LA VIDA ECLESIÁSTICA EN LA ANTIGÜEDAD
Cuando hoy el papa envía solemnemente una encíclica a toda la cristiandad, empieza con estas palabras: A todos los patriarcas, arzobispos, etc., que guardan paz y comunión con la Sede Apostólica. Paz y comunión no son sólo unos términos que reaparecen continuamente en la antigua literatura cristiana, sino que designan un concepto que merece ser considerado como una de las claves para la inteligencia de la antigua Iglesia.
Comunión en el sentido que le daban los antiguos cristianos, es la comunidad de los fieles, de los fieles con los obispos, de los obispos entre sí, y de todos con su cabeza, con Cristo. El signo visible y al propio tiempo la causa, por la que esta comunidad es constantemente renovada, es la eucaristía, la comunión. El pecador está excluido de la comunión eucarística, y por ende también de la comunidad eclesiástica: está excomulgado. Si hace penitencia, es admitido de nuevo a la comunidad eucarística. El forastero, que viene de una iglesia lejana, es admitido a la comunión, si presenta una credencial de su obispo acreditando que pertenece a una comunidad ortodoxa; en caso contrario, se le niega la eucaristía y la hospitalidad.
Cuando, a mediados del siglo II, el obispo Policarpo se trasladó a Roma para establecer negociaciones acerca de la cuestión de la pascua, no pudo llegar a un acuerdo con el papa Aniceto; sin embargo, como más tarde escribía Ireneo al papa Víctor, «Aniceto le concedió la eucaristía en la Iglesia», es decir, le permitió celebrar la misa en la comunidad romana y administrar la comunión al clero y al pueblo, «y así se despidieron en paz». Lo que Ireneo quiere decir es lo siguiente: a pesar de subsistir las diferencias no se alteró entre ellos la comunidad eclesiástica, la paz o comunión. Aquí vemos claramente que paz significa algo muy distinto de «paz» en el sentido de concordancia de opiniones o ausencia de disputa. Paz y comunión significan una vinculación real, que no queda necesariamente disuelta por efecto de un litigio aun pendiente, y el signo de esta vinculación real es la celebración en común de la eucaristía.
En Roma, donde los presbíteros que vivían solos en las afueras no celebraban junto con el obispo, sino que, los domingos al menos, ofrecían el sacrificio de la misa en las iglesias titulares, se perpetuó la costumbre de que el obispo, que celebraba antes que los demás, hiciera llevar a las iglesias titulares por medio de acólitos, partículas consagradas, que el presbítero al decir la misa ponía en el cáliz. Aun hoy recuerda esta costumbre, en la misa, la oración Haec commixtio et consecratio, después del Pax Domini. El papa Inocencio I (401-417) explica así esta práctica: «para que ellos (los presbíteros) en este día señalado no se sientan separados de nuestra comunión».
Comulgar con los herejes significaba, en la antigüedad, recibir de ellos la eucaristía. De ahí que cuando un seglar salía de viaje, por regiones donde no había iglesias católicas, se llevaba consigo la eucaristía, para no verse obligado a tomar la comunión en una iglesia herética, pues esto hubiera significado afiliarse a la comunidad de los herejes. Esta idea era de una índole muy concreta: el obispo herético Macedonio de Constantinopla, en el siglo IV, a los católicos que se negaban a recibir la comunión de sus manos, los hacía llevar a la fuerza al altar y les abría la boca, convencido de que por este procedimiento quedaban inscritos en su comunión aunque fuera mal de su grado. En el siglo IV había en el Asia Menor una pequeña secta, la de los mesalianos, que no creían en la eucaristía. En consecuencia, permitían a sus miembros recibir la comunión de manos de los católicos o donde quisieran, pues sostenían que con ello no se creaba lazo alguno de comunidad.
Cuando un cristiano salía de viaje, recibía de su obispo una carta de recomendación, una especie de salvoconducto, en virtud del cual siempre que llegaba a una comunidad de fieles, era acogido amistosamente y alojado de balde. Esta institución, cuyo origen se remonta a la época apostólica, no era sólo ventajosa para los seglares, por ejemplo los comerciantes cristianos, sino también para los obispos. Sin grandes dispendios podían enviar mensajeros y cartas a todas las partes del Imperio. Sólo así se explica la activísima correspondencia que los prelados sostenían entre sí. Estos salvoconductos eran conocidos con el nombre de cartas de comunión o cartas de paz, pues acreditaban que el viajero pertenecía a la comunión y, por consiguiente, podía recibir la eucaristía. A menudo se las llama también, sucintamente, tesserae, palabra usada aun hoy en italiano para indicar toda clase de contraseñas o cédulas de identidad. De ahí que Tertuliano llame al sistema entero Contesseratio hospitalitatis, la «cédula de hospitalidad».
La importancia de dicha institución no se limitaba a la vida civil, con todo y ser en ésta tan grande que Juliano el Apóstata pretendía introducirla en su «iglesia» pagana, sino que constituía además un instrumento de gran peso para la comunión eclesiástica. Cada obispo, o al menos cada iglesia de alguna importancia, debía tener una lista de todos los obispos que pertenecían a la comunión. Esta lista servía para extender los salvoconductos de los que salían de viaje y para controlar los papeles presentados por los forasteros. Podemos observar, también, que todos los cambios de los obispos eran comunicados a las restantes iglesias, y que los prelados, cuando surgía una herejía o un cisma, enviaban listas completas de los obispos excomulgados. Cuando, a principios del siglo III, el papa Ceferino excluyó de la comunión a los montanistas, lo hizo por el procedimiento, como relata Tertuliano, de «revocar las cartas de paz ya emitidas», o sea, borró las comunidades montanistas de la lista de las iglesias ortodoxas, pertenecientes a la comunión. Todavía a principios del siglo V, para convencer a los donatistas africanos, que negaban su condición de cismáticos, san Agustín les invitaba a enviar cartas de paz a las principales iglesias de otras regiones, sabiendo muy bien que no les serían admitidas. En el año 375 escribe san Basilio a la comunidad de Neocesarea, que se había pasado al arrianismo, y dice, después de enumerarle casi todas las ciudades del mapa: «Todas éstas nos envían cartas y admiten las nuestras. Por ello podéis ver que todos estamos concordes. Por consiguiente, quien rechaza nuestra comunión, se separa de la Iglesia entera. ¡Considerad bien, hermanos, con quién estáis aún en comunión!».
Para demostrar la pertenencia a la Iglesia, el argumento habitual consistía en alegar que se estaba en comunión con la gran mayoría de los obispos: es miembro de la Iglesia el que está en comunión con casi todos los obispos, o también el que lo está con uno solo, de quien consta que posee la comunión de los demás. Pero se necesitaba un último y decisivo criterio con el que, en caso de duda, pudiera acreditarse la pertenencia a la comunión, y éste criterio era la comunión con la iglesia romana.
Opiato, obispo de Mileve en África, escribe en el siglo IV, contra los donatistas: «No puedes negar que la primera sede episcopal en Roma fue conferida a Pedro. Sobre esta sede descansa la unidad de todos». Luego enumera los sucesores de Pedro hasta llegar a su tiempo, a Dámaso y Siricio: «Éste es hoy mi colega (en el episcopado); a través de él, el orbe entero está concorde conmigo, gracias al sistema de las cartas de paz, en una única sociedad de comunión». Por este mismo tiempo san Ambrosio escribe a los emperadores Graciano y Valentiniano exhortándoles a que cuiden de que la Iglesia romana no sufra daños: «Pues de ella fluyen hacia todas las demás los derechos de la venerable comunión».
Esta idea no había nacido en el siglo IV. En el año 251 san Cipriano llama a la Iglesia romana «la silla de Pedro y la iglesia principal, de la que emana la comunidad de los obispos». En otro lugar la describe como «la tierra madre y raíz de las iglesias». Y casi cien años antes escribía Ireneo acerca de la misma Iglesia: «Con esta Iglesia deben convenir todas las demás, dada su especial preeminencia». Esta expresión, convenir (convenire), no ha sido rectamente interpretada por muchos autores. Evidentemente, no se trata de otra cosa que de «comulgar», y aquella frase significa que todas deben pertenecer a la comunión romana. Así hay que entender también el conocido y discutido texto de Ignacio, el discípulo de los apóstoles, en el que llama a la Iglesia romana «puesta al frente de la caridad». Este amor (agape) no es otra cosa que la paz y comunión, la comunidad de paz.
También los paganos sabían que sólo era cristiano de veras el que comulgaba con Roma. En el año 268 Pablo de Samosata, obispo de Antioquía, fue depuesto en un sínodo por razón de sus errores doctrinales y de su vida escandalosa. Pablo, que no sólo era muy rico, sino que contaba con el apoyo de la reina de Palmira, muy poderosa en aquel tiempo, no se sometió y se negó a entregar a su sucesor la iglesia y la residencia episcopal. Pero cuando el emperador Aureliano vino a Antioquía y destruyó el reino de Palmira, los cristianos se dirigieron a él pidiéndole que arbitrara el conflicto. Aureliano decidió que la residencia episcopal fuera entregada a «aquel a quien envían cartas los prelados de la religión cristiana en Italia y el obispo de Roma». El historiador de la Iglesia Eusebio, que es quien nos informa de estos hechos, califica la sentencia de «completamente acertada».
Está claro, por tanto, que desde los más antiguos tiempos el obispo de Roma ocupaba una situación especial, que no se limitaba a ser una prelación de honor, como muchos creen. Precisamente en los primeros siglos no se hace mención alguna de honores y títulos y preferencias de rango. Tales cosas sólo aparecieron en la época bizantina. Ni siquiera el nombre «papa» le estaba reservado en exclusiva. A san Cipriano se le llamaba con frecuencia «papa», y la palabra griega papas era aplicada a toda clase de clérigos. La primacía del obispo de Roma era más bien de carácter real. Él era el centro de la comunión. Quien figuraba en su lista, pertenecía a la Iglesia, y dejaba de ser miembro de ésta quien era borrado de aquélla. Cualquier obispo podía suspender la comunión con otro, pero a condición de tener detrás de sí a la Iglesia entera, o sea, cuando estaba seguro de que poseía la comunión con Roma. En cambio, el obispo romano no necesitaba apoyarse en nadie, ni lo hacía. No tenía necesidad de hacer el cómputo geográfico, como san Basilio, San Atanasio y otros. Cuando Víctor excluyó de su comunión a los obispos del Asia Menor, Ireneo y otros lamentaron este paso, pero nadie discutió a Víctor el derecho a darlo. Cuando Esteban suspendió la comunión con Cipriano y con más de cien obispos de África y Asia Menor no se conmovió por ello la sede romana.
Verdad es que, en los detalles, la efectividad del primado papal ha cambiado mucho, o mejor, ha aumentado en el curso de los siglos. Largo es el camino recorrido desde Víctor, Cornelio y Esteban hasta Gregorio VII, Inocencio III, Bonifacio VIII. Esta comparación es lo que induce a más de un historiador a creer que los papas de la antigüedad no eran aún, en realidad, «papas». La diferencia consiste, esencialmente, en dos puntos: en el esplendor de la soberanía, que no se desarrolló hasta la Edad media, cuando los papas eran al mismo tiempo príncipes territoriales, y en la multiplicidad de los negocios administrativos, que no se inició hasta los últimos tiempos medievales para adquirir una inusitada extensión en la época moderna. Pero éstas no son más que funciones subordinadas, que competen legítimamente al Papa como cabeza de la Iglesia, pero que no alcanzan a hacer de él el jefe de la Cristiandad. Cabezas de la Iglesia, los papas antiguos lo eran tanto como los modernos, aunque no llevaran aún la tiara ni existiera el colegio cardenalicio.
Es más, puede incluso sostenerse que la suprema función del Papado, el ser roca de la Iglesia y tener las llaves del reino de los cielos, en la antigüedad se ponía de manifiesto más a menudo que hoy en día. Los papas actuales ya no excluyen de la Iglesia a países enteros y a centenares de obispos, y es muy raro que acudan a la ultima ratio como hacían los pontífices de los primeros siglos.
El análisis histórico de los conceptos de paz y comunión nos muestra con toda claridad que, desde un principio, la Iglesia era un edificio social, y no una mera corriente espiritual, o una multiplicidad de personas animadas de los mismos sentimientos, ni tampoco una simple alianza de amistad y de amor. La conciencia de formar parte de una unidad descansaba, tanto en los fieles como en los obispos, que las más de las veces no se conocían personalmente y discutían entre sí con lamentable frecuencia, en el convencimiento de estar vinculados por lazos reales, no creados por ellos mismos como en una asociación utilitaria, sino independientes de su voluntad. Esta vinculación real, que ellos designaban justamente con los nombres de paz y comunión, contiene un elemento jurídico al mismo tiempo que un elemento sacramental. El uno es inseparable del otro. La comunión es una sociedad real, pero gracias al elemento sacramental se distingue de cualquier otra sociedad que exista entre los hombres. El deber de amor deriva de la comunión, pero no es él lo que constituye la comunión.
En esta concepción de la comunión no puede advertirse evolución histórica alguna. Aparece ya desde un principio, desde el momento en que san Pablo escribe a los corintios: «Fiel es Dios, que os ha llamado a la koinonía (comunión) de su hijo Jesucristo, Señor nuestro». Y Juan escribe en su primera carta: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en koinonía con nosotros y vivamos en koinonía con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Si dijéramos que vivimos en koinonía con Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad. Pero si andamos en la luz, como Él está en la luz, entonces estamos en koinonía unos con otros, y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado».
Es la misma paz que Cristo dio a los apóstoles, la paz que el mundo no puede dar, la misma paz que los primeros cristianos nombraban grabándola en innumerables epitafios sepulcrales. Depositus in pace, o simplemente In pace, como tantísimas veces leemos en las inscripciones de las catacumbas, no significa que el muerto se haya evadido de las luchas terrenas. Para decir esto no se escribiría: «Murió en la paz», o «fue enterrado en la paz». Esta paz es, más bien, la comunión, la comunión de los santos, la Iglesia; murió en la comunidad de la Iglesia, y por tanto ahora pertenece a la Iglesia triunfante. En un tiempo de cisma, en el siglo IV, leemos incluso: in pace legitima, «murió en la comunidad legítima». In pace expresa el mismo sentimiento que expresamos hoy con las palabras: «auxiliado con los santos sacramentos de la Iglesia». Pues también en la antigüedad el punto central de la paz y la comunión lo constituía la eucaristía.
Del mismo modo que esta concepción no ha conocido un desarrollo paulatino, tampoco desapareció nunca en los tiempos posteriores. Aún hoy reza la Iglesia en la festividad del Corpus Christi: «Concede propicio, oh Señor, a tu Iglesia los dones de la unidad y de la paz, que místicamente están representados por los dones que te ofrecemos».
La misa ha nacido de la conjunción de dos partes, el servicio divino de la oración y la celebración del sacrificio eucarístico. Esto apenas se advierte hoy en la llamada misa rezada, pero sí en el solemne oficio pontifical. Durante toda la introducción de la misa, el obispo permanece al margen del altar, sentado en su trono. Sólo cuando ha terminado la antemisa se dirige con pompa al altar.
La antemisa, con sus lecturas, explicación de la escritura o sermón y los rezos de la comunidad, procede en sus rasgos fundamentales de la sinagoga. En la sinagoga no se celebraba ninguna ceremonia con carácter de sacrificio. Esto se hacía sólo en el templo. Pero el sacrificio eucarístico cristiano no es continuación de los sacrificios del templo ni tiene con ellos nada en común. Constituye, desde el comienzo, algo peculiar y propio del cristianismo. Los apóstoles no celebraban la «fracción del pan» ni en el templo ni en la sinagoga, sino en una casa particular, y lo hacían así ya en tiempos en que no se había consumado aún la separación ritual del servicio divino veterotestamentario.
Si en un principio existía un enlace entre la ritual «fracción del pan» y los llamados festines de caridad o ágapes, no podemos decirlo. Si así era realmente, la separación debió de efectuarse muy temprano. Esto se deduce del hecho de que la eucaristía, ya en tiempo de los apóstoles, era celebrada a las primeras horas de la mañana, mientras que los ágapes, siempre que tenemos noticia de ellos, tenían efecto al anochecer. La costumbre de una comida por la mañana, equivalente a nuestro desayuno, era totalmente desconocida en la antigüedad.
La primera descripción de la celebración de la eucaristía combinada con el servicio divino del rezo, la tenemos en los Hechos de los apóstoles. Pablo está en Tróade. La comunidad se ha reunido en el segundo piso de una casa. Es la noche del sábado al domingo, y muchas lámparas están encendidas. El hecho de que se destaque este detalle es indicio de una cierta solemnidad. Pablo habla, es decir, lee y explica la Escritura hasta la medianoche. Entonces «parte el pan y come de él». Luego sigue enseñando hasta el amanecer y después se despide.
La primera descripción circunstanciada del rito nos la da, unos cien años más tarde, el mártir san Justino en su primera Apología, escrita hacia el año 150. No es que en el tiempo intermedio falten testimonios sobre la eucaristía. Hacia el año 100, se encuentra expresamente mencionada en Ignacio de Antioquía. Justino escribe para los paganos. En el domingo se reúnen todos los fieles. Se leen «las memorias de los apóstoles» (los evangelios) y, si hay tiempo, los escritos de los profetas. Luego el presidente pronuncia un sermón. Seguidamente se levantan todos para orar.
Al final se imparte el ósculo de paz. Empieza entonces la preparación para la celebración de la eucaristía. Al presidente se le presentan pan y un vaso con agua y vino; él los recibe, evidentemente en forma solemne.
Luego empieza la oración «larga» de la eucaristía. Ésta «contiene las palabras del propio Cristo» (las palabras sacramentales) y «se nos ha enseñado que estos manjares son la carne y la sangre de Jesús hecho hombre». La oración eucarística termina con el amén del pueblo.
«Entonces, los que entre nosotros son llamados diáconos, reparten entre los presentes el pan y el vino con el agua, sobre los que se ha pronunciado la acción de gracias, para que los consuman, y también se lleva su porción a los ausentes».
A partir de este momento, los testimonios se hacen cada vez más explícitos. Al principio del siglo III tenemos ya en Hipólito de Roma un formulario para la oración eucarística, en el que las palabras de la consagración aparecen intercaladas en la acción general de gracias en la forma aún hoy característica. Incluso las aclamaciones del principio, Sursum corda y Gratias agamus, sólo apuntadas en Justino, en Hipólito tienen ya la forma actual. Sin embargo, el texto de Hipólito fue considerado durante largo tiempo como un simple ejemplo, como un modelo. No existe aún un misal, y el celebrante improvisa cada vez el texto, aunque siempre dentro de un marco fijo. El principio y el fin están ya bien determinados, así como la transición a la consagración y las palabras de ésta.
La ceremonia en conjunto, en los primeros tiempos, era de larga duración, de varias horas quizás, en la forma que describe Justino. Parece que más tarde se abreviaron las largas lecturas del comienzo, introduciendo en cambio ceremonias destinadas a realzar la solemnidad. Así, a finales del siglo IV, aparecen las impresionantes despedidas previas al inicio de la oración eucarística: todos los que no tienen derecho a participar en ella, los catecúmenos de todos los grados y los penitentes, se acercan clase por clase al altar, reciben allí la bendición y abandonan la iglesia. Son un producto de aquella tendencia a expresar el respeto en una forma dramática, que en último extremo condujo a la práctica oriental, usada también en algunas partes de Occidente, de hacer retirar al sacerdote detrás de una cortina o una pared durante la consagración, para ocultarlo hasta de la mirada de los fieles. En el siglo V encontramos también la llamada disciplina del arcano: de puro respeto, los escritores no osan ya hablar de la eucaristía en palabras abiertas y claras, sino que se sirven de diversas circunlocuciones. En los tiempos antiguos se era mucho menos escrupuloso en estas cosas.
En un principio, el sacrificio eucarístico sólo se ofrecía los domingos. Hasta el año 200 no encontramos la primera indicación de una misa en día laborable. Tertuliano (De Orat. 19) menciona el curioso escrúpulo de algunos fieles, que no osaban asistir a la misa en día de ayuno, por temor a romperlo con la comunión. Tertuliano aconseja a estos timoratos que se lleven la eucaristía a su casa, para recibirla al día siguiente: «Así queda todo salvado, la participación en el sacrificio y el cumplimiento del deber de ayunar». Este pasaje nos permite ver que en aquel entonces no se oía nunca la misa sin recibir la comunión. El domingo no podía ser nunca día de ayuno; por consiguiente, la dificultad mencionada sólo podía surgir en una misa en día laborable. Tal vez se trataba de misas de difuntos. El domingo se celebraba solamente una misa. Sólo en Roma se decían simultáneamente varias misas por los distintos sacerdotes, en las iglesias titulares. En las demás ciudades celebraba sólo el obispo, con asistencia de los presbíteros y diáconos; pero no hay que entender esta asistencia en el sentido de que los sacerdotes pronunciaran conjuntamente el canon; lo excluía ya el hecho de que el canon careciera aún de un texto fijo.
A partir del siglo IV aumenta el número de días litúrgicos en los que se celebraba la misa, aunque las prácticas siguieron divergiendo según las distintas regiones. Tales diferencias, que tan perturbadoras serían para nosotros, apenas inquietaban a los padres de la Iglesia. Escribe san Agustín (Epist. 54 ad Ianuarium) que en varios lugares se ayuna en sábado y en otros no; hay sitios en que los fieles comulgan diariamente, mientras en otros sólo lo hacen en determinados días; en algunas iglesias se celebra todos los días, en otras sólo en sábado y domingo, o sólo en domingo: «todo esto puede hacerse según el arbitrio de cada cual». La única regla que todo fiel debe observar, es, dice san Agustín, la de hacer todas las cosas de acuerdo con la costumbre del lugar donde reside, añadiendo a esto una observación que aún hoy conserva algo de su valor: «Si alguien observa en otras partes usos litúrgicos que le parecen más bellos o más piadosos, cuando esté de regreso en su patria, guárdese de afirmar que lo que en ella se hace es malo o ilícito, por el hecho de haber visto cosas distintas en otras partes. Es éste un espíritu pueril del que debemos precavernos y que debemos combatir en nuestros fieles».
Hasta el siglo V, no encontramos expresado, y justamente por san León Magno (440-461), el principio de que, cuando es excesiva la aglomeración de gente en la misma iglesia, pueden decirse varias misas una después de otra. Antes de esta fecha no se encuentra el menor vestigio de semejante uso, lo cual resulta tanto más sorprendente cuanto las antiguas basílicas eran por lo regular muy pequeñas. En modo alguno debemos juzgarlas por el volumen de las construcciones constantinianas, como San Pedro o la basílica de Letrán. Más que iglesias destinadas a la cura de almas, estos grandes edificios eran de aparato. En el norte de África podemos ver numerosos restos de antiguas basílicas cristianas, no desfiguradas por construcciones posteriores, que nos informan sobre las medidas usuales en los primeros tiempos. Tales restos han sido, además, estudiados con gran minuciosidad. Muchas ciudades episcopales sólo poseen una iglesia, y ésta no es mayor que la de una modesta aldea. En este sentido, la situación de la cura de almas en la antigüedad distaba mucho de ser ideal. Tenemos abundantes razones para suponer que no todos los fieles, ni muchísimo menos, iban a la iglesia, ni siquiera los domingos.
En cierto modo, la escasa frecuencia en la celebración de la misa quedaba compensada en algunos lugares por la costumbre de la comunión doméstica, atestiguada hasta más allá del siglo V. San Basilio escribe sobre ello a últimos del siglo IV; explica que en su región, en Capadocia, los fieles comulgaban cuatro veces por semana, y siempre en la iglesia; pero esto no significa que tenga nada que objetar contra la comunión doméstica, como era practicada aún, por ejemplo, en todo Egipto y como es práctica común en tiempos de persecución. A los que objetan que esto no es propiamente una comunión, ya que no hay «participación» en el acto de tomar la eucaristía en su propia casa, les contesta observando que, una vez el sacerdote ha consumado el sacrificio, participa en éste todo aquel que recibe del celebrante la hostia, sea sólo una partícula o varias de una sola vez, y tanto si la consume inmediatamente o la reserva para los días siguientes (Epist. 93 a Cesárea). Podemos afirmar que la comunión «fuera de la misa», contra la que hoy algunos elevan ciertos reparos, era corriente en los primeros siglos cristianos, y esto no sólo bajo la coacción de circunstancias especiales, como en épocas de persecución.
Los misterios cristianos no están ligados a un lugar determinado, como ocurría por ejemplo en el culto judío del templo de Jerusalén. Los sacramentos pueden ser administrados en cualquier sitio, e incluso la misa puede, llegado el caso, ser celebrada en la habitación de una casa particular o en un barco o al aire libre. Ésta era la razón de que, a los ojos de los gentiles, los cristianos fueran athei. No hemos de traducir esta palabra por «ateos», como si los gentiles quisieran decir que los cristianos no creían en ningún dios, sino por «sin culto». Arnobio escribe hacia el año 300: «Ante todo nos acusáis de impiedad, porque ni edificamos templos ni erigimos imágenes divinas ni disponemos altares». Cuando Arnobio decía esto, hacía ya mucho tiempo que había basílicas cristianas por doquier.
El templo pagano jamás fue lugar de reunión de una comunidad. Los cristianos necesitaban, desde el principio, locales en los que pudieran reunirse los creyentes. De momento se utilizaron casas particulares. Es natural que, en una misma casa, se usara siempre la misma habitación, y que pronto apareciera ésta equipada de los utensilios apropiados, como atriles y barandas para el coro, sin que arquitectónicamente podamos precisar cuándo el local dejó de ser una «habitación» y empezó a ser una «iglesia». Un cuarto o una casa semejante podía ser luego reformada y provista de columnas y arcadas, de modo que aun exteriormente pudiera ser identificada como iglesia. En Roma tenemos varios ejemplos de basílicas surgidas de la reconstrucción de casas particulares, reformadas en diversos períodos, como San Clemente, San Martín de los Montes, Santos Juan y Pablo. Pero al mismo tiempo se erigían edificios expresamente destinados a servir de lugares de culto. Todo esto nada tiene que ver con las persecuciones; no hay que pensar, pongamos por caso, que durante las persecuciones los cristianos se hubieran refugiado en casas particulares y sólo hubieran empezado a construir basílicas después del 313. Eusebio atestigua que en la segunda mitad del siglo III en muchas ciudades se edificaron basílicas de nueva planta. En Dura Europos (Mesopotamia) se ha excavado una basílica cristiana, muy pequeña por lo demás, que fue construida antes del 230. Por otra parte, se sabe de viviendas que fueron transformadas en iglesias aun mucho después del 313.
Muchos gustan de imaginarse que, durante las persecuciones, los cristianos se reunían en las catacumbas para celebrar allí sus oficios divinos. La «misa en las catacumbas» es, en efecto, una de las piezas principales de la anti-histórica imagen de los primitivos tiempos de los mártires que una especie de romanticismo cristiano se ha complacido en crear.
La práctica de los cementerios subterráneos no era general ni mucho menos. Es difícil imaginar un lugar menos adecuado como local de reunión que las catacumbas romanas. Apenas hay en ellas un espacio donde puedan apretujarse un centenar de personas. La seguridad en las catacumbas no era mayor, antes bien, menor, que en las iglesias urbanas. Los cementerios eran conocidos del público y de la policía, lo cual no era siempre el caso con los lugares de culto establecidos en casas particulares. Aparte de esto, la antigüedad no nos ha transmitido una sola noticia fidedigna de la celebración de una misa en las catacumbas, mientras que abundan los datos referentes a las iglesias de la ciudad. Sólo en el siglo IV, cuando se levantaron las basílicas cementeriales, Santa Inés, San Lorenzo y otras, se celebró en ellas regularmente el culto divino, pero no bajo tierra. Es, sin embargo, posible que el oficio de difuntos, con inclusión de la misa, fuera celebrado en la proximidad del sepulcro, y por tanto también bajo tierra, aunque no tenemos de ello ningún indicio fidedigno.
Los antiguos cristianos gustaban de adornar los locales que servían para el culto divino. Las paredes eran cubiertas con tapices policromos, cuando no con mosaicos y pinturas, como se hizo habitual en época posterior. Si la basílica tenía filas de columnas, se colgaban también entre éstas cortinas de vivos colores. Lámparas ornamentales colgadas del techo y toda clase de adornos metálicos completaban el embellecimiento del local. Los antiguos cristianos lo eran todo menos puristas en cuestiones de estilo, y nada da una idea más falsa de lo que era una basílica paleocristiana que una restauración moderna «fiel al estilo», o sea, lo más desnuda posible.
En cambio, en los actos litúrgicos propiamente dichos faltaba casi por completo, en los primeros siglos, lo que hoy asociamos con el concepto de ceremonial y pompa litúrgica. Antes del siglo V no se sabe nada en absoluto acerca de cánticos en el sentido de melodías. En cambio, el recitado alterno es muy antiguo. La forma primitiva consistía en que el recitador pronunciaba los versículos del salmo, y a cada versículo la comunidad contestaba con un refrán siempre idéntico, como en nuestras letanías. En Antioquía se usaba en el siglo IV, y acaso aún más temprano, el llamado canto antifonal. Los hombres pronunciaban en el coro un versículo, y las mujeres y niños repetían el mismo versículo una octava más alto. En la música griega antífona significa la octava, y de ahí el nombre de este canto. San Ambrosio introdujo esta forma en Milán a fines del siglo IV, y san Juan Crisóstomo hizo lo mismo en Constantinopla. El órgano no aparece hasta la Edad Media. Los cristianos sentían al principio repugnancia contra el uso del incienso, pues les recordaba demasiado el culto pagano. En el siglo IV encontramos ya en las iglesias braseros instalados para llenar de incienso el local. La práctica de incensar el altar y determinados objetos y personas, no empieza hasta el siglo XI. Los fieles gustaban de que el servicio divino estuviera bien iluminado, pero preferían las lámparas de aceite a los cirios, pues también éstos les recordaban el culto pagano. Sin embargo, los cirios y velas se generalizaron a partir del siglo IV. En cambio, los cirios encendidos en el altar no aparecen hasta los siglos XI o XII. La diferencia más destacada entre el ritual primitivo y el posterior acaso sea la falta de toda vestidura litúrgica. Todavía en el año 403 los adversarios de san Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, reprochaban a éste, como signo de vanidad, el hecho de que para celebrar los oficios se pusiera ropas de fiesta especiales. El primer indicio seguro de una vestidura litúrgica en Occidente lo tenemos en un concilio de Narbona del año 589. Las prescripciones sobre las distintas piezas de la vestimenta litúrgica no empiezan hasta la época carolingia. En la antigüedad no se conocían las campanas. Las campanillas del altar aparecen en el siglo XII.
No hay que pensar que los primitivos cristianos buscaran la sobriedad y la sencillez por razones estéticas o de estilo; por el contrario, hacían cuanto estaba de su mano para dar una forma solemne al servicio divino. No hay que olvidar, empero, que los presupuestos psicológicos eran completamente distintos de los de hoy. Los hombres antiguos eran mucho más sencillos que nosotros; de ahí que los actos más simples les impresionan mucho más de lo que podemos imaginar. Un gesto simbólico, un ademán, la entrega y recepción de un objeto, la imposición de manos, el ósculo de paz, todo esto surtía sobre su espíritu un efecto inmediato, mientras que nosotros necesitamos primero desarrollar y subrayar su sentido. Ante todo, el hombre antiguo poseía una sensibilidad mucho mayor para la simple palabra hablada. La educación entera se concentraba, con gran unilateralidad, sobre el hablar y el oír. Escuchar discursos durante horas enteras era un auténtico goce, para un público antiguo. Se comprende, pues, que los primitivos cristianos acompañaran los sermones con sonoras muestras de aplauso, y sermones, por cierto, que al leerlos nos parecen a menudo fríos y artificiosos; y no sólo eso, sino que la simple lectura de un texto sagrado era capaz de producir en su ánimo la impresión más profunda. Poseemos una descripción del servicio divino en Jerusalén, de fines del siglo IV, en la que se nos cuenta cómo la simple lectura del relato de la pasión, sin aditamento dramático alguno, hacía deshacerse en sollozos a los fieles y, al llegar a la traición de Judas, la concurrencia entera prorrumpía en gritos de indignación. Y téngase en cuenta que la lectura ni siquiera se hacía en su lengua materna, sino en griego, que la mayoría sólo entendía imperfectamente, por lo que en la iglesia debía haber intérpretes que iban traduciendo los textos.
La vivacidad y frecuencia de las lecturas hacían que muchos cristianos, incluso niños, conocieran de memoria los textos sagrados. Pero ello no producía embotamiento, sino al contrario, aumentaba el afán de atender. Los sermones de los padres de la Iglesia, que a veces no consisten en otra cosa que en un zurcido de textos escriturarios, y que tan fatigosos nos parecen a nosotros, proporcionaban entonces el más vivo placer a los fieles, siempre ávidos de escuchar a los oradores. Hoy no podemos alcanzar ni de lejos los mismos resultados, con todos los recursos de nuestra técnica de la lectura y de la oración en voz alta.
En los primeros tiempos, los apóstoles administraban el bautismo sin preparación especial alguna. Pero ya san Pablo parece no haber bautizado siempre en seguida (1 Cor. 1, 14). En el siglo II encontramos ya en Justino la observancia de un período regular de preparación, con instrucción doctrinal, ayunos y oraciones. En Tertuliano aparece el término «catecúmeno». En Hipólito, a principios del siglo III, hallamos los escrutinios, el examen de los candidatos al bautismo sobre su manera de vivir. Las personas que ejercían una profesión considerada incompatible con la fe cristiana, como actores o gladiadores, eran rechazados o excluidos temporalmente. En cambio, por doquier hallamos testimonios de que se bautizaba también a los niños.
En el siglo IV, pasada ya la sangrienta época de las persecuciones, se implantó en las familias cristianas la mala costumbre de aplazar en lo posible la recepción del bautismo. Ello obedecía a dos causas. Desde Constantino, los cristianos tenían acceso a todos los cargos y situaciones; pero, a pesar de ello, la vida civil y pública estaba aún tan impregnada de paganismo, que lo más cómodo era no ser cristiano del todo, sino sólo a medias. De ahí que muchas personas, sobre todo las pertenecientes a las clases superiores, quedaban toda la vida en la condición de catecúmenos, y sólo se hacían bautizar en peligro de muerte. La otra causa era la creciente severidad de la práctica penitencial. Puesto que el bautismo operaba la remisión de los pecados, mucha gente lo aplazaba hasta haber dejado atrás, cuando menos, los descarríos de la juventud. Jamás nos asombraremos bastante de que esta escandalosa perversión dejara indiferentes o poco menos a los pastores de almas, aun a los más celosos y clarividentes. El abuso penetraba hasta en las familias más piadosas. San Basilio, san Crisóstomo y san Agustín, a pesar de la santidad de sus respectivas madres, fueron todos bautizados cuando eran ya de edad adulta. Siendo aún niño san Agustín, con ocasión de una grave enfermedad pidió con insistencia el bautismo, pero santa Mónica creyó más prudente aguardar todavía un poco. San Ambrosio no había sido aún bautizado cuando fue elegido obispo. La epigrafía nos ofrece un gran número de ejemplos de sepulturas de «catecúmenos», tanto niños como mayores.
Sin embargo, este abuso tenía también su lado bueno. El bautismo producía una profunda impresión sobre los que lo recibían en edad adulta.
La Iglesia coadyuvaba a ello dando un realce especial al período de preparación propiamente dicho, así como a las ceremonias bautismales. El que quería ser bautizado por Pascua, que era el tiempo más habitual para ello, debía declararlo al empezar el período de ayuno. Luego debía asistir diariamente a los rezos, bendiciones y exorcismos que se celebraban en la iglesia, y sobre todo a las lecciones catequísticas dadas por el obispo en persona. Venían a ser, por decirlo así, unos ejercicios espirituales de cuarenta días. El bautismo se administraba con extremada solemnidad. Las ceremonias duraban toda la noche, desde el sábado santo al domingo de pascua. En las grandes ciudades, las procesiones nocturnas de la catedral al baptisterio y viceversa, en las que el clero entero acompañaba a los numerosos bautizados (en el año 404 fueron éstos en Constantinopla en número de tres mil) con sus respectivos padrinos, debieron de ser altamente impresionantes.
También en la noche de pascua recibían los neófitos la confirmación y, por primera vez, la comunión. Durante toda la semana de pascua venían obligados a visitar diariamente la iglesia, y lo hacían con las blancas vestiduras que habían revestido en el acto del bautismo, hasta el domingo in albis, llamado aún hoy en algunos países domingo blanco. Durante estos ocho días seguían las instrucciones catequísticas, que ahora versaban especialmente sobre la eucaristía, de la que no se hablaba antes del bautismo. Pero esto no era sino una especie de «iniciación ritual en los misterios», pues no cabe pensar que unas personas adultas, crecidas en un ambiente totalmente cristiano, no supieran absolutamente nada de la eucaristía.
A esta solemne forma del bautismo usada en el siglo IV debemos algunos de los más valiosos escritos patrísticos, como las Catequesis de san Cirilo de Jerusalén y de san Ambrosio. Así, no cabe dudar de que el aplazamiento del bautismo tuvo también consecuencias beneficiosas. Tenemos aquí un fenómeno comparable al del excesivo aplazamiento de la comunión de los niños, usual en el siglo XIX. También esto constituía un positivo abuso, al que puso fin el celo pastoral de Pío X. No puede negarse, empero, que en ninguna época se impartió a los niños una preparación más seria y a fondo para la primera comunión como en el siglo XIX.
Como la cosa más natural del mundo, los apóstoles atendieron desde el primer día al servicio de los menesterosos. Lo consideraban, sin más, como una de las funciones propias de su ministerio. De todos modos, el deber primero y principal era la predicación de la fe, y como el rápido crecimiento de la comunidad de Jerusalén no permitía a los apóstoles atender a las dos cosas, eligieron unos auxiliares, los siete diáconos, para que se cuidaran de los pobres, sin por ello abandonar del todo el servicio de éstos.
Esta concepción se mantuvo durante toda la antigüedad cristiana. El obispo tiene a su cargo el cuidado de los menesterosos de la comunidad, hasta el extremo de que no puede hablarse de caridad individual, o al menos de una iniciativa privada en este campo. La Didascalia (ordenanza eclesiástica) en el siglo III opina que con la práctica de las limosnas privadas se hace un agravio al obispo, dando a entender que éste no se cuida de los pobres. Si llega a oídos de un fiel la existencia de un caso de necesidad, debe comunicarlo al obispo y hacer sus donativos a través de éste. Por su parte, el obispo no debe proceder como si diera las limosnas de su propio caudal, sino que ha de informar a los pobres de las personas a quien deben en último término la ayuda recibida. Por consiguiente, cuando los escritores antiguos nos hablan de gentes piadosas que «distribuían su patrimonio entre los pobres», en general debemos entender que lo entregaron al fondo benéfico de la Iglesia.
Los pobres que recibían un subsidio regular de la Iglesia se llamaban matricularii, porque estaban inscritos en la matrícula (en griego, canon) de la Iglesia. A menudo se les llama «viudas y huérfanos», porque éstas eran las categorías tradicionales, pero había también otras clases, «ancianos sin recursos», como dice Tertuliano, o los que habían perdido su hacienda por efecto de una desgracia, por ejemplo un naufragio, y de un modo especial los que en tiempos de persecución habían caído en la miseria por causa de su firmeza en la fe. Sabemos por un pasaje de Hipólito que hacia el año 190 la Iglesia romana guardaba una relación completa de los confesores que habían sido condenados a trabajos forzados en Cerdeña, y les mandaba regularmente subsidios. En el año 251 la Iglesia romana tenía mil quinientos pobres matricularios, y escribe el papa Cornelio que los recursos disponibles alcanzaban para ayudar a todos. La Didascalia recomienda que los huérfanos sean confiados a familias cristianas, y que éstas les hagan aprender un oficio. La versión griega posterior, o sea las llamadas Constituciones Apostólicas, establecen para el servicio de los pobres este razonable principio: «A los capaces de trabajar, procúreseles trabajo; caridad, sólo a aquel que ya no pueda trabajar». A las viudas se las empleaba a veces para hacer faenas en la iglesia y ayudar en los servicios de beneficencia. A éstas se las llamaba en Oriente diaconisas.
A partir del siglo IV se erigieron edificios especiales para los pobres matricularios, asilos, orfanatos, como también albergues para los cristianos que viajaban provistos de cartas de comunión. Tales edificios, con sus talleres y corrales, solían formar un complejo arquitectónico junto con la catedral y las viviendas del obispo y de los clérigos; en las excavaciones, sus restos dan a veces la impresión de constituir como una pequeña ciudad. Los pobres matricularios debían ser, naturalmente, cristianos. Por lo demás, sin embargo, no se establecían grandes diferencias en la distribución de limosnas. Tertuliano se burla, a su manera típica, de los gentiles, que se quejan de que disminuyan las rentas de sus templos a causa del gran número de gente que se hace cristiana; sólo esto nos faltaba, dice Tertuliano: bastante nos dan que hacer los mendigos paganos, para que podamos también atender a las necesidades de los dioses. Juliano el Apóstata encontraba indecoroso que los pobres gentiles recibieran subsidios de los cristianos.
Por lo demás, los antiguos cristianos no practicaban la caridad como medio de propaganda, y mucho menos por temor de las defecciones y otros motivos análogos. En una carta a otro obispo, san Cipriano explica el caso planteado por un pobre. Se trataba de un hombre que, para hacerse cristiano, debía dejar un oficio pecaminoso, y él afirmaba que no le quedaba ningún otro recurso para vivir. Cipriano se declara dispuesto a admitirlo entre sus pobres matricularios, pero el hombre debería conformarse con eso: «No puede esperar que le pasemos un salario para que deje de pecar; pues no es a nosotros a quien presta un servicio, sino a sí mismo».
Se ha intentado calcular lo que debía gastar anualmente la Iglesia romana para mantener a sus mil quinientos matricularii, amén de sus 150 clérigos. Verdad es que las subsistencias eran en la antigüedad mucho más baratas, relativamente, que ahora, incluso en tiempos normales, pero en cambio había otras cosas, sobre todo las telas, que eran mucho más caras. La Iglesia romana debió de disponer de algo así como 25.000 $ U. S. A. anuales, y esto en el peor momento de las persecuciones. Además, las grandes Iglesias, como Roma o Cartago, disponían siempre de medios para acudir en socorro de otras Iglesias necesitadas.
¿De dónde procedían todos estos recursos? En primer lugar, de las colectas regulares en las iglesias, de las «bolsas petitorias». Dice Tertuliano que «cada uno da una vez al mes, o cuando quiere, si es que quiere alguna vez, y si puede; pues a nadie se le obliga». Además, los clérigos superiores solían transferir su patrimonio privado a la Iglesia, la cual se encargaba, en cambio, de su manutención. Así los «jardines» de San Cipriano, probablemente olivares y viñedos, pasaron a manos de la Iglesia de Cartago, y cuando Cipriano fue elevado a la sede episcopal, tuvo que volver a administrar sus antiguos bienes. Más tarde se dictaron disposiciones legales sobre los patrimonios de los clérigos. No faltaban, además, las donaciones especiales de cristianos acomodados, e incluso gentiles, y a veces también de magistrados bienintencionados. La Didascalia se ocupa a fondo de la cuestión de si procede admitir estos donativos de los «malos».
Se tiene, en todo caso, la impresión de que las iglesias, sobre todo en las grandes ciudades, estaban siempre provistas de recursos pecuniarios. En el siglo II, cuando Marción ingresó en el clero romano, aportó como de costumbre su patrimonio. Cuando más tarde fue condenado y excomulgado como hereje, se le devolvieron sus doscientos mil sestercios. En la época pos-constantiniana, las iglesias recibieron subsidios oficiales, cuando menos en las grandes ciudades, donde ellas constituían las únicas instituciones de beneficencia existentes.
Considerado en conjunto, el éxito obtenido por la Iglesia en la cura de almas, durante los primeros siglos, fue extraordinario. Quizá no lo fue en el sentido en que quieren entenderlo algunos apologetas, llevados por un exceso de celo, sosteniendo que la humanidad se volvió esencialmente «mejor» gracias a la aparición del cristianismo en el mundo. Si al decir «mejor» pretendemos indicar una elevación del nivel medio de la estadística moral, o un avance de la cultura, entonces nos será difícil demostrar que la Iglesia haya conseguido mejorar el mundo, al menos en la antigüedad. Pero tampoco era ésta su misión. La misión de la Iglesia es indicar al individuo, y al mayor número posible de hombres, el camino que ha de llevarlo a su salvación sobrenatural, el camino del cielo. Esto sí lo ha logrado, y en una medida asombrosa, sobre todo si se tienen en cuenta las resistencias que para ello tuvo que vencer.
La Iglesia no sólo consiguió, en un breve tiempo, llenar en sentido geográfico el ámbito cultural en que había nacido, sino que además penetró en todas las clases de la sociedad de entonces. Es un trabajo apasionante, a la vez que instructivo, estudiar las inscripciones de las catacumbas romanas o las demás fuentes monumentales para hacer el recuento de las profesiones civiles desempeñadas por los primitivos cristianos. Allí encontramos al vir clarissimus Junius Bassus, que siendo prefecto de la ciudad recibió en 359 el bautismo en su lecho de muerte; magistrados urbanos, administradores de almacenes y escribas; esclavos, libertos y funcionarios imperiales, algunos de los cuales ocupaban cargos de confianza, como aquel M. Aurelio Présenes, que actuó de administrador de la caja privada imperial bajo cinco emperadores distintos, desde Marco Aurelio a Caracalla, y murió en 217.
Sexto Julio Africano era bibliotecario en el Panteón bajo Alejandro Severo. Vienen luego un gran número de abogados y médicos, entre ellos un veterinario, soldados y oficiales de todos los cuerpos posibles; artesanos, industriales y comerciantes; herreros, curtidores, canteros, pintores, escultores en marfil, un pastillarius (droguero), un dulciarius (confitero), un peluquero, un minero, que al decir de su epitafio «había trabajado en todos los cementerios», evidentemente como técnico en excavaciones; jardineros, hortelanos, entre ellos la vieja Pollecla, que tenía un huerto en la Via Nova; modistas, sederos y, finalmente, el matrimonio Cucumio y Victoria, encargados de la guardarropía en las termas de Caracalla. A esto hay que añadir los epitafios referentes a niños, a veces conmovedores, y finalmente el clero entero, desde los papas a los lectores y fossores. Las lápidas sepulcrales van desde las costosas placas de mármol, cuidadosamente cinceladas, hasta los bárbaros garabatos de personas que apenas sabían escribir.
A toda esta gran variedad de gentes, que acabaron siendo millones, hizo la Iglesia objeto de sus atenciones y de su cuidado pastoral, haciéndoles posible el terminar su vida in pace, en la comunidad de los santos.
No todos fueron santos en vida. Nada más falso que aquella exagerada idea de la santidad de la Iglesia primitiva, tan decantada en siglos posteriores por improvisados reformadores, interesados en demostrar cuán degenerada estaba la Iglesia. Lo justo es decir que en sus primeros siglos la Iglesia tuvo que afrontar un difícil combate en el campo pastoral, y que no todo fueron éxitos ni muchísimo menos. En los trigales de la antigüedad la cizaña crecía con la misma abundancia que en épocas posteriores.
La Iglesia no fue nunca capaz de retener en su seno a todos los que un día se habían afiliado a ella. Ya el pagano Plinio nos dice, a principios del siglo II, que en sus investigaciones judiciales ha encontrado cristianos que hacía años e incluso decenios que habían dejado de participar en la vida eclesiástica. Vicios, los hubo siempre entre los cristianos. Los celosos obispos de la antigüedad jamás se sentían contentos de sus ovejas. San Cipriano, san Gregorio Taumaturgo, san Juan Crisóstomo hablaban exactamente en los mismos términos que nuestros predicadores de cuaresma y de misión. La lucha contra las representaciones inmorales del teatro y del circo era tan enconada, y tan poco fructífera, como la que hoy se libra contra el cine corruptor.
Podemos dar por seguro que la vida religiosa en la antigüedad no había aún alcanzado una altura que excluyera la posibilidad de un ulterior progreso. Le faltaban todavía muchas cosas, que más tarde parecieron obvias y de suyo evidentes. Faltaban conceptos teológicos claros y, lo que es peor, una idea clara del magisterio eclesiástico. De ahí el constante pulular de herejías y cismas, que sólo daños podían aportar a la vida religiosa. Los recursos de la cura de almas adolecían aún de muchas imperfecciones. Las iglesias eran demasiado pequeñas y poco numerosas, el servicio divino era demasiado largo y poco frecuente. En la misma piedad se echa de menos un cierto calor. El respeto ante lo santo era todo lo grande que pudiera desearse, pero no es raro que, al leer las mejores obras de los padres de la Iglesia, sintamos emanar de sus páginas algo así como una corriente de aire gélido. La antigüedad no poseía todavía ningún san Bernardo, ni un Francisco de Asís o un Buenaventura, ninguna Gertrudis y ningún Enrique Suso, ningún Francisco de Sales y ninguna Teresa de Jesús.
No se conocía aún la amorosa meditación sobre la pasión de Cristo, la devoción al sacramento del altar. Muy amplios eran los campos que quedaban aquí por cultivar. Desde sus primeros tiempos la Iglesia ha realizado progresos en todas las esferas, progresos asombrosos. No podía ser de otro modo. Pero ello no le impide cultivar con agradecido amor el recuerdo de aquellos primeros siglos, que fueron los de su juventud y también los de su época heroica.