EL LABERINTO
Xar había encontrado la ciudad de Abri gracias al fuego del faro. Encendida en lo alto de la montaña, por encima de las nieblas y del humo, por encima del resplandor de la magia que protegía la ciudad, la baliza brillaba intensamente y Xar se había encaminado directamente hacia ella.
Había conducido su nave hasta las ruinas del Vórtice; viajar en una nave con runas sartán tenía sus ventajas, aunque el viaje había resultado incómodo para el patryn. No le había dado tiempo a reconstruir los signos mágicos del exterior de la nave antes de abandonar Pryan y había evitado modificar los del interior, consciente de que quizá necesitaría toda su fuerza para afrontar lo que se le presentara en el Laberinto.
Aunque no se dejaba impresionar con facilidad, Xar se había asombrado ante el número de fuerzas enemigas que atacaba la ciudad. Había llegado al inicio de la batalla y había presenciado ésta desde un lugar seguro, en lo alto de las montañas, cerca del faro. Xar se había calentado a su lumbre mientras contemplaba el ataque de los ejércitos del caos contra su pueblo.
No lo sorprendió ver a las serpientes dragón. El Señor del Nexo había aceptado por fin que Sang-drax lo traicionaba.
La Séptima Puerta. Todo guardaba relación con la Séptima Puerta.
—Sabéis que, si la encuentro, os dominaré —dijo a las serpientes dragón, cuyos cuerpos grises, cubiertos de baba, lanzaban el asalto contra las murallas de la ciudad—. El día que Kleitus me habló de la Séptima Puerta… ese día empezasteis a temerme. En ese momento os convertisteis en mi enemigo.
A Xar no le importaba que Haplo le hubiera advertido de la traición de las serpientes dragón desde el primer momento. En aquel instante, lo único que le importaba al Señor del Nexo era la Séptima Puerta. Ésta se agigantaba en su cabeza, borrando de ella todo lo demás.
Lo que debía hacer era localizar a Haplo entre los miles de patryn que resistían al enemigo, lo cual no le resultaría demasiado difícil. Conociendo a los hombres y a las mujeres como los conocía, estaba bastante seguro de que allí donde encontrara a Marit —y eso sería sencillo, dado el vínculo que había entre los dos— estaría Haplo. Su única preocupación era que pudiera intervenir aquel entrometido sartán, Alfred.
La batalla se prolongó largo tiempo. Los patryn se defendían bien, y Xar experimentó un sentimiento de orgullo en el pecho. Aquél era su pueblo. Y, una vez que encontrase la Séptima Puerta, él lo conduciría a la gloria. Sin embargo, no tardó en impacientarse. El tiempo que desperdiciara allí sería tiempo perdido para la búsqueda de la puerta de marras. Colocó la mano en el signo mágico y estaba a punto de llamar a Marit, dispuesto a bajar a buscar personalmente a Haplo, cuando vio que se abría la puerta de la ciudad y salía un puñado de héroes para expulsar a las serpientes dragón.
Y, naturalmente —Xar no tuvo que molestarse siquiera en mirar—, entre ellos estaba Haplo. La última batalla de éste con Sang-drax había terminado en empate; ambos habían infligido y recibido heridas que no curarían más. Haplo no desperdiciaría la ocasión de acabar con su enemigo, pese a que las posibilidades estaban en su contra.
—Claro que no —comentó Xar, observando el duelo con interés y aprobación—. Eres mi hijo.
El Señor del Nexo esperó hasta que la batalla hubo terminado y Sang-drax quedó destruido; entonces, invocó la magia rúnica para elevarse del suelo y transportarse hasta el ensangrentado campo de batalla.
La primera reacción de Marit al ver a Xar fue de inmenso alivio. Allí estaba el padre fuerte que, una vez más, defendería, protegería y socorrería a sus hijos.
—¡Mi Señor, has venido a ayudarnos!
Haplo intentó incorporar el cuerpo hasta quedar sentado, pero estaba muy débil y dolorido. La sangre le empapaba la delantera de la camisa e incluso manchaba el chaleco de cuero que llevaba encima de ella. Notó crujir los bordes astillados de los huesos fracturados; el menor movimiento era una tortura insoportable.
Marit lo ayudó prestándole su fuerza y su apoyo. Cuando levantó la vista, encontró los oscuros ojos de Xar fijos en ella, pero la mujer estaba demasiado aturdida por la batalla y demasiado regocijada por su presencia como para advertir la sombra que Xar extendía sobre ellos.
—Mi Señor… —Haplo habló con un hilo de voz. Xar tuvo que hincar la rodilla junto a él para entender lo que decía—. Aquí podemos defendernos. La mayor amenaza, el mayor peligro, está en la Última Puerta. Las serpientes dragón se proponen cerrarla. Nos… —un acceso de tos le impidió continuar.
—… nos dejarán atrapados para siempre en esta prisión, mi Señor —tomó la palabra Marit con tono urgente—. Su maldad aumentará; de eso se encargarán las serpientes dragón. El Laberinto se convertirá en una cámara de muerte, sin esperanza, pues no habrá modo de escapar.
—Tú eres el único que puede alcanzar la Última Puerta a tiempo —dijo Haplo, pronunciando cada palabra con un esfuerzo visiblemente doloroso—. Eres el único que puede detenerlas.
Tras esto, se derrumbó en brazos de Marit. El rostro de ésta, tan cercano al suyo, dejó de manifiesto la inquietud y la preocupación que le inspiraba. Ninguno de los tres prestó atención a la batalla que se desencadenaba en torno a ellos; la magia de Xar los tenía encerrados en un capullo de seguridad y silencio, los protegía de la muerte y del azar de la guerra.
La mirada de Xar se perdió en la distancia hasta que, sin moverse de donde estaba, alcanzó a ver la Última Puerta (lo cual entraba dentro del reino de las posibilidades y, por tanto, de sus poderes mágicos). Sus facciones se pusieron tensas y serias, arrugó el entrecejo y entrecerró los ojos con rabia. Marit intuyó que estaba viendo la terrible batalla que se libraba allí entre las serpientes y la gente del Nexo, que abandonaba sus pacíficos hogares para defender la única vía de escape que tenían sus hermanos atrapados en el Laberinto.
¿Estaba teniendo lugar ya el combate, o Xar estaba viendo el futuro?
La mirada del Señor del Nexo volvió allí, y sus ojos eran ahora duros, fríos y calculadores.
—La Última Puerta caerá, pero yo la abriré de nuevo. Cuando haya encontrado la Séptima Puerta, me tomaré cumplida venganza.
—¿A qué te refieres, mi Señor? —Marit lo miró sin comprender—. No te preocupes por nosotros, mi Señor. Aquí nos las arreglaremos. Tú debes salvar a nuestro pueblo.
—Eso tengo intención de hacer, esposa —replicó Xar con tono seco.
Marit se encogió.
Haplo escuchó la palabra y notó el escalofrío que recorría aquellos brazos cuyo contacto era tan reconfortante, tan grato. Abrió los ojos y la miró. El rostro de la mujer estaba manchado de sangre; sangre de ambos, de la serpiente… Sus cabellos despeinados dejaban ahora a la vista la marca de su frente, los signos entrelazados de ella y de Xar.
—Déjamelo a mí, esposa —ordenó Xar.
Marit dijo que no con la cabeza y se agachó sobre Haplo con gesto protector. Xar extendió un brazo y posó la mano en su hombro. Con un grito, la mujer cayó al suelo, completamente inerte y con su magia rúnica desorganizada.
Xar se volvió a Haplo.
—No te resistas a mí, hijo mío. Déjate ir. Libérate del dolor y de la desesperación, de la agonía de esta vida.
El Señor del Nexo deslizó los brazos debajo del magullado cuerpo de Haplo, éste hizo un débil intento de desasirse, y el perro se apresuró a intervenir, lanzando frenéticos ladridos a Xar.
—Sé que no puedo hacer daño al animal —dijo éste con la misma frialdad—. Pero puede pagarlo ella.
Marit se retorció, impotente, y sacudió la cabeza. El signo de su frente resplandeció como una brasa encendida.
—¡Perro, basta! —susurró Haplo entre unos labios cenicientos.
El perro emitió un gañido de incomprensión pero, enseñado a obedecer, se retiró. Xar levantó en brazos a Haplo con la misma ternura y facilidad que si atendiera a un chiquillo herido.
—Levántate, esposa —dijo a Marit—. Cuando me haya ido, tendrás que defenderte.
La magia que la tenía paralizada la dejó en libertad. Débil, Marit se levantó y se acercó un paso a Xar y, sobre todo, a Haplo.
—¿Adonde lo llevas, mi Señor? —Preguntó, y la esperanza libró una última batalla en su corazón—. ¿Al Nexo? ¿A la Última Puerta?
—No, esposa. —La voz de Xar era fría—. Regreso a Abarrach. —Con visible satisfacción, contempló a Haplo y añadió—: Regreso a la nigromancia.
—¿Cómo puedes permitir que suceda esta desgracia a tu pueblo? —exclamó ella, colérica.
Xar respondió con una llamarada en los ojos: —Los patryn han sufrido toda su vida. ¿Qué importa un par de días más? Cuando vuelva triunfante, cuando la Séptima Puerta quede abierta, todos los sufrimientos habrán terminado.
«¡Será demasiado tarde!» Marit tenía las palabras en la punta de la lengua, pero miró a los ojos a Xar y no se atrevió a pronunciarlas. Tomó una mano de Haplo y la apretó contra su runa del corazón.
—Te quiero— le susurró.
Él abrió los ojos. Sin voz, sólo con el movimiento de los labios manchados con su propia sangre, le transmitió un mensaje:
—¡Busca a Alfred! Alfred puede… detenerlas…
—Sí, busca al sartán —intervino Xar con una risotada—. Estoy seguro de que estará más que contento de defender la prisión que su propia raza construyó.
El Señor del Nexo pronunció las runas, y se formó en el aire un signo mágico. La runa llameante alcanzó a Marit y le cruzó la frente como un látigo.
El dolor la atravesó como si la hubiera herido de una cuchillada. La sangre le resbaló sobre los ojos impidiéndole la visión. Jadeante, mareada del dolor y de la conmoción, cayó de rodillas.
—¡Xar! ¡Mi Señor! —exclamó a voz en grito mientras se limpiaba la sangre de los ojos.
Xar no hizo caso. Con Haplo en sus brazos, el Señor del Nexo atravesó tranquilamente el campo de batalla. Un escudo de magia los envolvía y los protegía.
Trotando tras ellos, solitario e inadvertido, iba el perro.
Marit se incorporó como impulsada por un resorte con la idea desesperada de detenerlos, de atacar a Xar por la espalda y rescatar a Haplo pero, en aquel preciso instante, un torbellino de siglas empezó a girar en torno a ellos —en torno a los tres, incluido el perro— y todos desaparecieron.