CAPÍTULO 21

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PHONDRA

CHELESTRA

Los elfos llegaron con dos ciclos de retraso, lo cual no sorprendió a nadie salvo, tal vez, a Haplo.

Dumaka, que no esperaba que Eliason apareciera tan pronto, se quedó de una pieza cuando los delfines le llevaron la noticia de que los elfos ya surcaban aguas de Phondra, y ordenó que los habitantes del poblado acudieran a abrir, limpiar y preparar las casas donde se alojarían los huéspedes elfos.

Estas casas eran especiales y habían sido construidas con el exclusivo propósito de albergar a los elfos, quienes —como los enanos— requerían ciertas condiciones especiales en sus alojamientos. Por ejemplo, ningún elfo aceptaría jamás dormir en el suelo. Y no por cuestiones de comodidad. Hacía mucho tiempo, los alquimistas elfos, quizás en un vano intento de frenar la deriva del sol marino, habían descubierto la naturaleza de la reacción química entre el sol y las lunas marinas que producía el aire respirable que envolvía éstas.

La reacción química, según dedujeron los alquimistas, tenía lugar entre la superficie de la luna marina y el sol marino. El siguiente paso lógico de tal deducción fue plantear que, de forma natural, se producía una reacción parecida entre el sol marino y cualquier cosa que descansara en la superficie de las lunas durante el tiempo que fuese, y que ello afectaba a los elfos y a cualquier otro ser viviente.

Así, en el reino de los elfos, sólo se permitía que descansaran en el suelo los objetos inanimados e, incluso así, los más valiosos de éstos eran trasladados de lugar periódicamente para evitar cualquier alteración perniciosa.[35] En Elmas, los animales que dormían en el suelo eran poco apreciados y, poco a poco, habían desaparecido del entorno de los elfos en favor de las aves, los monos, los gatos y otras especies de hábitos arborícolas.

Los elfos no prueban los alimentos que han crecido bajo el suelo o sobre éste, no permanecen mucho rato quietos de pie en ninguna parte y pasan de pie el menor tiempo posible, si tienen modo de evitarlo. Prefieren sentarse con los pies recogidos bajo el cuerpo y despegados del suelo.

Uno de los primeros y más devastadores enfrentamientos entre phondranos y elmanos fue la Guerra de la Cama. Un príncipe elfo había viajado a tierras humanas para celebrar conversaciones que permitieran evitar un choque armado entre ambas razas. Todo transcurría en orden hasta que el jefe de los humanos condujo al elfo al aposento que había preparado para que éste pasara la noche. El elfo, al ver el camastro extendido sobre el suelo desnudo, creyó que el humano se proponía matarlo[36] y declaró la guerra en aquel mismo instante.

Desde entonces, humanos y elfos han terminado por respetar las creencias de cada cual, aunque nunca han logrado aceptarlas. Las casas de Phondra destinadas a alojamiento de los elfos están provistas de toscas camas hechas de ramas de árboles sujetas mediante cuerdas. Por su parte, en tierras de los elfos, éstos han aprendido a desviar la mirada cuando sus huéspedes humanos cogen las mantas de la cama y las extienden en el suelo. (Incluso, desde que uno de los humanos había caído de las alturas en plena noche y se había roto un brazo, Eliason había puesto fin a la práctica de intentar trasladar a los humanos a una cama sin que se dieran cuenta, mientras dormían).

Casi no dio tiempo a terminar de acondicionar los aposentos de los huéspedes cuando la nave élfica amarró en el puerto. Dumaka y Delu acudieron a recibir a los invitados. Yngvar también estuvo presente, aunque la delegación enana se mantuvo notoriamente aparte de los humanos. Grundle y Alake asistieron al acto, pero separadas, cada cual con su familia.

Las desavenencias entre ambas razas se habían intensificado. Ambas parejas de progenitores habían prohibido a sus hijas hablarse entre ellas, pero Haplo, al advertir que las dos muchachas intercambiaban unas miradas a hurtadillas con un destello en los ojos, se preguntó cuánto tiempo seguirían obedeciendo. Lo único que esperaba era que las muchachas no fueran descubiertas, lo cual provocaría sin duda otra crisis. Por lo menos, la forzada separación dio a Alake algo en que pensar aparte de en el patryn, y éste supuso que debía dar gracias por ello.

Las familias reales se saludaron con grandes demostraciones de amistad… por consideración a sus respectivos séquitos. Dumaka incluyó en el suyo a Haplo, como invitado de honor, y el patryn experimentó al menos cierto alivio al comprobar que incluso el rey enano se mostraba un poco más cordial al observar su presencia. Aun así, ninguno de los presentes podía ocultar el hecho de que el encuentro no se producía en el mismo ambiente de armonía que en otras ocasiones. Los apretones de mano fueron rígidos y ceremoniosos; las voces, frías y cuidadosamente moduladas. Nadie utilizó los nombres de pila para dirigirse a los demás.

Haplo los habría ahogado a todos de buena gana.

Los delfines habían sido la causa de este último malentendido, al difundir alegremente la noticia de que los enanos se negaban a tripular los cazadores de sol donde debían viajar los elfos. Eliason estaba dispuesto a respaldar a Dumaka aunque, en un gesto muy propio de los elfos, había mandado aviso de que no toleraría que lo apremiaran a tomar una decisión. Este anuncio no había complacido a ninguna de las dos partes enfrentadas y, en consecuencia, Eliason había conseguido encolerizar tanto a humanos como a enanos, antes incluso de arribar al lugar del encuentro.

Todo esto hizo que a Haplo le rechinaran los dientes de frustración. Sólo tenía un pequeño consuelo, y hasta éste era negativo: las serpientes dragón no aparecieron por ninguna parte. El patryn temía que la visión de aquellas formidables criaturas reafirmara la disposición de los enanos contra ellas.

Una vez determinada una hora para la reunión, aquella misma noche, Yngvar y su comitiva abandonaron el lugar con paso enérgico.

Con expresión apenada, Eliason vio alejarse al colérico enano y movió la cabeza.

—¿Qué se puede hacer? —preguntó a Dumaka.

—No tengo idea —respondió el caudillo humano con un gruñido—. Para mí que la barba le ha crecido demasiado y le ha afectado al cerebro. Yngvar dice que él y su pueblo prefieren morir congelados a poner un pie en los cazadores de sol. Y esos enanos son tan tercos que los creo capaces de cumplir su palabra.

Haplo, callado y discreto, se abstuvo de intervenir pero se mantuvo a tiro de oreja con la esperanza de oír algo que lo ayudara a decidir qué hacer.

Dumaka posó una mano en el hombro de Eliason y murmuró:

—Amigo mío, lamento tener que añadir esta preocupación a la pesada carga de tu dolor. Aunque observo —añadió, tras contemplar detenidamente al elfo— que lo llevas mejor de lo que hubiese creído posible.

—He tenido que prescindir de los muertos —respondió Eliason en un susurro— para ocuparme de cuidar de los vivos.

Devon, el joven elfo, se encontraba en el embarcadero con la mirada fija en las aguas. Alake, a su lado, le comentaba algo con gesto muy serio. Grundle, obligada a acompañar a sus padres, les había dirigido una mirada lastimera a ambos antes de marcharse.

Sin embargo, era evidente que Devon hacía oídos sordos a las palabras de Alake. Devon no le prestaba atención ni respondía de ninguna manera.

La expresión sombría de Dumaka se suavizó.

—Muy joven, para haber recibido ya un golpe tan fuerte de la vida.

—Hace tres noches —murmuró Eliason—, lo encontramos en la habitación donde mi hija…, donde Sadia… —Tragó saliva y una palidez extrema se adueñó de su rostro.

Dumaka cerró su mano en torno al brazo del elfo en un gesto de muda comprensión. Eliason exhaló un profundo suspiro.

—Gracias, amigo mío. Encontramos a Devon allí, asomado a la ventana, contemplando las losas de la terraza desde las alturas. Puedes imaginar qué terrible idea pensamos que pasaba por su mente. Lo he traído conmigo con la esperanza de que la compañía de sus amigas lo rescaten de las sombras que lo envuelven. Ha sido por él que he emprendido el viaje antes de lo que tenía previsto.

—Gracias, Devon —murmuró Haplo.

Alake, tras dirigir una mirada de impotencia a su padre, sugirió que Devon quizá querría ver sus aposentos y se ofreció a conducirlo hasta ellos. El muchacho respondió como uno de los autómatas que los gegs usaban en Ariano, y fue tras Alake con paso lánguido y la cabeza hundida. No sabía dónde estaba, ni daba muestras de que le importara.

Haplo continuó en las proximidades de Eliason y Dumaka, pero pronto quedó patente que los dos monarcas iban a seguir hablando de las penas de Devon y no tratarían ningún otro asunto de importancia.

Mejor así, se dijo, y se alejó. No era probable que discutieran por aquel tema, y de esta manera tenía a dos mensch, entre cinco, que al menos se dirigían la palabra.

El patryn no pudo evitar pensar en su estancia en Ariano, en el tiempo que había pasado allí tratando de sembrar la discordia entre elfos, humanos y enanos. Ahora estaba dedicando el doble de esfuerzo a conseguir que las tres razas mensch se unieran.

—Casi terminaré por creer en ese Uno —se dijo en un murmullo—. Alguien debe de estar partiéndose de risa con todo esto.

El redoble del tambor ceremonial convocó a las familias reales a la conferencia. Todo el pueblo se volvió a contemplar a las comitivas que se encaminaban hacia la gran cabaña. En cualquier otra ocasión, una reunión como aquélla habría sido motivo de alborozo: los phondranos habrían intercambiado animados comentarios y habrían llamado la atención de sus pequeños sobre cosas tan curiosas como la notable longitud de las barbas de los enanos o el color rubio, luminoso como los rayos del sol, de los cabellos de los elfos.

En cambio, aquel día, los phondranos permanecieron en silencio, acallando con gesto irritado las preguntas que les hacían los chiquillos con sus voces agudas. Los rumores se habían difundido por Phondra como las pavesas de una fogata, impulsadas por un fuerte viento. Allí donde caían, originaban pequeños incendios que se extendían rápidamente entre las tribus del reino. Diversos humanos de otras tribus habían viajado hasta allí en sus naves de quilla larga y estrecha, para asistir a la reunión.

Muchos de estos viajeros eran brujos y hechiceras pertenecientes al Concilio de Magos, y fueron recibidos por Delu, que los albergó en su propia cabaña de invitados. Otros eran caudillos de tribus que habían jurado fidelidad a Dumaka, y éste se encargó de darles la bienvenida. Por último, algunos de los llegados no eran nadie en concreto, sólo simples curiosos. Éstos, invariablemente, tenían algún pariente o amigo entre la tribu, de modo que casi todas las cabañas familiares tenían al menos una manta extra extendida en el suelo.

Todos se congregaron para contemplar el desfile, que constaba de las tres familias reales, los representantes de otras tribus humanas, el Concilio de Magos de Phondra, los dirigentes de los gremios de Elmas y los ancianos gargan, todos los cuales actuarían como testigos de sus pueblos. Los humanos estaban silenciosos, con rostros tensos y forzados, inquietos y expectantes. Todo el mundo sabía que su destino —para bien o para mal— dependía del resultado de la reunión, fuera cual fuese la decisión que se tomara en ésta.

Haplo se había encaminado hacia la gran cabaña con antelación, pues deseaba entrar en ella antes de que llegara ninguno de los dignatarios. Al volver la vista hacia el mar, observó con desconcierto y escasa satisfacción la presencia en las aguas de los largos cuellos sinuosos y los ojos rasgados, verderrojizos, de las serpientes dragón.

No pudo reprimir su desasosiego, una incómoda tensión en los músculos del estómago, un escalofrío en el vientre. Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir un leve resplandor azulado.

Irritado, Haplo maldijo la presencia de las serpientes y esperó que nadie más las hubiese visto. Tenía que acordarse de intentar mantener a todo el mundo apartado de la orilla.

El tambor resonó con gran estruendo y, acto seguido, enmudeció. Los miembros de las tres familias reales se encontraron ante la cabaña de la reunión e intercambiaron demostraciones de amistad, a regañadientes por parte de los enanos, tensas y embarazosas por parte de los demás.

Haplo estaba discurriendo el modo de evitar verse involucrado en las formalidades cuando dos figuras, una alta y la otra muy baja, aparecieron en su camino. Unas manos lo agarraron por los brazos y tiraron de él hacia las sombras del bosque. Eran Alake y Grundle.

—¡No tengo tiempo para juegos…! —empezó a protestar, impaciente. Sin embargo, tras observar con más atención la expresión de las muchachas, preguntó qué sucedía.

—¡Tienes que ayudarnos! —exclamó Alake sin alzar la voz—. No sabemos qué hacer. Creo que debería decírselo a mi padre…

—¡Eso es lo último que necesitamos! —la cortó Grundle—. La reunión va a empezar. Si la interrumpimos, quién sabe cuándo volverán a celebrar otra.

—Pero…

—¿Qué ha sucedido? —repitió Haplo.

—¡Se trata de Devon! —Alake tenía los ojos abiertos como platos de puro asustados—. ¡Ha desaparecido!

—¡Maldición! —masculló Haplo por lo bajo.

—Ha salido a dar un paseo, eso es todo —apuntó Grundle, pero las facciones de la enana, de color avellana, estaban muy pálidas y las patillas le temblaban.

—Voy a contárselo a mi padre. Él llamará a los rastreadores. Alake dio un paso, pero Haplo la retuvo, asiéndola por el brazo.

—No podernos interrumpir la reunión. Yo también soy un buen rastreador. Ocupémonos nosotros de encontrarlo y traerlo de vuelta discretamente, sin que nadie se entere. Grundle tiene razón. Lo más probable es que haya ido a dar una vuelta buscando un poco de soledad. Bien, ¿dónde y cuándo lo habéis visto por última vez?

Alake había sido la última en verlo.

—Lo conduje a la casa donde se alojan los elfos, me quedé con él e intenté hablarle. Luego, Eliason y los demás elfos regresaron para preparar la reunión y tuve que marcharme. Pero decidí esperar por allí con la intención de volver a hacerle compañía cuando su padre y los demás se marcharan. Cuando entré de nuevo, lo encontré allí, a solas en un rincón.

»Le conté que Grundle y yo habíamos encontrado un lugar detrás de la cabaña desde donde podíamos…, en fin…

—¿Escuchar a escondidas? —la ayudó Haplo.

—¡Tenemos derecho a hacerlo! —afirmó Grundle—. Todo esto ha sucedido por nuestra causa. Deberíamos estar presentes en la reunión.

—Yo también lo creo —dijo Haplo con calma, para serenar a la airada enana—. Veré lo que puedo hacer al respecto. Ahora, termina de contarme lo de Devon, Alake.

—Al principio, casi pareció enfadado de verme. Dijo que no quería escuchar nada de cuanto dijeran nuestros padres. Le daba igual. Luego, de pronto, se animó. Incluso me pareció casi demasiado agitado. Era… Casi me espantó. —Alake se estremeció al recordarlo—. Me dijo que tenía hambre. Devon sabía que la cena se retrasaría bastante, con el asunto de la reunión, y me preguntó si podría encontrarle algo que comer hasta entonces. Le dije que sí e intenté convencerlo para que me acompañara a buscarlo, pero me contestó que no quería dejar la cabaña de invitados, pues lo ponía nervioso ver tanta gente mirándolo.

»Pensé que le sentaría bien comer algo, ya que creo que lleva días sin probar bocado, de modo que salí a ver qué encontraba. En la cabaña quedaron con él otros elfos. De camino, me encontré con Grundle, que me buscaba. Le dije que me acompañara, pensando que su presencia quizá lograra animar a Devon pero, cuando volvimos al alojamiento —Alake abrió las manos—, había desaparecido.

A Haplo no le gustó en absoluto lo que estaba oyendo. En el Laberinto había conocido gente que, de pronto, no podía soportar por más tiempo el dolor, el horror, la pérdida de un amigo, de un compañero. Había visto la terrible euforia desatada que a menudo seguía a un período de abatimiento y depresión.

Alake observó su expresión sombría y, con un gemido, se llevó la mano a la boca. Grundle se tiró de las patillas, melancólica y sombría.

—Lo más probable es que sólo esté dando un paseo —repitió Haplo—. ¿Lo habéis buscado en el pueblo? Quizá salió detrás de Eliason.

—No —dijo Alake en voz baja—. Al no encontrarlo en la cabaña de los invitados, inspeccioné los alrededores y la parte de atrás. Allí encontré… huellas. Huellas suyas, estoy segura. Y conducen directamente hacia la espesura.

Aquello confirmaba sus sospechas, se dijo Haplo. En voz alta, añadió:

—Mantened la calma. Intentad comportaros con naturalidad y conducidme hasta esas huellas, deprisa.

Los tres volvieron a toda prisa hasta la cabaña que ocupaban los elfos. Para llegar hasta allí dieron un rodeo, con objeto de evitar a la multitud congregada en torno a la gran cabaña de reuniones.

Haplo vio a Dumaka en el momento de saludar a los dignatarios enanos. El monarca humano volvía la mirada a un lado y a otro, tal vez buscando al patryn. A continuación, Eliason dio un paso adelante y se dispuso a presentar a los miembros de su séquito. Haplo advirtió con alivio que el grupo de elfos presentes era bastante numeroso y esperó que todos ellos tuvieran nombres largos.

Alake lo condujo a la parte de atrás de la cabaña de invitados y señaló el suelo húmedo. Haplo vio unas huellas de pisadas, demasiado largas y estrechas para corresponder a un enano y que habían dejado unos pies calzados, sin duda, con unas botas. Todos los phondranos sin excepción, recordó, iban siempre descalzos.

El patryn masculló para sus adentros un juramento.

—¿Han notado su ausencia los demás elfos de la cabaña de huéspedes? —Creo que no —respondió Alake—. Están todos fuera, contemplando la ceremonia.

—Yo iré a buscarlo. Vosotras dos quedaos aquí por si vuelve.

—Nosotras vamos contigo —dijo Grundle.

—Sí, Devon es nuestro amigo —la secundó Alake.

Haplo les dirigió una mirada colérica, pero la enana se mantuvo firme, con la barbilla levantada y sus pequeños brazos cruzados sobre el pecho con aspecto desafiante. Alake, por su parte, le sostuvo la mirada con aire sereno y resuelto. El patryn comprendió que iba a provocar una discusión y no tenía tiempo que perder.

—Vamos, pues.

Las dos muchachas echaron a andar por el camino, pero se detuvieron al advertir que Haplo no las seguía.

—¿Qué sucede? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Alake—. ¿No deberíamos darnos prisa?

Haplo se había agachado y estaba trazando velozmente unos signos mágicos sobre las huellas que el elfo había dejado en el barro. Después susurró unas palabras; los signos mágicos despidieron un centelleo verdusco y, de pronto, empezaron a crecer y ramificarse. Flores y plantas surgieron de ellos, cubrieron el sendero y borraron de la vista las pisadas.

—No es momento de empezar un jardín —soltó Grundle.

—No tardarán en empezar a buscarlo. —Haplo se incorporó y observó que las plantas ocultaban por completo el sendero—. Con esto me aseguro de que no nos siga nadie. Nosotros tres haremos lo que debamos y daremos las explicaciones que sean precisas. ¿De acuerdo?

—¡Oh! —murmuró Alake, mordiéndose el labio.

—¿De acuerdo? —Haplo las miró a ambas con aire torvo.

—De acuerdo —dijo Grundle, en voz baja.

—De acuerdo —asintió Alake, pesarosa.

Los tres dejaron atrás el poblado y se adentraron en la espesura siguiendo las huellas del elfo.

Al principio, Haplo pensó que Grundle tal vez había intuido, sin saberlo, la verdad. Daba toda la impresión de que el desgraciado joven elfo se proponía, sencillamente, quitarse de encima la pena a base de caminar. La huellas no se apartaban del sendero. Devon no había hecho el menor intento de ocultar su paradero, no pretendía esconderse de nadie y tenía que ser consciente de que Alake, al menos, iría tras él.

Y entonces, de repente, las huellas terminaron.

El sendero continuaba, liso y sin marcas. La vegetación a ambos lados era tupida, demasiado para adentrarse en ella sin dejar algún tipo de rastro, pero no había una sola hoja arrancada, una sola flor aplastada, un solo tallo de hierba quebrado.

—¿Qué ha hecho? ¿Le han salido alas? —gruñó la enana, escrutando las sombras del bosque.

—Algo así —respondió Haplo, levantando la vista hacia las lianas que caían de las ramas.

El elfo debía de haberse subido a los árboles. Un rápido vistazo a las profundas sombras del bosque le reveló algo más.

Su primer pensamiento fue: «¡Maldición, otro período de luto para los elfos!».

—Vosotras dos, volved atrás —les ordenó con voz firme pero, de pronto, Alake soltó un alarido y, antes de que el patryn tuviera tiempo de detenerla, la humana se introdujo en la espesura.

Haplo saltó tras ella, la agarró, la hizo volver por la fuerza y la envió de un empujón sobre Grundle. Las dos muchachas cayeron al suelo una encima de otra. Haplo siguió adelante a toda prisa, volviendo la cabeza cada pocos pasos para cerciorarse de que había retrasado a las mensch lo suficiente como para que no lo siguieran.

La enana, con sus pesadas botas, se había enredado con las zarzas. Alake parecía dispuesta a dejar que su amiga se las arreglara por su cuenta y, en efecto, echó a correr detrás de Haplo. Grundle lanzó un alarido de rabia que pudo oírse a leguas de distancia.

—¡Hazla callar! —ordenó Haplo mientras se abría paso entre el tupido follaje de aquella jungla.

Alake, con el rostro contraído de angustia, volvió atrás para ayudar a Grundle.

Haplo llegó hasta Devon.

El elfo había preparado un nudo con una liana, se lo había pasado por el cuello y había saltado de una rama a lo que había esperado que fuera su muerte.

Al contemplar el cuerpo fláccido que colgaba grotescamente de la liana, girando en torno a ella, Haplo pensó en un primer momento que el muchacho había logrado su propósito. Luego advirtió un movimiento en dos de los dedos del elfo. Quizá fuera un espasmo cadavérico, pensó. O tal vez no.

Haplo pronunció las runas a gritos. Los signos mágicos, azules y rojos, surcaron el aire como centellas, cayeron sobre la liana y la cortaron. El cuerpo se desplomó sobre la vegetación.

Haplo llegó hasta el muchacho, cogió el nudo que le rodeaba el cuello y lo aflojó. Devon no respiraba. Estaba inconsciente, con el rostro descolorido y los labios amoratados. La liana le había desgarrado la piel y se había hundido en la carne de su esbelto cuello, que aparecía ensangrentado y amoratado. Sin embargo, tras un examen rápido y somero, Haplo comprobó que el elfo no tenía el cuello roto ni la tráquea ocluida. Al parecer, la liana se había deslizado en torno al cuello sin llegar a quebrarlo, como era sin duda la intención de Devon. El joven elfo aún estaba vivo.

Pero no por mucho tiempo. Haplo le buscó el pulso y notó que la vida aleteaba débilmente bajo las yemas de sus dedos. El patryn se sentó sobre sus talones, meditabundo. No tenía idea de si daría resultado o no lo que se proponía. Hasta donde él sabía, no se había intentado nunca con un mensch. Aun así, le pareció recordar un comentario de Alfred respecto a que había empleado su magia para curar al chico, a Bane.

Si la magia sartán tenía efecto sobre los mensch, la magia patryn debería de actuar igual… o mejor.

Haplo tomó las flojas manos del elfo, la zurda de Devon en su diestra y la zurda del patryn firmemente cerrada en torno a la diestra del muchacho. El círculo estaba completo.

Cerró los ojos y se concentró. Percibió vagamente, a su espalda, la presencia de Alake y de Grundle. Las oyó detenerse, captó un gemido de Alake y el silbido de la respiración acelerada de la enana entre sus dientes, pero no les prestó atención.

Estaba dándole su propia fuerza vital a Devon. Las runas de sus brazos emitieron un leve resplandor azulado. La magia fluyó de él al elfo, transportando con ella la vida de Haplo, y volvió al patryn llevándole el dolor y el sufrimiento de Devon.

El patryn experimentó, indirectamente, la pena terrible, el abrasador sentimiento de culpa, el remordimiento amargo y torturador que habían atormentado a Devon, en la vigilia y en el sueño, hasta que finalmente lo habían impulsado a buscar el descanso en la muerte. Experimentó el pánico paralizante que había sentido el elfo en el momento de saltar, la reacción instintiva de autoconservación de su cerebro en un último intento desesperado por resistirse…

Y, luego, la decisión. El dolor, la espantosa sensación de la asfixia, el conocimiento, sereno y pacífico, de que la muerte estaba cerca y de que el tormento pronto habría terminado.

Haplo escuchó un gemido y el suave roce de las plantas. Tomó aire y abrió los ojos.

Devon lo contemplaba con el rostro angustiado, contraído, enconado. De su garganta herida y dolorida por la presión de la liana surgió un ronco susurro:

—¡No tenías derecho! ¡Quiero morir! ¡Déjame morir, maldito seas! ¡Déjame morir!

—¡No, Devon! —gritó Alake—. ¡No sabes lo que dices!

—Claro que lo sabe —replicó Haplo, ceñudo. Volvió a sentarse sobre los talones y se pasó la mano por la sudorosa frente—. Tú y Grundle, volved al sendero. Dejadme hablar con él.

—Pero…

—¡Marchaos! —gritó Haplo, colérico.

Grundle tiró de la mano de Alake. Las dos retrocedieron lentamente hasta el camino abriéndose paso entre la hojarasca y los matorrales que habían aplastado a la ida.

—Quieres morir —dijo Haplo al elfo, que volvió la cabeza a un lado y cerró los ojos—. Adelante, pues. Cuélgate. No puedo impedírtelo. Pero te agradecería que esperaras hasta que hayamos resuelto este asunto de los cazadores de sol, porque supongo que habría otro largo período de duelo por ti, y el retraso podría poner en peligro a tu pueblo.

El elfo siguió negándose a mirarlo.

—No los afectará. Ellos tienen algo por lo que vivir. Yo, no. —Sus palabras eran un gruñido ronco. Su dolor se reflejó en una mueca.

—¿Sí? ¿Qué razón crees que tendrán tus padres para seguir viviendo una vez que hayan descolgado tu cuerpo de esa rama? ¿Tienes idea de cuál será su último recuerdo de ti? Tu cara abotargada, tu piel descolorida, o negra como los hongos de la putrefacción, tus ojos a punto de saltar de sus órbitas, tu lengua colgando de la boca…

Devon palideció, dirigió una mirada cargada de odio a Haplo y volvió de nuevo la cabeza.

—Vete —musitó.

—Si tu cuerpo cuelga ahí el tiempo suficiente —continuó Haplo como si no lo hubiese oído—, acudirán las aves carroñeras, ¿sabes? Lo primero que atacan son los ojos. Tus padres ni siquiera podrán reconocer a su hijo… o lo que quede de él, cuando las aves hayan terminado su trabajo. Por no hablar de las hormigas y las moscas…

—¡Basta! —Devon pretendía gritar, pero lo que salió de sus labios fue un sollozo.

—Y están Alake y Grundle. Primero perdieron una amiga, y ahora te perderán a ti. Pero, claro, tú no has pensado en ellas ni por un instante, supongo. No: sólo en ti mismo. «¡El dolor, no puedo soportar el dolor!» —Haplo imitó la voz ligera y aflautada del elfo.

—¿Qué sabes tú de eso? —replicó Devon.

—¿Qué sé yo de eso…, del dolor? —repitió Haplo, bajando la voz—. Deja que te cuente una historia; luego te dejaré en paz para que te mates, si eso es lo que quieres. Una vez conocí a un hombre en el Labe…, en un lugar donde viví. Ese hombre libró un combate, una pelea terrible, defendiendo su vida. En ese lugar, uno tiene que luchar para vivir, nunca para morir. Sea como fuere, el hombre recibió terribles heridas en la lucha. Heridas… por todo el cuerpo. Sus sufrimientos eran increíbles, insoportables.

»El hombre derrotó a sus enemigos. Los cadáveres de los caodines se apilaban a su alrededor. Pero no podía resistir más. Le dolía demasiado. Podría haber intentado curarse con su magia, pero decidió que no merecía la pena el esfuerzo. Y se quedó tendido sobre el suelo, dejando que la vida se le escapara. Entonces sucedió algo que lo hizo cambiar de idea. Tenía con él un perro…

Haplo hizo una pausa y un dolor extraño, una sensación de soledad, le atenazó el corazón. ¿Cómo podía haber olvidado al perro durante todo aquel tiempo?

—¿Qué sucedió? —susurró Devon, con sus ojos azules fijos en el hombre—. ¿Qué sucedió con el…, con el perro?

Haplo frunció el entrecejo y se frotó la barbilla. Por una parte, lamentaba haber evocado aquella escena; por otra, se alegraba de recordarla.

—El perro… El animal había luchado contra los caodines y también había resultado herido. Estaba agonizando, entre tales dolores que no podía caminar. Sin embargo, cuando el perro vio el sufrimiento del hombre, intentó ayudarlo. El animal no se dio por vencido. Empezó a arrastrarse sobre el vientre, tratando de buscar ayuda. Su valor hizo que el hombre se avergonzara de sí mismo.

»Allí tenía a un animal irracional, un perro sin inteligencia, sin nada por lo que vivir, sin esperanzas, sueños o ambiciones… y aun así luchaba por seguir viviendo. Y yo que lo tenía todo…, yo, que era joven y fuerte, que había obtenido una gran victoria, iba ahora a arrojarlo todo por la borda… a causa del dolor.

—¿Murió el perro? —preguntó Devon en un susurro. Débil como un niño enfermo, como un chiquillo, quería oír el final del relato.

El patryn hizo un poderoso esfuerzo para distanciarse de sus recuerdos.

—No. El hombre curó al animal, y se curó a sí mismo. —Haplo no había advertido su desliz, no se había dado cuenta de que había mezclado confusamente el «ese hombre» y el «yo»—. Y alcanzó una posición de poder entre su pueblo. Cambió el curso de la vida de mucha gente…

—¿Y salvó a alguien de las serpientes dragón? ¿O tal vez de sí mismo? —inquirió Devon con una sonrisa torcida, desconsolada.

Haplo lo miró y, a continuación, respondió con un gruñido:

—Sí, tal vez. Algo parecido. Bueno, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres que te deje aquí para que vuelvas a intentarlo?

Devon alzó la vista a la liana cortada, que pendía sobre su cabeza.

—No. Yo… iré contigo.

Devon intentó incorporarse y perdió el sentido.

Haplo alargó la mano y le buscó el pulso. Lo notó más firme, más constante. Apartó un mechón de rubios cabellos del elfo, que se habían quedado pegados a la sangre coagulada de su cuello.

—Te recuperarás —aseguró al muchacho inconsciente—. No la olvidarás, pero el recuerdo no te resultará tan doloroso.