CAPÍTULO 45

ABRI EL LABERINTO

Vasu se dispuso a abandonar las cavernas para preparar a su gente ante el inminente ataque. Se ofreció a llevar con él a Hugh la Mano y a Alfred, no porque fueran a significar una gran ayuda, sino porque el dirigente quería vigilar de cerca a ambos… y al puñal mágico. Marit debería haberlo acompañado —ella sí podía resultar de utilidad—; pero, cuando Vasu la miró, ella fijó la vista en otra dirección y evitó darse por aludida.

Vasu se volvió hacia Haplo, que jugaba con el perro y también evitaba su mirada. El dirigente sonrió y se marchó, llevándose a Hugh y a Alfred.

Haplo y Marit estaban solos, sin contar al perro. Éste se tumbó sobre el vientre y disimuló lo que podía ser una sonrisa, ocultando el hocico entre las patas.

Marit, repentinamente inquieta, puso una expresión de asombro al descubrir que se habían quedado solos en la cámara.

—Supongo que deberíamos irnos. Hay mucho trabajo que…

Haplo la tomó en sus brazos.

—Gracias —le dijo—. Por salvarme la vida.

—Lo he hecho por nuestro pueblo —respondió ella, tensa entre sus brazos, rehuyendo su mirada—. Tú conoces la verdad acerca de Sang-drax. Eres el único. Xar…

Se detuvo, horrorizada. ¡Qué había estado a punto de decir!

—Sí —murmuró Haplo, estrechando aún más su abrazo—. Yo sé la verdad sobre Sang-drax. Y Xar no. ¿Es esto lo que ibas a decir, Marit?

—No es culpa suya —protestó ella. Contra su voluntad y contra su costumbre, Marit se descubrió relajándose en los poderosos brazos de Haplo—. Esas criaturas lo halagan, lo seducen. No le permiten ver su verdadera forma…

—Yo también me decía eso —respondió Haplo sin alzar la voz—. Pero he dejado de creerlo. Xar conoce la verdad. Sabe que son maléficas. Presta oído a sus halagos porque le complacen. Cree que las controla pero, cuanto más se convence de ello, más lo someten ellas a su dominio.

El signo de Xar que llevaba en la piel le produjo un escozor insoportable. Inició un gesto para tocarlo, para frotarlo como se frota uno cuando se da un golpe, para aliviar el dolor, pero se contuvo. El pensamiento de que Haplo viera la marca le descomponía el estómago.

¿Y por qué no había de verla?, se dijo a sí misma con irritación. ¿Por qué había de sentirse avergonzada? Era un honor, un gran honor. Haplo se equivocaba acerca de Xar. Una vez que su señor conociera la verdad acerca de las serpientes dragón…

—Xar se acerca —insistió con terquedad—. Tal vez se presente durante la batalla. Él nos salvará, luchará por nosotros, su pueblo, como siempre ha hecho. Y entonces comprenderá, verá cómo es Sang-drax en realidad…

Marit apartó a Haplo de un empujón y le volvió la espalda. Se llevó la mano a la frente y rascó la marca oculta bajo el tupido flequillo.

—Creo que deberíamos colaborar en la defensa. Vasu necesitará de nosotros…

—Marit —dijo Haplo—, te quiero.

El signo mágico de la frente de la patryn era como un aro de hierro en torno al cráneo. Un aro que lo apretaba, que lo constreñía. Las sienes le latían con punzadas de dolor.

—Los patryn no aman —replicó Marit con voz apagada, de espaldas todavía.

—No. Sólo odiamos —asintió Haplo—. Si hubiera amado más y odiado menos, tal vez no te habría perdido. Ni habría perdido a nuestra hija.

—No la encontrarás nunca, ¿sabes?

—Sí que lo haré. En realidad, ya lo he hecho. Hoy mismo la he visto.

Marit dio media vuelta y lo miró fijamente.

—¿Qué? ¿Cómo puedes estar seguro?

Haplo se encogió de hombros.

—No lo estoy. A decir verdad, supongo que no era ella. Pero podría haberlo sido. Y por ella lucharemos. Por ella venceremos. Y por ella encontraremos el modo de evitar que Sang-drax cumpla la amenaza de cerrar la Última Puerta…

Marit volvía a estar entre sus brazos y lo estrechaba con fuerza. Los círculos de sus respectivos seres se unieron para formar uno solo, completo, sin final.

Viendo que nadie iba a necesitar un perro durante un rato, el animal suspiró satisfecho, rodó de costado y se durmió.

Al salir de las cavernas, Vasu recorrió las calles de Abri disponiendo los preparativos para el combate. Rodeadas de un territorio hostil, bajo permanente amenaza cuando no ataques, las murallas de la ciudad estaban reforzadas con magia; incluso los tejados de las viviendas tenían runas de protección. Muy pocas criaturas del Laberinto intentaban atacar Abri. Preferían acechar tras las murallas, en los bosques, para asaltar a los grupos de cultivadores y los ganaderos. De vez en cuando, alguna bestia alada —dragones, grifos u otros— decidía hacer una incursión dentro de los muros de defensa. Pero tales sucesos no eran frecuentes.

Lo que preocupaba a Vasu eran aquellos comentarios acerca de unos ejércitos. Hasta aquel momento, como había dicho Haplo, los monstruos del Laberinto habían permanecido prácticamente desorganizados. Los caodines solían atacar a los lobunos. Éstos se mantenían en constante defensa de su territorio frente a los hombres tigres merodeadores. Los dragones errabundos mataban cualquier cosa que pareciera apta para ser devorada. Sin embargo, Vasu no se llamaba a engaño: aquellas rivalidades menores quedarían olvidadas rápidamente si se presentaba la oportunidad de aliarse e invadir la ciudad fortificada que los había tenido a raya tanto tiempo.

Vasu dio la alarma, reunió a la gente en la gran plaza central y les reveló el peligro. Los patryn recibieron la terrible noticia con calma, aunque con rostro sombrío. Su silencio era señal de aceptación. Se dispersaron y se dedicaron a sus respectivas tareas con eficiencia y hablando lo indispensable. Las familias se despidieron, se dijeron adiós sin demorarse, sin una lágrima. Los adultos ocuparon sus posiciones en la muralla. Los hijos mayores condujeron a los más pequeños a las cavernas de la montaña, cuyas tapias fueron derribadas para la ocasión. Grupos de exploradores, envueltos en ropas negras para ocultar las runas que ya brillaban como un mal presagio, se deslizaron al otro lado de la verja de hierro y recorrieron la ribera del río para reforzar la magia de los puentes e intentar calcular la fuerza y la disposición del enemigo.

—¿Qué hay de ese maldito fuego? —Hugh la Mano volvió la cabeza hacia la llama que hacía de faro—. Dices que por aquí hay dragones. Esa luz los atraerá como a insectos.

—Nunca ha sido apagada —respondió Vasu—. Desde que se encendió por primera vez. Pero no creo que eso importe mucho —añadió secamente, tras echar un vistazo a los signos mágicos que resplandecían en su piel—. Los insectos ya están acudiendo.

Hugh movió la cabeza, poco convencido.

—¿Te importa si echo un vistazo al resto de tus defensas? Tengo cierta experiencia en esta clase de cosas.

Vasu no supo qué responder. Alfred se apresuró a tranquilizarlo:

—Ahora, la Hoja Maldita estará bastante segura. Y maese Hugh sabe controlarla. Mañana, en cambio, si hay batalla…

Hugh guiñó un ojo al sartán.

—Tengo una idea respecto a eso, no te preocupes.

Alfred suspiró y contempló la ciudad con tristeza.

—Bien, hemos hecho cuanto hemos podido —comentó Vasu, imitando el suspiro del sartán—. No sé vosotros, pero yo estoy hambriento. ¿Os apetece venir a mi casa? Seguro que os vendrá bien comer y beber un poco.

Alfred se mostró asombrado y complacido.

—¡Será un honor para mí!

Mientras cruzaban la ciudad, Alfred se percató de que, por ocupados que estuvieran, todos los patryn que encontraban a su paso dirigían alguna muestra de respeto a Vasu, aunque sólo fuera una leve inclinación de cabeza o un gesto de la mano esbozando en el aire un rápido signo mágico ritual de amistad. Vasu, indefectiblemente, devolvía el saludo con otro gesto rápido.

Su hogar no era distinto de cualquier otra vivienda patryn, salvo que parecía más vieja que la mayoría y estaba apartada de las demás. Encajada contra la montaña, era un vigía fornido y resuelto que apoyaba la espalda contra una superficie firme para enfrentarse al enemigo.

Vasu fue el primero en entrar. Lo siguió Alfred, que tropezó en el peldaño de la entrada pero consiguió sostenerse antes de caer de bruces en el suelo. La vivienda estaba limpia y bien cuidada y, como todas las casas patryn, casi vacía de muebles.

—¿No estás casa… quiero decir, no vives con nadie? —Alfred se sentó en el suelo torpemente, doblando con dificultad sus largas piernas bajo el cuerpo.

Vasu cogió pan de una cesta suspendida del techo. De éste colgaban también unas ristras de embutidos que evocaron a Alfred una divertida anécdota del perro de Haplo.

—No, por ahora vivo solo —respondió Vasu, añadiendo a la frugal comida una fruta de una clase desconocida—. No hace mucho tiempo que soy dirigente. He heredado el puesto de mi padre, que ha muerto recientemente.

—Mis condolencias por la pérdida —murmuró Alfred con cortesía.

—La suya fue una vida bien vivida —dijo Vasu—. Nosotros celebramos tales existencias, no las lloramos. —Dejó la comida en el suelo, entre los dos invitados, y se sentó con ellos—. Nuestra familia ha ostentado el cargo durante generaciones. Por supuesto, cualquier hombre o mujer tiene derecho a disputarlo pero, de momento, nadie lo ha hecho. Mi padre se esforzó en gobernar bien, con justicia. Yo me propongo emular su ejemplo lo mejor que pueda.

—Parece que lo estás logrando.

—Así lo espero. —La mirada preocupada de Vasu se perdió en la oscuridad del exterior por el ventanuco de la estancia—. Mi pueblo no ha afrontado nunca un desafío semejante, una amenaza tan terrible.

—¿Qué hay de la Última Puerta? —preguntó Alfred tímidamente, consciente de que tales asuntos no eran en realidad de su incumbencia, de que sabía muy poco de ellos—. ¿No debería enviarse a alguien para avisar a…, a alguien?

Vasu emitió un leve suspiro.

—La Última Puerta está lejos, muy lejos de aquí. El enviado no llegaría vivo… o a tiempo.

Alfred contempló la comida, pero tenía muy poco apetito.

—Pero basta de charla deprimente. —Vasu volvió a concentrarse en su plato con una sonrisa animosa—. Necesitamos la energía que nos da la comida. Y quién sabe cuándo podremos tomar otra colación como ésta. ¿Quieres que me ocupe de la bendición, o prefieres hacerla tú?

—¡No, no! Tú, por favor —se apresuró a decir Alfred, sonrojándose. No tenía idea de qué entendería el patryn por una bendición adecuada.

Vasu extendió las manos y empezó a hablar. Alfred se unió a sus palabras inconscientemente, repitiéndolas sin pensar lo que hacía… hasta que se dio cuenta de que el dirigente estaba pronunciando la bendición en idioma sartán.

A Alfred se le cortó la respiración con un extraño ruido, medio sofocado en la garganta, que llamó la atención del dirigente. Vasu se detuvo a media bendición y levantó la vista.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupado.

Alfred contempló los tatuajes resplandecientes de la piel de Vasu con ojos desorbitados y expresión confusa.

—Tú no eres… ¿No serás?… No puedes ser… un sartán.

—Sólo en parte —respondió Vasu, impertérrito. Levantó los brazos y contempló los signos mágicos con orgullo—. Nuestra familia se ha adaptado con el paso de los siglos. Al principio, llevábamos los tatuajes sólo como disfraz. No para engañar a los patryn, entiéndeme; lo único que pretendíamos era encajar entre ellos. Desde entonces, a través de los matrimonios mixtos, hemos podido utilizar la magia, aunque no en el mismo grado que un patryn puro. Sin embargo, lo que nos falta en magia patryn, lo compensamos utilizando la magia sartán.

—¡Matrimonios mixtos! Pero… ¿y el odio? —Alfred recordó el Río de la Rabia—. Sin duda, os perseguirían…

—No —dijo Vasu con calma—. Los patryn sabían por qué habíamos sido enviados aquí.

—¡El Vórtice!

—Exacto. Aparecimos del seno de la montaña, donde habíamos sido enviados a causa de nuestras creencias heréticas. Mis antepasados se oponían a la Separación y a la construcción de esta prisión. Eran un peligro, una amenaza para el orden establecido. Como tú mismo, supongo; al menos, es lo que debo imaginar, aunque eres el primer sartán que llega al Vórtice desde hace siglos. Esperaba que las cosas hubieran cambiado.

—Aquí seguís todavía, ¿no es cierto? —comentó Alfred con suavidad, dando vueltas a su plato con dedos temblorosos.

Vasu lo contempló unos instantes en silencio.

—Supongo que las explicaciones serían demasiado largas y prolijas —dijo finalmente.

—En realidad, no —repuso Alfred con un suspiro—. Los sartán nos encerramos en nuestra propia prisión. Una prisión tan segura como la que hicimos para vosotros. Los muros de la nuestra eran el orgullo; el miedo, nuestros barrotes. La fuga era imposible, pues para ello deberíamos haber derribado los muros y abierto las rejas. No nos atrevimos a hacerlo. Nuestra cárcel no sólo nos mantenía encerrados, sino que mantenía fuera a cualquier otro, ¿comprendes? Nosotros nos protegimos dentro y cerramos los ojos al resto y nos dedicamos a dormir. Y así, dormidos, hemos pasado todos estos años. Y, al despertar, todo había cambiado excepto nosotros. Ahora, el único sitio que reconocemos es nuestra prisión.

—Pero éste no es tu caso —indicó Vasu.

Alfred se sonrojó. Con una débil sonrisa, protestó:

—No es mérito mío. Conocí a un hombre con un perro…

Vasu asintió.

—Cuando nuestra gente llegó aquí, lo más fácil habría sido rendirse y morir. Fueron los patryn quienes nos mantuvieron vivos. Nos acogieron, nos aceptaron, nos protegieron hasta que adquirimos fuerzas suficientes para defendernos solos.

Alfred empezaba a comprender lo sucedido.

—Y la idea de construir una ciudad debe de haber sido una propuesta sartán.

—Sí, creo que lo fue, pero de eso hace mucho tiempo y se ha perdido el recuerdo. Resultaría lógico para los sartán, que procedían de ciudades y gustaban de vivir en grupos numerosos. Los sartán comprendían las ventajas de agruparse, establecerse en un lugar y colaborar para hacerlo fuerte.

»Ya en el mundo antiguo, los patryn eran nómadas de tendencias solitarias. Entre ellos, la unidad familiar era muy importante. Y sigue siéndolo. Pero en el Laberinto, muchas familias quedaban rotas y los patryn tuvieron que adaptarse por razones de supervivencia. La solución que adoptaron fue ampliar la unidad familiar en tribu. Así, los patryn aprendieron de los sartán la importancia de agruparse para la defensa mutua, y los sartán aprendieron de los patryn la importancia de la familia.

—Lo peor de ambos pueblos nos condujo a este final —comentó Alfred con emoción—. Lo peor lo perpetuó. Aquí, habéis tomado lo mejor y lo habéis empleado para construir la estabilidad, para encontrar la paz en medio del caos y del terror.

—Esperemos que no haya llegado el final… —apuntó Vasu en tono sombrío. Alfred suspiró y movió la cabeza. Vasu lo observó con detenimiento—. Los intrusos te llamaron el Mago de la Serpiente…

Esta vez, Alfred sonrió y agitó las manos.

—Lo sé. Ya me han llamado así otras veces. No tengo idea de qué significa.

—Yo sí —declaró Vasu inesperadamente.

Alfred levantó la vista, perplejo.

—Cuéntame qué sucedió para que te ganaras ese apodo —dijo el dirigente.

—Ahí está lo bueno: no lo sé. Y no creas que me niego a responder, que no quiero colaborar. Daría cualquier cosa… Intentaré explicarme.

»Para resumir, cuando desperté de mi sueño me descubrí solo. Todos mis compañeros habían muerto y estaba en el mundo del aire, Ariano, un mundo poblado por mensch.

Hizo una pausa y observó a Vasu para ver si lo seguía. Así era, al parecer, aunque el patryn no decía nada. Su atento silencio animó a Alfred a continuar.

—Estaba aterrorizado. Todo este poder mágico —Alfred se miró las manos— y estaba solo. Tuve miedo. Si alguien descubría lo que era capaz de hacer, quizá…, quizás intentaría aprovecharse de mí. Imaginé las coacciones, las súplicas, los apremios, las amenazas… No obstante, yo deseaba vivir entre los mensch y ser de utilidad para ellos. Pero no fui de gran ayuda. —Alfred suspiró otra vez—. El caso es que adopté una costumbre sumamente nefasta. Cada vez que me amenaza un peligro, me… me desmayo.

Vasu lo observó, asombrado.

—La alternativa era utilizar la magia, ¿comprendes? —continuó Alfred, sonrojado—. Pero eso no es lo peor. Al parecer, he obrado algún hechizo notable…, un acto de magia muy destacado, según dicen, y no recuerdo haberlo hecho. En ese momento debía de estar completamente consciente, pero, una vez producido el hecho, no me queda el más vago recuerdo de ello. Bueno, supongo que sí, pero muy adentro. —Alfred se llevó la mano al corazón—. Porque me siento incómodo cada vez que se comenta el asunto. ¡Pero te juro que no tengo el menor recuerdo consciente!

—¿Qué clase de magia? —se interesó el dirigente. Alfred tragó saliva y se humedeció los labios resecos.

—La nigromancia —respondió en voz baja, angustiada y casi inaudible—. El humano, Hugh la Mano, estaba muerto y yo lo devolví a la vida.

Vasu llenó los pulmones y expulsó el aire muy despacio.

—¿Y qué más?

—Según dicen, me…, me transformé en una serpiente. En un dragón, para ser exacto. Haplo corría peligro. Estábamos en Chelestra y también había unos chiquillos… Las serpientes dragón iban a matarlos —dijo con un estremecimiento—. Haplo dice que no fue así. No lo sé. —Movió la cabeza y repitió—: Sencillamente, no lo sé.

—¿Qué sucedió?

—Un magnífico dragón verde y dorado apareció de la nada y se enfrentó a las serpientes. El dragón destruyó al rey de las serpientes.

Haplo y los chiquillos quedaron salvados. Y lo único que recuerdo es que desperté en la playa.

—Un auténtico mago de la serpiente —asintió Vasu en un murmullo.

—¿Qué es un mago de la serpiente, dirigente? ¿Tiene algo que ver con esas serpientes dragón? De ser así, ¿cómo es posible? Esas criaturas eran desconocidas entre los sartán en la época de la Separación… al menos, hasta donde sé.

—Parece extraño que tú, un sartán de pura cepa, no lo sepas —fue la respuesta de Vasu, mientras observaba a Alfred con cierta desconfianza—. Y que yo, un mestizo, sí.

—No es tan extraño —replicó Alfred con una expresión de desolación—. Vosotros habéis mantenido brillantemente encendido el fuego del recuerdo y de la tradición. En nuestra obsesión por intentar rehacer lo que destruimos, dejamos que nuestro fuego se apagara. Y, por último, yo era muy joven cuando me quedé dormido… y muy viejo cuando desperté.

Vasu reflexionó sobre ello en silencio; después, se relajó y sonrió.

—Lo del Mago de la Serpiente no tiene nada que ver con esos que llamas serpientes dragón, aunque tengo la impresión de que llevan existiendo más tiempo del que tú calculas. «Mago de la Serpiente» sólo es un título que denota capacidad, facultades. Nada más.

»En la época de la Separación había una jerarquía de magos entre los sartán, simbolizada por nombres de animales: lince, coyote, ciervo… Era un asunto muy complejo e intrincado. —Los bellos ojos de Vasu estaban fijos en Alfred—. Serpiente era un grado muy cercano a la cúspide. Un Mago de la Serpiente es extraordinariamente poderoso.

—Entiendo. —Alfred dio muestras de incomodidad—. Supongo que tal grado requiere una preparación, años de estudio…

—Por supuesto. Semejante poder implica responsabilidades.

—Es lo único en lo que nunca he sido muy bueno.

—Habrías podido ser de inmensa ayuda para mi gente, Alfred.

—Si no me desmayo —apuntó Alfred con amargura—. Aunque, a decir verdad, tal vez te convendría que así sucediese. Os haría correr más riesgos de los que merezco. El Laberinto parece capaz de volver mi magia en contra mía…

—Porque no la controlas. Ni te controlas tú mismo. Toma el dominio de tus actos, Alfred. Sé el héroe de tu propia vida. No dejes que otro interprete ese papel.

—¡Ser el héroe de mi propia vida! —repitió el sartan en un susurro. Casi se echó a reír. Resultaba tan ridículo…

Los dos hombres permanecieron sentados en sociable silencio. Fuera, la negrura empezó a dar paso a la apagada luminosidad gris del día. El amanecer y la batalla se avecinaban.

—Eres dos personas, Alfred —dijo Vasu al cabo de un rato—. Una por dentro y otra por fuera. Existe un abismo entre ambas y tienes que tender un puente para salvarlo de un modo u otro. Las dos tenéis que entrar en contacto.

Alfred Montbank, de mediana edad, medio calvo, torpe y cobarde.

Coren, dador de vida, criatura de poder, de fuerza, de valor. El escogido.

Las dos personas no podrían juntarse jamás. Habían permanecido separadas demasiado tiempo. Alfred tomó asiento, desalentado.

—Creo que sólo conseguiría precipitarme de ese puente —murmuró, apenado.

Sonó un cuerno, una llamada de aviso, y Vasu se puso en pie.

—¿Vendrás conmigo?

Alfred intentó ofrecer un porte valiente. Cuadró los hombros, se incorporó del asiento… y tropezó con la esquina de la alfombra.

—Uno de los dos lo hará —respondió, y se puso en marcha con un suspiro.