GARGAN
CHELESTRA
¡Estamos en casa! ¡En casa!
Estoy dividida entre la alegría y la tristeza, pues una tragedia terrible ha tenido lugar mientras estábamos ausentes… Pero ya lo contaré todo con detalle cuando sea oportuno.
Ahora escribo estas líneas sentada en mi habitación. A mi alrededor tengo todas mis pertenencias más queridas, exactamente igual que las dejé. Esto me ha dejado muda de asombro, pues los enanos somos gente muy práctica respecto a la muerte, al contrario que otras dos razas que podría citar. Cuando un enano muere, su familia y sus amigos guardan una noche de luto por su pérdida y celebran un día de fiesta por la felicidad del difunto que pasa a formar parte del Uno. A continuación, las pertenencias del enano desaparecido se reparten entre los familiares y amigos. Por último, se vacía la habitación que ocupaba y se instala en ella otro enano.[29]
Yo había dado por hecho que, en mi caso, se habría procedido según la costumbre y ya me había convencido a mí misma de que, a aquellas alturas, mi prima Fricka ya estaría instalada en mi habitación. De hecho, no tengo reparos en reconocer que esperaba con impaciencia el momento de agarrar a mi detestable pariente por sus rizadas patillas, sacarla a empujones y mandarla rodando escalera abajo.
Sin embargo, parece que mi madre no podía meterse en la cabeza que hubiese muerto de verdad y se negaba tercamente a aceptarlo, aunque tía Gertrude (según me ha contado mi padre) llegó incluso a sugerir que mi madre había perdido el juicio. Según mi padre, al llegar a aquel punto, mi madre decidió hacer una demostración de su habilidad en el lanzamiento de hacha y propuso, en términos muy enérgicos y bastante alarmantes, «marcarle una raya en el pelo a Gertrude», o algo parecido.
Mientras mi madre descolgaba el hacha de guerra de su soporte en la pared, mi padre comentó a mi tía, como si tal cosa, que, si bien el brazo de lanzar de mi madre aún era fuerte, su puntería ya no era igual que la de su juventud. Tía Gertrude recordó de pronto que tenía unos asuntos pendientes, sacó a rastras a Fricka de mi habitación (empleando probablemente un montacargas) y las dos se marcharon airadamente.
Pero me temo que estoy perdiéndome por un túnel secundario, como dice el refrán enano. La última vez que anoté algo en el diario, nos dirigíamos en nuestra nave hacia una muerte segura; ahora, me encuentro en casa sana y salva, y realmente no tengo idea de cómo o por qué.
No libramos ninguna batalla heroica en la caverna de las serpientes dragón. Sólo hubo un montón de charla en un idioma que ninguno de los tres entendía. Nuestro sumergible naufragó y tuvimos que ganar la superficie a nado. Las serpientes dragón nos encontraron y, en lugar de matarnos, nos ofrecieron regalos y refugio en una cueva. Luego, Haplo pasó despierto toda la noche hablando con ellas. Cuando al fin regresó, dijo que estaba cansado, que no tenía ganas de hablar y que nos lo explicaría todo en otro momento. Sólo nos aseguró que estábamos a salvo y nos dijo que podíamos dormir tranquilos y que por la mañana saldríamos de nuevo hacia nuestras casas.
Los tres nos quedamos desconcertados y comentamos el asunto en voz baja (Alake nos hizo hablar en cuchicheos para no perturbar el sueño de Haplo). Sin embargo, no conseguimos desenredar la madeja y por fin, vencidos por el sueño, los tres nos quedamos dormidos también.
A la mañana siguiente, apareció en la cueva más comida, junto con nuevos regalos. Y, cuando me asomé fuera de la caverna, vi con asombro nuestro sumergible, intacto como si acabara de botarse, anclado frente a la costa. No había rastro de las serpientes dragón.
—Los dragones han reparado vuestra nave —indicó Haplo entre bocados de comida—. La utilizaremos para navegar de vuelta a casa.
Haplo comía algo que Alake había cocinado para él, y la vi sentarse a su lado y contemplarlo con ojos arrobados.
—Lo han hecho por ti —murmuró en voz queda la humana—. Nos has salvado, como prometiste que harías. Y, ahora, nos devuelves a casa. Serás un héroe para nuestro pueblo. Todo lo que quieras será tuyo. Cualquier cosa que pidas te será concedida.
Por supuesto, Alake esperaba que Haplo pediría casarse con la hija del jefe (es decir, con ella).
Haplo se encogió de hombros y afirmó que no había hecho tanto. Advertí que las marcas azules empezaban a reaparecer en su piel y también me fijé en su extremo cuidado por no tocar, por no mirar siquiera, un gran jarro de agua que yo había traído para lavarme la cara y quitarme el sueño de los ojos.
—Me pregunto dónde estará la píldora amarga de todo este pastel[30] —le murmuré a Devon.
—Lo único que sé, Grundle —me respondió con otro susurro, acompañado de un suspiro extasiado—, es que dentro de pocos días estaré otra vez con Sadia.
¡El elfo no había escuchado una sola palabra de lo que acababa de decirle! Y me habría jugado algo a que tampoco había prestado atención a Haplo. Lo cual viene a demostrar cómo el amor —al menos entre los humanos y entre los elfos— puede afectar al cerebro. En eso, los enanos somos distintos, ¡gracias al Uno! Yo quiero a Hartmut hasta el último mechón de pelo de su barba, pero me daría vergüenza que los sentimientos redujeran mis capacidades mentales hasta hacerme parecer boba.
Pero no debería decir estas cosas. Ahora que…
Alto. Me estoy adelantando demasiado en mi relato.
—Está bien, pero recuerda que nadie da nada a cambio de nada —dije yo, pero murmuré mi protesta por lo bajo. Tenía miedo de que, si Alake me oía, tratara de arrancarme los ojos.
Por cierto, me parece que Haplo sí me oyó. Tiene un oído muy fino, ese Haplo. Yo me alegré de ello. Que supiera ese forastero que uno de nosotros no tenía pensado tragar todo aquello sin haberlo masticado primero. El tipo me miró y lanzó una de esas medias sonrisas suyas con ese aire sombrío que me produce escalofríos.
Cuando terminó de comer, nos dijo que éramos libres de marcharnos. Podíamos llevar con nosotros toda la comida y los regalos que quisiéramos. Cuando nos lo propuso, vi que incluso Alake se mostraba ofendida.
—Ni el oro ni las piedras preciosas pueden devolvernos a la gente que mataron esos monstruos, ni compensar lo que hemos sufrido —declaró, al tiempo que dirigía una mirada de desdén a los montones de riquezas sin cuento.
—Antes arrojaría todo este dinero manchado de sangre al Mar de la Bondad, si no fuera porque envenenaría a los peces —la secundó Devon con voz airada.
—Haced lo que queráis —dijo Haplo con un nuevo encogimiento de hombros—, pero tal vez lo necesitéis, cuando pongáis rumbo a vuestra nueva tierra.
—¿Las serpientes dragón nos permitirán construir más cazadores de sol? —inquirí, escéptica.
—Mejor todavía. Se han ofrecido a utilizar su magia para reparar las naves destruidas. Y me han proporcionado información sobre esa nueva tierra. Información importante.
Lo acosamos a preguntas, pero Haplo se negó a responderlas, con el argumento de que no sería correcto contárnoslo a nosotros antes de tratar un tema de tal importancia con nuestros padres. Los tres tuvimos que reconocer que tenía razón.
Alake volvió la vista hacia el oro y declaró que sería una lástima desperdiciarlo. Devon apuntó que había visto varios rollos de telas de seda con los colores preferidos de Sadia. Yo ya me había guardado en los bolsillos algunas piedras preciosas (como ya he escrito antes, los enanos somos un pueblo práctico) pero no tuve reparos en coger algunas más para que los demás no pensaran que desdeñaba la sugerencia.
Cargados con los regalos y las provisiones, los cuatro subimos a bordo del sumergible. Antes de zarpar, hice una revisión a fondo de la nave. Las serpientes poseían una magia poderosa, era cierto, pero no me fiaba de que tuvieran muchos conocimientos sobre construcción naval. No obstante, las serpientes parecían haber colocado cada pieza exactamente como estaba antes del ataque, y llegué a la conclusión de que la embarcación estaba en condiciones de sumergirse.
Cada cual ocupó de nuevo la cabina que había utilizado a la ida. Todo estaba como lo habíamos dejado. Incluso encontré esto, mi diario, en el mismo lugar donde lo había guardado. El agua no lo había afectado. Ni una sola gota de tinta se había corrido. Era algo asombroso, que me llenó de intranquilidad. Durante el viaje, más de una vez me pregunté si todo aquello había sucedido de verdad o si sólo había sido un sueño extraño y terrible.
La nave emprendió viaje bajo el impulso de la misma energía mágica que antes, y puso rumbo de vuelta a casa.
Estoy segura de que el viaje de regreso tuvo la misma duración que el de ida, pero a los tres nos pareció mucho más largo. Entre risas y comentarios excitados, hablamos de lo primero que haríamos cuando llegásemos a nuestras respectivas patrias, de que probablemente seríamos considerados héroes y de la impresión que produciría Haplo en nuestras tierras.
Dedicamos mucho tiempo a hablar de Haplo. Por lo menos, eso hicimos Alake y yo. Muy entrada ya la primera noche de nuestro viaje, Alake se presentó en mi camarote. Estábamos en esa hora de calma antes de acostarse, cuando la añoranza del hogar se hace tan intensa que una llega a pensar que morirá de nostalgia. A mí también me embargaba esa misma sensación y debo reconocer que quizá me había resbalado por las mejillas un par de lágrimas cuando oí que Alake llamaba a mi puerta.
—Soy yo, Grundle. ¿Podemos hablar, o ya estás dormida?
—Si lo estaba, me has despertado —respondí con aspereza para ocultar que había estado llorando. Si se daba cuenta, seguro que intentaría administrarme unas hierbas o algo parecido.
Abrí la puerta. Alake entró y se sentó en la cama. La observé unos instantes —mi amiga humana parecía tímida, orgullosa, agitada y feliz— y supe enseguida de qué iba a tratar la conversación.
Alake se quedó allí sentada, dándole vueltas a los anillos que llevaba en los dedos. (Observé que había olvidado quitarse sus alhajas funerarias. Los enanos no somos especialmente supersticiosos, pero, si hay algo que consideramos de mal augurio, es precisamente eso. Quise decírselo pero, cuando me disponía a hacerlo, ella empezó a hablar y ya no tuve otra ocasión de hacerlo).
—Grundle —me dijo, convencida de que iba a dejarme atónita—, me he enamorado.
Decidí divertirme un poco. Me encanta bromear con Alake porque mi amiga se lo toma todo muy en serio.
—Créeme que os deseo lo mejor a los dos —respondí lentamente, mientras me acariciaba las patillas—, pero ¿cómo crees que se lo tomará Sadia?
—¿Sadia? —Alake me miró, desconcertada—. Bueno, supongo que se alegrará por mí. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—Las dos sabemos que no es nada egoísta y que te quiere mucho, Alake, pero también quiere mucho a Devon y no creo que…
—¿Devon? —Alake reaccionó con tal sorpresa que casi fue incapaz de articular palabra—. ¿Has…, has creído que me he enamorado de Devon?
—¿De quién, si no? —pregunté con toda la inocencia que fui capaz de fingir.
—Devon es muy agradable —prosiguió Alake— y ha sido muy amable y servicial. Siempre lo tendré en la mayor consideración, pero no podría enamorarme de él. Al fin y al cabo, es casi un niño, todavía.
Un niño que tiene cien veces tu edad, podría haberle contestado, pero mantuve la boca cerrada. Los humanos suelen ser quisquillosos en el tema de las edades.
—No —continuó Alake en voz baja, con los ojos brillantes como un par de velas en la penumbra—. Me he enamorado de un hombre hecho y derecho… —Tragó saliva con esfuerzo y luego añadió apresuradamente—: ¡Se trata de Haplo!
Por supuesto, mi amiga esperaba que yo me pusiera a dar vueltas por la habitación, anonadada por la insólita revelación, y se mostró bastante decepcionada al ver que no reaccionaba así.
—Hum… —me limité a murmurar.
—¿No te sorprende?
—¿Sorprenderme? ¡Pero si cada vez que te acercas a él sólo falta que te escribas «te quiero» en la frente con pintura blanca! —respondí.
—¡Oh, vaya! ¿Tanto se me nota? ¿Crees…, crees que él lo sabe? Sería horrible que se hubiera dado cuenta.
Alake me dirigió una mirada de soslayo, aparentando miedo, pero comprendí que en el fondo estaba deseando que le respondiera: «Sí, claro que se ha dado cuenta». Podría haberlo hecho sin faltar a la verdad, puesto que Haplo tendría que haber estado ciego, sordo y atontado, además de ser estúpido, para no advertirlo. Podría haberle contestado eso y hacer feliz a Alake con mis palabras pero, por supuesto, no lo hice. Habría sido un tremendo error por mi parte y era consciente de ello, pero también me daba cuenta de que Alake sufriría un cruel desengaño y todo aquel asunto me llenaba de frustración.
—¡Pero si podría ser tu padre! —apunté.
—¡De ninguna manera! Además, ¿y qué si lo fuera? —protestó Alake con esa lógica tan absurda que una aprende a esperar de los humanos—. No he conocido nunca a nadie tan noble, valiente, fuerte y atractivo como él. ¿Te das cuenta, Grundle? Ya viste cómo se plantaba ante esas criaturas horribles: él solo, desnudo, sin armas. Desprovisto incluso de su magia… Sí, estoy al corriente del efecto que produce el agua del mar sobre su magia, de modo que no hace falta que me digas nada al respecto —añadió en actitud desafiante—. Los humanos no podemos usar la magia rúnica, pero nuestras leyendas cuentan que en otro tiempo, hace mucho, había gente que la conocía y empleaba. Es evidente que Haplo desea ocultar sus poderes y por eso no he dicho nada. Ya viste, Grundle, que estaba dispuesto a morir por nosotras.
(No tenía objeto que intentara responderle. Ni siquiera me habría escuchado).
—¿Cómo podría no quererlo? —prosiguió—. ¡Y, luego, ver cómo esas temibles serpientes dragón se inclinaban ante él! ¡Fue maravilloso! Y, ahora, esos monstruos nos devuelven a casa cargadas de regalos y con la promesa de una nueva tierra que nos espera. ¡Y todo gracias a Haplo!
—Quizá sea como dices —contesté, más frustrada e irritada que nunca porque me veía obligada a admitir que todo cuanto decía mi amiga era verdad—, pero ¿qué saca él de todo esto? ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿A qué viene esa insistencia en saber cuántos soldados forman el ejército de mi padre, en preguntarle a Devon si cree que los elfos combatirían en caso de necesidad y si aún conservan los conocimientos necesarios para fabricar armas mágicas, o en averiguar si vuestro Concilio de Magos podría convencer a los delfines y las ballenas para pasarse a nuestro bando si estallara una guerra?
Ahora me doy cuenta de que he olvidado mencionar en este diario que Haplo nos había estado haciendo esas preguntas aquel mismo día, antes de zarpar.
—¡Oh, qué mezquina y desagradecida eres, Grundle! —exclamó Alake al tiempo que derramaba unas lágrimas.
No había sido mi intención hacerla llorar y me sentí fatal al verla. Me acerqué un poco más, le cogí la mano y le di unas palmaditas de ánimo.
—Lo siento —dije, apurada.
—Le pregunté por qué quería saber todo eso —continuó Alake entre sollozos—, y me dijo que siempre debemos estar preparados para lo peor y que, si bien nuestro nuevo hogar puede parecer un lugar perfecto, podría ocultar algún peligro…
Alake hizo aquí una pausa para secarse la nariz. Yo aproveché para decir que lo entendía, lo cual era cierto. El comentario de Haplo era muy razonable. Todo lo que decía era siempre muy razonable. Y eso hacía aún más intolerable el sentimiento irritante y desagradable de desconfianza y de recelo que me inspiraba el extraño forastero.
Con todo, los enanos siempre somos sinceros y, finalmente, no pude evitar decirle:
—Si te he dicho todo eso, sólo es porque…, bueno…, porque Haplo no te corresponde, Alake. Él no te quiere.
—¡Oh, eso ya lo sé, Grundle! ¿Cómo podría esperar que me amara? Debe de tener miles de mujeres suspirando por él…
Me pareció conveniente reforzar aquel tipo de reflexiones y apunté:
—Sí. Y tal vez incluso tenga una esposa en alguna parte…
—Eso, no —replicó Alake al instante, demasiado deprisa. Con la vista fija en las manos, añadió—: Se lo pregunté, y me dijo que aún no había encontrado a la mujer adecuada. Me encantaría ser esa mujer adecuada para él, Grundle, pero sé que ahora no soy merecedora de ello. Tal vez algún día llegue a serlo, si sigo esforzándome.
Alzó la cabeza y volvió hacia mí unos ojos en los que brillaban las lágrimas. Nunca la había visto tan encantadora, tan madura y adulta, y advertí que resplandecía con una especie de luz interior.
Allí, en aquel instante, me dije que, si el amor producía aquel efecto en ella, no podía ser tan terrible, sucediera lo que sucediese. Además, cuando llegásemos a nuestro destino, Haplo se marcharía, volvería al lugar del que había venido. Al fin y al cabo, ¿qué podía querer de nosotros? Decidí guardar para mí aquellas reflexiones.
Alake y yo nos abrazamos y esta vez nos echamos a llorar las dos y yo no dije una palabra más contra Haplo. Devon nos oyó y acudió a ver qué sucedía y Alake se desmoronó y se lo contó. El elfo dijo entonces que el amor, para él, era lo más maravilloso y lo más bello del mundo. Luego, hablamos de Sadia y, al fin, entre los dos me hicieron confesar que yo tampoco era ajena al amor. No pude contenerme y les hablé de Hartmut y los tres compartimos lágrimas y risas, impacientes por alcanzar nuestro destino.
Lo cual hizo aún más terrible lo que sucedió cuando llegamos.
He estado aplazando el momento de ponerme a escribir sobre lo sucedido. Ante todo, no estaba segura de poder hacerlo. Recordarlo me pone terriblemente triste, pero ya he contado aquí todas mis andanzas y mal puedo continuar mi relato si omito la parte más importante.
Ser salvada de los dragones y regresar a mi casa sana y salva sería el final feliz con que suelen terminar la mayoría de relatos de taberna que he oído en mi vida, pero esta vez el final de la historia no fue feliz. Y tengo la sensación de que ni siquiera fue el final.
En el momento en que nuestro sumergible abandonó la guarida de las serpientes dragón, nos vimos acosados —no podía ser de otro modo— por un grupo de cargantes delfines que deseaban saberlo todo: qué había sucedido, cómo habíamos logrado escapar… Apenas terminamos de contárselo, se alejaron a toda prisa, ansiosos por ser los primeros en difundir la noticia. No he visto nunca unos peces más amantes del chismorreo.
Por lo menos, nuestros padres recibirían la buena noticia y tendrían tiempo de recuperarse de la sorpresa inicial de saber que seguíamos con vida e ilesos. Empezamos a discutir entre nosotros en cuál de los tres reinos nos detendríamos primero, pero el asunto no tardó en resolverse. Los delfines regresaron con el mensaje de que nuestros padres se reunirían en Elmas, la luna marina de los elfos, para recibirnos.
Nos pareció una solución excelente. Para ser sincera, nos inquietaba un poco la posible reacción de nuestros padres. Sabíamos que se alegrarían mucho de tenernos de vuelta pero, después de los besos y las lágrimas, imaginábamos que nos aguardaría una severa reprimenda, si no algo peor. Después de todo, habíamos desobedecido sus órdenes y habíamos partido sin reparar en el sufrimiento y la pena que íbamos a causar.
Incluso llegamos a comentárselo a Haplo, insinuándole que nos prestaría otro gran servicio más si se quedaba y nos ayudaba a suavizar las cosas con nuestros padres.
Él se limitó a sonreír y responder que nos había protegido de las serpientes dragón pero que, en lo que tocaba a afrontar la cólera paterna, era asunto exclusivamente nuestro.
Sin embargo, no pensábamos en severos sermones y castigos cuando, finalmente, el sumergible tocó tierra y se abrió la escotilla y vimos allí a nuestros padres, esperándonos. Mi padre me tomó entre sus brazos y me estrujó contra su pecho y, por primera vez en mi vida, vi unas lágrimas en sus ojos. En aquel instante, habría aceptado la reprimenda más enérgica y habría amado cada palabra que hubiera salido de sus labios.
Luego, les presentamos a Haplo. (Los delfines, por supuesto, ya les habían contado cómo nos había salvado). Nuestros padres se mostraron agradecidos, pero era evidente que todos ellos estaban un poco amilanados ante la presencia de aquel hombre, ante los tatuajes azules de su piel y ante su porte sereno y lleno de confianza en sí mismo. Sólo consiguieron balbucear unas cuantas frases entrecortadas de gratitud, que Haplo aceptó con una sonrisa y un encogimiento de hombros, al tiempo que explicaba que nosotros lo habíamos rescatado del mar y que se alegraba de haber podido devolvernos el favor. No añadió nada más, y nuestros padres se alegraron de poder concentrarse de nuevo en nosotros.
Durante un rato, todo fueron abrazos y palabras afectuosas. Los padres de Devon también se encontraban allí para recibir a su hijo. Estaban tan contentos de haberlo recuperado como los de Alake y los míos pero, cuando estuve de nuevo en condiciones de advertir lo que sucedía a mi alrededor, observé que los dos elfos seguían pareciendo tristes, cuando deberían haberse mostrado exultantes de alegría. El rey de los elfos también había acudido a dar la bienvenida a Devon, pero Sadia no estaba presente.
Entonces me fijé por primera vez en que su padre iba vestido de blanco, el color del luto entre los elfos. Vi que todos los elfos que nos rodeaban —y habían acudido en gran número a recibirnos— vestían también de blanco, algo que sólo sucedía cuando moría algún miembro de la familia real.
Un escalofrío me encogió el corazón. Miré a mi padre con una expresión que debía de reflejar pánico y alarma, pues él se limitó a mover la cabeza y llevarse un dedo a los labios para que no hiciera preguntas.
Alake ya había preguntado por Sadia. Su mirada buscó la mía y vi sus ojos desorbitados de miedo. Las dos nos volvimos hacia Devon. El elfo, ciego de alegría, con la vista nublada por la emoción, no se había fijado en nada. Por fin, se desasió del abrazo de sus padres (¿fue mi imaginación, o éstos trataron de retenerlo entre ellos?) y se dirigió al rey elfo.
—¿Dónde está Sadia, señor? ¿Está enfadada conmigo por haber ocupado su lugar? ¡La recompensaré con creces, lo prometo! Decidle que salga…
En ese instante, el Uno dispersó las nubes de sus ojos y vio las ropas blancas, el rostro del rey ajado y envejecido por una profunda pena y los blancos pétalos de flores esparcidos sobre el Mar de la Bondad.
—¡Sadia! —exclamó, e hizo ademán de echar a correr hacia el castillo de coral que se alzaba con un trémulo resplandor a nuestra espalda.
Eliason lo asió antes de que diera un paso.
Devon se debatió enérgicamente hasta que, por último, se derrumbó entre los brazos del rey elfo.
—¡No! —exclamó entre sollozos—. ¡No! Yo no me proponía… Quería salvarla de…
—Lo sé, hijo, lo sé —murmuró Eliason mientras le acariciaba el cabello y trataba de tranquilizarlo como habría hecho con su propio hijo—. No fue culpa tuya. Tus intenciones eran las mejores, las más nobles. Sadia… —no pudo evitar un temblor en la voz al pronunciar el nombre, pero se controló—, Sadia está con el Uno. Ya descansa en paz y debemos consolarnos con ello. Y, ahora, creo que es momento de que cada familia se marche por su lado.
Eliason tomó a su cargo a Haplo con la elegante dignidad y la cortesía que siempre mostraban los elfos, fuera cual fuese pena o la preocupación que los atenazara por dentro. Desdichado monarca, pensé. ¡Cómo debía de haber añorado estar a solas con su hija!
Una vez en el interior del castillo, en una parte nueva que había crecido durante nuestra ausencia, mi madre me explicó lo sucedido.
—Apenas hubo abierto los ojos, Sadia supo lo que había hecho Devon. Supo que éste había sacrificado la vida por ella y que tendría una muerte terrible. Desde ese momento —continuó mi madre, enjugándose unas lágrimas con el dobladillo de la manga—, la pobre muchacha perdió todo interés por la vida. Se negó a comer y a levantarse de la cama. Sólo bebía agua cuando su padre se sentaba junto a ella y le acercaba un vaso a los labios. No hablaba con nadie y pasaba horas y horas acostada con la mirada perdida en la lejanía. Las pocas veces que llegaba a dormirse, su sueño era interrumpido por terribles pesadillas. Dicen que sus gritos podían oírse en todo el castillo.
»Y luego, un buen día, pareció recuperarse. Se levantó de la cama, se vistió con la ropa que llevaba la última vez que estuvisteis juntas las tres y se dedicó a deambular por el castillo canturreando. Sus canciones eran tristes y extrañas y a nadie le agradó escucharlas, pero todo el mundo las interpretó como una señal de que volvía a encontrarse bien. Pero, ¡ay!, significaban todo lo contrario.
»Esa noche, pidió al ama que fuera a buscarle algo de comer. La mujer, emocionada con el hecho de que Sadia tuviera hambre de nuevo, salió a toda prisa a cumplir el encargo, sin sospechar nada. Cuando regresó, Sadia no estaba. Alarmada, el ama despertó al rey y se organizó la búsqueda.
Mi madre movió la cabeza, incapaz de continuar debido a las lágrimas. Por fin, tras recurrir otra vez al dobladillo de la manga, logró añadir:
—Encontraron su cuerpo en la terraza donde celebramos la reunión ese día infausto en que nos escuchasteis a escondidas. Se había arrojado por una ventana y yacía casi en el mismo lugar exacto donde murió ese día el mensajero elfo.
Tengo que dejar de escribir por ahora, pues no puedo continuar sin echarme a llorar.
Ahora, el Uno vela tu sueño, Sadia. Esas pesadillas terribles han terminado para siempre.