CAPÍTULO 12

imgcap.jpg

A LA DERIVA EN ALGÚN LUGAR

DEL MAR DE LA BONDAD

De modo que ahí tenemos a ese humano, ese Haplo. Deseo mucho confiar en él, pero no lo consigo. ¿Se tratará sólo de los prejuicios de un enano frente a alguien de otra raza? En los viejos tiempos, tal vez pudiera tratarse de eso, pero en la actualidad confiaría mi vida a Alake y lo mismo respecto a Devon. Por desgracia, mi vida no parece estar en manos de ellos dos, sino en la de Haplo.

Será un alivio escribir lo que pienso realmente acerca de él. No puedo decir una palabra contra él en presencia de Alake, que está más embelesada con ese hombre que un enano con su jarra de cerveza. Por lo que se refiere a Devon, al principio miraba a Haplo con suspicacia pero, después de lo sucedido con las serpientes dragón… En fin, casi se diría que se había presentado un guerrero elfo de los tiempos antiguos para llamarlo a las armas.

Alake dice que sólo estoy disgustada porque Haplo me ha hecho ver que actuamos como estúpidas al apresurarnos en ofrecernos para el sacrificio. Sin embargo, nosotros los enanos somos, por naturaleza, escépticos y suspicaces con los extraños. Tenemos tendencia a no confiar en nadie hasta que hace varios cientos de ciclos que lo conocemos.

Ese Haplo aún no nos ha dicho nada respecto a quién es y de dónde viene y, además, ha hecho un par de afirmaciones sumamente curiosas y se ha comportado de un modo muy peculiar en el asunto de las serpientes dragón.

Reconozco que estaba equivocada en una cosa. Está claro que Haplo no es un espía enviado por los dragones. Resulta difícil ver el interior de ese hombre, pues una sombra lo cubre a él y a sus palabras. Haplo camina en una oscuridad que él mismo ha creado y que utiliza, yo diría, como protección y defensa. No obstante, a veces, a pesar de sus esfuerzos, las nubes se abren desgarradas por un relámpago que, a la vez, ilumina la escena y produce temor. Uno de tales relámpagos descargó cuando hablamos a Haplo sobre las serpientes dragón.

De hecho, si pienso de nuevo en su reacción, empiezo a advertir que al principio hizo esfuerzos extraordinarios por convencernos de que debíamos intentar tomar el control de la nave y huir para salvarnos. Lo cual hace todavía más extraño lo que sucedió después.

Y debo ser honrada y reconocer los méritos cuando existen. Por eso he de decir que Haplo es el hombre más valiente que he conocido. No sé de ningún enano, ni siquiera Hartmut, que hubiera sido capaz de adentrarse en ese espantoso pasadizo y penetrar en la sala de navegación.

Nosotros tres nos quedamos atrás, esperándolo, como nos había ordenado.

—Deberíamos ir con él —dijo Devon.

—Sí —asintió Alake con un hilo de voz, pero observé que ninguno de los dos movía un músculo—. Ojalá tuviéramos un poco de hierba contra el miedo. Entonces no nos sentiríamos tan asustados.

—Pues no tenemos de eso, sea lo que sea —susurré al oírla—. En cuanto a deseos, lo que yo querría es estar de nuevo en casa.

Devon presentaba ese desvaído color verdeazulado que adquieren los elfos cuando están enfermos o asustados. Sobre la piel negra de Alake brillaba el sudor y vi que temblaba como una hoja. No me avergüenza confesar que yo tenía los zapatos como clavados a la cubierta. De no haber sido así, habría tomado la única decisión sensata y habría echado a correr para salvar la vida.

Los tres, pues, vimos entrar a Haplo en la sala de navegación. La negrura lo cubrió, lo engulló por completo. Alake lanzó un leve chillido y ocultó el rostro entre las manos. Luego escuchamos voces: la de Haplo, diciendo algo, y otra que le respondía.

—Al menos, nada lo ha matado todavía —murmuré.

Alake estiró el cuello y ladeó la cabeza. Todos nos esforzamos por escuchar lo que decían.

Pero las palabras eran un galimatías. Nos miramos, desconcertados; ninguno de los tres entendía lo que hablaban.

—¡Es el mismo idioma en el que hablaba en sus desvaríos! —apunté en un cuchicheo—. ¡Y lo que hay ahí dentro, sea lo que sea, lo entiende!

Lo cual era algo que no me gustaba un ápice, y me disponía a decirlo cuando Haplo lanzó de pronto un gran grito que me cortó la respiración. De inmediato, Alake soltó un alarido como si alguien le hubiera desgarrado el corazón y echó a correr por el pasadizo, dirigiéndose de cabeza a la sala donde había entrado Haplo.

Devon corrió detrás de Alake y me dejó sola con mis reflexiones sobre la naturaleza poco juiciosa de los elfos y de los humanos (y de los enanos). No tuve más remedio, por supuesto, que echar a correr también detrás de ellos.

Llegué a la sala y encontré a Alake inclinada sobre Haplo, que yacía inconsciente en la cubierta. Devon, con más presencia de ánimo de la que yo le habría concedido a un elfo, había recogido el hacha de guerra y la empuñaba delante de los otros dos en actitud protectora.

Eché un rápido vistazo a mi alrededor. Estaba más oscuro que el interior de nuestra montaña y despedía un olor espantoso. El hedor me dio arcadas. También resultaba espantosamente frío, pero aquella sensación de terror extraña y paralizante que nos había mantenido a distancia de aquel lugar había desaparecido.

—¿Está muerto? —pregunté.

—¡No! —Alake estaba acariciándole el cabello hacia atrás—. Está sin sentido. ¡Haplo ha expulsado a ese ser! ¿Te das cuenta, Grundle?

Vi la admiración y el amor en sus ojos, y el corazón se me encogió.

—¡Se ha enfrentado con lo que estaba aquí y lo ha expulsado! ¡Nos ha salvado!

—¡Sí! ¡Lo ha hecho! —corroboró Devon, contemplando a Haplo con una especie de temor reverencial.

—¡Dame eso! —exclamé malhumorada, arrancando el hacha de las manos del elfo—. ¡Dámelo, antes de que te cortes algo valioso y te conviertas de verdad en una chica! ¿Y a qué viene eso de que se ha enfrentado a algo y lo ha expulsado? Ese alarido que hemos oído no me ha sonado en absoluto a grito de guerra.

Pero, por supuesto, ni Alake ni Devon me estaban prestando la menor atención. Sólo estaban preocupados por su héroe. Y había que reconocer que la presencia que había ocupado la sala de navegación, fuera lo que fuese, daba la impresión de haber desaparecido. Aun así, ¿lo había expulsado Haplo por la fuerza, o tal vez los dos habían llegado a una componenda amistosa?

—No podemos quedarnos aquí —apunté, dejando el hacha en un rincón, lo más lejos posible del elfo (y de Haplo).

—Tienes razón —asintió Alake, echando una ojeada a su alrededor con un escalofrío.

—Podríamos improvisar una hamaca con unas mantas —sugirió Devon.

Haplo abrió los ojos y descubrió a Alake inclinada sobre él, con una mano posada en su cabeza. Jamás he visto a nadie moverse tan deprisa. Su reacción fue casi más rápida que la vista. Alargó las manos hacia Alake, la apartó de sí de un empujón y se incorporó hasta quedar en cuclillas, agazapado, dispuesto para saltar sobre ella.

Alake cayó sobre la cubierta y allí quedó, mirándolo con expresión perpleja. Devon y yo no nos movimos ni dijimos palabra. Volví a sentirme casi tan asustada como un rato antes.

Haplo miró en torno a él, nos vio sólo a nosotros y pareció volver a sus cabales. Pero estaba furioso.

—¡No me toques! —gruñó con una voz más fría y más sombría que la oscuridad de la sala de navegación—. ¡No se te ocurra tocarme nunca!

Alake lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Lo siento —susurró—. No quería hacerte ningún daño. Temía que estuvieras herido y…

Haplo se calló el resto de lo que se disponía a decir y miró a la pobre Alake con gesto torvo. Después, con un suspiro, se enderezó y sacudió la cabeza a un lado y a otro. La cólera lo abandonó y, por un instante, el velo de oscuridad que lo envolvía pareció alzarse.

—Vamos, vamos, no llores más. Soy yo quien lo siente —dijo con voz cansada—. No debería haberte gritado así. Estaba…, estaba en otra parte. En un sueño. En un lugar terrible. —Frunció el entrecejo y la oscuridad volvió a caer sobre él—. Reacciono así por puro instinto. Soy incapaz de evitarlo y podría haceros daño a alguno, sin querer, así que… no os acerquéis nunca a mí si estoy dormido, ¿entendido?

Alake tragó saliva, asintió e incluso logró esbozar una sonrisa. Lo habría perdonado aunque Haplo se hubiera puesto a saltar sobre ella. Yo lo advertí con toda claridad, y creo que Haplo empezaba a darse cuenta de lo que sucedía con ella. Pareció sorprendido y confuso y, por un instante, casi impotente. Todo aquello era suficiente para hacerme reír, si no fuera porque me sentía con ganas de llorar.

Creí que Haplo iba a decir algo y él también pensó hacerlo, pero entonces debió de comprender que con ello sólo empeoraría las cosas. Guardó silencio, pues, y se volvió para examinar la estancia.

Devon ayudó a Alake a ponerse en pie, y la humana se alisó el vestido.

—¿Estás bien? —preguntó Haplo con aspereza, sin mirarla.

—Sí —respondió ella, temblorosa. Haplo asintió.

—¿Y bien? —intervine entonces—, ¿has expulsado a la serpiente dragón o lo que fuese? ¿Puedes tomar el control de la nave?

—No. No he expulsado a la serpiente dragón, ni puedo tomar el mando de la nave.

—Pero la criatura ya no está aquí —apunté—. Puedo notar la diferencia. Todos la notamos. Voy a intentarlo. Tengo algunas nociones de cómo se pilota un barco y…

No era cierto, pero quería ver qué sucedía. Puse las manos en la rueda del timón. Como esperaba. Haplo apareció al instante a mi lado. Su mano se cerró sobre mi brazo, y la presión de sus dedos parecía una tenaza de hierro.

—No lo intentes, Grundle. —Haplo no empleó un tono amenazador. Lo dijo con mucha calma, muy sereno. Y noté un nudo en el estómago—. No creo que sea una buena idea. La serpiente dragón no se ha marchado; en realidad, nunca ha estado aquí. Pero eso no significa que no estén vigilando, que no nos escuchen en este mismo momento. Su magia es poderosa y no querría que sufrieras ningún daño.

Haplo quería dar a entender que no deseaba que las serpientes dragón me hicieran daño. Pero, al fijarme en sus ojos, no estuve tan segura de que se estuviera refiriendo a eso, en realidad. La presión sobre mi brazo se intensificó. Poco a poco, aparté las manos de la rueda y él me soltó.

—Y ahora creo que deberíamos volver todos a nuestros camarotes —apuntó Haplo.

Ninguno de los tres se movió. Alake y Devon tenían un aire abatido, como si hubieran visto volar su última esperanza. Yo todavía notaba la fuerza de su mano en mi brazo y podía ver las marcas de sus dedos en mi piel.

—¡Tú has hablado con ellas! —solté—. ¡Te he oído! ¡Hablabas en tu idioma! ¿O acaso era su idioma? ¡Tengo la impresión de que estás aliado con esas serpientes dragón!

—¡Grundle! —exclamó Alake—. ¡Cómo te atreves!

—Está bien. —Haplo se encogió de hombros y movió la comisura de los labios en una media sonrisa—. Grundle no confía en mí, ¿verdad?

—No —respondí abiertamente.

Alake arrugó la frente y chasqueó la lengua contra el velo del paladar. Devon me miró y movió la cabeza en gesto de negativa.

Haplo continuó observándome con su extraña media sonrisa.

—Si te tranquiliza saberlo, Grundle, yo tampoco confío en ti. Según me decís, todos vosotros, elfos, enanos y humanos, sois amigos. Vuestras razas conviven en paz. ¿Esperáis que lo crea, después de lo que he visto? ¿No será todo esto, más bien, una compleja trampa que me han tendido mis enemigos?

Todos permanecimos callados. Alake parecía desdichada. Devon, incómodo. Los dos habían tenido tantas ganas de creer en él…

Yo señalé las marcas azules de la piel de Haplo que había visto brillar con aquella luz radiante y misteriosa.

—Tú eres un hechicero —afirmé, utilizando el término humano—. Tu magia es poderosa, lo noto. Todos lo notamos. ¿Podrías hacer virar la nave y llevarnos de vuelta a casa?

Haplo permaneció callado un momento, observándome con una mirada fría y minuciosa, antes de responder:

—No.

—¿No puedes, o no quieres? —insistí. No contestó.

Dirigí una mirada de amargo triunfo a Alake y a Devon y les dije:

—Vamos. Será mejor que decidamos qué podemos hacer para ayudarnos a nosotros mismos. Quizá podríamos ganar la costa a nado…

—Grundle, recuerda que no sabes nadar —respondió Alake con un suspiro. Estaba al borde de las lágrimas y tenía los hombros hundidos.

—En cualquier caso, no estamos cerca de ninguna tierra firme. Terminaríamos agotados, medio famélicos, o algo aún peor.

—¿No sería preferible eso a las serpientes dragón? Por fin, mis compañeros comprendieron lo que les estaba diciendo y se miraron el uno al otro, titubeantes e indecisos.

—Vamos —repetí.

Me dirigí a la puerta. Alake empezó a seguir mis pasos con la cabeza gacha. Devon le pasó el brazo por los hombros. Haplo se abrió paso a empujones entre nosotros, mascullando algo que me sonó a una maldición; alcanzó la puerta y la obstruyó con un brazo extendido.

—Nadie va a ninguna parte, como no sea a su camarote. Alake, muy erguida, le plantó cara con aire digno.

—Ábrenos paso —dijo, haciendo un gran esfuerzo para reprimir el temblor de su voz.

—Hazte a un lado —añadió Devon con voz ronca. Yo también di un paso adelante.

—¡Maldita sea! —Haplo nos dirigió una mirada iracunda—. Las serpientes dragón no os permitirán marcharos. No intentéis ninguna tontería como saltar de la nave, porque sólo conseguiréis salir malparados. Escuchadme. Grundle tiene razón: puedo hablar con esas criaturas. Ellas y yo nos…, nos entendemos. Y os prometo una cosa: mientras esté en mi mano impedirlo, no dejaré que sufráis ningún daño. —Nos miró uno por uno y añadió—: Lo juro.

—¿Por quién lo juras? —inquirí.

—¿Por quién queréis que jure?

—Por el Uno, naturalmente —respondió Alake.

—¿Qué Uno? —Haplo parecía perplejo—. ¿Es un dios humano?

—El Uno es el Uno —dijo Devon, incapaz de explicarse mejor. Todo el mundo sabía quién era el Uno.

—El poder superior —apuntó Alake—. El Creador, el Motor, el Formador, el Ultimador.

—El poder superior, ¿eh? —repitió Haplo, y yo me di cuenta de que ese extraño humano no tenía idea de lo que le estábamos contando—. ¿Y todos vosotros creéis en ese Uno? ¿Elfos, humanos y enanos?

—No es cuestión de creencias —replicó Devon—. El Uno es. Haplo nos miró con gesto ceñudo.

—¿Volveréis a vuestros camarotes y os quedaréis allí? ¿Dejaréis de hablar de arrojaros al mar?

—Sólo si lo juras por el Uno —respondí—. Es un juramento que no se puede romper.

Haplo sonrió relajadamente, como si supiera que no era así. Luego, con un encogimiento de hombros, continuó:

—Lo juro por el Uno, pues. Si está en mi poder evitarlo, no sufriréis ningún daño.

Miré a Alake y a Devon y los vi asentir, satisfechos.

—Muy bien —gruñí entonces, aunque había advertido la mueca burlona en sus labios mientras pronunciaba el juramento.

—Prepararé algo de comer —se ofreció Alake con voz débil, y abandonó la sala de navegación apresuradamente.

Devon recogió el hacha antes de que pudiera impedírselo y observé en los ojos del joven elfo el brillo del gusto por la batalla, por el centelleo de las espadas y las armaduras.

—¿Crees que podrías enseñarme a usar esta arma? —le preguntó a Haplo.

—¡Vestido así, de ninguna manera! —respondí, y me encaminé a mi camarote con pesadas zancadas.

Quería estar a solas para pensar, para intentar analizar qué estaba sucediendo. Sobre todo, para intentar reflexionar sobre Haplo.

Escuché una llamada a la puerta.

—¡No tengo hambre! —exclamé en tono irritado, pensando que era Alake.

—Soy yo, Haplo.

Sobresaltada, entreabrí la puerta y miré por la rendija.

—¿Qué quieres?

—Agua de mar.

—¿Agua de mar? —Pensé que se había vuelto loco otra vez.

—Necesito un poco de agua de mar… para un experimento. Alake me ha dicho que tú sabías abrir la escotilla.

—¿Para qué necesitas agua de mar?

—Olvídalo. —Haplo me volvió la espalda—. Voy a pedírselo a Devon…

—¡Devon! —Solté un bufido de disgusto—. Ven conmigo. Ese elfo sería capaz de inundar el sumergible.

Lo cual no era exactamente cierto. Probablemente, Devon era muy capaz de conseguirle el agua de mar que pedía, pero yo quería averiguar en qué andaba metido Haplo.

Recorrimos la embarcación hacia popa y, al pasar por la cocina, cogí un cubo.

—¿Bastará con esto? —pregunté.

Haplo asintió. Alake dijo algo respecto a que enseguida tendría preparada la cena.

—No tardaremos mucho —respondió él.

Seguimos adelante y pasamos junto a Devon, que estaba concentrado en lo que debía de considerar que eran unos ejercicios de adiestramiento con el hacha de guerra.

—No lo subestimes —apuntó Haplo—. He viajado por tierras donde los elfos son muy amantes de las batallas y supongo que podrían aprender otra vez. Si tuvieran a alguien que los guiara.

—Y alguien a quien enfrentarse —añadí.

—Pero vuestros pueblos estaban dispuestos a aliarse para combatir a esas serpientes dragón. ¿Y si pudiera demostraros que los dragones no son el verdadero enemigo? ¿Y si pudiera probaros que el auténtico enemigo es mucho más sutil y tiene intenciones mucho más terribles? ¿Y si yo os trajera un líder de gran sabiduría y poder para combatir a ese enemigo? ¿Lucharíais juntos entonces tu pueblo, los humanos y los elfos?

—¿Me estás diciendo que esas serpientes dragón han destrozado nuestro cazador de sol, han matado y torturado a nuestro pueblo, sólo para demostrarnos que tenemos un enemigo más peligroso? —repliqué con un gesto de desprecio.

—Cosas más extrañas han sucedido —afirmó Haplo fríamente—. Tal vez todo ha sido un malentendido. Quizá las serpientes dragón creen que estáis aliados con el enemigo.

De pronto, los ojos de Haplo volvían a ser dos finas agujas que me atravesaban. Era la segunda vez que le oía decir algo semejante. No me pareció razonable seguir discutiendo, sobre todo porque no tenía la menor idea de a qué se refería. Así pues, no comenté nada, y él abandonó el tema.

Para entonces ya habíamos llegado a la esclusa del agua. Abrí el panel lo justo para dejar entrar un poco de agua —aproximadamente hasta el tobillo— y volví a cerrarlo. Levanté luego la escotilla de acceso, cogí el cubo, lo até a una cuerda, lo bajé hasta el agua y, cuando estuvo lleno, lo icé de nuevo.

Le tendí el cubo lleno a Haplo pero, para mi sorpresa, él se echó atrás y se negó a tocarlo.

—Llévalo ahí dentro —dijo, señalando la bodega.

Hice lo que me indicaba, cada vez más curiosa por saber qué era todo aquello. El cubo pesaba y era engorroso de llevar, y el agua se derramaba con el movimiento, salpicando la cubierta y mis zapatos. Haplo mostró un exquisito cuidado en evitar pisar hasta el charco más pequeño.

—Déjalo ahí —me ordenó, indicando un rincón alejado. Posé el cubo en la cubierta y me froté las manos, en las que el asa había dejado unas profundas marcas.

—Gracias —me dijo entonces, de pie en la bodega, como si esperara algo.

—De nada. —Cogí un taburete y me instalé a gusto en él.

—Puedes irte cuando gustes.

—No tengo nada mejor que hacer —respondí.

Haplo pareció enfurecerse y, por un momento, pensé que iba a cogerme en volandas y arrojarme fuera (o a intentarlo, al menos; no resulta fácil mover a los enanos, una vez que han decidido quedarse quietos). Me lanzó una mirada colérica. Se la devolví, crucé los brazos y me asenté con más firmeza en el taburete.

Entonces, pareció que se le ocurría otra idea.

—Tal vez resultes útil, después de todo —murmuró.

Respecto a lo que sucedió a continuación, ni yo misma estoy segura de creerlo, aunque lo vi con mis propios ojos.

Haplo se arrodilló sobre la cubierta y empezó a escribir en uno de los tablones ¡sin utilizar otra cosa que la yema del dedo!

Inicié una carcajada, que se me atascó en la garganta casi asfixiándome.

Cuando el dedo de Haplo tocó la madera, una fina columna de humo formó unas volutas en el aire. Trazó una línea recta y dejó tras él un surco en llamas. El fuego se apagó en un instante dejando una marca oscura y chamuscada, como si hubiera pasado por la madera un atizador al rojo. Pero no era así. Haplo sólo estaba empleando su propio cuerpo, su propia carne, y con él prendía fuego en la madera.

Su mano trabajó a toda prisa, dejando unas marcas extrañas en la cubierta. Aquellas marcas me parecieron similares a las líneas y espirales azules que exhibía en los brazos y en el dorso de las manos. Dibujó una decena, quizá, de dichas marcas, dispuestas en círculo, cerciorándose meticulosamente de que estuvieran todas conectadas. El olor de la madera quemada era intenso y me provocó un estornudo.

Por último, dio el trabajo por concluido. El círculo estaba completo. Se echó hacia atrás hasta quedar sentado, lo estudió unos instantes y asintió con ademán satisfecho. Yo me fijé en sus dedos y no vi el menor rastro de quemaduras.

Haplo se puso en pie y se colocó dentro del círculo. Una luz azulada empezó a irradiar de las marcas que había trazado en la cubierta y, de pronto, vi que sus pies ya no estaban tocando la madera. Haplo flotaba en el aire, sin más sostén, al parecer, que aquella luz azul.

Se me escapó una exclamación y me puse en pie tan deprisa que derribé el taburete.

—¡Grundle! ¡No te vayas! —se apresuró a decirme. Lo vi moverse y lo siguiente que supe fue que Haplo volvía a estar posado en cubierta. No obstante, la luz azulada continuaba emitiendo su ligero resplandor—. Quiero que hagas una cosa por mí.

—¿Cuál? —pregunté, manteniéndome lo más lejos que pude de aquella extraña luz.

—Trae el cubo y vierte agua en el círculo.

—¿Eso es todo? —Lo miré con suspicacia.

—Sí, es todo.

—¿Qué sucederá?

—No estoy seguro. Nada, tal vez.

—Entonces ¿por qué no lo haces tú?

Él sonrió, tratando de mostrarse agradable. Pero sus ojos eran fríos y duros.

—Creo que el agua no me sienta bien.

Reflexioné sobre lo que me pedía. No parecía probable que arrojar un cubo de agua sobre unos tablones chamuscados fuera a causarme ningún daño y, debo reconocerlo, seguía sintiendo una terrible curiosidad por observar qué más sucedía.

Haplo no bromeaba respecto a sus prevenciones contra el agua. Tan pronto como cogí el cubo, él retrocedió a un rincón y se agachó tras un tonel para evitar cualquier salpicadura.

Vertí el agua sobre el círculo de extrañas marcas que despedía el leve fulgor azul.

El resplandor cesó al instante y, ante mi asombrada mirada, observé cómo las marcas a fuego de los tablones empezaban a desvanecerse.

—¡Pero eso es imposible! —Con un grito, dejé caer el cubo y retrocedí.

Haplo salió de detrás del tonel, cruzó la cubierta y se detuvo ante el círculo, que desaparecía rápidamente.

—Te estás mojando las botas —le avisé.

Por la expresión sombría de su rostro, no parecía que eso le importara ya. Alzó un pie y lo colocó sobre el lugar donde el círculo lo había sostenido antes en el aire. No sucedió nada. La bota volvió a posarse en la cubierta.

—No he visto ni he oído hablar de algo parecido en toda mi vida… —Interrumpió la frase, distraído por otro nuevo pensamiento—. ¿Por qué? ¿Qué puede significar? —Su expresión se nubló y apretó el puño—. ¡Los sartán!

Sin dirigirme una mirada ni media palabra, se volvió en redondo y abandonó el camarote a toda prisa. Escuché sus pasos por el corredor y lo oí cerrar de un portazo su cabina. Yo volví a observar de nuevo la cubierta mojada. Las marcas habían desaparecido casi por completo. Los tablones estaban empapados, pero no mostraban la menor cicatriz.

Alake, Devon y yo cenamos solos. Alake fue a llamar a la puerta de Haplo, pero no obtuvo respuesta. Cuando volvió, venía decepcionada y abatida.

No les conté nada a ninguno de los dos. Para ser sincera, no estaba segura de que fueran a creerme y no quería iniciar una discusión. Al fin y al cabo, la única prueba que tengo de lo que vi es un par de tablones mojados.

Pero, al menos, conozco la verdad.

Sea ésta la que sea.

Continuaré después. Ahora tengo tanto sueño que no soy capaz de seguir sosteniendo la pluma.