A LA DERIVA EN ALGÚN LUGAR
DEL MAR DE LA BONDAD
Ha ocurrido algo tan sumamente extraño y he estado (por fortuna) tan ocupada que no he tenido tiempo de escribir hasta ahora. Pero por fin todo ha vuelto a la normalidad, la excitación ha remitido, y nos hemos quedado con la duda: «¿Qué nos ocurrirá ahora?».
¿Por dónde debo empezar? Si miro hacia atrás, caigo en la cuenta de que todo comenzó con la tentativa mágica de Alake de convocar a los delfines para hablar con ellos. Queríamos averiguar, en la medida de lo posible, hacia dónde íbamos y qué nos esperaba, aunque nuestro destino fuera terrible. Era ese «no saber» lo más difícil de llevar.
Yo dije que nos hallábamos a la deriva en el mar. Aquello no era demasiado exacto, como recalcó Devon durante el almuerzo. Navegamos en una dirección concreta hacia la que nos guían las serpientes dragón. No tenemos ningún control sobre el barco. Ni siquiera podemos acercarnos al control de mandos.
Cuando nos dirigimos hacia el lugar en que se encuentran, nos invade una horrible sensación. Se nos debilitan las piernas, se quedan rígidas y se niegan a moverse. Imágenes de muerte y agonía nos pueblan la mente. Una vez lo intentamos, pero caímos presas del pánico y huimos precipitadamente para escondernos acurrucados en nuestro camarote. Todavía sueño con eso.
Fue después de ese incidente, ya recuperados, cuando Alake decidió intentar ponerse en contacto con los delfines.
—No hemos visto ninguno desde que embarcamos —comentó—, y me parece muy extraño. Quiero saber qué ocurre, hacia dónde nos llevan.
Ahora que pienso en ello, admito que es muy extraño que no viéramos ningún pez. Los delfines son muy amistosos y les encanta chismorrear. Por lo general acompañan a los barcos con la esperanza de enterarse de las nuevas y cuentan sus noticias a cualquier chiflado que esté dispuesto a escucharlos.
—¿Cómo los… eh… convocaremos? —pregunté.
Alake parecía sorprenderse de que yo no lo supiera. No entiendo por qué. ¡Ningún enano en su juicio convocaría voluntariamente a un montón de peces! Hacemos todo lo posible por desembarazarnos de ellos.
—Utilizaré la magia, por supuesto —me contestó—. Y quiero que tú y Devon estéis a mi lado.
Tengo que admitir que yo estaba muy excitada. Había convivido con humanos y elfos, pero nunca había presenciado un rito mágico humano, y me sorprendió que Alake nos invitara a participar. Dijo que nuestra «energía» le serviría de ayuda. Personalmente, pienso que se sentía sola y tenía miedo, pero no dije nada.
Quizá debería explicar (lo mejor que pueda) el concepto mágico de los phondranos y los elmanos. Y el punto de vista de los gargan.
Enanos, elfos y humanos creen en el Uno, una fuerza poderosa que nos ha puesto en el mundo, nos vigila mientras estamos en él y nos acoge cuando lo abandonamos. Sin embargo, cada raza tiene su propia visión del Uno.
El credo fundamental de mi raza consiste en que todos los enanos estamos en el Uno y el Uno está en todos nosotros. Aquello que perjudica a un enano, perjudica a los otros y al Uno; por ese motivo, un enano jamás matará, estafará o engañará intencionadamente a otro enano. (Dejando de lado las peleas, por supuesto. Un puñetazo en la mandíbula en un regular toma y daca, se considera, por norma general, beneficioso para la salud).
En la antigüedad, pensábamos que el Uno tenía un interés especial en nosotros. En cuanto a elfos y humanos, si realmente procedían del Uno (algunos sostenían que brotaban como hongos en la oscuridad), eran un accidente o, por el contrario, habían sido creados por una fuerza maléfica opuesta a él.
El largo tiempo de coexistencia nos ha enseñado a aceptarnos. Ahora sabemos que el Uno cuida de todas sus criaturas (aunque algunos ancianos mantienen que ama a los enanos y simplemente tolera a las otras dos razas).
Los humanos creen que el Uno es el poder supremo pero —al igual que algunos gobernantes de Phondra— está abierto a sugerencias. Por eso lo acosan constantemente con súplicas y requerimientos. Los phondranos también piensan que tiene subordinados que realizan ciertas tareas serviles que no son dignas de él. (¡Este concepto es tan humano!) Esos dioses inferiores están sujetos a la manipulación humana a través de la magia, y los phondranos son felices cuando consiguen alterar las estaciones, invocar a los vientos o la lluvia y encender fuegos.
Los elmanos tienen una idea del Uno mucho menos rígida. Según ellos, el Uno lo creó todo con una explosión y después se sentó perezosamente a observar su desarrollo —como hacía Sadia de pequeña con sus relucientes peonzas—. Los elmanos no consideran la magia algo reverente y espiritual, sino más bien un entretenimiento o instrumento para ahorrar esfuerzo.
Aunque Alake sólo tiene dieciséis años (una criatura a nuestros ojos, pero los humanos maduran deprisa), está considerada una experta en hechicería, y estoy segura de que el mayor anhelo de su madre es convertirla en cabeza de Círculo.
Devon y yo la observamos instalarse ante el altar que había construido en la bodega vacía de la segunda cubierta. Tengo que admitir que fue un placer contemplarla.
Alake es alta y bien formada. (A propósito, yo nunca he envidiado la estatura de los humanos. Un viejo proverbio enano dice: «El palo, cuanto más alto, más frágil». Pero admiraba los gráciles movimientos de mi amiga, que parecían los de una fronda inclinada sobre el agua). Tiene la piel oscura como el ébano. Lleva el pelo negro peinado en numerosas trenzas que le caen por la espalda, rematadas con cuentas azules y anaranjadas (los colores de su tribu) y de color cobre. Si no se recoge las trenzas, las cuentas repican musicalmente al andar, y suenan como cientos de campanas diminutas. Vestía el traje de Phondra, una sencilla pieza de tela azul y naranja que le envolvía el cuerpo, sujeta ingeniosamente por los pliegues (un truco que sólo conocen los phondranos). El extremo libre del vestido iba sujeto sobre su hombro derecho (para señalar que es soltera; las mujeres casadas se lo recogen en el izquierdo).
Lucía pulseras ceremoniales de plata en los brazos, y de sus orejas colgaban campanas del mismo material.
—Nunca te había visto estos brazaletes, Alake —le comenté para romper el terrible silencio—. ¿Son tuyos o de tu madre? ¿Son un regalo?
Para mi sorpresa, Alake, a quien le encanta enseñar sus joyas nuevas, se quedó callada y apartó la cara. Creí que no me había oído, así que insistí.
—Alake, te preguntaba si…
—Shh… —me interrumpió Devon, golpeándome en las costillas con su codo puntiagudo—. No hagas ningún comentario sobre las joyas.
—¿Por qué no? —susurré furiosa. En honor a la verdad, ya estaba harta de andar por ahí de puntillas para no ofender a nadie.
—Son sus adornos mortuorios —explicó Devon.
Me quedé estupefacta. Desde luego, conocía la costumbre. Al nacer, se presenta a las niñas phondranas con los brazaletes de plata y los pendientes de cascabel que se supone que llevarán el día de su boda y que sus hijas heredarán con el tiempo. Pero, si una muchacha muere prematuramente antes del matrimonio, se la adorna con todos sus abalorios antes de que se reúna con el Uno en el Mar de la Bondad.
Me entristecí mucho e intenté decir algo que suavizara la situación pero no encontré palabras. De modo que me senté, clavé los talones en el suelo y traté de interesarme por lo que hacía Alake.
Devon se sentó a mi lado. El mobiliario del barco era obra de los enanos. Me apené por el elfo, que parecía muy incómodo con las largas piernas, aprisionadas entre los pliegues del vestido de Sadia, sobresaliendo a ambos lados del pequeño taburete.
Alake no acababa nunca de disponer los objetos en el altar; cada vez que colocaba uno se detenía para rezar.
—¡Si todos los humanos dedican una oración a cada detalle, me parece que el Uno debe de hacer tiempo que duerme! —refunfuñé en voz baja; pero ella debió de oírme, porque frunció el entrecejo y me miró con reproche.
Decidí cambiar de tema. Eché un vistazo a Devon, que vestía las ropas de Sadia, y me acordé de algo que hacía tiempo que me rondaba por la cabeza.
—¿Cómo te las arreglaste para que Sadia te dejara venir en su lugar? —le pregunté al elfo.
Aquello fue otro error. La expresión alegre de Devon desapareció y lo oscureció una sombra de tristeza. Escondió el rostro.
Alake se abalanzó sobre mí y me pellizcó con fuerza.
—¡No se la recuerdes!
—¡Oh! ¡Ya está bien! —gruñí, a punto de perder la paciencia—. No puedo mencionarle a Alake sus pendientes. No puedo hablarle a Devon de Sadia, a pesar de que lleva sus vestidos y tiene un aspecto de loco fuera de lo común. Pues bien, por si lo habéis olvidado, también es mi funeral y Sadia era mi amiga. Actuamos como si esto fuera un crucero. Y no lo es. Y no es bueno guardar las palabras en el estómago. Envenenan la comida —resoplé—. No es de extrañar que no podamos tragar los alimentos.
Alake me miraba sobresaltada y en silencio. Devon tenía en la cara pálida el espectro de una sonrisa.
—Tienes razón, Grundle —admitió Devon al tiempo que miraba con tristeza la ajustada túnica con motivos floreados, decorada con lazos y cubierta de encajes. Los hombres de raza élfica son casi tan delgados como sus mujeres, pero suelen tener los hombros más anchos, y advertí que aquí y allá las costuras se descosían por la tirantez—. Realmente tenemos que hablar de Sadia. Yo quería hacerlo pero temía afligiros con recuerdos dolorosos.
—Te admiro por tu sacrificio y tu valentía, amigo mío. —Impulsivamente, Alake se arrodilló al lado del muchacho y tomó su mano entre las suyas—. No tengo a ningún hombre en más alta estima.
Era toda una alabanza, en boca de una humana. Devon se sintió halagado y complacido. Se ruborizó y sacudió la cabeza.
—Lo hice por mí —declaró con suavidad—. ¿Cómo podría vivir con la idea de que había muerto… y de un modo tan terrible? Mi fin será mucho más fácil sabiendo que ella está a salvo.
Me asombró que pensara que Sadia se sentiría mejor si él moría en su lugar. Pero al fin y al cabo es un hombre: elfo, humano o enano…, todos son iguales.
—¿Pero cómo la convenciste? —insistí. Conociendo a Sadia como la conocía, y después de ver la fuerza de su determinación, me costaba creer que hubiera cedido sin más.
—No la convencí —respondió, y se ruborizó más aún—. Si queréis saberlo, esto fue lo que la convenció. —Alzó un puño apretado con los nudillos amoratados.
—¡La golpeaste! —grité.
—¡Le pegaste! —exclamó Alake.
—Le rogué que me dejara ir en su lugar. Se negó. No había manera de hablar con ella, de modo que hice lo único que podía hacer para evitarlo: le di un puñetazo. ¿Qué otra cosa se podía intentar? Estaba desesperado. ¡Creedme, pegar a Sadia es la cosa más dura que he hecho en la vida!
Le creí. Un elmano sentía remordimientos durante días por el mero hecho de pisar una araña accidentalmente.
—En cuanto a mis joyas —dijo Alake, haciendo rodar el brazalete en su brazo—, éstas son mías, Grundle. Fueron un regalo de mi madre cuando nací. No fui capaz de dejarles otro mensaje a mi partida. Lo intenté pero era demasiado difícil expresar con palabras mis sentimientos. Cuando mi madre descubra que han desaparecido, lo comprenderá.
Volvió a su altar. Devon se estiró las mangas del vestido, que debían de cortarle la circulación. Yo me senté entre lágrimas. Por fin habían hablado, pero aquellas palabras fueron duras de escuchar, y no sirvieron de nada.
—Bravo por los proverbios enanos —murmuré a mis patillas.
—Ya estoy preparada —anunció Alake, y yo respiré con alivio.
Mi amiga me prohibió que tomara nota de los detalles de la ceremonia, cosa que, por otra parte, me habría resultado imposible porque no entendía nada. Todo cuanto sabía es que estaba relacionada con bacalao en salmuera (el manjar favorito de los delfines, siempre que podían conseguirlo), la música de una flauta y los cánticos de Alake, entre palabras extrañas y ruidos propios de un pez. (Los humanos hablan la lengua de los delfines. Supongo que los enanos también podríamos, pero ¿para qué, si los delfines conocen el enano perfectamente?)
En un momento dado, durante el fragmento de flauta, me dormí y, cuando Alake volvió a hablar con palabras y voz normales, me desperté con un sobresalto.
—Ya está hecho. Los delfines vendrán a nosotros.
Desde luego, lo harían si echábamos el bacalao al agua. Pero en una vasija de plata, allí encima del altar, me pareció de muy poca utilidad. Quizá se figuraba que los atraería el olor.
Como cabe imaginar, no creo demasiado en la magia humana o élfica, y es fácil adivinar mi sorpresa cuando oímos y notamos una sacudida en el casco del barco.
—Han venido —se alegró Alake, y corrió hacia la cámara de agua para darles la bienvenida; las cuentas del cabello entrechocaron y los pies desnudos (los humanos casi nunca llevan zapatos) se movieron deprisa por la cubierta.
Miré a Devon, que se encogía de hombros y levantaba las cejas. Él conocía un hechizo mágico para llamar a los delfines que no hacía ningún ruido. Me aseguró que, pese a ello, esos animales lo oían y lo hallaban agradable.
Ambos nos precipitamos tras Alake.
El barco consta de cuatro cubiertas, numeradas de inferior a superior. No era muy grande, comparado con los sumergibles, pero suficiente para la familia real, que lo utilizaba de vez en cuando en sus hundimientos hacia los otros reinos.
La cuarta cubierta es la más alta (si no se cuenta la exterior). Aquí se encuentra la cabina de observación y un poco más allá la sala del piloto, a la que ninguno de nosotros se atrevía a acercarse. De la cabina desciende una escalerilla a través de un hueco que se abre en las demás cubiertas. En el extremo de popa de la sala de observación hay una serie de ventanas que permiten avistar el mar o la tierra, según la posición en que se encuentre el barco. El sol marino, que proyecta sus rayos en el agua, filtra en la cabina una alegre luz verdeazulada. Fuera, se halla la cubierta exterior con una baranda que la rodea. Sólo un humano estaría tan loco como para subir allí cuando el barco está en marcha.
La bodega de provisiones está en la cubierta tres. Detrás se encuentra la sala común, donde se come, se bebe, se practica el tiro de hacha o simplemente se pasa el rato. Esta habitación tiene numerosas ventanitas a los lados. Pasada esta sala, están los camarotes de la familia real y la tripulación, el cuarto de las herramientas y la sala de impulsión, donde la magia de los cristales élficos propulsa el barco.
Las cubiertas dos y tres se utilizan principalmente como espacio de carga, además de alojar la cámara de agua —un elemento importante—. Si no eres un enano, probablemente te preguntarás qué es una cámara de agua. Como ya he mencionado, ningún enano sabe nadar (ni quiere aprender). Uno de mi raza que caiga en el mar seguramente se hundirá hasta la base de Chelestra, a menos que sea rescatado y se lo lleve a tierra firme. Por eso, todos los barcos se construyen con una cámara de agua, que se utiliza para salvar a cualquiera que caiga al mar.
Encontramos a Alake sentada cerca de la base, con la cara aplastada contra una portilla y mirando fijamente el agua. Al oírnos llegar, se dio la vuelta. Tenía los ojos abiertos de par en par.
—No son los delfines. Es un humano, por lo menos eso creo —añadió sin demasiada convicción.
—¿Lo es o no lo es? —inquirí—. ¿No lo sabes?
—Mira tú misma. —Alake parecía contrariada.
Devon y yo nos pegamos a la portilla, y él tuvo que inclinarse casi hasta la mitad de su altura para ponerse a mi nivel.
Con toda seguridad, aquello parecía un hombre humano. O quizá fuera más correcto decir que no parecía elfo ni enano. Era más alto que un enano, no tenía las orejas puntiagudas y los ojos eran redondos en lugar de almendrados. Pero su color no era el de un humano. Su piel tenía una tonalidad blanca como la masa del pan. Los labios eran de color azul y unas manchas de color púrpura le rodeaban los ojos que se hundían en la cabeza. Iba medio desnudo, cubierto sólo con unos pantalones ajustados y los restos de una camisa blanca hecha jirones. Se agarraba a una tabla y daba la impresión de estar en las últimas.
Al parecer, la sacudida la había provocado aquel hombre al chocar contra el casco. Nos vio a través de la portilla y observamos que hacía un débil intento de golpear el costado del barco. Estaba muy débil, y los brazos le colgaban inertes como si no tuviera energía para levantarlos. Se hallaba desplomado sobre el tablón, con las piernas hundidas en el agua.
—Sea lo que sea no va a durar mucho tiempo —comenté.
—Pobre hombre —murmuró Alake, y la compasión suavizó el brillo de sus ojos oscuros—. Tenemos que ayudarlo —dijo enérgicamente al tiempo que se dirigía hacia la escalera que lleva a la cubierta dos—. Lo subiremos a bordo y le daremos calor y comida. —Miró hacia atrás y vio que ninguno de los dos se movía—. ¡Vamos! Debe de pesar lo suyo. No podré arrastrarlo yo sola.
Humanos. Siempre dispuestos a actuar. Nunca se paran a pensar. Por fortuna, tenía una enana al lado.
—Espera, Alake. Para un momento. Piensa en qué estamos envueltos. Considera el destino que nos espera.
—Bueno, ¿qué hacemos? —Me miró con el entrecejo fruncido, enojada por mi oposición—. ¡Este hombre se está muriendo! No podemos dejarlo ahí.
—Sería lo mejor que podríamos hacer por él —respondió Devon con amabilidad.
—Si lo rescatamos ahora, tal vez sólo lo salvemos para conducirlo a un destino más terrible.
Me dolía tener que ser tan franca, pero a veces es la única manera de hacerles ver algo a los humanos. Alake comprendió por fin a lo que me refería y pareció que se encogía. Juraría que se hacía pequeña mientras la mirábamos. Se recostó contra la escalera y, con los ojos bajos, deslizó distraídamente la mano por los lisos peldaños de madera.
El barco tomaba velocidad. Pronto dejaríamos atrás al hombre. Él se había dado cuenta y, al límite de sus fuerzas, intentaba remar tras nosotros. La imagen era tan escalofriante que me volví. Pero debí imaginar que Alake no lo soportaría.
—El Uno lo envía —aseguró mientras ascendía por la escalera—. El Uno nos lo envía en respuesta a mis oraciones. ¡Tenemos que salvarlo!
—Invocaste a un delfín —puntualicé, enfadada. Alake no contestó, pero me miró con reproche.
—No blasfemes, Grundle. ¿Puedes manejar esto?
—Sí, pero necesitaré la ayuda de Devon —gruñí, y me dispuse a seguirla.
En realidad, podría haberlo hecho sola, pues soy más fuerte que el príncipe élfico, pero quería hablar con él. Le dije a Alake que vigilara al humano y conduje a Devon a la cubierta dos, la parte superior de la cámara de agua. Atisbé por una ventana el soleado interior y giré la manivela de la escotilla para cerciorarme de que estaba cerrada herméticamente. Devon vino a ayudarme.
—¿Qué ocurrirá si no lo envía el Uno? —susurré con urgencia en el oído del elfo—. ¿Qué pasará si lo mandan las serpientes dragón para espiarnos?
—¿Crees que eso es posible? —preguntó mientras trataba de ayudar pero sólo conseguía interponerse en mi camino. Parecía trastornado.
—¿Tú no? —repliqué, apartándolo de un empujón.
—Puede ser. Pero ¿qué querrán? Ya nos tienen. No podemos escapar aunque queramos.
—¿Por qué hacen todo esto? Lo único que sé es que no voy a confiar sin más en ese humano, si es eso lo que es. Y me parece que será mejor que vuelvas a ser Sadia.
Me giré para descender la escalera, y Devon me siguió tropezando con los faldones.
—Sí, tal vez estés en lo cierto. Pero ¿qué hay de Alake? Estará de acuerdo con nosotros. Tienes que decírselo.
—No, yo no. Creerá que es otra excusa para desembarazarme de él. Díselo tú. Te escuchará. Anda, ve. Yo me las arreglaré sola.
De nuevo estábamos en la cubierta uno. Devon fue a encontrarse con Alake y yo pude, por fin, continuar con mi trabajo sin que me molestaran. No escuché su conversación, pero advertí que en un primer momento no coincidía con nosotros, porque vi cómo sacudía la cabeza haciendo repicar con fuerza sus pendientes.
Pero Devon tenía mucha más paciencia con ella que yo, y poco a poco la fue convenciendo. Alake me miró y miró al hombre, con expresión pensativa y preocupada. Finalmente asintió, afligida.
Frente al bajo ventanal que daba a la cámara de agua, manipulé las palancas y las bajé con fuerza. Un panel ubicado en el casco se abrió. El agua espumosa borboteó y penetró en la cámara, al tiempo que arrastraba a numerosos peces indignados (que no eran delfines) y al humano.
Esperé a que el agua alcanzara el nivel adecuado y cerré el panel.
—¡Lo tengo! —grité.
Volvimos corriendo a la cubierta dos, la cima de la cámara. La abrí y escudriñé la profundidad. Si hubiera sido un enano, habría quedado en el fondo y habríamos tenido que usar las pinzas para sacarlo. Pero, como era un humano, nadó hasta la superficie y flotó, a una brazada de distancia respecto a nosotros.
—Alake y yo lo sacaremos, Devon —le dije con dulzura—. Tú ve a cubrirte con el velo.
Devon se marchó. Mi amiga se acercó para ayudarme, y entre las dos llevamos al hombre hacia el borde y lo alzamos hasta la cubierta. Cerré la compuerta y la sellé, abrí el panel superior para que pudieran salir los airados peces y puse en marcha las bombas. Después fui a ver a nuestra presa.
Cuando lo subimos a bordo y lo miramos de cerca, estuve a punto de cambiar de opinión. Si las serpientes dragón hubieran mandado un espía, habrían elegido algo mejor.
Tenía un aspecto lamentable, allí tirado en la cubierta, estremeciéndose de pies a cabeza, entre ataques de tos, convulsiones y vómitos acuosos; boqueaba como un pez fuera del agua. Era obvio que Alake nunca había visto nada igual. Por fortuna, yo sí.
—¿Qué le ocurre? —preguntó nerviosa.
—La temperatura de su cuerpo ha bajado mucho y se está reajustando para volver a respirar aire en lugar de agua.
—¿Cómo te lo explicas? ¿Qué podemos hacer por él?
—En ocasiones, los enanos caen al agua, de modo que sabría qué hacer si se tratara de un enano. Hacerlo entrar en calor por dentro y por fuera. Cubrirlo de mantas y hacerle beber todo el brandy que fuera capaz de tragar.
—¿Estás segura? —Alake dudaba—. Me refiero al brandy. «Borracho como un enano», se dice en Phondra. Pero ¿quién se supone que compra la mayor parte de nuestro licor?
—Hay que emborracharlo. ¿Por qué crees que boquea de esa manera? El cerebro le dice a su cuerpo que aún respira agua. Dale a su mente otra cosa en que pensar y el cuerpo volverá a respirar aire… para lo que está hecho —añadí con rudeza.
—Ya entiendo, Grundle. Tráeme una botella de brandy y mi bolsa de hierbas. Y si ves a Dev… Sadia dile que me traiga todas las mantas que encuentre.
Bueno, no parecíamos empezar con buen pie. Por suerte, el humano estaba ocupado luchando por su vida y no advirtió la equivocación de Alake. Me dirigí a la bodega para buscar el licor y en el camino de vuelta me tropecé con Devon. Subía con el velo puesto y un chal sobre los hombros que ocultaba los desgarrones de las costuras. Le expliqué las instrucciones de Alake, y volvió a su camarote para reunir las mantas.
Proseguí mi camino mientras reflexionaba sobre lo que Alake había dicho. Me extrañaba que aquel humano estuviera tan desacostumbrado al agua. Los phondranos pasan tanto tiempo en el Mar de la Bondad como en tierra y, en consecuencia, no sufren esa enfermedad que los enanos llamamos «envenenamiento por agua». Era evidente que no era de Phondra. Pero, entonces, ¿quién era y de dónde procedía?
Aquello superaba la comprensión de un enano.
Una vez en la bodega, cogí una de las botellas, la descorché y tomé un trago sólo para cerciorarme de que el brandy estaba bueno.
Lo estaba. Parpadeé.
Di uno o dos tragos más. Volví a taparla y corrí a llevársela a nuestro pasajero. Alake y Devon lo habían colocado en una silla enganchada a una cuerda que se podía subir y bajar por el hueco de la escalera, la cual se utilizaba para trasladar a los heridos y para uso de aquellos cuya corpulencia les impedía trepar por los peldaños. Llevamos al hombre a las habitaciones de la tripulación en la cubierta dos y lo instalamos en un pequeño camarote.
Por fortuna, podía caminar, aunque le temblaban las piernas como a un gatito recién nacido. Alake extendió un montón de mantas. Se dejó caer sin fuerzas sobre ellas y lo cubrimos con unas cuantas más. Todavía boqueaba y sufría mucho.
Le ofrecí la botella. Pareció entender, porque se movió hacia mí. Acercó los labios y bebió un sorbo. El ahogo se convirtió en tos, y por un momento temí que el remedio acabara con él, pero se recuperó. Tomó unos cuantos tragos más y después se echó otra vez sobre las mantas. Su respiración se normalizó. Nos miró a uno detrás de otro y sus ojos tomaron nota de todo cuanto veían, sin excluir nada.
De repente, se apartó las mantas. Alake reaccionó como una gallina a quien se le hubiera escapado el polluelo de debajo de las alas.
El humano hizo caso omiso de ella. Se miraba los brazos. Se los contempló largo rato, mientras se los frotaba frenético. Clavó la mirada en el dorso de las manos. Cerró los ojos con amarga desesperación y volvió a hundirse entre las mantas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alake en humano al tiempo que se arrodillaba junto a él—. ¿Estás herido? ¿Podemos ayudarte en algo?
Hizo el gesto de tocarle el brazo, pero él lo apartó y gruñó como un animal herido.
—No voy a hacerte daño —insistió—. Sólo quiero ayudarte. Continuó con los ojos fijos en ella y frunció el entrecejo con ira y frustración.
—Alake —dije con suavidad—. No te entiende. No comprende lo que le dices.
—Pero si hablo en humano…
—Dev… Sadia, inténtalo tú —rogué tartamudeando como Alake—. Quizá no sea humano, después de todo. El elfo se bajó el velo a la altura de la boca.
—¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas? —interrogó despacio y con claridad en el idioma musical de Elmas.
El extraño, con expresión de enojo, clavó los ojos en Devon. Su frustración se convirtió en furia. Se apoyó en un brazo y nos empezó a gritar. No lo entendíamos, pero no necesitábamos un traductor.
—¡Fuera! —aullaba con toda seguridad—. ¡Largaos y dejadme en paz!
Entre gruñidos, se desplomó sobre las mantas una vez más. Tenía los ojos cerrados y estaba empapado de sudor. Pero movía los labios, aunque no conseguía articular palabra.
—Pobre hombre —dijo Alake con dulzura—. Está perdido, enfermo, y tiene miedo.
—Es posible —repuse, aunque tenía mi propia opinión—, pero será mejor que hagamos lo que dice.
—¿Estará…, estará bien? —Alake no le quitaba los ojos de encima.
—Perfectamente —aseguré mientras trataba de arrancarla de la puerta—. Si nos quedamos, sólo conseguiremos ponerlo nervioso.
—Grundle tiene razón —añadió Devon—. Dejémoslo solo para que descanse.
—Creo que debería quedarme con él —insistió.
Devon y yo intercambiamos miradas de alarma. El salvaje desconocido aullaba y su hosca expresión nos dio miedo. Como si no tuviéramos ya suficientes problemas, nos las teníamos que ver con un humano loco.
—Shh —susurré—. Vas a despertarlo. Vamos a hablar al corredor.
Sacamos a Alake de la habitación a pesar de su resistencia.
—Uno de nosotros debería vigilarlo —me cuchicheó Devon al oído.
Asentí y entendí lo que quería decir. Uno de nosotros sin contar a Alake.
—Traeré mi manta… —dijo ésta. Seguía haciendo planes para pasar la noche cerca de él.
—No, no —la interrumpí—. Vete a la cama. Yo me sentaré a su lado. Tengo experiencia en esta enfermedad —agregué, cortando de cuajo sus protestas—. Seguramente, dormirá varias horas. Tienes que descansar para atenderlo cuando se levante por la mañana.
Se animó con la perspectiva pero todavía dudaba y miraba hacia la puerta que acababa de cerrar detrás de mí.
—No sé…
—Te llamaré si se efectúa algún cambio —le prometí—. No querrás que mañana te vea adormilada y con los ojos enrojecidos, ¿no?
Aquello la convenció. Nos dio las buenas noches, echó un último vistazo a su paciente y se alejó por el corredor con una sonrisa.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el elfo cuando Alake se hubo marchado.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —contesté irritada.
—Bueno, eres una chica. Sabes de esas cosas.
—¿Qué cosas? —pregunté aunque sabía muy bien a qué se refería.
—Está clarísimo. Él la atrae.
—¡Bah! Me acuerdo de aquella vez que rescató un lobo herido. Se lo llevó a casa y lo trató de la misma manera.
—Esto no es un cachorro de lobo —replicó Devon con seriedad—. Es un joven fuerte, atractivo y atlético, incluso para ser un humano. A Alake y a mí nos costó arrastrarlo por el pasillo.
Eso suponía otro problema. Si aquel hombre perdía los estribos y decidía hacer añicos el barco, nos veríamos en dificultades para detenerlo. Pero ¿qué había de las serpientes dragón? Era evidente que seguían al mando, porque el barco avanzaba por el agua. ¿Sabían que había un desconocido a bordo? ¿Les importaba?
—Vete a la cama —le dije a Devon, enojada, tras echar un trago de la botella—. No creo que saquemos nada en claro esta noche. Tal vez ocurra algo por la mañana.
Sucedió algo.
Entré en la habitación donde se encontraba el hombre y me instalé en un rincón oscuro, cerca de la puerta. Si se despertaba, podría levantarme y salir antes de que se diera cuenta.
Dormía intranquilo, agitado. Se revolvía entre las mantas y murmuraba en su lengua palabras que se me antojaban siniestras y afiladas, llenas de ira y odio. De vez en cuando gritaba y, en una ocasión, soltó un espantoso alarido y se quedó sentado y con la mirada fija en mí. Yo me levanté y estaba a punto de salir por la puerta, cuando comprendí que no me veía.
Se tumbó de nuevo y yo volví a mi sitio. Se aferraba a las mantas y repetía la misma palabra una y otra vez. Era algo parecido a «perro». Otras veces, gruñía y sacudía la cabeza mientras gritaba «¡señor!».
Finalmente, de puro agotamiento, se sumió en un profundo sueño.
Reconozco que para no perder el valor utilicé el brandy en abundancia. Ya no tenía miedo (para ser sincera apenas sentía nada). Al ver que dormía, decidí averiguar todo lo posible del hombre. Tal vez si investigaba en sus bolsillos, si es que tenía alguno…
Tras superar algunos problemas, logré ponerme en pie. (El barco se movía más de lo que yo recordaba). Me acerqué hasta él y me agaché. Lo que presencié me quitó la borrachera más deprisa que los polvos de raíz negra de mi madre.
No me acuerdo de lo que ocurrió después, excepto que salí corriendo como una loca por el corredor.
Alake, vestida con la camisa de dormir, estaba de pie en la puerta y me miraba aterrorizada. Devon salió disparado de su camarote como si se prendiera fuego. Se veía forzado a dormir embutido en su vestido, pues el pobre muchacho sólo se había traído a bordo el vestido de Sadia.
—Te hemos oído gritar. ¿Qué sucede? —preguntaron al unísono.
—El humano… —Tomé aire—. ¡Se ha vuelto azul!
—¡Está agonizando! —sollozó Alake, y salió corriendo en dirección a la habitación del desconocido.
Nosotros la seguimos, y en el último momento Devon se acordó de cubrirse la cabeza con el velo.
Supongo que lo despertaron mis alaridos. (Devon me contó más tarde que creyó que me perseguían todas las serpientes dragón de Chelestra). El humano estaba sentado en la cama y se miraba los brazos y las manos girándolos una y otra vez, como si no pudiera creer que fueran suyos.
No me extrañó. Si a mí me ocurriera algo así, también me quedaría atónita. ¿Cómo lo describiría? Sé que resulta increíble, pero juro por el Uno que el dorso de sus manos, sus brazos, su pecho desnudo y su cuello estaban cubiertos de una escritura azul.
Ya estábamos todos dentro del camarote cuando nos dimos cuenta de que estaba completamente consciente. Levantó la cabeza y nos miró. Retrocedimos asustados. Incluso Alake se asustó un poco. El rostro del desconocido era severo, grave.
Pero, como si notara nuestro pánico, se esforzó en sonreír para tranquilizarnos.
Recuerdo que pensé que la suya era una cara poco acostumbrada a sonreír.
—No tengas miedo. Me llamo Haplo —dijo dirigiéndose a Alake—. ¿Cómo te llamaron?
No pudimos contestar. Hablaba en phondrano. En un phondrano fluido y perfecto.
Y, a continuación, él…
Pero eso tendrá que esperar. Alake me llama. Es la hora de comer.
En realidad, tengo hambre.