ABRI EL LABERINTO
Bajo la luz cenicienta del amanecer, a los patryn les dio la impresión de que se había aliado contra ellos hasta el último de sus enemigos del Laberinto.
Hasta el momento en que se habían asomado desde la muralla y habían contemplado con asombro lo que tenían delante, algunos habían dudado de los avisos, incrédulos ante la llamada de alarma. Muchos habían considerado exagerados los temores del dirigente. De vez en cuando había habido algún intruso en la ciudad, pero nunca habían causado mucho daño. Alguna manada de lobunos podía llevar a cabo un ataque. A veces era quizás una legión de aquellos caodines tan difíciles de matar.[40] ¿Cómo podían juntarse fuerzas tan numerosas como anunciaba el dirigente, sin que los vigías se percataran de ello? El bosque y las tierras que lo rodeaban no habían resultado más peligrosas de lo normal.
Pero ahora la tierra bullía de muerte.
Lobunos, caodines, hombres tigres, snogs y multitud de otros monstruos, creados y criados por la magia maléfica del Laberinto, se amontonaban a lo largo de la orilla del río presa de un nervioso frenesí, hasta formar lo que parecía otro Río de la Rabia.
El bosque ocultaba las fuerzas enemigas congregadas en su seno, pero los patryn observaron cómo se mecían las copas de los árboles, agitadas por el movimiento de los ejércitos. Una gran polvareda se levantaba allí donde los árboles gigantes eran abatidos para servir de puentes y de arietes o para ser transformados en escalas con las que asaltar las murallas.
Y más allá del bosque, en las praderas dispuestas para la siembra, creció una cosecha espantosa. Brotando en la noche como las malas hierbas que prosperan con la oscuridad, las filas de enemigos se extendían hasta el horizonte.
Y a la cabeza de aquellos ejércitos había unas criaturas nunca vistas hasta entonces en el Laberinto: unas serpientes enormes de escamas grises, carentes de alas y de patas, que avanzaban reptando. Aquellas criaturas rezumaban una baba que emponzoñaba la tierra, el agua, el aire: cualquier cosa que tocara. Su olor repulsivo, a materia descompuesta, era una película aceitosa en el aire. Los patryn pudieron percibirlo en la lengua y en la garganta, notaron cómo les cubría los brazos y las manos y cómo oscurecía su visión.
Los ojos encendidos de las serpientes despedían un intenso resplandor rojo sediento de sangre, y sus bocas desdentadas se abrían de par en par para engullir el terror y el miedo que inspiraba su presencia, para alimentarse con ellos y hacerse cada vez más grandes, más fuertes, más poderosas.
Una de las serpientes tenía un único ojo y con él escrutaba las almenas de la muralla de la ciudad con malévola fijeza, como si buscara a alguien en particular.
Llegó el amanecer, la luminosidad grisácea que surgía de una fuente nunca vista y que sólo servía para iluminar levemente, sin proporcionar el menor calor o alivio. Pero, aquel día, el tono ceniciento de la mañana iba acompañado de un halo azul, de una aureola roja. La magia rúnica de los patryn no había brillado nunca con tal intensidad, reaccionando con toda su potencia a las poderosas fuerzas dispuestas contra ella.
Los signos mágicos refulgían en la muralla de protección con un brillo tan cegador que muchos de los que esperaban la señal del ataque en la orilla del río tuvieron que protegerse los ojos. El cuerpo de los propios patryn brillaba como si cada uno de ellos se consumiera en su propia llama vibrante.
Sólo una silueta permanecía a oscuras, solitaria y afligida, casi asfixiada de terror.
—¡Estamos perdidos!
Alfred se asomó entre las almenas. Sus manos, agarradas a la muralla, temblaban de tal manera que desprendieron algunos fragmentos de roca, los cuales cayeron en una pequeña cascada de arena que le cubrió los zapatos.
—Sí, la situación es desesperada—respondió Haplo a su lado—. Lamento haberte metido en esto, amigo mío.
El perro iba y venía a lo largo de la muralla con aire nervioso, lanzando gañidos porque no alcanzaba a ver nada; de vez en cuando, se ponía alerta y respondía con gruñidos a los aullidos desafiantes de un lobuno o al siseo insolente de una serpiente dragón. Marit permaneció junto a Haplo con la mano cerrada con fuerza en torno a la de él. Los dos se intercambiaban continuas miradas y sonreían, encontrando el valor y el consuelo en los ojos del otro.
Mientras los contemplaba, Alfred notó que aquel consuelo lo abarcaba también a él. Por primera vez desde que conocía a Haplo, Alfred veía al patryn casi completo, casi en paz. Todavía no estaba completo del todo, pues el perro aún seguía con él. Fuera cual fuese la razón que había llevado a Haplo a volver al Laberinto, lo había devuelto a su hogar. Y el patryn estaba satisfecho de encontrarse allí, de poder morir allí.
«Amigo mío», lo había llamado.
Alfred lo oyó a duras penas entre los chillidos del ejército invasor y las palabras avivaron un pequeño fuego en su interior.
—¿De veras lo soy? —preguntó a Haplo con timidez.
—¿Eres qué?
La conversación había pasado a otra cosa, al menos entre Haplo, Marit y Hugh la Mano. Alfred no había prestado atención. Se había quedado absorto con la voz que llegaba del otro lado del abismo.
—Eso…, eso que has dicho: amigo tuyo —apuntó con turbación.
—¿Yo te he llamado así? —Haplo se encogió de hombros—. Seguramente se lo decía al perro —añadió, pero acompañó sus palabras de una sonrisa.
—Sabes que no… —insistió Alfred, rojo de satisfacción.
Haplo guardó silencio. Los ejércitos asaltantes lanzaron alaridos y aullidos, gritos confusos y maldiciones. El silencio de Haplo envolvió a Alfred como una manta reconfortante. Sus oídos no captaron los gritos de muerte; sólo oyeron a Haplo, cuando éste volvió a hablar:
—Sí, Alfred, eres amigo mío.
Haplo le tendió una mano firme y poderosa, tatuada de runas azules en el revés.
Alfred alargó la suya, blanca, arrugada, de muñecas huesudas y huesos finos, con la piel fría y sudorosa de miedo.
Las dos manos se encontraron, se asieron y permanecieron firmemente encajadas.
Dos seres que se tendían la mano a través de un abismo de odio. En aquel momento, Alfred miró a su interior y se encontró.
Y ya no tuvo miedo.
Otro estridente toque de corneta y se inició la batalla.
Los patryn habían destruido los puentes que cruzaban el río o habían instalado trampas mágicas en ellos. Aquellos obstáculos, no obstante, sólo detuvieron al enemigo momentáneamente; no fueron para él más que un inconveniente menor. El estrecho puente de piedra que había costado a Alfred aquellos penosos momentos estalló en un destello de magia, llevándose consigo a un puñado de enemigos que habían cometido la estupidez de aventurarse por el angosto pasadizo.
Pero, antes de que los últimos fragmentos hubiesen llegado a las turbulentas aguas del fondo, unas criaturas de largos colmillos arrastraron hasta la ribera del río seis grandes troncos. Unos dragones —los verdaderos dragones del Laberinto—[41] levantaron los troncos con sus zarpas y con su magia, y los depositaron en los lugares previstos. Legiones de aquellos temibles enemigos cruzaron el obstáculo del cauce. Cuando alguno de ellos resbalaba y caía al torrente, como sucedía con muchos, los demás lo abandonaban a su suerte.
A más altura sobre los acantilados se alzaban varios puentes de piedra permanentes. Los patryn dejaron éstos intactos, pero utilizaron la magia de las runas grabadas en ellos para confundir al enemigo, despertando un profundo pánico en quienes intentaban cruzarlos; de ese modo, quienes avanzaban en vanguardia daban media vuelta y huían presa del pánico, con lo que desorganizaban y ponían en estampida a los que los seguían.
Los patryn que defendían la muralla se animaron al observar lo que sucedía, convencidos de que el grueso del enemigo no conseguiría alcanzar la ciudad, pero su alegría se apagó cuando las enormes serpientes se irguieron y se lanzaron de cabeza contra la parte inferior de los puentes, una zona desprotegida por la magia. Las runas de las piedras resplandecieron con furia, pero las grietas se extendieron y perturbaron la magia, la debilitaron y, en algunos casos, la destruyeron por completo. Los comandantes enemigos reagruparon a sus tropas con gritos furibundos. La retirada fue contenida y los ejércitos del Laberinto se lanzaron a través de los puentes agrietados, que temblaron bajo su peso pero resistieron.
A media mañana, el cielo sobre Abri quedó oscurecido por las alas de dragones y grifos, de murciélagos gigantescos y de aves de presa de alas coriáceas, que se lanzaban en picado sobre los defensores patryn. Hordas de caodines, manadas de lobunos y tropas de hombres tigres cruzaron a la carrera la tierra de nadie hasta el pie de la muralla. Se levantaron torres de asalto y se apoyaron escalas contra los muros. Los arietes golpearon las puertas de hierro con estruendo ensordecedor.
Los patryn desencadenaron una lluvia de defensas mágicas sobre sus enemigos: las lanzas se transformaban en dardos llameantes, las jabalinas estallaban en una rociada de chispas que consumían la carne que tocaban, las flechas volaban directamente al corazón de la víctima escogida, guiadas por una magia que impedía que fallaran. El humo y una niebla mágica impidieron la visión a los monstruos que descendían desde el cielo y varios se estrellaron de cabeza contra la montaña. La magia de las runas inscritas en la muralla y en los edificios de Abri repelió a los invasores. Las escaleras de madera apoyadas en los muros se volvieron agua. Las torres de asalto se incendiaron y se consumieron. Los arietes de hierro se fundieron y el metal licuado consumió a cuantos estaban próximos.
Confundidos ante la fuerza y poder de la magia patryn, los ejércitos enemigos vacilaron y retrocedieron. Alfred, que observaba desde su puesto en las murallas, empezó a pensar que se había equivocado.
—¡Estamos venciendo! —dijo con tono excitado a Haplo, que había hecho una pausa para tomar aliento.
—No, nada de eso —respondió el patryn con aire sombrío—. Ésa sólo ha sido la primera oleada. Su objetivo era ablandar nuestras defensas y obligarnos a gastar nuestra reserva de armas.
—Pero se están retirando —protestó el sartán.
—Sólo se reagrupan. Y esta lanza que tengo en la mano es la última que me queda. Marit ha ido a buscar más, pero no las encontrará.
Los arqueros estaban a cuatro manos, buscando por el suelo cualquier flecha perdida. Incluso recuperaban los dardos clavados en los cuerpos de los muertos para utilizarlos contra quienes los habían disparado. Abajo, protegidos por la muralla, los que eran demasiado viejos para el combate se inclinaban sobre las pocas armas que quedaban y trazaban unas runas apresuradas, mediante las cuales reponían la magia que ya empezaba a desaparecer de ellas.
Pero todos los esfuerzos no bastarían para mantener a raya al enemigo, que ya se disponía a su siguiente ataque. A lo largo de las murallas, los patryn empuñaron espadas y puñales y se aprestaron a afrontar el asalto, que se libraría cuerpo a cuerpo.
Marit regresó con un par de jabalinas y una lanza rota.
—Es todo lo que he podido encontrar.
—¿Me permites? —Intervino Alfred, colocando la mano sobre las armas—. Puedo crear otras idénticas.
Haplo movió la cabeza.
—No. Tu magia, ¿recuerdas? ¿Quién sabe en qué podrían convertirse?
—¡Ah! —exclamó Alfred, abatido—. No puedo ser de ninguna ayuda.
—Por lo menos, no te has desmayado —apuntó Haplo.
El sartán levantó la vista, algo perplejo.
—¡Es verdad!
—Además, no creo que importe, a estas alturas —añadió Haplo fríamente—. Podrías convertir en lanzas las ramas de todos los árboles del bosque y no cambiaría las cosas. El ataque lo conducen las serpientes dragón.
Alfred se asomó sobre las almenas. Las rodillas le fallaron y estuvo a punto de perder el equilibrio. El perro se acercó y trató de darle ánimos con un lametón y un alegre meneo de rabo.
El Río de la Rabia se había congelado, probablemente por efecto de la magia de las serpientes, y ejércitos de criaturas avanzaban ahora a través de su sólida superficie negra. Tras rodear la ciudad, las serpientes empezaron a lanzarse con todas sus fuerzas contra la muralla. La piedra con inscripciones rúnicas se estremeció con los impactos. En la muralla aparecieron unas grietas, pequeñas al principio, pero luego cada vez más grandes. Una y otra vez, las serpientes atacaron los propios huesos de Abri. Las grietas se extendieron y empezaron a ensancharse, dividiendo las runas y debilitando la magia.
Los patryn combatieron a las serpientes con todas las armas y todos los hechizos mágicos imaginables, pero las armas golpeaban las grises escamas de su piel y salían rebotadas sin producir daño y la magia estallaba sobre las serpientes sin surtir efecto. Avanzaba la tarde, y los ejércitos enemigos permanecieron en el río helado y alentaron a las serpientes, a la espera de que la muralla se derrumbara.
El dirigente Vasu subió hasta la posición de Haplo. Un súbito impacto hizo temblar la muralla bajo sus pies.
—Has dicho que una vez combatiste contra esos seres, Haplo. ¿Cómo podemos detenerlos?
—Con acero —respondió éste—. Una hoja con inscripciones de magia rúnica, hundida directamente en la cabeza. ¿Puedes encontrarme una espada?
—Eso significaría luchar fuera de la muralla —gritó Vasu sobre el estruendo de los golpes.
—Dame un grupo de gente experta con el puñal y la espada —lo apremió Haplo.
—Tendríamos que abrir las puertas —apuntó Vasu con expresión sombría.
—Sólo lo imprescindible para dejarnos salir. Después, volveríais a cerrar.
Vasu movió la cabeza.
—Nada de eso. No podría permitirlo. Quedaríais atrapados ahí fuera…
—Si fracasamos, poco importará eso —replicó Haplo tétricamente—. O morimos ahí fuera, o lo hacemos aquí dentro. Fuera tenemos una oportunidad.
—Iré contigo —se ofreció Marit.
—Yo también—dijo Hugh la Mano, frustrado e impaciente por entrar en acción. El asesino había intentado participar en la lucha, pero cada lanza que arrojaba iba a parar lejos de su objetivo y las flechas que disparaba podrían haber sido flores, por el daño que hacían.
—Tú no puedes matar —le recordó Haplo.
—Ellas no lo saben —contestó Hugh con una mueca.
—En eso tienes razón —reconoció Haplo—. Pero quizá deberías quedarte aquí y proteger a Alfred…
—No —intervino éste con decisión—. Maese Hugh es necesario. Todos vosotros seréis necesarios. A mí no me sucederá nada.
—¿Estás seguro? —Haplo acompañó la pregunta de una penetrante mirada. Alfred se sonrojó. Haplo no le preguntaba si estaba seguro de que no le sucedería nada; se refería a otra cosa. Haplo siempre había sido capaz de leerle los pensamientos. Pero, claro, aquello solía suceder entre amigos…
—Estoy seguro —respondió con una sonrisa.
—Buena suerte, entonces, Coren —murmuró Haplo.
Acompañados del perro y de Hugh la Mano, los dos patryn —Haplo y Marit— se marcharon y pronto desaparecieron entre la niebla y el humo de la batalla.
—Buena suerte a ti, amigo mío —dijo Alfred en un susurro.
Cerró los ojos, sondeó en las profundidades de su ser (un lugar que nunca hasta entonces había visitado, al menos conscientemente) y empezó a revolver entre la confusión allí reinante en busca de las palabras de un hechizo.
Kari y su partida de cazadores se prestaron voluntarios a ir con Haplo a combatir contra las serpientes. Armados con el acero, todos procedieron a efectuar las inscripciones mágicas en la hoja según las instrucciones de Haplo.
—La cabeza es la única parte vulnerable de las serpientes, que yo sepa —explicó éste—. Entre los ojos.
No era preciso mencionar lo que todos podían ver: que las serpientes eran poderosas, que las colas como látigos podían golpearlos hasta que su magia protectora cediera, que los cuerpos enormes podían aplastarlos y las fauces abiertas y desdentadas podían devorarlos.
Cuatro serpientes reptaban en torno a la muralla. Una de ellas era Sang-drax.
—Ése es nuestro —dijo Haplo, y cruzó la mirada con Marit, que asintió con aire resuelto y ceñudo. El perro ladró, excitado, y corrió en círculos delante de la puerta.
Los muros seguían resistiendo, pero no lo harían mucho tiempo más. Las grietas ya se extendían desde la base hasta las almenas; el fulgor deslumbrante de las runas empezaba a disminuir y, en algunos puntos, se había apagado. Las huestes de criaturas del Laberinto aprovechaban estos puntos débiles para instalar escalas, y comenzaban a ascender por la muralla. A veces, en sus ataques, las serpientes derribaban a sus propios aliados, pero no se inmutaban. Otra horda acudía enseguida a ocupar el lugar de los muertos.
Haplo y su grupo se colocaron ante la puerta.
—Nuestra bendición va con vosotros —dijo Vasu y, con un gesto de la mano, dio la señal.
Los patryn que guardaban la magia de la puerta colocaron las manos en las runas. Los signos mágicos emitieron un destello y se apagaron. Las puertas empezaron a abrirse. Haplo y los suyos salieron rápidamente, escurriéndose por la rendija. Al advertir una brecha en las defensas, una jauría de lobunos emitió un aullido al unísono y se lanzó hacia allí. Los patryn acabaron con ellos rápidamente. Los pocos lobunos que consiguieron atravesar la línea se encontraron atrapados entre ésta y las puertas de hierro cuando éstas se cerraron con un gran estruendo.
Haplo y quienes lo acompañaban estaban ahora atrapados fuera de su ciudad, sin manera de volver atrás. Por orden estricta de Haplo, las puertas no volverían a abrirse hasta que las serpientes hubieran muerto.
Los símbolos mágicos de las espadas y de los propios cuerpos de los patryn emitían un intenso resplandor. A indicación de Haplo, los equipos se separaron, desplegándose en pequeños grupos para desafiar a las serpientes una a una, evitar que se agruparan y alejarlas de la muralla.
Las serpientes se burlaron de ellos y abandonaron unos instantes su tarea de demolición para eliminar aquellas insignificantes molestias antes de volver a ella. Sólo Sang-drax comprendió el peligro y lanzó un aviso, pero sus congéneres no prestaron atención.
Una de las serpientes, al ver que aquellas criaturas diminutas la atacaban, se lanzó directamente hacia ellas con la intención de cogerlas entre las fauces y devolver los cuerpos al otro lado de la muralla.
Kari, flanqueada por tres de los suyos, se mantuvo firme ante la pesadilla que descendía sobre ella. Empuñando la espada, esperó hasta que la terrible cabeza estuvo justo encima de ella; entonces, con todas sus fuerzas, hundió la afilada hoja con sus signos mágicos llameantes, rojos y azules, en la cabeza del reptil.
La espada se hundió hasta la empuñadura y manó la sangre. La serpiente se irguió, agonizante, y al hacerlo arrancó la espada de las manos de Kari. Cegada por la sangre que llovía sobre ella y mareada por el olor pestilente y ponzoñoso, la patryn cayó al suelo. El gigantesco cuerpo de la serpiente rodó por el suelo con la intención de aplastarla, pero los compañeros de Kari la retiraron a rastras. La criatura agitó la cola soltando latigazos que habrían destrozado a los patryn de haberlos alcanzado, pero sus movimientos se hicieron más y más débiles. La cabeza de la serpiente se estrelló contra el suelo, rozando la muralla, y se quedó inmóvil.
Los patryn lanzaron vítores; sus enemigos, maldiciones. Las otras serpientes, más cautas ahora que una de las suyas había muerto, contemplaron a sus atacantes con respeto, lo cual complicó la tarea de los patryn y la hizo aún más peligrosa.
La cabeza de la serpiente tuerta se cernió sobre Haplo.
—¡Éste será nuestro último encuentro, Sang-drax! —exclamó el patryn.
—Desde luego que sí. Has dejado de serme útil y ya no te necesito vivo.
—¡Será nuestro último encuentro porque ya no te tengo miedo! —replicó Haplo.
—¡Ah! Pues deberías tenerlo —dijo Sang-drax, volviendo su cabeza de serpiente para intentar ver a Marit y a Hugh, que acechaban por su lado ciego—. En este momento, varias de mis hermanas se dirigen a la Última Puerta con órdenes de cerrarla definitivamente. ¡Quedaréis atrapados aquí para toda la eternidad!
—¡Los patryn del Nexo lucharán para impedirlo!
—Pero no conseguirán vencer. Y tú tampoco podrás conmigo. ¿Cuántas veces me has derribado sin conseguir otra cosa que ver cómo me levanto de nuevo?
Sang-drax lanzó un ataque con la cabeza, pero su movimiento no fue más que una finta. Al tiempo que la hacía, agitó la cola y golpeó con ella a Haplo por la espalda. La magia protegió el cuerpo del patryn; de lo contrario, el impacto le habría partido el espinazo. La cola, de todos modos, lo derribó y lo dejó en el suelo, aturdido. La espada se le escapó de la mano.
El perro se plantó ante su amo caído en actitud protectora, con los dientes al descubierto y el pelo del cuello erizado.
Pero la serpiente no prestó más atención a Haplo. El patryn estaba fuera de combate y ya no era una amenaza. El ojo rojo localizó a Marit. Sang-drax abrió las fauces y se abatió sobre su presa. Marit se quedó inmóvil, como si estuviera paralizada de terror, y no hizo el menor movimiento para defenderse. Las mandíbulas ya se cerraban cuando un fuerte impacto golpeó a la serpiente por el lado ciego.
Hugh la Mano se había lanzado él mismo contra la cabeza de la serpiente, con todas sus fuerzas. Con un puñal patryn cubierto de runas en la mano, intentó hundirlo en las escamas grises, pero el arma se rompió. La Mano continuó tenazmente agarrado al monstruo, asido a la órbita del ojo vaciado. Había tenido la esperanza de que la Hoja Maldita volvería a la vida y atacaría a su enemigo para defenderlo, pero tal vez las serpientes tenían ahora el control del puñal como parecían haber hecho en el pasado. Hugh no podía hacer otra cosa que seguir allí colgado e intentar, al menos, estorbar el ataque de la serpiente y dar a Marit y Haplo la oportunidad de matarla.
Sang-drax agitó la cabeza a un lado y otro, tratando de quitarse de encima al molesto mensch. Pero Hugh la Mano era fuerte y continuó asido con terca determinación. Un relámpago amarillo recorrió la piel gris de la serpiente con un chisporroteo. El asesino lanzó un alarido. Una descarga eléctrica sacudió su cuerpo y lo obligó a soltarse, retorciéndose de dolor.
Cayó al suelo, pero había ganado el tiempo preciso. Marit había podido acercarse lo suficiente para hundir la espada en la cabeza de Sang-drax. La hoja de acero penetró en la mandíbula y ascendió por su nariz; la herida era dolorosa, pero no mortal.
Marit intentó liberar la espada pero Sang-drax alzó la cabeza bruscamente, con lo que arrancó el arma de su mano bañada en sangre.
Haplo estaba en pie con la espada en la mano, pero todavía se tambaleaba, dolorido y confuso. Marit corrió a coger la espada que él sostenía débilmente. La mano de Haplo se cerró sobre la suya.
—¡Detrás de mí! —le susurró él en tono urgente.
Marit comprendió el plan. Se apretó tras Haplo teniendo buen cuidado de apartarse del brazo armado de éste, que ahora colgaba fláccidamente al costado. El perro se movió delante de él, saltando, lanzando mordiscos al aire y provocando a la serpiente con agudos gañidos y ladridos.
Debatiéndose entre terribles dolores, Sang-drax vio a su enemigo débil y herido y se abalanzó sobre la presa. Cuando distinguió la radiante espada levantada hacia él, cuando vio centellear la magia con un fulgor que cegaba su único ojo bueno, era demasiado tarde. No podía detener su impulso hacia abajo, pero al menos destruiría al hombre que se disponía a destruirlo.
Marit se incorporó. La cabeza de la serpiente no la había alcanzado por muy poco. Se disponía a participar en el ataque pero, en el último momento, Haplo la había apartado hacia atrás de un empujón. La serpiente se había desplomado sobre Haplo, empalándose ella misma en la espada. Agarrado a ésta con ambas manos, Haplo había hundido la hoja en Sang-drax y había desaparecido junto con el perro, sin un grito, bajo la cabeza de la criatura, que se debatía en sus últimos estertores.
En torno a Marit se desarrollaban otros combates. Una de las serpientes había matado a los patryn que la atacaban e iba en ayuda de su compañera. Kari también había corrido a ayudar a los suyos, que luchaban por salvar sus vidas. Marit apenas les prestó atención.
Distinguió a Haplo, cubierto de sangre (suya y de la serpiente). Yacía en el suelo, inmóvil.
Corrió hasta él e intentó levantar la pesada cabeza de la serpiente para rescatarlo. Hugh la Mano, que empezaba a incorporarse a duras penas, sacudiendo la cabeza con gesto de aturdimiento, lanzó un grito de advertencia.
Marit se volvió. Un lobuno se aprestaba a saltar sobre ella. Lo hizo y la derribó al suelo; las garras de la fiera se clavaron en su carne y los colmillos buscaron su garganta.
Y, de pronto, el lobuno desapareció de encima de ella. Marit abrió los ojos y tuvo la desquiciada impresión de que el atacante salía volando hacia atrás. Entonces se dio cuenta de que la fiera estaba siendo transportada hacia arriba en las zarpas de la criatura más hermosa y maravillosa que la patryn había visto en su vida.
Un dragón de escamas verdes y alas doradas, con una cresta bruñida que resplandecía como un sol, sobrevoló el cielo gris lleno de humo, descendió, agarró al lobuno y arrojó a la bestia a la muerte contra las rocas cortantes de un acantilado. Después, el dragón regresó en vuelo rasante, atrapó a la serpiente muerta y la arrastró lejos de Haplo.
Las otras serpientes, alarmadas del nuevo enemigo, abandonaron a los patryn y se dispusieron a enfrentarse al dragón.
Marit levantó en brazos a Haplo. Estaba vivo; los tatuajes de su piel emitían un leve resplandor azulado. Pero la sangre empapaba su piel en la runa del corazón. Su respiración era trabajosa e irregular. El perro —increíblemente en pie e ileso después de quedar sepultado bajo la serpiente— trotó junto a su amo y le dio un inquieto lametón en la mejilla.
Haplo abrió los ojos y vio a Marit. Luego observó el brillante cuerpo verde y las destellantes alas doradas del maravilloso dragón.
—Bien, bien —musitó con una sonrisa—. Alfred.
—¡Alfred! —Marit lanzó una exclamación y alzó la cabeza.
Pero una sombra le impidió ver. Una figura se cernía sobre ella. Al principio, no supo qué o quién; no podía ver nada más que una silueta negra contra el resplandor que despedía el dragón. A Haplo se le cortó la respiración y luchó vanamente por incorporarse.
Y entonces se oyó una voz, y Marit la reconoció.
—De modo que ése es tu amigo Alfred —dijo Xar, el Señor del Nexo, levantando la mirada—. Un sartán muy poderoso, ciertamente.
La mirada de Xar volvió a centrarse en Marit y en Haplo.
—Es una suerte que esté ocupado en otra cosa —añadió Xar.