de la Reforma tuviera que aguardar hasta el siglo XIX para volver a ver hijos suyos elevados a los altares.

Francia tuvo en el siglo XIX, sobre todo en su primera mitad, un contingente extraordinariamente numeroso de santas religiosas. Un importante número de ellas han sido ya canonizadas: además de las fundadoras de órdenes ya mencionadas, la hermana del Sagrado Corazón, Filipina Duchesne († 1852, en Nueva Orleáns), la hermana de la Caridad, Catalina Labouré († 1876), la joven vidente de Lourdes, Bernadette Soubirous († en religión 1878), y la más joven de todas, la célebre carmelita de veinticuatro años, Teresa del Niño Jesús. Entre los santos varones, el más conocido es el Cura de Ars, junto a Lyon, san Juan Bautista Vianney († 1859). Los santos italianos son menos numerosos, pero en cambio poseen una personalidad muy destacada. El Piamonte, antes de precipitarse en la política antirreligiosa, presenta una constelación de tres santos: Cottolengo, uno de los grandes propulsores de la caridad moderna († 1842), Don Bosco, el incomparable educador y fundador († 1888), y su maestro y confesor Cafasso († 1860, canonizado en 1947). Es un nuevo san Luis Gonzaga el santo pasionista Gabriel Possenti († 1862). Entre los misioneros italianos destaca el beato Justino de Jacobis, vicario apostólico en Abisinia († 1860), y entre las mujeres dos fundadoras de órdenes, la beata Magdalena de Canossa († 1835) y santa Francisca Cabrini († 1917 en Chicago), así como la santa criada Gema Galgani de Lucca († 1903). Una personalidad interesante es la del beato Contardo Ferrini († 1902), profesor en la universidad de Pavía, que ganó fama internacional por sus obras sobre la historia del derecho romano.

Los países de lengua alemana han dado a la Iglesia dos santos, uno a principios del siglo XIX, san Clemente Hofbauer († 1825 en Viena), que puede ser considerado como segundo fundador de los redentoristas, y otro al final, san Conrado de Parzham, lego capuchino († 1894 en Altötting).

Están iniciados otros procesos de canonización, como el de Francisca Schervier († 1876 en Aquisgrán), fundadora de las hermanas pobres de san Francisco, Catalina Kaspar († 1898), fundadora de las hermanas de Dernbach, María Droste zu Vischering († 1899 en Portugal, con las hermanas del Buen Pastor) y últimamente el del hermano benedictino de Einsiedeln, Meinrado Eugster († 1925).

Han de pasar todavía algunos decenios hasta que todo el material (si se nos permite la expresión) de las canonizaciones decimonónicas haya sido estudiado lo suficiente para advertir sus rasgos comunes y generales. Lo que desde ahora puede decirse es que en el siglo XIX los tipos de santos son más numerosos y polifacéticos. No en el sentido de que, como a veces se oye, la «piedad conventual» haya perdido su lugar de honor y junto a ella, o en substitución de ella, haya aparecido una nueva piedad laica. Tal cosa no es posible en la Iglesia, pues los consejos evangélicos serán siempre la norma para todo ideal de santidad. Como tantas otras veces, lo que ha ocurrido no es una ruptura o la apertura de un nuevo camino de espiritualidad, sino un desarrollo más rico del mismo ideal en distintas condiciones de vida.

Así puede decirse que en la época moderna la gente joven ha recibido un tipo propio de santidad y de acción pastoral. El niño en edad de primera comunión, el monaguillo de las grandes ciudades, el congregante de las escuelas medias, el Neudeutsche, el Scout de France, el «jocista» (JOC = Juventud Obrera Católica), el college-boy americano, se han convertido en tipos bien definidos, representados a menudo por individualidades magníficas. En edades ya más maduras, la muchacha que trabaja, la maestra, la asistente en las obras parroquiales, el hermano de San Vicente de Paúl que inició sus actividades en este campo ya en edad universitaria, el periodista, político y gobernante católicos. No pretendemos decir que todos estos tipos hayan surgido en el siglo XX. El médico, el profesor, el artista católico son tipos que se remontan muy lejos, y no hablemos del campesino y del artesano católicos. Un tipo nuevo y más frecuente de lo que suele creerse es el del obrero industrial santo. Justamente se ha iniciado ya el proceso de canonización del obrero irlandés Matt Talbot, fallecido en 1925.