Si ahora me acuerdo de todo esto es porque lo que sucedió después, muy poco después y en Nueva York todavía, se pareció en un aspecto (pero creo que sólo en uno, o fueron dos, o tres) a lo que ocurrió aún más tarde (pero poco más tarde), cuando ya había regresado a Madrid con Luisa y volví a tener con más fuerza y tal vez más motivo los presentimientos de desastre que me acompañaron desde la ceremonia de boda y que aún no se han disipado (no enteramente al menos, y quizá no se vayan nunca). O puede que se tratara de un tercer malestar, uno distinto de los dos que había probado durante el viaje de novios (sobre todo en La Habana) y aun antes, una nueva sensación desagradable que sin embargo, como la segunda, es posible que fuera inventada o imaginada o hallada, la respuesta necesaria pero insuficiente a la aterradora pregunta del malestar inicial, «¿Y ahora qué?», una pregunta que se contesta una vez y otra y no obstante reaparece siempre, o se restituye a sí misma o está siempre ahí, incólume tras cada respuesta, como el cuento de la buena pipa que a todos los niños les ha sido contado para su desesperación y que a mí me contaba mi abuela habanera las tardes en que mi madre me dejaba con ella, tardes transcurridas entre canciones y juegos y cuentos y miradas involuntarias a los retratos de los que habían muerto, o en las que ella miraba transcurrir el transcurrido tiempo.
«¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?», decía con bondadosa malicia mi abuela. «Sí», respondía yo como todos los niños. «No te digo ni que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa», seguía mi abuela riendo. «No», cambiaba yo de respuesta como todos los niños. «No te digo ni que no ni que sí, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa», reía cada vez más mi abuela, y así hasta la desesperación y el cansancio aprovechando que al niño desesperado no se le ocurre nunca dar la contestación que desharía el ensalmo, «Quiero que me cuentes el cuento de la buena pipa», la mera repetición como salvación, o la enunciación que al niño no se le ocurre porque todavía vive en el sí y en el no, y no se fatiga con un quizá o un tal vez. Pero esta otra pregunta de entonces y ahora es peor, y repetirla no sirve de nada, como no sirvió, o no la contestó, o no la anuló que yo se la devolviera a mi padre en el Casino de Alcalá 15 cuando él me la hizo en voz alta, los dos en un cuarto a solas después de mi boda. «Eso digo yo» había dicho yo. «Y ahora qué.» La única forma de zafarse de esa pregunta no es repetirla, sino que no exista y no hacérsela ni permitir que nadie se la haga a uno. Pero eso es imposible, y tal vez por eso, para contestársela, hay que inventarse problemas y sufrir aprensiones y tener sospechas y pensar en el futuro abstracto, pensar con tan enfermo cerebro o tan enfermizamente con el cerebro, «so brainsickly of things» como le dijeron que no hiciera a Macbeth, ver lo que no hay para que haya algo, temer a la enfermedad o a la muerte, al abandono o a la traición, y crearse amenazas, aunque sea por persona interpuesta, aunque sea analógicamente o simbólicamente, y quizá sea esto lo que nos lleva a leer novelas y crónicas y a ver películas, la búsqueda de la analogía, del símbolo, la búsqueda del reconocimiento, no del conocimiento. Contar deforma, contar los hechos deforma los hechos y los tergiversa y casi los niega, todo lo que se cuenta pasa a ser irreal y aproximativo aunque sea verídico, la verdad no depende de que las cosas fueran o sucedieran, sino de que permanezcan ocultas y se desconozcan y no se cuenten, en cuanto se relatan o se manifiestan o muestran, aunque sea en lo que más real parece, en la televisión o el periódico, en lo que se llama la realidad o la vida o la vida real incluso, pasan a formar parte de la analogía y el símbolo, y ya no son hechos, sino que se convierten en reconocimiento. La verdad nunca resplandece, como dice la fórmula, porque la única verdad es la que no se conoce ni se transmite, la que no se traduce a palabras ni a imágenes, el encubierta y no averiguada, y quizá por eso se cuenta tanto o se cuenta todo, para que nunca haya ocurrido nada, una vez que se cuenta.
Lo que sucedió a mi regreso no sé bien qué fue, o mejor dicho, no sé ni sabré tal vez hasta dentro de muchos años lo que había ocurrido durante mi ausencia. Sólo sé que una noche de lluvia, estando en casa con Luisa, cuando había transcurrido una semana desde mi vuelta de Nueva York, tras ocho de trabajo y de acompañar a Berta, me levanté de la cama y abandoné la almohada y fui a la nevera. Hacía frío o me lo dio la nevera, pasé por el cuarto de baño y me puse una bata (estuve tentado de utilizar el albornoz como bata, pero no lo hice), y a continuación, mientras Luisa pasaba a su vez por el cuarto de baño para lavarse, yo me entretuve un momento en la habitación en la que trabajo y miré unos textos de pie, con la coca-cola en la mano y ya con sueño. Caía la lluvia como cae tantas veces en la despejada Madrid, uniforme y cansinamente y sin viento que la sobresalte, como si supiera que va a durar días y no tuviera furia ni prisa. Miré hacia fuera, hacia los árboles y hacia los haces de luz de las farolas curvadas que iluminan la lluvia cayendo y la hacen parecer plateada, y entonces vi una figura en la misma esquina en que se pusieron más tarde el organillero viejo y la gitana con platillo y trenza, esa misma esquina que sólo se ve parcialmente desde mi ventana, una figura de hombre que, a diferencia de ellos, entraba enteramente en mi campo visual porque se protegía del agua, o no tanto, bajo el alero del edificio que no me priva de luz y tenemos enfrente, a cuyo muro estaba arrimado, alejado de la calzada, sería difícil que lo atropellara un coche, y apenas había tráfico. También se protegía con un sombrero, lo cual es raro de ver en Madrid aunque un poco menos en días de lluvia, se lo ponen algunos señores mayores, como Ranz, mi padre. Aquella figura (eso se ve al instante) no era la de un señor mayor, sino la de un hombre aún joven y alto y erguido. El ala de su sombrero y la oscuridad y la distancia no me permitían ver su cara, quiero decir distinguir sus facciones (veía la mancha blanca de todo rostro en tinieblas, el suyo quedaba lejos del haz de luz más cercano), porque justamente lo que me hizo detenerme a mirarlo fue que tenía la cabeza alzada y miraba hacia arriba, miraba exactamente —o eso creí— hacia nuestras ventanas, o mejor dicho hacia la que ahora quedaba a mi izquierda y era la de nuestro dormitorio. El hombre, desde su posición, no podía ver nada del interior de ese cuarto, lo único que podía ver —y quizá miraba— era si había o no luz en él, o tal vez —pensé— la sombra de nuestras figuras, la de Luisa o la mía, si nos acercábamos lo bastante o lo hubiéramos hecho, no lo recordaba. Podía estar esperando una señal, con las luces que se encienden y apagan, como con los ojos, se han hecho señas desde tiempos inmemoriales, abrir y cerrar los ojos y agitar antorchas en la distancia. La verdad es que lo reconocí en seguida pese a no verle los rasgos, las figuras de la niñez resultan inconfundibles en todo lugar y tiempo al primer vistazo, aunque hayan cambiado o crecido o envejecido desde entonces.
Pero tardé unos segundos en reconocérmelo, en reconocerme que bajo el alero y la lluvia reconocía a Custardoy el joven mirando hacia nuestra ventana más íntima, esperando, escrutando, igual que un enamorado, como Miriam un poco o como yo mismo unos días antes, Miriam y yo en otras ciudades más allá del océano, Custardoy aquí, en la esquina de mi casa. Yo no había aguardado como un enamorado, pero sí quizá a que terminara lo mismo a cuyo fin esperaba Custardoy acaso, a que Luisa y yo apagáramos la luz definitivamente para podernos imaginar dormidos y dándonos la espalda, no de frente y tal vez abrazándonos despiertos. «Qué hace ahí Custardoy», pensé, «es una casualidad, la lluvia lo ha sorprendido cuando pasaba por nuestra calle y se está resguardando bajo el alero del edificio de enfrente, no se atreve a llamar ni a subir, es tarde, pero no puede ser, está ahí apostado, debe de llevar ya rato, eso parece por su actitud y por cómo tiene levantado el cuello de la chaqueta, que se cierra sujetándolo con sus manos huesudas mientras eleva los ojos separados y negros y enormes sin apenas pestañas hacia nuestra alcoba, qué mira, qué busca, qué quiere, por qué está mirando, sé que ha venido a veces con Ranz durante mi ausencia, a visitar a Luisa durante mi ausencia, lo ha traído mi padre, lo que se llama pasar por casa, la visita del suegro y un amigo suyo y nominalmente mío, debe de haberse enamorado de Luisa, pero él no se enamora, no sé si ella estará al tanto de esto, qué raro en una noche de lluvia, cuando yo ya he vuelto, mojándose en la calle como un perro.» Estos fueron mis primeros y rápidos y desordenados pensamientos. Oí cómo Luisa salía del cuarto de baño y volvía a nuestro dormitorio. Me llamó desde allí por mi nombre y me dijo (una pared por medio pero ambas puertas abiertas que dan al pasillo): «¿No vienes a dormir? Venga, se nos ha hecho muy tarde». Su voz sonaba tan natural y animada como durante todos aquellos días desde mi regreso, ya una semana, como había sonado unos minutos antes mientras me decía cosas más bien amorosas sobre la común y compartida almohada. Y en vez de decirle lo que estaba pasando, lo que estaba viendo, lo que estaba pensando, me abstuve, como también me abstenía de salir a la terraza y llamar a Custardoy por su nombre y preguntarle sin más: «¡Eh! Pero ¿tú qué haces ahí?», la misma pregunta que sin conocerme me había hecho Miriam con naturalidad desde la explanada, como se dirige uno a un conocido con el que hay confianza. Y contesté con disimulo (el disimulo de la sospecha, aunque yo aún no lo sabía): «Apaga la luz ya si quieres, yo aún no tengo sueño, voy a revisar un trabajo un rato». «Bueno, pero no tardes mucho», dijo ella, y vi que apagaba la luz, lo vi en el pasillo. Yo cerré con cuidado mi puerta y acto seguido apagué mi luz, la pequeña lámpara que había encendido en la habitación en la que trabajo para mirar los textos, y entonces supe que todas nuestras ventanas habían quedado a oscuras. Volví a mirar por la mía, Custardoy hijo miraba todavía hacia arriba, el rostro alzado, la mancha blanca vuelta hacia el cielo oscuro, a pesar del alero la lluvia se la golpeaba, gotas sobre las mejillas quizá mezcladas con sudor no con lágrimas, la gota de lluvia que va cayendo desde el alero siempre en el mismo punto cuya tierra va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero y tal vez conducto, agujero y conducto como el de Berta que había visto y grabado y el de Luisa en el que había permanecido, tan sólo unos minutos antes. «Ahora se marchará», pensé, «al ver las luces apagadas se irá, como yo abandoné mi espera cuando vi apagadas las de la casa de Berta hace no muchos días». Entonces sí era una señal convenida, también yo estuve aguardando un rato en la calle, como Custardoy ahora, como Miriam hace más tiempo, sólo que en el caso de Miriam ella no sabía que desde arriba la observaban dos caras o manchas blancas y cuatro ojos, los de Guillermo y los míos, y en este caso Luisa no sabe que la espían dos ojos desde la calle sin verla, y Custardoy ignora que los míos lo están vigilando desde el cielo oscuro, desde lo alto, mientras cae la lluvia que parece de mercurio o plata bajo las farolas. En cambio los dos sabíamos, Berta y yo en Nueva York, dónde estábamos cada uno, o podíamos suponerlo. «Ahora se irá», pensé, «tiene que irse para que yo pueda volver a mi alcoba con Luisa y me desentienda de su presencia, no podría conciliar el sueño ni respaldar a Luisa dormida sabiendo que Custardoy sigue abajo. Yo le he visto mirar tantas veces por la ventana de mi habitación durante mi infancia, como yo miro ahora, aspirar al exterior y codiciar el mundo al que ya pertenece y del que lo separaban un balcón y unos cristales, dándome la espalda con su nuca rapada e intimidándome en mi propio cuarto, era un niño temible y es un hombre temible, es un hombre que sabe desde el primer momento quién quiere ser abordado y con qué propósito, en un local o en una fiesta o incluso en la calle y también sin duda en una casa a la que fue de visita, o vino, o quizá es él quien hace surgir la disposición y el propósito, en Luisa no los había antes de mi partida, al revés que en Berta, en quien sí los había ya antes de mi llegada y durante mi estancia y aún los habrá después de mi marcha, estoy seguro. ¿Seguirá viendo a Bill, cuyo nombre es Guillermo, lo habrá vuelto a ver? O puede que Guillermo haya regresado ya a España como yo tras sus proyectados dos meses, de los tres era Berta la única que se quedaba, tengo que llamarla, yo me he ido pero quedé involucrado y asimilado, el plural se hace inevitable y acaba apareciendo por todas partes, qué nos quiere Custardoy ahora, qué nos busca.»
Yo no había querido ni buscado nada mientras había esperado fuera de la casa de Berta, había sido algo imprevisto, con lo que no contábamos. Era el séptimo fin de semana de mis proyectados ocho, el siguiente al que ya he relatado y en el que filmé una película de escasos minutos, y en los días anteriores a aquel penúltimo había fluido el correo, nuestro vídeo se había mandado el lunes (sin que Berta sacara copia) y había hecho su efecto, o a «Bill» le había parecido lo bastante atractivo para merecer los riesgos. Había contestado sólo con una nota, sin disculparse por no corresponder con nada semejante y sin mostrar aún su cara ni en mísera foto, pero proponiendo un encuentro para el inminente sábado, su sobre no nos llegó hasta el viernes, era seguro que no hasta ese día ya que Berta pasó por su apartado de Old Chelsea Station todas las tardes de aquella semana, después del trabajo. La nota de «Bill» seguía estando en inglés, como siempre, pero era inequívocamente español hacer así la cita, de una tarde para la siguiente noche. «Yo te reconoceré», decía, en el Oak Bar del Hotel Plaza, un lugar de citas previas al teatro o la cena o incluso la ópera, sin saber que ella sabía que también era el sitio donde él se alojaba, esto es, donde tenía su almohada. Para esa noche Berta tenía apalabrada una cena con su compañera Julia y otra gente desde hacía semanas, yo también iba a asistir a ella, decidió que era mejor no avisar de su ausencia para que no le insistieran o quisieran pasarse a verla si decía que se encontraba enferma, y fui yo quien, una vez en el restaurante del puerto, hube de disculparla alegando insoportable migraña y sintiéndome intruso al presentarme yo solo, apenas si conocía a aquellas personas.
Antes de salir, mientras me afeitaba y me preparaba, Berta se acicalaba (quizá por asimilación) para encontrarse por fin con «Bill» y con «Jack» y «Nick», y nos disputábamos calladamente el espejo del cuarto de baño, el cuarto de baño mismo. Ella estaba impaciente y ya olía a Trussardi. «¿Aún no has acabado?», me dijo de pronto al ver que todavía me apuraba la barba. «No sabía que salías ya», contesté, «me podía haber afeitado en mi cuarto.» «No, no saldré hasta dentro de una hora», fue su seca respuesta, y sin embargo ya estaba vestida con mucho estudio y sólo le faltaba pintarse, cosa que, según yo sabía, hacía muy rápidamente (calzarse lo hacía aún más rápido, tendría los pies muy limpios). Pero todavía no me había puesto la corbata cuando ella volvió a entrar en el cuarto de baño vestida de otra forma distinta y no menos estudiada. «Ah, qué guapa estás.» «Estoy horrenda», respondió ella, «no sé qué ponerme, qué te parece.» «Quizá estabas mejor antes, aunque así estás también muy guapa.» «¿Antes? Pero si no me he vestido hasta ahora», dijo, «lo que llevaba antes era para estar este rato en casa, no para salir de noche.» «Ah, te quedaba bien», respondí yo mientras lavaba una lentilla con la corbata suelta alrededor del cuello. Salió y al cabo de unos minutos apareció con otro atuendo, más provocativo si esta palabra tiene algún sentido, supongo que sí lo tiene puesto que no es raro emplearla para describir las prendas de las mujeres y existe en todas las lenguas que yo conozco, las lenguas no suelen equivocarse juntas. Se miró en el espejo a distancia para verse lo más completa posible (no lo había de cuerpo entero en la casa, yo me hice a un lado e interrumpí el nudo de mi corbata); flexionó una pierna y con la mano se alisó la falda un poco corta y muy estrecha, como si temiera algún imaginario pliegue que le afeara el culo, o tal vez se ajustó la braga insumisa a través de la tela que la cubría. Se preocupaba por su aspecto vestida, «Bill» ya la había visto desnuda, aunque en pantalla.
—¿No te da un poco de miedo? —le dije.
—¿A qué te refieres?
—Un desconocido, nunca se sabe. No quiero resultar cenizo, pero, como tú dijiste, en el mundo hay muchos tipos con los que no se puede ni cruzar la calle.
—La mayoría de esos tipos trabajan en arenas visibles: los vemos a diario en Naciones Unidas y el mundo entero cruza la calle con ellos. Además, me da lo mismo. Ya estoy acostumbrada, si tuviera miedo no conocería a nadie. Siempre se puede echar uno atrás, y mala suerte si vienen mal dadas. Bueno, no siempre, a veces es demasiado tarde.
Se observaba una y otra vez, de frente, de un lado, del otro y de espaldas, pero no me preguntaba si seguía estando mejor antes o bien ahora, yo ya no quería intervenir sin que me lo pidiera. Me lo pidió.
—Estoy fatal, no sé si he engordado —dijo.
—No te empeñes, estás muy bien, hace unos días creías que estabas demasiado flaca —le dije yo, y añadí para distraerla de sus miradas y consideraciones desconsideradas para consigo misma—: ¿Adónde crees que te llevará? Humedeció en el grifo un diminuto cepillo y se peinó las cejas hacia arriba para darles realce.
—Teniendo en cuenta que no se anda por las ramas y que me ha citado ya en el hotel, supongo que querrá llevarme derecha a la habitación. Pero no tengo la menor intención de quedarme sin cenar esta noche.
—Puede que haya organizado la cena arriba, como en las películas de seductores.
—Si es así va listo. Recuerda que yo todavía no le he visto la cara. A lo mejor ni me siento a tomar una copa, después de vérsela. —Berta se daba ánimos, estaba insegura, quería pensar momentáneamente que las cosas podían no ser como iban a ser, que aún tendría que ser convencida, es decir, seducida. —Sabía cómo iban a ser porque en gran medida dependían de ella, estaba seducida desde mucho antes de que le escribiera «Nick», por la disposición y el propósito, que son lo que más convence y lo que más seduce. Por eso añadió en seguida, como si ante mí no quisiera engañarse más que un instante—: Ah, y no te preocupes si no regreso, quizá no vuelva a dormir. Yo salí del cuarto de baño y acabé de anudarme la corbata en mí habitación, con la ayuda de un espejo de mano. Estaba ya casi listo para salir, mi cita que había sido la suya era más temprana que la suya final que no era mía. Me puse la chaqueta y con la gabardina ya al brazo me acerqué de nuevo a la puerta del cuarto de baño para despedirme, ahora sin atreverme a cruzar el umbral, como si una vez arreglado ya no tuviera derecho a hacerlo pese al olvido de las reglas sociales entre nosotros, entre dos amigos que se habían abrazado despiertos quince años antes.
—¿Puedes hacerme un favor? —le pregunté de pronto con la cabeza asomada (de pronto porque aún no había decidido preguntárselo, estaba aún pensándomelo cuando ya lo dije).
Ella no dejó de mirarse (se buscaba o creaba imperfecciones ahora con unas pinzas ante el espejo, todo suyo). Dijo:
—Dime.
Volví a pensármelo y volví a hablar antes de haberme resuelto a hacerlo (como cuando traduzco y a veces me anticipo un poco a las palabras del traducido porque adivino ya lo que sigue), mientras todavía pensaba: «Si se lo pido querrá explicaciones».
—¿Te importaría sacarle a lo largo de la conversación el nombre de Miriam, a ver cómo reacciona, y luego me lo cuentas?
Berta tiró con fuerza del pelo de una ceja que había condenado y tenía ya entre las pinzas. Ahora sí me miró.
—¿El nombre de Miriam? ¿Por qué? ¿Qué sabes? ¿Es su mujer?
—No, no sé nada, es sólo una prueba, una idea.
—A ver a ver —dijo ella, y movió varias veces el dedo índice de la mano izquierda como atrayéndome hacia sí, o como diciendo: «Desembucha», o «Explica», o «Cuenta». Fue un revoloteo.
—De verdad no sé nada, no es nada, sólo una sospecha, una figuración mía, y además ahora no hay tiempo, tengo que llegar puntual para advertirles de tu ausencia, ya te lo contaré mañana. Si te acuerdas y puedes, saca ese nombre en la conversación, no importa cómo, di que habías anulado una cena con una amiga que se llama así, cualquier cosa, es sólo el nombre. Pero no le insistas.
A Berta le interesaba lo desconocido, a todo el mundo le interesa hacer pruebas y volver con noticias, aunque no sepa con qué propósito.
—Está bien —dijo—, procuraré hacerlo. ¿Puedes hacerme tú un favor a mí?
—Dime —dije.
Ella habló sin pensárselo, o bien lo había estado pensando antes y ya se había resuelto.
—¿Tienes preservativos que puedas dejarme? —dijo rápidamente y con la boca pequeña mientras ya no me miraba (se estaba pintando los labios con un pincel mínimo y con mucho cuidado).
—Debo tener alguno en el neceser —contesté con tanta naturalidad como si me hubiera pedido unas pinzas, tenía aún las suyas sobre el lavabo; pero era una naturalidad tan fingida que no pude evitar añadir—: Creía que deseabas que alguna de tus citas no los llevara algún día. Berta se echó a reír y dijo:
—Sí, pero no quiero correr el riesgo de que sea Arena Visible quien no los lleve.
En su risa había verdadera alegría, como la había en el canturreo que todavía alcancé a oír (estaría peinándose ante el espejo, ya sola, sin mi presencia apoyada en el quicio de un puerta que no era la de mi dormitorio) mientras me encaminaba hacia la salida, la risa y el canturreo de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, ese canto insignificante y sin destinatario y que nadie juzga, y que ahora no era el preludio del sueño ni la expresión del cansancio sino la sonrisa boba o expresión y preludio de lo deseado o de lo adivinado, o de lo ya sabido.
Pero sucedió algo imprevisto que, pensándolo luego, no era en modo alguno imprevisible. Yo regresé de mi cena hacia las doce, y, como siempre hago antes de acostarme cuando estoy solo, puse la televisión y me dediqué brevemente a recorrer canales para saber lo ocurrido en el mundo durante mi ausencia. Estaba aún en ello cuando volvió a abrirse la puerta de la calle que yo había cerrado sin cerrojo minutos antes y apareció Berta. No guardó la llave en el bolso, la conservó en la mano. Cojeaba menos que nunca, o disimulaba más, no cojeaba. Tenía la gabardina abierta, me fijé en que no llevaba el último vestido que le había visto en el cuarto de baño, quién sabía cuántas veces más se habría cambiado después de mi marcha. Era otro vestido provocativo y bonito y ella llevaba la prisa dibujada en el rostro (o era susto, o era apuro o era la noche, cara de noche).
—Menos mal que aún no te has acostado —dijo.
—Acabo de llegar. ¿Qué pasa?
—Bill está abajo. No quiere que vayamos a su hotel, bueno, ni siquiera me ha dicho que esté en un hotel. Lo que no quiere es que vayamos donde él se aloja, quiere venir aquí. Le he dicho que estaba un amigo pasando unos días, y ha dicho que no quiere testigos, bueno, eso es normal, ¿no? ¿Qué podemos hacer?
Había tenido la delicadeza de utilizar el plural también ahora, aunque cabía que ese plural no me incluyera ya a mí, sino a «Bill» que esperaba abajo, tal vez a los tres unidos.
—Lo que hacíamos de estudiantes, supongo —dije yo levantándome y recordando otro plural sólo nuestro, el que había habido en el pasado—. Me voy a dar una vuelta.
No lo dudó, lo esperaba. No protestó, lo estaba pidiendo.
—Será poco rato —dijo—, una hora, hora y media, no sé. En Cuarta Avenida, un poco más abajo, hay un sitio de comida rápida abierto las veinticuatro horas, lo verás, es enorme. Bueno, no es tarde, habrá muchos sitios abiertos todavía. ¿No te importa?
—No, claro que no. Cuenta con todo el tiempo que quieras, ¿mejor tres horas?
—No, no será tanto. Podemos hacer una cosa. Dejaré encendida la luz de esta habitación, se ve desde la calle. Cuando él se vaya la apagaré. Desde abajo podrás ver si la casa está a oscuras y entonces ya puedes subir, ¿de acuerdo?
—Bien —dije—. ¿Y si quiere quedarse a dormir?
—No, eso seguro que no. Llévate algo para leer. —Esto lo dijo como una madre.
—Compraré el periódico de mañana. ¿Dónde esta él? —pregunté—. Recuerda que me vio, si ahora me ve salir y me reconoce, mala cosa.
Berta se acercó a la ventana y yo me acerqué tras ella. Miró a izquierda y derecha y divisó a «Bill», a la derecha. «Ahí está», dijo señalando con el dedo índice. Mi pecho rozaba su espalda, su espalda respiraba agitada, con prisa o apuro o susto o era nocturna. La noche estaba rojiza y nublada, pero no parecía que fuera nunca a llover. Vi la figura de «Bill», vuelta, bastante alejada de nuestro portal, esperando, alejada también del único haz de luz que entraba en nuestro campo visual (Berta vive en una calle de casas bajas en un tercer piso, no en una avenida de rascacielos).
—No te preocupes —dijo—, bajo yo contigo para avisarle. Él es el primer interesado en que no lo vea nadie. Tú vete para la izquierda al salir y ya está, él no se dará la vuelta hasta que yo le avise. ¿Seguro que no te importa? —Y Berta me acarició la mejilla, cariñosa conmigo como lo son las mujeres cuando tienen una ilusión, aunque les vaya a durar un instante o su duración ya esté acabando. Salí y deambulé un rato. Me metí en varias tiendas, aún abiertas, todo está siempre abierto en esa ciudad, Berta había pensado de pronto como una española, quizá porque la esperaba uno y hablaba con otro. En un colmado de coreanos que nunca cerraba compré el New York Times del domingo, el más gigantesco de la semana, leche para la casa, se había acabado. Entré en una tienda de discos y compré un disco, la banda sonora original de una película antigua, no la había en compacto, sólo en disco negro descatalogado. Era sábado, las calles estaban llenas de gente, vi a los toxicómanos y a los delincuentes futuros a distancia. Entré en una librería nocturna y compré un libro japonés por el título, House of the Sleeping Beauties se llamaba en inglés, el título no me gustaba pero lo compré por él. Me estaba llenando de pequeños paquetes, lo metí todo en una bolsa de plástico, la del disco, la más grande, tiré las demás, las de papel crudo de los colmados no tienen asas, son incómodas y ocupan enteramente las manos, o mejor, las llenan, como se llenan las manos de un hombre en su noche de bodas y también las de la mujer, que en estos tiempos viene a ser lo mismo que la primera vez, tan olvidable si no hay segunda, incluso si no hay tercera ni cuarta ni quinta, aunque uno sabe. Estábamos en la noche de bodas de «Bill» y Berta, esa noche tenía lugar mientras yo deambulaba haciendo tiempo por la ciudad, matar el tiempo se llama a eso. Vi el sitio de comida rápida que me había mencionado Berta, en realidad me había ido dirigiendo hacia allí sin pensarlo, por su mención. No entré todavía, había que reservarlo para más tarde porque a diferencia de otros permanecía abierto las veinticuatro horas, podía necesitarlo, leí el cartel. El cielo ya no se veía en las avenidas, demasiada luz y demasiados ángulos, yo sabía que estaba rojo y nublado, no llovería. Seguí caminando sin alejarme mucho y fue pasando el tiempo, el tiempo tan perceptible cuando se lo está matando, cada segundo parece que adquiera individualidad y solidez, como si fueran guijarros que uno va dejando deslizarse desde la mano al suelo, reloj de arena, el tiempo se hace rugoso y quebrado, como si ya fuera pretérito o hubiera pasado, se mira transcurrir el transcurrido tiempo, no sería así para Berta ni para Guillermo, estaba todo resuelto desde la primera carta, todo acordado, y el último trámite se habría cumplido durante la cena, dónde habrían ido, hablar un poco sin prestar atención y con impaciencia, simular que se adquieren méritos en una conversación, una anécdota, observar la boca, servir el vino, ser educado, encender cigarrillos, reír, la risa es a veces el preludio del beso y la expresión del deseo, su transmisión, sin que se sepa por qué, la risa desaparece luego durante el beso y el cumplimiento, casi nunca hay risa mientras la gente se abraza despierta sobre la almohada y las bocas ya no se observan (la boca está llena y es la abundancia), se tiende a la seriedad por risueños que sean los prolegómenos y las interrupciones, la demora, la espera, la prolongación y las pausas, un respiro, la risa se corta, a veces también las voces, se callan las voces articuladas, o hablan con vocativos o interjectivamente, no hay nada que traducir.
Hacia las dos y media por fin me entró un poco de hambre, mi cena ya estaba lejana, volví hacia el sitio de veinticuatro horas y pedí un sándwich, una cerveza, desplegué el New York Times gigantesco, leí las páginas de internacional y deportes, empezaba a hacerse difícil hacer tanto tiempo, no quería regresar antes de transcurridas las tres horas que le había ofrecido a Berta. Aunque quién sabía, quizá «Bill» ya se hubiera marchado, tal vez hubiera terminado la seriedad y también las risas, cuando todo está acordado la ejecución a veces es breve y no se dilata, los hombres son impacientes y quieren irse, de pronto les molesta la cama deshecha y la visión de las sábanas y las manchas, el resto, el rastro, el cuerpo imperfecto en el que ahora se fijan y no quieren fijarse (antes lo abrazaban sólo, ahora les resulta desconocido), tantas veces se ha representado en pintura y en cine a la mujer abandonada en el lecho, jamás al hombre o sólo si ha muerto como Holofernes, la mujer un despojo, quizá Berta estuviera ya sola y esperara mi vuelta o ansiara mi vuelta, mi mano amiga sobre su hombro, no sentirse desconocida ni tampoco despojo. Pagué y salí, y aún lentamente fui volviendo hacia la calle y hacia la casa, había ya menos gente, no se trasnocha tanto como en Madrid, aquí es un delirio la noche del viernes y la del sábado, por aquella ciudad empezaban a verse tan sólo taxis. Eran las tres y veinte cuando me encontré en el punto en que «Bill» había esperado a que yo desalojara el apartamento, bastante lejos del portal, bastante del haz de luz único, ahora, desde la acera, veía otros a cierta distancia, en las calles economiza el ayuntamiento lo que derrocha en las avenidas. Desde allí no se veía la luz del salón, demasiado en escorzo, di unos pasos, un tercer piso, me acerqué para ganar una posición más frontal y vi la luz encendida, todavía encendida, «Bill» no se había marchado, seguía allí, no consideraba aún a Berta una desconocida. Y entonces ya no me moví, sino que decidí seguir esperando en la calle, era demasiado tarde para buscar un hotel, debía habérseme ocurrido antes, me daba pereza volver al sitio de comida rápida, ya no quedaban tantos otros abiertos, no tenía más hambre, un poco de sed, no quería deambular ya más, estaba cansado de caminar y de notar el tiempo. Me acordé del actor Jack Lemmon en aquella película de los años sesenta, nunca podía entrar en su apartamento, me quedé junto al farol, pegado al farol como un borracho de chiste, en el suelo mi bolsa de plástico abultada por el cartón de leche y en la mano el periódico para leerlo a la luz del haz. Pero no leía, aguardaba como lo había hecho Miriam, sólo que a mí no me preocupaba el deterioro de mi aspecto durante la espera y sabía cuál era la situación exacta, es decir, por qué se me hacía esperar, no estaba furioso con nadie, esperaba una señal tan sólo. Miraba con frecuencia hacia la ventana, como miraba Custardoy ahora hacia la de mi dormitorio, estaba velando la falsa noche de bodas de «Bill» y Berta, como aquella suegra cubana de la canción y el cuento había velado la de su hija con el extranjero que a la mañana siguiente se convirtió en serpiente (o fue durante la noche, la noche de bodas, pidió auxilio la hija que no fue escuchada, el yerno engañó y convenció a la suegra llamándola así, «mi suegra») y dejó un rastro de sangre sobre las sábanas, o era acaso la sangre de la desposada virgen, la carne cambia o la piel que se abre o algo se rasga, Berta no dejaría la suya esta noche. Ranz había conocido tres noches de bodas, tres verdaderas, en ellas algo se rasga a veces, antiguamente. La luz seguía encendida tal vez durante demasiado tiempo, quince minutos para las cuatro, hablar, repetir, proseguir, no más risas, o «Bill» habría decidido quedarse a pasar la noche, no era probable, ya no se oía ni el murmullo del tráfico por las avenidas, de pronto temí por Berta, no te da un poco de miedo, le había dicho, mala suerte si vienen mal dadas, había contestado ella, la gente muere, parece imposible pero la gente muere como había muerto mi tía Teresa y la primera mujer de mi padre, quienquiera que fuese, seguía sin saber nada de ella, seguramente no quería, Luisa sí en cambio, Luisa estaba intrigada, quién sabía si Luisa no estaba en peligro tan lejos, más allá del océano como la mujer de Guillermo enferma que lo ignoraba, mientras yo temía de pronto por Berta que estaba muy cerca, más allá de la ventana de su salón encendido, una señal, la luz de mi alcoba estaba apagada como yo la había dejado, la de la suya no podía saberse, no daba a la calle, y era allí donde estaría ella con «Bill» y su voz de sierra, la voz inarticulada ahora, como yo había estado con Luisa unos minutos antes de ir a la nevera (las voces interjectivas) y mirar luego por la ventana de la habitación en la que trabajo, hacia fuera, hacia la esquina de mi casa nueva en la que tanta gente se para, un organillero y una mujer con trenza, un tipo que vende y vocea rosas y también Custardoy con su cara obscena vuelta hacia lo alto y mojada, no bajé aquella noche a darle un billete para que se marchara, no molestaba ni hacia ruido, no podía comprarlo, no hacía nada, sólo miraba hacia arriba bajo la lluvia con su sombrero puesto, hacia nuestro dormitorio cuyo interior no podía ver por la altura, sólo la luz acaso que ya no estaba encendida, Luisa la había apagado mientras yo le mentía y observaba el exterior sin codiciar el mundo, mi mundo es mi compartida almohada desde que me casé y tal vez también antes, habría estado alguien en ese mundo o almohada durante mi ausencia, alguien que sabría hacer surgir la disposición y el propósito.
Me aterró el pensamiento y no quise pensarlo, el secreto que no se transmite no hace daño a nadie, cuando tengas secretos o si ya los tienes no se los cuentes, me había dicho mi padre después de decirme y ahora qué, ahora qué; los de ella no lo serían si tú los supieras, había dicho, pero no había en Luisa ningún cambio hacia mí, o sí lo había, no debía temer, ya no estaba más allá del océano sino cerca, en el otro cuarto, yo estaría en seguida a su lado, respaldándola, en cuanto Custardoy se fuera. No le había contado apenas a Luisa, nada de «Bill» ni Guillermo, nada del albornoz y el triángulo de pecho velludo, nada del vídeo ni de la voz de sierra, nada de la pierna ni de la espera aquella noche de sábado, todo aquello no era en sí mismo un secreto o podía no haberlo sido, pero quizá ya lo era por haberlo callado durante una semana desde mi regreso, el secreto no tiene carácter propio, lo determinan la ocultación y el silencio, o la cautela, o también el olvido, no comentar ni contar porque escuchar es lo más peligroso y no es evitable, y es sólo entonces cuando suceden las cosas, cuando no se relatan, contarlas es espantarlas y ahuyentar los hechos, las parejas se cuentan todo lo de los otros, no lo propio a menos que crean que les pertenece a ambos: y entonces la lengua al oído, «I have done the deed», y en esa mera enunciación está ya la alteración o negación de ese hecho o hazaña. «He hecho el hecho», se atrevió a decir Macbeth, lo dijo al instante de haberlo hecho, quién se atrevería a tanto, no tanto a hacerlo cuanto a decirlo, la vida o los venideros años no dependen de lo que se hace, sino de lo que se sabe de uno, de lo que se sabe que ha hecho y de lo que no se sabe porque no hubo testigos y se ha callado. Quizá hay que aceptar el engaño, que es parte de la verdad como la verdad del engaño, nuestro pensamiento es oscilante y ambiguo y no tolera que no haya recelos, para él habrá siempre zonas de sombra y siempre piensa con tan enfermo cerebro.
Temía por Berta, ya cuatro horas, de pronto temí que la hubieran matado, la gente muere, la gente que conocemos muere aunque parezca imposible, nadie más que ella sabía que había que apagar una luz como señal convenida, no tenía por qué hacerlo el asesino cuando se fuera, la luz debía apagarse precisamente después de su marcha, para advertirme de ella y decirme «Sube», la oscuridad significaba «Sube», quizá la nuestra significaría algo para Custardoy, lo vería, mi mensaje era «Vete». Cogí mi bolsa del suelo y empecé a cruzar lentamente la calle para subir sin esperar ya más, eran cuatro pasos y por allí no había pasado ningún coche desde hacía mucho, las cuatro y veinte, demasiadas horas para unos extraños. Estaba en medio de la calle, cruzando, cuando apareció un taxi que venía despacio, como si el taxi fuera buscando el cercano numero de su destino. Desanduve mis cuatro o dos pasos y regresé a la acera, el taxista llegó a mi altura y me miró con desconfianza (los mendigos y los toxicómanos portan a menudo bolsas de plástico, los borrachos, en cambio, de papel crudo sin asas); al verme mejor o ver mi actitud serena me hizo un gesto interrogativo con la cabeza y me preguntó por el número de la casa de Berta, apenas si se le entendía, sería griego o libanés o ruso como casi todos los taxistas de esa ciudad, todo el mundo conduce. «Es ése», le dije señalando hacia el portal cuyo número no se veía en la noche nublada de un farol aislado, y en seguida me aparté, me alejé del haz de luz como si tuviera repentina prisa por proseguir mi camino, aquél era el taxi que «Bill» habría pedido por teléfono para volver al Plaza, tal vez ya se iba y se apagaría la luz, si Berta seguía viva, un despojo o no, demasiadas horas. Me quedé a cierta distancia, aún más lejos del punto en el que «Arena Visible» había esperado para subir sin testigos, oí el claxon con un sonido breve y seco, significaba «Oiga», o «Aquí me tiene» o «Baje». Inmediatamente después se abrió la puerta y vi salir a los pantalones patrióticos, a la gabardina que en la noche era de un azul pavonado, el cielo seguía rojo, tal vez se iba agravando. Oí la puerta del taxi al cerrarse y el motor en marcha, pasó junto a mí con velocidad creciente, yo le daba la espalda. Volví luego sobre mis pasos hasta el farol, y la luz del salón estaba ahora apagada, Berta se acordaba de mí y estaba viva, las nuestras también apagadas, yo acababa de oscurecer la habitación en la que trabajo, Luisa la de la alcoba, justo antes, habían pasado solamente unos segundos. Seguía lloviendo mercurio o plata bajo los haces, nuestra noche era anaranjada y verdosa como lo son tantas veces las de Madrid mojado. Custardoy miró aún hacia arriba con su mancha blanca y obscena. «Vete», le dije yo con mi enfermizo cerebro. Entonces se llevó una mano al sombrero, y sujetándose con la otra el levantado cuello de la chaqueta, abandonó el alero y dobló la esquina y desapareció de mi vista, mojándose como un enamorado, o como un perro.