Ahora mi malestar se ha apaciguado y mis presentimientos ya no son tan desastrosos, y aunque aún no soy capaz de pensar como antes en el futuro abstracto, vuelvo a pensar vagamente, a errar con el pensamiento puesto en lo que ha de venir o puede venir, a preguntarme sin demasiada concreción ni interés por lo que será de nosotros mañana mismo o dentro de cinco o cuarenta años, por lo que no prevemos. Sé, o creo, que lo que haya sucedido o suceda entre Luisa y yo no lo sabré tal vez hasta dentro de mucho tiempo, o quizá no me toque saberlo a mí sino a mis descendientes, si tenemos alguno, o a alguien desconocido y ajeno y que acaso tampoco se encuentre aún en el codiciado mundo, nacer depende de un movimiento, de un gesto, de una frase pronunciada en el otro extremo de ese mismo mundo. Preguntar y callar, todo es posible, callar como Juana Aguilera o preguntar y obligar como su hermana Teresa, o no hacer ni una cosa ni otra, como aquella primera mujer a la que he bautizado Gloria y que parece no haber existido o no haber existido mucho, sólo para su casamentera madre, una suegra, que ya habrá muerto desolada en Cuba, viuda y sin hija, se la tragó la serpiente, no hay en las lenguas que yo conozco palabra que oponer a «huérfano». Dejará de existir del todo muy pronto, en todo caso, cuando a Ranz le llegue la hora y Luisa y yo no seamos capaces de recordar más que lo que nos ha ocurrido y lo que hemos hecho, y no lo que nos han contado o ha sucedido a otros o han hecho otros (cuando nuestros corazones no sean tan blancos). A veces tengo la sensación de que nada de lo que sucede sucede, de que todo ocurrió y a la vez no ha ocurrido, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, y hasta la más monótona y rutinaria de las existencias se va anulando y negando a sí misma en su aparente repetición hasta que nada es nada ni nadie es nadie que fueran antes, y la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable. A veces tengo la sensación de que lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida y se nos va la vida en escoger y rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y pueda contarse, sea al instante o al cabo del tiempo, y así ser borrada o difuminada, la anulación de lo que vamos siendo y vamos haciendo. Volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. Jamás hay conjunto, o acaso es que nunca hubo nada. Sólo que también es verdad que a nada se le pasa el tiempo y todo está ahí, esperando a que se lo haga volver, como dijo Luisa.

Ahora estoy considerando nuevos trabajos, lo mismo que ella, parece que ambos nos hemos cansado de hacer esos viajes de ocho semanas o incluso menos, que fatigan mucho y nos enajenan un poco. No tendré problemas, sabiendo mis cuatro lenguas y algo de catalán, lo voy aprendiendo para quedar bien, una de las posibilidades me haría hablar a menudo por teléfono con Barcelona. Y hay mucha gente que cree que tengo importantes contactos en los organismos internacionales, y trato con altos cargos. No los voy a desengañar, aunque se equivocan. Sin embargo tampoco me gusta demasiado la idea de permanecer en Madrid todo el tiempo, entrando y saliendo con Luisa en vez de ir a verla o de recibirla, con unas habitaciones y un ascensor y un portal que pertenecen a ambos, con una almohada común (es un decir, siempre hay dos) por la que a veces nos vemos obligados a pelear en sueños y desde la cual, al igual que el enfermo, vamos acostumbrándonos a ver el mundo; sin que nuestros pies vacilen sobre el pavimento mojado, ni deliberen, ni cambien de idea, ni puedan arrepentirse ni elegir tampoco: ahora no hay duda de que a la salida del cine o después de la cena vamos al mismo sitio, en dirección única por las calles semivacías y siempre regadas, querámoslo o no esta noche, o quizá fue anoche cuando ella no lo quiso. Eso me pareció un momento, pero seguimos andando. Supongo, con todo, que al encaminar hacia ese mismo lugar nuestros pasos juntos (resonando a destiempo porque ya son cuatro los pies que caminan), pensamos el uno en el otro, principalmente, al menos así yo lo hago. Creo que, con todo, no nos cambiaríamos por nada en el codiciado mundo, aún no nos hemos exigido la mutua abolición o aniquilamiento, del que cada uno era y del que nos enamoramos, solamente hemos cambiado de estado, y eso no parece ser ahora tan grave ni incalculable; puedo decir hemos ido o vamos a comprar un piano o vamos a tener un hijo o tenemos un gato.

Hace unos días hablé con Berta, llamó, y cuando llama es que está un poco triste o demasiado sola. Ya no será fácil que pase temporadas en su casa si abandono del todo mi trabajo de intérprete, tendré que guardar durante mucho más tiempo los hechos y anécdotas que siempre pienso en contarle, dramáticos o divertidos, o escribirle cartas, rara vez lo hemos hecho.

Le pregunté por «Bill», tardó unos segundos en acordarse o identificarlo, le quedaba ya lejos, se había ido de Nueva York, creía, y aún no había vuelto, «Ahora que caigo», dijo, «puede que aparezca cualquier día de éstos.» Entendí que no había sabido más de él desde que lo vimos subirse a un taxi, yo desde la calle, ella desde su ventana. Pero es posible que reaparezca, no le falta razón, sí era Guillermo. Berta sigue con sus contactos a través de anuncios, aún no ha claudicado ni se ha dado de baja, me dijo que está interesada ahora en dos individuos que aún no ha conocido, «J de H» y «Truman» sus respectivas iniciales y sobrenombre. Se animó al hablar de ellos, sonaba cariñosa como lo son las mujeres cuando tienen una ilusión y esa ilusión no la provocamos nosotros ni nos atañe sino que se nos transmite tan sólo; pero mientras conversábamos me la imaginé en uno de esos momentos en que la media luna de su mejilla derecha, su cicatriz, se le oscurecía hasta ponerse azul o morada y hacerme creer que tenía una mancha. Quizá, pensé (y lo pensé para conjurarlo), llegaría un día en que claudicaría y se daría de baja y en que la media luna estaría de uno de esos dos colores permanentemente. Berta su nombre, «BSA» sus iniciales, tiznada siempre.

A Custardoy no he vuelto a verlo, sé que seguiré encontrándomelo de vez en cuando, casi siempre, supongo, a través de mi padre y cuando él ya no esté, hay presencias que nos acompañan intermitentemente desde la infancia y nunca se marchan.

Seguirá codiciando el mundo, seguirá desdoblándose y contando historias poco creíbles que habrá vivido. Pero prefiero no pensar en él, ya pienso a veces sin desearlo.

Todavía no he hablado con Ranz de lo que escuché aquella noche, hace poco en realidad, aunque esa noche se vaya alejando muy rápidamente en estos tiempos precipitados que sin embargo, como todos los demás tiempos, dan cabida siempre a lo mismo, una sola vida incompleta o quizá ya mediada, la de cada uno, mi propia vida, o la de Luisa. Es probable que nunca hablemos, Ranz tampoco debe saber si yo sé, ni siquiera le habrá preguntado a Luisa si por fin me ha contado, siempre hay alguien que no sabe algo o no quiere saberlo, y así nos eternizamos. Por lo que veo, el trato entre ellos sigue siendo el de antes o muy parecido, como si esa noche no hubiera existido o no contara. Es mejor así, se tienen mucha estima y a ella le gusta escucharlo. Lo único nuevo es que ahora lo veo más viejo y menos irónico, casi un viejo, lo que nunca ha sido. Anda con algo más de titubeo, sus ojos resultan menos móviles y centelleantes, menos fervorosos cuando me miran o miran, halagan menos a quien tienen delante; su boca de mujer tan semejante a la mía se le está desdibujando por las arrugas; sus cejas no tienen fuerza para enarcarse tanto; a veces mete los brazos en las mangas de la gabardina, estoy seguro de que el próximo invierno los meterá ya siempre en las del abrigo. Nos vemos a menudo, ahora que sé que voy a estar en Madrid más quieto y me estoy tomando unas vacaciones. Salimos a almorzar muchos días con o sin Luisa, a La Trainera, a La Ancha, a La Dorada y a Alkalde, también a Nicolás, Rugantino, Fortuny y El Café y La Fonda, le gusta variar de restaurante. Sigue contándome historias ya conocidas o desconocidas, de sus años activos, de sus años de viajes y en el Museo del Prado, de sus relaciones con millonarios y directores de bancos que ya lo han olvidado, demasiado viejo para resultarles útil o divertido o poder volar para visitarlos, los hombres muy ricos quieren recibir y no se desplazan a ver a un amigo. He pensado en lo que Ranz contó a Luisa y yo escuché a escondidas, fumando sentado a los pies de mi cama. Aunque lo olvidaré, aún no lo olvido, y cuando ahora miro el retrato pequeño de mi imposible tía Teresa que Ranz conserva en su casa, lo miro con más atención de la que le presté jamás, durante mi infancia y mi adolescencia. Quizá lo miro como se miran las fotografías de los que ya no nos ven ni vemos, por enfado o ausencia o agotamiento, los retratos que acaban por usurpar sus facciones que se difuminan, las fotografías siempre quietas en un solo día que nadie recuerda cuándo se hicieron; como miraban mi abuela y mi madre a veces con ojos inmóviles o sonrisa boba tras interrumpir sus risas, con la vista perdida, los ojos secos y sin pestañeos, como de alguien recién despertado y que aún no comprende, así debió mirar Gloria en el último instante, de ella no hay retrato, si pudo volver el rostro; seguramente sin reflexionar, sin recordar siquiera, sintiendo pena o retrospectivo miedo, la pena y el miedo no son fugaces, mirando caras que se vio crecer pero no envejecer, caras con volumen que se hicieron planas, caras en movimiento que nos acostumbramos de pronto a ver en reposo, no a ellas sino a su imagen que las sustituye, como me preparo yo a mirar a mi padre, como se acostumbrará un día Luisa a mirar mi retrato cuando ya no tenga por delante ni siquiera su media vida y la mía esté acabada. Aunque nadie sepa el orden de los muertos ni el de los vivos, a quiénes les tocará primero la pena o primero el miedo. Poco importa, todo es pasado y no ha sucedido y además no se sabe. Lo que oí aquella noche de labios de Ranz no me pareció venial ni me pareció ingenuo ni me provocó sonrisas, pero sí me pareció pasado. Todo lo es, hasta lo que está ocurriendo.

No creo que nunca vuelva a saber de Miriam, a menos que ella logre que la saquen de Cuba o esa nueva Cuba, para la que hay tantos planes, sea próspera en breve, y la casualidad ayude. Creo que la reconocería en cualquier parte, aunque ya no vistiera con su blusa amarilla de escote redondeado ni su falda estrecha ni sus altos tacones que se clavaban, ni llevara su enorme bolso colgado del brazo y no echado al hombro, como es hoy la costumbre, su irrenunciable bolso que la desequilibraba. La reconocería aunque caminara con garbo ahora y sus talones no sobresalieran de sus zapatos y no hiciera gestos que significaran «Tú ven acá» o «Eres mío» o «Yo te mato».

Encontrarme a Guillermo algún día no sería difícil, en Madrid, por desgracia, todo el mundo se conoce más pronto o más tarde, hasta los que vienen de fuera y se quedan. Pero a él no podría reconocerlo, nunca le vi la cara, y una voz y unos brazos no son suficientes para reconocer a nadie. Alguna noche, antes de dormirme, se me ocurre pensar en los tres, en Miriam y en él y en su mujer enferma, Miriam muy lejos y ellos dos quién sabe si en mi misma ciudad, o en mi misma calle, o en nuestra casa. Es casi imposible no ponerle rostro a alguien cuya voz se oyó, y por eso a veces le pongo el de «Bill», que llevaba bigote y es el más probable porque quizá es el suyo, a él también puedo encontrármelo en esta ciudad tan móvil; en otras ocasiones lo imagino como al actor Sean Connery, un héroe de mi niñez que a menudo lleva bigote en el cine, qué gran interprete; pero también se mezcla la cara obscena y huesuda de Custardoy, que se deja y se quita el bigote alternativamente, o la del propio Ranz, que lo lucía en su juventud, sin duda cuando vivió en La Habana y más tarde, cuando se casó por fin con Teresa Aguilera y se fue con ella en su viaje de novios; o también la mía, mi cara que no lleva bigote ni lo ha llevado, pero puede que un día me lo deje crecer, cuando sea más viejo y a fin de evitar parecerme a mi padre como es ahora, como es ahora y yo lo recordaré principalmente.

Muchas noches noto el pecho de Luisa rozando mi espalda en la cama, los dos despiertos o los dos en sueños, ella tiende a acercarse. Estará ahí siempre, es lo previsto y esa es la idea, aunque faltan tantos años para cumplir ese siempre que pienso a veces si no puede cambiar todo a lo largo del tiempo y a lo largo del futuro abstracto, que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo, y eso ahora me parece una desgracia. Quisiera en estos momentos que nada cambiara nunca, pero no puedo descartar que dentro de un tiempo alguien, una mujer a la que aún no conozco, llegue a verme una tarde furiosa conmigo, o bien aliviada por al fin encontrarme, y sin embargo no me diga nada y nos miremos tan sólo, o nos abracemos de pie callados, o nos lleguemos hasta la cama para desnudarnos, o tal vez ella se limite a descalzarse, mostrándome sus pies que habría lavado tan a conciencia antes de salir de casa porque yo podría verlos o acariciarlos y ahora estarían cansados y doloridos de haberme esperado tanto (la planta de uno manchada por el pavimento). Puede que esa mujer vaya al cuarto de baño y se encierre en él durante unos minutos sin decir nada, para mirarse y recomponerse e intentar borrar de su rostro las expresiones acumuladas de ira y fatiga y decepción y alivio, preguntándose qué otra sería la más adecuada y beneficiosa para encararse por fin con el hombre que la ha hecho esperar durante demasiado tiempo y que ahora aguarda a que salga, encararse conmigo. Quizá por eso me haría esperar ella a mí mucho más de la cuenta, la puerta cerrada del cuarto de baño, o acaso no fuera esa su intención, sino llorar a escondidas y amortiguadamente sobre la tapa del retrete o sobre el borde del baño con las lentillas quitadas si las llevaba, secándose y ocultándose a sus propios ojos con una toalla hasta lograr calmarse, lavarse la cara, pintarse y estar en condiciones de salir de nuevo disimulando. Tampoco puedo descartar que esa mujer sea un día Luisa y yo no el hombre ese día, y que ese hombre le exija una muerte y le diga: «O él o yo», y que «él» sea yo entonces.

Pero en ese caso me contentaría con que ella saliera al menos del cuarto de baño, en vez de quedar tirada en el suelo frío con el pecho y el corazón tan blancos, y la falda arrugada y también las mejillas mojadas por la mezcla de lágrimas y sudor y agua, ya que el chorro del grifo habría estado rebotando contra la loza acaso y habrían caído gotas sobre el cuerpo caído, gotas como la gota de lluvia que va cayendo desde el alero tras la tormenta, siempre en el mismo punto cuya tierra o cuya piel o carne va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero o tal vez conducto, no como gota del grifo que desaparece por el sumidero sin dejar en la loza ninguna huella ni como gota de sangre que en seguida es cortada con lo que haya a mano, un paño o una venda o una toalla o a veces agua, o a mano sólo la propia mano del que pierde la sangre si está aún consciente y no se ha herido a sí mismo, la mano que va a su estómago o a su pecho o espalda a tapar el agujero. Quien se ha herido a sí mismo, en cambio, no tiene mano, y necesita de otro que lo respalde. Yo la respaldo. Luisa tararea a veces en el cuarto de baño, mientras yo la miro arreglarse apoyado en el quicio de una puerta que no es la de nuestro dormitorio, como un niño perezoso o enfermo que mira el mundo desde su almohada o sin cruzar el umbral, y desde allí escucho ese canto femenino entre dientes que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido, ese tarareo insignificante sin voluntad ni destinatario que se oye y se aprende y ya no se olvida. Ese canto pese a todo emitido y que no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina.

Octubre de 1991